viernes, 9 de noviembre de 2012

¿PERDONAR LO IMPERDONABLE? (Notas a la sombra de Auschwitz)





I. ACTUALIDAD DE LAS VÍCTIMAS

Dicho con palabras de Elie Wiesel, en Auschwitz no sólo murió el judío sino también el hombre, la humanidad del hombre. Aquel horror nos exige imperiosamente un ejercicio de memoria, que es un acto de justicia (W. Benjamin); aún más, no sólo un ejercicio de memoria sino de rememoración.[1] Memoria como ejercicio de resistencia contra el olvido, por más que sea memoria dolorida: “mis recuerdos consagrados y hasta santificados en la misa negra de la humanidad emanarían gas.”[2] De la mano de la memoria, el Holocausto nos demanda una reflexión radical en torno a conceptos morales como justicia, dignidad de las víctimas e incluso resentimiento, entendido al modo de Jean Améry como “una forma moral de protesta contra el olvido”[3].

Puesto que nuestro presente “se asienta sobre un olvido compuesto de ruinas y cadáveres”[4] algunos filósofos han hecho un esfuerzo vital e intelectual para responsabilizarse de las víctimas y su memoria. Emmanuel Lévinas, superviviente del Holocausto donde perdió a su familia, aspira a hacer de la Ética filosofía primera. Theodor Adorno coloca el sufrimiento en medio de su filosofía y propone un nuevo imperativo categórico que, dice, Hitler ha impuesto a los hombres: “orientar su pensamiento y su acción de modo que Auschwitz no se repita, que no vuelva a ocurrir nada semejante”; el nuevo imperativo es el deber de recordar, la concepción moral del recuerdo, declarar que la injusticia pasada sigue vigente, y actuar de manera que aquello no se repita.

Dado que el horror, pese a todo, ha vuelto a repetirse en los genocidios de Camboya o Ruanda, por ejemplo, esa justicia y esa filosofía anamnéticas siguen siendo imprescindibles: “Nuestra conciencia sobre la humanidad del hombre debe partir de la experiencia del sufrimiento que supuso el campo de exterminio. No podemos ya pensar el hombre, ni Europa, ni al hombre en general, desde la cultura del vencedor, ni siquiera desde el refugio abstracto que tan celosamente ha cultivado la filosofía. Hay que pensarle desde el horror y el absurdo de Auschwitz, erigido en símbolo de todo el sufrimiento por razones operativas.”[5]


II. PERDÓN: QUEBRAR LA DEUDA Y EL OLVIDO

Memoria de los vencidos, justicia de las víctimas cuyos rostros expresan una exigencia infinita, resentimiento como demanda de arrepentimiento del culpable, … ¿Tendría sentido incluir el perdón en este abanico de conceptos morales? En ninguna manera, si hablamos del perdón con frivolidad. A menudo se confunde el perdón con una disculpa perezosa innoble, una farsa de amnistías y prescripciones mezquinas, un ejercicio frívolo de olvido por mala conciencia, una forma cobarde de voluntad reblandecida.

Pero también el perdón “es inherente a la economía del renacimiento psíquico” (Julia Kristeva); así ejercido el perdón supone la invitación a ver las cosas de otra forma y a verse de otra forma. El perdón abre un porvenir, un camino libre: “El infierno, sería el pasado definitivamente impuesto, el pasado cerrado, mientras que en el perdón esta irreversibilidad está presente, y por ello no es un olvido, pero en ese pasado no deja de haber algo que se abre hacia un nuevo mundo.”[6] Ese era uno de los propósitos restauradores del año del Jubileo establecido (y nunca cumplido) en la Ley de Moisés (Levítico, 25): “El jubileo era como un gran borrador que, en plazos fijos, regulaba una vuelta a la igualdad para todos, para que cada generación (49 años) gozara de iguales oportunidades socio-económicas.”[7] El Jubileo suponía una vuelta del calendario de los hombres y las sociedades a un “año cero” en el que los esclavos eran puestos en libertad, la tierra volvía a sus propietarios originales, las deudas eran abolidas y la ley de la deuda quebrada. Este sentido es el que merece la pena considerar y reivindicar como un elemento incómodo, escandaloso, pero esencial en nuestra reflexión moral acerca del Holocausto.


