martes, 27 de marzo de 2012

AUTORIDAD MINISTERIAL


Decía Unamuno que los españoles han vivido siempre detrás de los curas: o llevando los cirios en las procesiones, o corriendo con palos para atizarles. El ministro evangélico de nuestros días parece oscilar igualmente entre el servilismo y el anhelo caudillista a la hora de entender la autoridad ministerial. Al menosprecio de quienes que ven en el ministro del Evangelio poco menos que un “empleado para todo” y a la incomprensión de otros que diluyen el ministerio pastoral en el ministerio global de la iglesia, se opone un sentir entre algunos ministros que les hace verse a sí mismos como dueños y señores de la iglesia. Las tres perspectivas están desenfocadas pero esa última me parece especialmente dañina.


I.                 AUTORITARISMO NO, GRACIAS

Cuando mi hijo mayor tenía siete años quedó impresionado por el testimonio de un joven pastor brasileño que visitó  nuestra iglesia. De vuelta a casa me preguntó: “¿Cómo se llama ese pastor de Brasil que tiene una iglesia de siete mil SÚBDITOS?” También algunos pastores, sin la disculpa de la ingenuidad infantil, parecen considerar su ministerio como un auténtico caudillaje y a los miembros de su iglesia como vasallos. “Estos ministros son figuras de autoridad que dan a conocer sus deseos a la congregación, y a menudo expresan sus deseos en términos de la voluntad de Dios o la dirección que Dios les ha revelado a ellos y espera que ellos lleven a cabo.”[1] Ese sentido caudillista del ministerio tiene mucho en común con la vieja enfermedad de la “reverenditis” que describía un antiguo opúsculo evangélico: “La reverenditis es una enfermedad que afecta los centros intelectuales y espirituales de la personalidad del ministro, en la que se produce gradualmente una hipertrofia del ego, y una sensibilidad morbosa a la adulación.”[2]

Así planteado, nos hallamos ante un modelo de liderazgo absolutamente opuesto al espíritu del Evangelio y al ejemplo de Jesús: “Entonces Jesús, llamándolos [a sus doce discípulos], dijo: Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Mas entre vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos.” (Mt.20,25-28). “Si en verdad hay un ‘centro’ que sea fundamento bíblico sobre el que uno debería buscar iluminar y orientar todos los ministerios de la comunidad, habría de ser la noción de servidumbre. (...) La noción de que Dios mismo ha renunciado a gobernar por servir y nos llama a hacer lo mismo (Fil.2:5-11) es paradójicamente un pensamiento poderoso.”[3]

La psicología y la consejería pastoral nos previenen contra la relación de dependencia que se establece en ese modelo de liderazgo. Toda forma de dependencia es psicológicamente nociva porque impide el proceso de madurez y de autonomía de la persona. El ministerio cristiano se ejerce como responsabilidad delante Dios por los creyentes y tiene como propósito alentar su crecimiento en la verdad y en madurez, animándoles a ser cada vez menos dependientes de los hombres y más dependientes (sólo) de Dios. “Apacentad la grey de Dios (...) no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey.” (1ª P.5,2-3). “Cuando se enseña que uno ha de someterse al dominio de otro ser humano, hay que llamarlo por su nombre, esto es, control sectario.”[4]


II.               AUTORIDAD COMO SERVICIO

La autoridad ministerial sólo puede entenderse en términos de servicio porque Jesucristo así lo enseñó (Mt.20,26) y porque Él mismo venció las tentaciones de Satanás (Mt.4,8) y ejerció su autoridad ministerial en términos de “liderazgo servicial”. En esencia, el principio básico de autoridad y liderazgo cristiano es “una preocupación personal, que pide a un hombre entregar su vida por sus hermanos los hombres”[5]; la autoridad ministerial se ejerce siempre con la cruz como perspectiva y referencia. A la luz de textos bíblicos como Jn.13,12-15 ó Mt.20,28 : “... la autoridad que la Biblia menciona es consustancial al servicio, y que es en el servicio donde se halla nuestra capacidad para el hacer/poder. Cristo, el ejemplo por excelencia, ejerció siempre autoridad en Su hablar y en Su actuar, pero jamás utilizó el poder que como Hijo de Dios tenía. En consecuencia, el siervo de Cristo ha de actuar con la autoridad que le da su ministerio y que se fundamenta, no en su posición sino en su vida de santidad; autoridad apoyada en el servicio y reconocida por el pueblo de Dios; sin imposiciones ni pretensiones autoritarias ‘ex oficio’.”[6]

