sábado, 31 de diciembre de 2011

MADRE

No puede tener más años. No puede tener más enfermedades. Ha soportado un infarto de corazón que limitó sus fuerzas, un ictus (¡las iniciales del nombre de Cristo para los primeros cristianos!) que la derrumbó casi sin habla en una silla de ruedas, un tumor que le desfiguró el rostro (ella, que tanto se parecía en su juventud a la delicada Ingrid Bergman). Pero sonríe. Me sonríe. Cuando me ve se le ilumina el rostro con una sonrisa que le inunda la cara, mientras me dice una y otra vez: “¡qué guapo! ¡qué guapo!”. Y yo me siento orgulloso de que sienta orgullosa de mí.

Es mi madre.

Su esfuerzo diario y nocturno por sacarme adelante es el modelo más abrumador de laboriosidad, abnegación, sacrificio que conozco. Por muchos años me ofreció un ejemplo inigualable de saber vivir con dignidad en medio de la pobreza material o el desierto afectivo; siempre con entereza, siempre con humildad pero con distinción, siempre con hondura y sobriedad espiritual. Ahora me ofrece un modelo igualmente elevado y noble para saber sufrir y para saber morir. Detrás de los velos que aturden su mente, ella sigue allí. Ahora que no puede esconderse tras modo alguno de brillo racional ni de cualquier otro subterfugio humano, brota sin reparos su verdad más auténtica: su absoluta bondad sobrenaturalmente natural. Resplandece, además, en su rostro el valor ilimitado de su dignidad personal precisamente ahora que no puede exhibir razón, habilidades, ni fuerza porque Dios es su garante. Podría ella llegar a olvidar mi nombre, el suyo incluso, pero Dios jamás olvidará cómo se llama (Salmo 8,4). “Mientras yo te ame no perderás dignidad”, dice el corazón noble; “y aún si dejara de amarte, el amor de Dios sostendrá tu dignidad”, añade el Evangelio de la gracia de Dios en Jesucristo.

Debo a mi madre, sobre todo, que me ayude a entender, palpitando de puro vivo, el significado de la gracia divina. ¿Qué es la gracia, preguntan los estudiosos?: “Mi madre; ella encarna la gracia”, digo yo y dicen cuántos la conocen. Puedo reconocer la verdad de la gracia de Dios en las huellas del trato de mi madre para conmigo, desde el día de mi nacimiento hasta hoy mismo (“¿Cóm estàs tú? me pregunta al teléfono).

Tiene razón el teólogo: “Dios tiene vigor de padre y entrañas de madre”[1] (Isaías 49,15; 66,13). Como las manos que abrazan al hijo pródigo en el cuadro de Rembrandt, en las que H. Nouwen[2] cree ver una de ellas grande, fuerte, viril, protectora, y otra pequeña, suave, cálida, acariciadora, así Dios combina en su trato conmigo la fortaleza paternal y la delicada ternura maternal.

“En nuestras relaciones con los demás deseamos, en primer lugar, ser aceptados. En segundo lugar, nos preocupa sentir que somos buenos, que nuestra persona tiene calidad. Tercero, nos concentramos en sentirnos suficientes, idóneos para afrontar las situaciones de la vida … Es extremadamente difícil soportar sentimientos de no ser deseado, de no ser bueno, de ser inferior.”[3] Ser amado es ser re-conocido por otro que nos hace valiosos, únicos. Ser amado significa que somos alguien y no algo para otro. Quien nos ama nos rescata del anonimato, de la vulgaridad y del olvido.

Sólo una relación puede satisfacer estos anhelos esenciales del alma: la relación de amor agradecido con el Dios que nos ha agraciado en Jesucristo, que nos ama incondicionalmente y nos valora desmesuradamente al punto que renunció a su propio Hijo y lo dio por cada uno de nosotros (Jn.3,16).