III. PERDONAR LO IMPERDONABLE

El perdón cobra su sentido más auténtico precisamente cuando se pregunta si es posible perdonar lo imperdonable. Lévinas insiste en que el perdón sólo puede ser respuesta al arrepentimiento del culpable y a su petición expresa de perdón pero en el judaísmo y en el cristianismo existe otra figura del perdón radicalmente excéntrica, como don gratuito que se ofrece incluso allá donde no ha habido una expresión previa de arrepentimiento. El movimiento del perdón está tensado entre esas dos lógicas, heterogéneas entre sí pero a la vez indisociables. Por una parte el perdón sólo puede concederse de forma condicional, donde hay reconocimiento de falta, arrepentimiento, confesión y petición de perdón. Por otra parte, no hay perdón radical salvo  en la forma de don gratuito, incondicional, unilateral, sin círculo de reciprocidad.[8] Puestos a perdonar, mejor hacerlo sin reservas ni condiciones, en su sentido más excesivo, más desmesurado, no en vano la palabra “perdón” procede del latín per-donare: dar a alguien su deuda, dar totalmente, dar de más, anular todas las deudas.

Mencionaremos a dos pensadores que hacen del perdón un factor crucial en su reflexión sobre el Holocausto: Armand Abecassis y Jacques Ellul, uno judío y el otro protestante, ambos franceses, ambos comprometidos con la causa de la persona. Los dos nos introducen en la “economía del don” reivindicando a pesar de todo la centralidad del perdón para romper la tiranía del tiempo, para “quebrar la deuda y el olvido”.

Armand Abecassis eleva el listón al extremo cuando afirma que lo más propio del perdón es perdonar lo imperdonable.[9] Es preciso acordarse de la falta ya que si olvidamos no podemos perdonar realmente, pero se trata de acordarse de la falta para perdonarla y trascenderla. Abecassis señala que el crimen como tal es inexcusable e imperdonable pero, a la vez, advierte que una comunidad no puede construirse sobre el principio de lo imperdonable porque sin perdón no puede continuar la historia. Se perdona y, además, se perdona por nada.

Esa fue la lección que Dios enseñó a Jonás, tal como leemos en el Antiguo Testamento. Nínive, la capital asiria, hizo desaparecer en 722 a.C. a las diez tribus del reino del norte, cinco sextas partes del pueblo hebreo. Sin embargo, Dios envió a Jonás a predicar arrepentimiento a aquella ciudad, paradigma del mal y la violencia absoluta. El profeta se rebeló a aquella orden divina y huyó a Tarsis, en dirección opuesta a Nínive, porque estaba convencido de que  el mal que aquella ciudad había cometido contra sus hermanos era imperdonable. Arrojado al mar y rescatado por un gran pez, Jonás obedeció finalmente a Dios, predicó en Nínive y tal como “temía” aquellas gentes se arrepintieron y Dios les perdonó. Jonás tuvo que aprender que Dios es santo y es justo pero es sobre todo misericordioso y perdona lo imperdonable. La liturgia judía obliga a leer el libro de Jonás en el día del Kippur, día de la expiación, para aprender a perdonar lo imperdonable.  “Cuando los hombres son capaces de producir asirios, romanos, cruzados, inquisidores, Fernando e Isabel, ‘la muy católica’, cosacos y nazis, la historia solo se puede renovar si las víctimas judías, o más exactamente, los descendientes de estas víctimas, les otorgan su perdón, injusto, escandaloso e inadmisible. A lo impensable y a lo indecible de la catástrofe y de la Shoah, hay que responder con la categoría divina, indecible e impensable, del perdón.”[10] Si negamos el perdón, detenemos la historia porque el perdón es la condición fundamental de la historia.