Conviene recordar que autoridad y poder no son sinónimos en absoluto: “auctoritas” designa una capacidad mayor de servicio mientras que “potestas” apunta a dominio sobre las personas. El ministro cristiano no conoce otro modo de ejercer la autoridad si no como servicio en humildad; cualquier otro modelo es una perversión de su llamado: “En lugar de la ternura y de la bondad de Cristo, se vuelven dictadores, ‘pequeños dioses de lata’, como lo expresó en una ocasión J.B. Philips. En lugar de usar las armas del evangelio de la verdad, dependen de su fuerza personal, del brillo del espectáculo, o de la manipulación retórica propia de un vendedor. En lugar de edificar a sus hermanos en la fe, se vuelven autoritarios; carecen de la humildad que distingue a un siervo de Cristo.”[7]

Mientras algunos líderes y ministros cristianos parecen tentados por el papel de caudillo, el principio de la autoridad como servicio se extiende paradójicamente en el mundo del “management” y la empresa. La paradoja[8] es el título de un libro editado en 1996, manual de referencia para líderes de empresa en todo el mundo; se publicó en castellano en 1999 y cinco años después ya se vendía la decimotercera edición. Analiza la verdadera esencia del liderazgo y su idea motriz no puede ser más reveladora: “dirigir consiste en servir”. Más aún, el autor propone a Jesús de Nazaret como modelo de liderazgo y resume las cualidades del líder en base al concepto neotestamentario de ágape, siguiendo las manifestaciones del fruto del Espíritu Santo: paciencia, benignidad, dominio propio, etc. (Gál.5,22-23).


III.              SERVICIO VULNERABLE

Merece la pena insistir en este principio básico: el ministerio cristiano sólo puede concebirse en la estela del modelo servicial de Jesús. Esa es la verdadera base para el éxito entendido según los criterios del reino de Dios: “El ministro que actúa como siervo, responde a las necesidades de la gente, responde a la dirección de Dios y responde a la guía del Espíritu Santo.”[9]

Si estamos dispuestos a aceptar hasta sus últimas consecuencias esta concepción radical del liderazgo y de la autoridad ministerial, deberemos caminar una segunda milla y recuperar la provocadora imagen de “el sanador herido”. Esta afortunada definición de Henri Nouwen para el ministro cristiano subraya un elemento decisivo que le aleja de todo modelo infectado de soberbia: la autoridad del ministro cristiano descansa en el reconocimiento humilde de su vulnerabilidad, en el abandono de toda pretensión de superioridad, en el ofrecimiento a los otros desde su abierta fragilidad.

El ministro de Jesucristo no es el “Gran Timonel” de una empresa humana; es un hombre herido que cura, un vaso de barro, un siervo débil a través del cual Dios manifiesta su gloria (2ªCor.4,7; 12,9). Paradójicamente, en esa debilidad expuesta está la clave de su crédito entre sus semejantes: “su servicio nunca será percibido como auténtico, si no procede de un corazón  herido por el mismo sufrimiento del que habla.”[10] Frente a la imagen del superhombre que enseña a otros porque está por encima de todos, el ministro cristiano se ofrece a los demás en un liderazgo servicial desde su propia fragilidad, al amparo del Dios de la gracia, su poderoso valedor.


Conferencia pronunciada en el Encuentro de Pastores Evangélicos del Corredor del Henares. Torrejón de Ardoz, Madrid, 24 Marzo 2012.





[1]Joe E. Trull y James E. Carter: Etica ministerial. El Paso: Casa Bautista de Publicaciones, 1997. Pág. 108.
[2]David Orea Luna: Reverenditis: estudio de una enfermedad vieja. Opúsculo. Pág. 2. El autor era presidente de la Iglesia Luterana de México y el texto apareció también en la revista “El Predicador Evangélico”, de Buenos Aires, de Junio de 1959.
[3]John H. Yoder: El ministerio de todos. Colombia: CLARA, 1995. Págs. 80-81.
[4] Denny Gunderson: La paradoja del liderazgo. Una invitación al liderazgo servicial en un mundo hambriento de poder. Tyler, Tx: Editorial JUCUM, 2006. Pg. 84.
[5] Henri J.M. Nouwen: El sanador herido. Madrid: PPC, 2000. Pg. 88. Título original: The Wounded Healer, 1971.
[6]VVAA: “Renovación”. Valencia: Ministerio de Educación y Fe, UEBE. 199?. Pgs. 48-49.
[7] Jonathan Lamb: Integridad. Liderando bajo la mirada de Dios. Buenos Aires: Ediciones Certeza, 2010. Pg. 93.
[8] James C. Hunter: La paradoja. Barcelona: Ediciones Urano, 1999. Colección “Empresa activa”. Título original: The Servant, 1996.
[9] Joe E. Trull y James E. Carter: Op. Cit. Pg. 109.
[10] Henri J.M. Nouwen: Op. Cit. Pg. 8.

lunes, 5 de marzo de 2012

LUJURIA ESPIRITUAL


¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
(Quevedo)


Es absolutamente cierto que la invocación a la “sana doctrina” se ha convertido a menudo en pretexto para un burdo intelectualismo árido, reseco, sin vida ni poder espiritual; no es menos verdad que la fe cristiana reducida a racionalidad deviene en un onanismo que sólo “vierte en tierra”, que no convierte ni divierte, es decir, que no transmite vida a otros porque tampoco la produce en el seno propio. Algunos hemos sufrido esa enfermedad en diversos grados por muchos años y venimos huyendo de semejante secarral.