Sólo Dios puede. Cierto. Pero en ocasiones excepcionales ese amor que es pura gracia abundante, cotidiana, inalterable, se encarna en la fragilidad de un ser humano, por ejemplo en una persona sencilla, anónima, nacida en una masía ignorada de la “terra ferma”, para que los más vanidosos, que somos al tiempo los más torpes, podamos comprender mejor el misterio divino. Doy fe de que así es. Mi madre se llama Montserrat pero su verdadero nombre es Gracia.


[1] Olegario González de Cardedal: Madre y Muerte. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1994. Pg. 59.
[2] Henri Nouwen: El regreso del hijo pródigo. Madrid: PPC. Varias ediciones.
[3] M.E. Wagner: La sensación de ser alguien. Miami: Editorial Caribe, 1977. Pg. 163.

viernes, 2 de diciembre de 2011

BLAISE PASCAL: FE y RAZÓN


¿Existe Dios? ¿Cómo podremos saberlo? ¿Con nuestra razón? Ese ha sido el camino tradicional para acercarse a esta cuestión. Y a estas alturas parece que las cartas están definitivamente sobre la mesa y desde hace mucho. Los argumentos actuales de quienes defienden la no existencia de Dios no dejan de ser versiones actualizadas y a menudo diluidas de los argumentos clásicos de Feuerbach, Nietzsche o Bakunin, si acaso aderezados de los mejores recursos del marketing (cfr. Richard Dawkins: El espejismo de Dios – The God Delusion, 2006). Por lo que hace a los argumentos acerca de la (sí) existencia de Dios, tampoco parece que haya novedades después de las invocaciones aristotélicas sobre el motor inmóvil, el argumento ontológico de san Anselmo o las cinco vías de Santo Tomás, revisadas también con posterioridad. ¿Hemos llegado a una conclusión definitiva después de tantos siglos de análisis y reflexiones? Es evidente que no. Para muchos la respuesta no deja lugar a dudas pero, sorprendentemente, es radicalmente distinta para unos y para otros.

Tampoco puede decirse que “científicamente” el tema esté resuelto. Es importante el número de científicos actuales que niegan rotundamente la existencia de Dios; es fácil recordar al respecto las afirmaciones de Stephen Hawking (El gran diseño – The Grand Design, 2010). Pero no es menor el número de científicos brillantes que no tienen ningún problema en relacionar positivamente su saber con su cristiana (cfr. Francis S. Collins, director del proyecto Genoma Humano: ¿Cómo habla Dios? La evidencia científica de la fe, 2007), por no hablar de científicos del pasado que expresaron sus firmes convicciones cristianas al modo de Robert Boyle, Isaac Newton, o Michael Faraday. Las espadas siguen en alto.

¿Cómo plantearse, pues, la pregunta por la existencia de Dios? Quiero proponeros un testimonio: el modo en que Blas Pascal (1623-1662), gran científico y gran cristiano, abordaba esta cuestión en su propia experiencia.

1. PASCAL, HOMBRE DE CIENCIA Y SABER. Pascal nació y vivió en la Francia racionalista del siglo XVII, tuvo varios encuentros con Descartes y, aunque nunca asistió a ninguna escuela ni centro académico (recibió la enseñanza de su propio padre), el despliegue de su capacidad intelectual y científica causa asombro todavía hoy; asombro que se hace aún mayor conociendo la precaria salud que le acompañó casi toda su vida (solía decir que desde los dieciocho años no había pasado un día sin dolor: terribles dolores de cabeza, males de estómago, de muelas, parálisis transitorias en las extremidades, etc.), mala salud que con el tiempo le obligó a caminar con bastones y alimentarse a base de líquidos, y que le llevó a la muerte con apenas 39 años de edad.

Como científico enfatizó la importancia del método experimental, independizando a la ciencia de la filosofía. Defendió, además, la importancia de la verificación en la tarea científica, acercándose a lo que en el siglo XX se llamará “principio de falsabilidad”.