Jacques Ellul afirma que en sentido estricto sólo cabe el perdón radical a la luz de la teología de la cruz, porque sólo puedo perdonar gratuitamente ante Aquel que gratuitamente me perdona, experimentando primero la gracia desmedida del perdón. Paul Ricoeur lo llama la “ley de la superabundancia”[11]: “cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (Rom.5,20). Por esto en última instancia el perdón es un asunto entre quien perdona y él mismo, no necesita de la confesión del otro. Puede perdonar quien vive gratuitamente en y bajo el perdón de Dios en Jesucristo. “Sólo puede perdonar (…) el que ha sido anteriormente perdonado, que vive por haber sido perdonado, que sabe, a partir del perdón recibido, el sentido que puede tener un verdadero perdón. Este perdón de los demás sólo puede ser la continuación, la consecuencia del perdón que he recibido. En Jesucristo, recibo un perdón gratuito, un perdón que no me ha costado nada, un perdón al que no tenía derecho.”[12] Toda mi culpa ha sido asumida por Jesucristo, que vino a la cruz para nuestra justicia: “Al que no cometió pecado alguno, por nosotros Dios lo trató como pecador, para que en él recibiéramos la justicia de Dios” (2ªCorintios 5,21 –NVI).

Una parábola de Jesús ilustra este principio de vivir bajo el perdón para aprender a perdonar: Un siervo debía a su rey una cuantiosa suma de dinero pero éste, movido a misericordia por sus súplicas, decidió perdonarle; el hombre, apenas salió de palacio tropezó con un consiervo que le adeudaba una pequeña cantidad y desatendiendo sus ruegos, quien había sido perdonado generosamente echó en la cárcel de forma implacable a su consiervo hasta que pagase la deuda; al enterarse el rey de lo sucedido se enojó y entregó al siervo antes perdonado a los verdugos (Mateo 18,23-35). Esta es la conclusión de Jesús: “Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas” (v.35). Se impone, pues, un principio radical: “Cuando encontramos al Dios de Jesucristo, lo encontramos en su perdón (imagen concreta de su amor) (…) en el espejo del perdón descubro la envergadura del daño que he hecho a Dios y al prójimo. Este daño queda, a partir de ese momento, cubierto. Si lo he recibido gratuitamente, a partir de entonces, tengo que conceder yo también, gratuitamente y sin cálculo, el perdón a aquel que me haya hecho daño.”[13] Nuestra parte es no olvidar que hemos sido perdonados y ejercer también la desmesura del perdón “hasta setenta veces siete” (Mateo 18,22).


Conferencia pronunciada en las Jornadas de la Facultad Protestante de Teología-UEBE sobre el Holocausto. Madrid, 8 Noviembre 2012.



[1] Reyes Mate propone distinguir incluso entre memoria (mnemne) y rememoración (anamnesis), la primera especializada en el pasado recordado y la segunda en el pasado olvidado: Memoria de Auschwitz. Actualidad moral y política. Madrid: Editorial Trotta, 2003. Pg. 153.
[2] Imre Kertész: Kaddish por el hijo no nacido. Barcelona: Acantilado, 2001. Pg. 37.
[3] Jean Amery: Más allá de la culpa y la expiación. Valencia: Pre-textos, 2001. Citado por Reyes Mate: “En torno a una justicia anamnética” In José M. Mardones y Reyes Mate (eds.): La ética ante las víctimas. Barcelona: Anthropos, 2003. Pg. 101.
[4] Reyes Mate: Memoria de Auschwitz. Op. Cit. Pg. 257.
[5] Reyes Mate: Memoria de Auschwitz. Op. Cit. Pg. 183.
[6] Stanislas Breton: “La otra cara del mundo”. In Olivier Abel (ed.): El perdón. Quebrar la deuda y el olvido. Madrid: Ediciones Cátedra, 1992. Pg. 108.
[7] John Paul Lederach: El abecé de la paz y los conflictos. Madrid: Los libros de la Catarata, 2000. Pg. 28. Cfr. José Grau: “El Jubileo, máxima expresión de libertad y justicia”. In VVAA: Ser evangélico hoy. Terrassa: Clie, 1988. Christopher J.H. Wright: Viviendo como pueblo de Dios. La relevancia de la ética del Antiguo Testamento. Barcelona: Publicaciones Andamio, 1996.
[8] Jacques Derrida: “Confesar – Lo imposible. ‘Retornos’, arrepentimiento y reconciliación”. In Reyes Mate (ed.): La filosofía después del Holocausto. Barcelona: Riopiedras Ediciones, 2002. Pg. 173.
[9] Cfr. Armand Abecassis: “El acto de memoria”. In Olivier Abel (ed.): El perdón. Quebrar la deuda y el olvido. Op. Cit. Pgs. 133-148.
[10] Armand Abecassis: Op. Cit. Pg. 146.
[11] Cfr. Paul Ricoeur: Amor y Justicia. Madrid: Caparrós, 1993.
[12] Jacques Ellul: “Pues todo es gracia”. In Olivier Abel (ed.): El perdón. Quebrar la deuda y el olvido. Op. Cit. Pg. 120.
[13] Jacques Ellul: Op. Cit. Pg. 121.