Pero para vivir en el Espíritu y experimentar el poder sobrenatural de Dios, ¿es imprescindible rendirse con armas y bagajes a teorías disparatadas que parecen nacidas en la tómbola de las ocurrencias, pero que se instalan entre el pueblo de Dios en estos días? ¿Es obligado quitarse el sombrero y arrancarse el cerebro para entrar en una iglesia (Chesterton)? ¿No es posible hacer sitio siquiera a una dosis mínima de conocimiento bíblico aplicado con sentido común? ¿Es necesario decir amén a majaderías de calibre grueso o, como poco, mirar para otro lado para no quedarnos fuera de juego en la carrera del éxito eclesial?

No soy apóstol, no pertenezco a ninguno de los consejos de apóstoles que otorgan credencial de tales a nuevos candidatos y, desde luego, no soy serafín, querubín, ni formo parte de constelación celestial alguna. Debo ser un necio porque, además, no echo de menos ninguno de esos títulos. Soy pastor, pastor de una iglesia local, y me siento privilegiado por Dios quien me concedió la oportunidad de servirle y servir a su Iglesia desde ese ministerio; un ministerio entre otros ministerios por medio de los cuales el Espíritu edifica a la Iglesia de Jesucristo, para la gloria del Padre.

Reniego de la sequedad cadavérica de la mera letra, me produce sopor ese supuesto progresismo teológico más deudor del espíritu de cada década que de la verdad de la Escritura, me gustaría creer que he vencido cualquier forma de resistencia al Espíritu de Dios, …. Pero algunas cosas, por mucho eco que encuentren en otros, no puedo hacerlas mías en ninguna manera. Pongo mi más sincera y mejor buena voluntad pero me siguen pareciendo fruto de lo que llamaba Unamuno “lujuria espiritual de nuevas emociones”[1]

Creo que todo sería más equilibrado, estaría más centrado, si hiciéramos nuestro el ejemplo de aquellos cristianos de Berea, quienes “escudriñaban cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así” (Hch.17,11). El Espíritu Santo siempre camina hacia adelante pero nunca se mueve de espaldas a las Escrituras. La invocación al “mover” del Espíritu para justificar prácticas ajenas o contradictorias con la Palabra de Dios es una coartada tramposa: puesto que el Espíritu es el Espíritu de la Palabra, ¿cómo podrían contradecirse entre sí?

Podríamos aprender de la vieja fabula del traje del emperador. Dos pícaros engañaron al emperador prometiendo confeccionarle un hermoso traje a cambio de una enorme cantidad de dinero; el traje, le dijeron, tenía una característica que lo hacía especial: era invisible a quien fuera estúpido. Cuando le vistieron con el supuesto traje, inexistente por supuesto, el emperador se guardó de comentar que no veía traje alguno; no quería pasar por estúpido. Tampoco sus consejeros o sirvientes, que hablaban maravillas de un traje que no veían. Salió el emperador a pasear entre sus súbditos que, enterados de la supuesta condición del traje, aplaudían sus ricos colores aunque no los podían ver; cualquier cosa excepto pasar por estúpidos. Hasta que el emperador pasó delante de un niño quien, sin rubor alguno y entre risas, gritó: “¡Mirad, el emperador va desnudo!” Y así se deshizo el engaño evidente consentido por todos.

Que Dios obre con poder entre su pueblo, que lo haga en maneras nuevas, sorprendentes, conforme a su voluntad soberana. Que la Iglesia sea receptiva, abierta, dócil para ser modelada por su Señor, bañada por su Espíritu. Que sea madura, para no dejarse herir sacudida por “vientos de doctrina” (Ef.4,14), que se afirme en la Palabra que Dios le ha dado, centrada en su Hijo, inspirada por su Espíritu. Los excesos indefendibles y las verdades desenfocadas se corrigen con una dieta básica de rigor bíblico aderezado de sentido común para pasar afirmaciones y prácticas por el filtro de la Palabra de Dios. Si añadimos a esta dieta una pizca de humor y altas dosis de afecto fraternal, mucho mejor.









[1] Miguel de Unamuno: Diario íntimo. Madrid: Alianza Editorial, 2011. Pg. 82.