Físico. Siendo niño escribió un estudio sobre acústica: Tratado de los sonidos. Diez años después realizó su mayor descubrimiento como físico: los experimentos en torno al vacío. En sus Nuevos experimentos en torno al vacío afirmó que los efectos que se atribuían al “horror al vacío” se debían al peso y a la presión del aire. En el Tratado sobre el equilibrio de los líquidos y la pesadez del aire (1654) formuló la teoría del equilibrio hidrostático y desarrolló algunas aplicaciones prácticas, como la invención de la prensa hidráulica.

Matemático: A los doce años, a modo de juego, descubrió el teorema treinta y dos de Euclides: “la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos ángulos rectos”. A los dieciséis años escribió un Tratado de cónicas, en el que exponía el teorema que hasta hoy se conoce con su propio nombre (o exágono místico). Creó la “geometría del azar”, contribuyó a sentar las bases del cálculo de probabilidades. En 1658 resolvió el llamado problema de la ruleta (para distraerse de un fuerte dolor de muelas) y puso las bases de lo que hoy conocemos como cálculo integral.

Ingeniero. Para ayudar a su padre en su función de “comisario diputado para el impuesto”, tarea que le exigía realizar largos y trabajosos cálculos, diseñó a los dieciséis años una de las primeras calculadoras, siendo el primero en resolver las dificultades técnicas que impedían su correcto funcionamiento. Suyo fue, como ya hemos dicho, el invento de la prensa hidráulica

Urbanista. Para ayudar a los pobres organizó lo que sería la primera compañía de ómnibus de Paris.

Polemista. Sus Cartas Provinciales, textos escritos en defensa del cristianismo jansenista de Port-Royal, además de su valor teológico, se convirtieron en una obra maestra de la literatura francesa, supusieron el nacimiento del francés moderno, e inauguraron un nuevo género literario: el panfleto (se llegaron a tirar diez mil ejemplares de esas cartas, repartidas por París).

Apologista. Durante años fue recopilando una enorme cantidad de notas con intención de elaborar una apología en favor de la fe cristiana que moviera a los incrédulos a reconocer su necesidad de Dios. La compilación póstuma de esos apuntes fragmentarios se conoce como Pensamientos, la obra más reconocida de Pascal. Además, escribió La oración para el buen uso de las enfermedades y otros opúsculos de carácter piadoso.


2. DOS MODOS DE SABER. Tradicionalmente, la teología y/o la filosofía se habían ofrecido como saber único para todas las disciplinas, capaces de captar la realidad en su totalidad. Desde principios del siglo XVII, la ciencia se desgajó de la filosofía, presentándose como un saber propio y autónomo, que pretendía garantizar un auténtico y verdadero conocimiento, válido también  para todos los ámbitos.

Pascal nos ayuda en nuestra pregunta sobre la existencia de Dios porque, a diferencia de esa polarización, establece una distinción metodológica muy importante, que describe en su Prefacio para el Tratado sobre el vacío. Para Pascal: “No hay un saber universal y absoluto, sino distintos saberes parciales que corresponden a la clase de objetos que se quieren conocer. Y cada saber y cada objeto requiere un modo de conocerlo, un método apropiado.”[1]

Algunos saberes dependen del razonamiento y la experiencia. Pascal incluye en este apartado a la geometría, la aritmética, la música, la medicina, la física, o la arquitectura. Otros saberes, sin embargo, escapan a la comprensión natural del hombre. Es el caso de las verdades sobrenaturales. En este ámbito el conocimiento nos llega a través de la lectura de los textos bíblicos y de la ayuda sobrenatural.