sábado, 6 de octubre de 2012

CONTRA LAS FRONTERAS



“El mundo está hecho de opuestos … pero al final no quedará nada
de esos contrastres. Sólo quedará el gran amor.
¿Cómo iba a ser si no?”
Edith  Stein



Merece la pena recordar que la Ley, el texto fundacional de Israel, no comienza con la historia de Abraham, padre de los judíos, sino con Adán, padre de la humanidad; Génesis no comienza en el Sinaí sino en Edén[1]. La Biblia comienza mostrando a un único Dios creando una única humanidad y todos los seres humanos sin distinción a Su imagen y semejanza. Así lo recordará el apóstol Pablo: “[Dios] de una sangre a hecho todo el linaje de los hombres” (Hch.17,26). Por eso, todos los seres humanos poseen igual dignidad. Por eso: “Dios no hace acepción de personas” (Deut.10,17; Job 34,19; Lc.20,21; Hch.10,34; Rom.2,11; Gál.2,6; Ef.6,9; Col.3,25; 1ªP.1,17).

Merece la pena recordar que Apocalipsis ofrece una visión de la culminación de la Historia, con el triunfo de Dios y del Cordero. La imagen es impresionante: “Una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos; y clamaban a gran voz, diciendo: la salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero.” (Apoc.7,9-10). El hecho de la diversidad en sus múltiples expresiones no oscurece la verdad que se quiere enfatizar: un solo pueblo, con una misma canción.

Es imprescindible reivindicar una vez más que en el centro de la voluntad de Jesucristo para su Iglesia está la visión de una nueva y única humanidad. Sirva como base de esta declaración el texto de Efesios 2,11-22: los versículos 11-12 narran nuestra separación de Dios y las barreras humanas que nos separan los unos de los otros pero en los versículos 19-22 se declara la reconciliación entre judíos y gentiles a pesar de sus hondas diferencias religiosas, culturales y raciales. La clave de este giro radical está en los versículos 13-18: Jesucristo dio su sangre para reconciliar a judíos y gentiles en un solo cuerpo y en Él anular todas las barreras: “Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación (…) y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades.” (v.14,16).

Una y otra vez a lo largo de la historia los hombres se han empeñado en convertir las diferencias en fuente de conflicto. Sean fronteras físicas o idiomáticas, sean diferencias culturales, económicas, raciales, … el proceso siempre pasa por subrayar lo propio y levantarlo como muro de separación frente al otro y lo otro. Convertida la diferencia en frontera, el camino al conflicto egoísta tiene vía libre. El Evangelio de Jesucristo es pura revolución en el sentido más auténtico del término y lo es en todos los planos de la existencia, personal y social. También en lo que hace a la manera de abordar las diferencias, destruyendo las barreras que los hombres levantan con ellas como pretexto: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.” (Gál.3,28).

“Dios quiere crear un nuevo pueblo en Cristo donde las personas estén reconciliadas unas con las otras por encima de las divisiones raciales [o cualquier otra]. Que no sean extraños. Que no sean extranjeros. Que no haya enemistad. Que no estén distanciados. Que sean conciudadanos de una ‘ciudad de Dios’ cristiana, un templo donde habite Dios. (…) Dios ordenó la muerte de su Hijo para reconciliar entre sí a grupos de personas extranjeras en un cuerpo en Cristo.”[2]

Cristo ha creado, al precio de su sangre, una sola comunidad con gentes de todo linaje, lengua y nación. De ahí que la misión de la Iglesia pase por afirmar que todas las diferencias “han sido trascendidas en la unidad de la familia de Dios”[3] (Stott,253). Ese anuncio solo es creíble con el ejemplo, en la medida que la Iglesia misma encarna en su práctica cotidiana los valores del Reino, a contracorriente de los anti-valores egoístas de este mundo de pecado. “Hubo una época en que la iglesia fue muy poderosa [los cristianos primitivos].  (…) En aquella época, la iglesia no era mero termómetro que medía las ideas y los principios de la opinión pública. Era más bien un termostato que transformaba las costumbres de la sociedad.”[4] La iglesia está llamada a proclamar los valores del Reino encarnándolos en su seno, ejerciendo de termostato –marcando la temperatura moral de la sociedad- y no conformándose con la humilde tarea del termómetro -reproduciendo la (gélida) temperatura ambiente.

Esa vivencia tangible de los valores del Reino por parte de la Iglesia la convierte en testimonio palpitante del poder de Dios para salvación y reconciliación en todos los seres humanos, en todos los ámbitos: “De una u otra manera en la variedad y el encuentro de personas muy diferentes dentro de su experiencia común de haber sido aceptadas por Cristo, en la convivencia mutua y la receptividad recíproca, hay un testimonio del poder de Dios para crear una nueva humanidad.”[5] Cuando la Iglesia cede a la reivindicación de lo igual, sea cual sea su forma, cuando bendice lo homogéneo como criterio de comunidad y se ampara en el pretexto de facilitar la comunicación del Evangelio, está traicionando a Cristo y renunciando a la misión que su Señor le ha encomendado: proclamar reconciliación con Dios y entre los hombres, cualesquiera sean sus características y circunstancias.

“Me pregunto si hay otra cosa que sea más urgente hoy, por el honor de Cristo y por la extensión del Evangelio, que la Iglesia sea lo que debe ser; y que se la vea así, como lo que ya es por el propósito de Dios y la obra de Cristo: una única humanidad nueva, un modelo de comunidad humana, una familia de hermanos y hermanas reconciliados que aman a su Padre y se aman unos a otros, la morada evidente de Dios por su Espíritu. Sólo entonces el mundo creerá que Cristo es el pacificador. Sólo entonces Dios recibirá la gloria debida a su nombre.”[6]

Emmanuel Buch Camí
Madrid, Octubre 2012


[1] Hermann Cohen: El prójimo. Barcelona: Editorial Anthropos, 2004.
[2] John Piper: Hermanos, no somos profesionales. Terrassa: Clie, 2010. Pg. 225.
[3] John Stott: La fe cristiana frente a los desafíos contemporáneos. Grand Rapids: Libros Desafío, 1999. Pg. 253.
[4] Martin Luther King: “Carta desde la prisión de Birmingham”.
[5] Samuel Escobar: “Las migraciones y la misión de la iglesia cristiana.” In VVAA. Las iglesias y la migración. Consejo Evangélico de Madrid, 2003. Pg. 149.         
[6] John Stott: La nueva humanidad. El mensaje de Efesios. Certeza, 1987. Pg. 108.

martes, 27 de marzo de 2012

AUTORIDAD MINISTERIAL


Decía Unamuno que los españoles han vivido siempre detrás de los curas: o llevando los cirios en las procesiones, o corriendo con palos para atizarles. El ministro evangélico de nuestros días parece oscilar igualmente entre el servilismo y el anhelo caudillista a la hora de entender la autoridad ministerial. Al menosprecio de quienes que ven en el ministro del Evangelio poco menos que un “empleado para todo” y a la incomprensión de otros que diluyen el ministerio pastoral en el ministerio global de la iglesia, se opone un sentir entre algunos ministros que les hace verse a sí mismos como dueños y señores de la iglesia. Las tres perspectivas están desenfocadas pero esa última me parece especialmente dañina.