Por eso, frente (además de) al “orden de la razón”, Pascal invoca el “orden del corazón”. No hay que confundir el corazón con el sentimiento o la emoción. Para Pascal el corazón es el núcleo de la persona, el centro de toda su actividad. Como medio de conocimiento, el corazón hace referencia a “la aprehensión inmediata, la intuición de los principios del conocimiento”[2]. Por eso el orden del corazón es dinámico, vital: “No se prueba que se deba ser amado exponiendo por orden las causas del amor; eso sería ridículo.”[3]

Las diferentes actitudes con las que el hombre escudriña la realidad son dos, bien distintas: “espíritu de geometría” (esprit de geometrie) y “espíritu de sutileza” (ésprit de finesse), que se corresponden al ámbito de la razón y del corazón, respectivamente. Cada espíritu tiene su lugar y sólo fracasan cuando pretenden aplicar su método a toda clase de saber. El ámbito propio del espíritu geométrico es el de las ciencias exactas, donde se aplica un esquema lógico-deductivo: la verdad se presenta de forma unívoca, cuantificable, los axiomas son indubitables, las definiciones precisas. El sprit de geometrie analiza, descompone la realidad en partes, abstrae, calcula, como es propio de la facultad de razonar.

 El esprit de finesse, en cambio, corresponde a las ciencias humanas y resulta más vital: capta verdades ambivalentes, las conclusiones no se demuestran sino que se dan, se evidencian (Wittgenstein). El espíritu de sutileza es una intuición viva que alcanza a la esencia misma de las cosas, en un modo propio del que la razón no participa: “El corazón tiene razones que la razón no conoce.”[4] Y Pascal advierte que Dios no puede ser conocido por la “razón” sino por el “corazón”: “Es el corazón el que siente a Dios y no la razón. He ahí lo que es la fe. Dios sensible al corazón, no a la razón.”[5]

3. LA APUESTA DE LA FE. El pensamiento es el núcleo de la grandeza humana. Pero cuanto más conoce el hombre y más se conoce, más consciente es del absurdo de su existencia, de modo que la angustia y el vértigo son inevitables (existencialismo). La conciencia de la muerte impide olvidar esa condición angustiosa del ser humano. La contradicción y la paradoja del hombre son mayúsculas. Por eso, la cuestión no es simplemente “¿Existe Dios?” si no “¿su existencia puede significar algo para mí?”, “¿yo le importo?”. En última instancia no se trata de saber si Dios existe sino si Dios puede salvarnos de nuestra condición desesperada.


En este punto es muy interesante el testimonio de Pascal. En 1646 entró en contacto con las enseñanzas del monje belga Jansenio y de Saint- Cyran, director espiritual de la Abadía de religiosas cistercienses de Port-Royal, que proponían una conversión radical y una interpretación extrema de las enseñanzas de san Agustín. Pero fue en 1654 cuando vivió una experiencia religiosa que transformó completamente la orientación de su vida. No conocemos detalles de aquella experiencia pero sí cómo la describió, en un sencillo Memorial que le acompañó toda la vida cosido a su bolsillo.

AÑO DE GRACIA DE 1654

Lunes, 23 de noviembre, día de san Clemente, papa y mártir, y otros mártires.
Víspera de san Crisógeno, mártir, y otros.
Después de las diez y media de la tarde hasta alrededor de las doce y media de la noche.

FUEGO

“Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob”, no de los filósofos ni de los sabios.
Certidumbre. Certidumbre. Sentimiento. Alegría. Paz.
Dios de Jesucristo.
Deum deum et Deum vestrum
“Tu Dios será mi Dios”.
Olvido del mundo y de todo lo que no sea Dios.
Él sólo puede ser encontrado por los caminos que enseña el Evangelio.
Grandeza del alma humana.
“Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido”.
Alegría, alegría, alegría, llantos de alegría.
Me he separado de Él:
Dereliquerunt me fontem aquae vivae
“Dios mío, ¿me abandonarás?”
Que no me vea eternamente separado de Él.
“Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y el que tú has enviado, Jesucristo”
Jesucristo.
Jesucristo.
Me separé de Él; lo rehuí, negué, crucifiqué.
Que no me vea nunca separado de Él.
No se conserva que por los caminos enseñados en el Evangelio.
Renuncia total y dulce.
Sumisión total a Jesucristo y a mi director.
Eternamente en alegría por un día de ejercitación en la tierra.
Non obliviscar sermones tuos. Amén.[6]

Dios sólo puede ser conocido realmente, nos dice Pascal, como el Dios vivo de Abraham, Isaac y Jacob. El Dios de cuya existencia está convencido Pascal y que transforma su existencia no es el ser absoluto de los filósofos, ni un Dios que pueda identificarse con el mero recitado de sus atributos.[7] El Dios vivo de Pascal es el Dios personal que se auto-revela como Dios-para-mí, Dios-para-nosotros, y que lo hace encarnado en Jesucristo. En Jesús se hace visible el carácter de este Dios-para-nosotros, que permite decir que “Dios es amor” (1ªJn.4,8) porque entrega a su propio Hijo  a la cruz para morir por las culpas de todos los hombres.