I.                 AUTORITARISMO NO, GRACIAS

Cuando mi hijo mayor tenía siete años quedó impresionado por el testimonio de un joven pastor brasileño que visitó  nuestra iglesia. De vuelta a casa me preguntó: “¿Cómo se llama ese pastor de Brasil que tiene una iglesia de siete mil SÚBDITOS?” También algunos pastores, sin la disculpa de la ingenuidad infantil, parecen considerar su ministerio como un auténtico caudillaje y a los miembros de su iglesia como vasallos. “Estos ministros son figuras de autoridad que dan a conocer sus deseos a la congregación, y a menudo expresan sus deseos en términos de la voluntad de Dios o la dirección que Dios les ha revelado a ellos y espera que ellos lleven a cabo.”[1] Ese sentido caudillista del ministerio tiene mucho en común con la vieja enfermedad de la “reverenditis” que describía un antiguo opúsculo evangélico: “La reverenditis es una enfermedad que afecta los centros intelectuales y espirituales de la personalidad del ministro, en la que se produce gradualmente una hipertrofia del ego, y una sensibilidad morbosa a la adulación.”[2]

Así planteado, nos hallamos ante un modelo de liderazgo absolutamente opuesto al espíritu del Evangelio y al ejemplo de Jesús: “Entonces Jesús, llamándolos [a sus doce discípulos], dijo: Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Mas entre vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos.” (Mt.20,25-28). “Si en verdad hay un ‘centro’ que sea fundamento bíblico sobre el que uno debería buscar iluminar y orientar todos los ministerios de la comunidad, habría de ser la noción de servidumbre. (...) La noción de que Dios mismo ha renunciado a gobernar por servir y nos llama a hacer lo mismo (Fil.2:5-11) es paradójicamente un pensamiento poderoso.”[3]

La psicología y la consejería pastoral nos previenen contra la relación de dependencia que se establece en ese modelo de liderazgo. Toda forma de dependencia es psicológicamente nociva porque impide el proceso de madurez y de autonomía de la persona. El ministerio cristiano se ejerce como responsabilidad delante Dios por los creyentes y tiene como propósito alentar su crecimiento en la verdad y en madurez, animándoles a ser cada vez menos dependientes de los hombres y más dependientes (sólo) de Dios. “Apacentad la grey de Dios (...) no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey.” (1ª P.5,2-3). “Cuando se enseña que uno ha de someterse al dominio de otro ser humano, hay que llamarlo por su nombre, esto es, control sectario.”[4]


II.               AUTORIDAD COMO SERVICIO

La autoridad ministerial sólo puede entenderse en términos de servicio porque Jesucristo así lo enseñó (Mt.20,26) y porque Él mismo venció las tentaciones de Satanás (Mt.4,8) y ejerció su autoridad ministerial en términos de “liderazgo servicial”. En esencia, el principio básico de autoridad y liderazgo cristiano es “una preocupación personal, que pide a un hombre entregar su vida por sus hermanos los hombres”[5]; la autoridad ministerial se ejerce siempre con la cruz como perspectiva y referencia. A la luz de textos bíblicos como Jn.13,12-15 ó Mt.20,28 : “... la autoridad que la Biblia menciona es consustancial al servicio, y que es en el servicio donde se halla nuestra capacidad para el hacer/poder. Cristo, el ejemplo por excelencia, ejerció siempre autoridad en Su hablar y en Su actuar, pero jamás utilizó el poder que como Hijo de Dios tenía. En consecuencia, el siervo de Cristo ha de actuar con la autoridad que le da su ministerio y que se fundamenta, no en su posición sino en su vida de santidad; autoridad apoyada en el servicio y reconocida por el pueblo de Dios; sin imposiciones ni pretensiones autoritarias ‘ex oficio’.”[6]

Conviene recordar que autoridad y poder no son sinónimos en absoluto: “auctoritas” designa una capacidad mayor de servicio mientras que “potestas” apunta a dominio sobre las personas. El ministro cristiano no conoce otro modo de ejercer la autoridad si no como servicio en humildad; cualquier otro modelo es una perversión de su llamado: “En lugar de la ternura y de la bondad de Cristo, se vuelven dictadores, ‘pequeños dioses de lata’, como lo expresó en una ocasión J.B. Philips. En lugar de usar las armas del evangelio de la verdad, dependen de su fuerza personal, del brillo del espectáculo, o de la manipulación retórica propia de un vendedor. En lugar de edificar a sus hermanos en la fe, se vuelven autoritarios; carecen de la humildad que distingue a un siervo de Cristo.”[7]

Mientras algunos líderes y ministros cristianos parecen tentados por el papel de caudillo, el principio de la autoridad como servicio se extiende paradójicamente en el mundo del “management” y la empresa. La paradoja[8] es el título de un libro editado en 1996, manual de referencia para líderes de empresa en todo el mundo; se publicó en castellano en 1999 y cinco años después ya se vendía la decimotercera edición. Analiza la verdadera esencia del liderazgo y su idea motriz no puede ser más reveladora: “dirigir consiste en servir”. Más aún, el autor propone a Jesús de Nazaret como modelo de liderazgo y resume las cualidades del líder en base al concepto neotestamentario de ágape, siguiendo las manifestaciones del fruto del Espíritu Santo: paciencia, benignidad, dominio propio, etc. (Gál.5,22-23).


III.              SERVICIO VULNERABLE

Merece la pena insistir en este principio básico: el ministerio cristiano sólo puede concebirse en la estela del modelo servicial de Jesús. Esa es la verdadera base para el éxito entendido según los criterios del reino de Dios: “El ministro que actúa como siervo, responde a las necesidades de la gente, responde a la dirección de Dios y responde a la guía del Espíritu Santo.”[9]

Si estamos dispuestos a aceptar hasta sus últimas consecuencias esta concepción radical del liderazgo y de la autoridad ministerial, deberemos caminar una segunda milla y recuperar la provocadora imagen de “el sanador herido”. Esta afortunada definición de Henri Nouwen para el ministro cristiano subraya un elemento decisivo que le aleja de todo modelo infectado de soberbia: la autoridad del ministro cristiano descansa en el reconocimiento humilde de su vulnerabilidad, en el abandono de toda pretensión de superioridad, en el ofrecimiento a los otros desde su abierta fragilidad.

El ministro de Jesucristo no es el “Gran Timonel” de una empresa humana; es un hombre herido que cura, un vaso de barro, un siervo débil a través del cual Dios manifiesta su gloria (2ªCor.4,7; 12,9). Paradójicamente, en esa debilidad expuesta está la clave de su crédito entre sus semejantes: “su servicio nunca será percibido como auténtico, si no procede de un corazón  herido por el mismo sufrimiento del que habla.”[10] Frente a la imagen del superhombre que enseña a otros porque está por encima de todos, el ministro cristiano se ofrece a los demás en un liderazgo servicial desde su propia fragilidad, al amparo del Dios de la gracia, su poderoso valedor.


Conferencia pronunciada en el Encuentro de Pastores Evangélicos del Corredor del Henares. Torrejón de Ardoz, Madrid, 24 Marzo 2012.





[1]Joe E. Trull y James E. Carter: Etica ministerial. El Paso: Casa Bautista de Publicaciones, 1997. Pág. 108.
[2]David Orea Luna: Reverenditis: estudio de una enfermedad vieja. Opúsculo. Pág. 2. El autor era presidente de la Iglesia Luterana de México y el texto apareció también en la revista “El Predicador Evangélico”, de Buenos Aires, de Junio de 1959.
[3]John H. Yoder: El ministerio de todos. Colombia: CLARA, 1995. Págs. 80-81.
[4] Denny Gunderson: La paradoja del liderazgo. Una invitación al liderazgo servicial en un mundo hambriento de poder. Tyler, Tx: Editorial JUCUM, 2006. Pg. 84.
[5] Henri J.M. Nouwen: El sanador herido. Madrid: PPC, 2000. Pg. 88. Título original: The Wounded Healer, 1971.
[6]VVAA: “Renovación”. Valencia: Ministerio de Educación y Fe, UEBE. 199?. Pgs. 48-49.
[7] Jonathan Lamb: Integridad. Liderando bajo la mirada de Dios. Buenos Aires: Ediciones Certeza, 2010. Pg. 93.
[8] James C. Hunter: La paradoja. Barcelona: Ediciones Urano, 1999. Colección “Empresa activa”. Título original: The Servant, 1996.
[9] Joe E. Trull y James E. Carter: Op. Cit. Pg. 109.
[10] Henri J.M. Nouwen: Op. Cit. Pg. 8.