Y para alcanzar ese conocimiento cierto (certidumbre de la fe, Hebreos 10,22) es necesario un salto, una apuesta de fe[8] que nos permita un conocimiento de Dios en el corazón, una participación en la verdad como “encuentro” (E. Brunner), una experiencia personal de relación con un Dios personal, que se nos ha dado a conocer en Jesucristo, salvador de todos los hombres. Más aún, siguiendo el vocabulario de Pascal, no cabe no apostar; quien se niega a hacerlo está apostando de hecho en contra de la existencia de Dios y de la relevancia de Dios para su vida.

En definitiva, pues, se trata de participar, por el orden del corazón (fe), de la locura de la cruz (1ªCor.1,17-26). En base a esta certidumbre de fe salvadora el ser humano se funda en un nuevo saber y un nuevo vivir, que transforma el “pienso luego existo” cartesiano, en una declaración radicalmente nueva y vivificante: “Soy amado, luego existo” (C. Díaz). En palabras del propio Pascal:

El Dios de los cristianos no consiste en un Dios autor simplemente de las verdades geométricas y del orden de los elementos; esta es la parte de los paganos y de los epicuros. No consiste solamente en un Dios que ejerce su Providencia sobre la vida y sobre los bienes de los hombres, para dar una feliz sucesión de años a los que le adoran; esta es la arte de los judíos. Pero el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios de los cristianos, es un Dios de amor y de consolación; es un Dios que llena el alma y el corazón de los que El posee; es un Dios que les hace sentir interiormente la propia miseria, y su misericordia infinita; que se une al fondo de su alma; que la llena de humildad, de gozo, de confianza, de amor; que les hace incapaces de otro fin que no sea El mismo.[9]


Conferencia pronunciada en la VI Semana Cultural Evangélica de Segovia, 28 Octubre 2010.




[1] Alicia Villar: Pascal: ciencia y creencia. Madrid: Editorial Cincel, 1987. Pg. 67.
[2] Alicia Villar: Op. Cit. Pg. 141.
[3] Blaise Pascal: Pensamientos. Madrid: Alianza Editorial, 1986. Pg. 105. Edición de Lafuma, 298.
[4] Blaise Pascal: Op. Cit. Pg. 131. Lafuma, 423.
[5] Blaise Pascal: Op. Cit. Pg. 131. Lafuma, 424.
[6] Citado en Carmen Herrando: Blaise Pascal. Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2010. Pgs. 98-99.
[7] Esta distancia abismal despierta inevitablemente la protesta de algunos filósofos cristianos. Así, sobre el Memorial de Pascal: “¿Habló bien denostando impunemente al Dios de los filósofos?, ¿dejaría de ser suyo el Dios vivo de la Biblia por analizarse dentro de lo posible a la luz de la razón, sin por ello convertirse en constructor artificial? Enemistando fe y razón ¿dónde quedaría entonces la racionalidad comunicativa de una fe que quiere dialogar con pueblos y razas ajenos a ella?, ¿y qué clase de fe sería la que rehusara la razón, incapaz de presentarse en el foro de los filósofos?” Carlos Díaz: Preguntarse por Dios es razonable. Madrid: Ediciones Encuentro, 1989. Pg. 219.
[8] Blaise Pascal: Op. Cit. Pgs. 126-130. Lafuma, 418.
[9] Blaise Pascal: Op. Cit. Pg. 144. Lafuma, 449.