lunes, 5 de marzo de 2012

LUJURIA ESPIRITUAL


¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
(Quevedo)


Es absolutamente cierto que la invocación a la “sana doctrina” se ha convertido a menudo en pretexto para un burdo intelectualismo árido, reseco, sin vida ni poder espiritual; no es menos verdad que la fe cristiana reducida a racionalidad deviene en un onanismo que sólo “vierte en tierra”, que no convierte ni divierte, es decir, que no transmite vida a otros porque tampoco la produce en el seno propio. Algunos hemos sufrido esa enfermedad en diversos grados por muchos años y venimos huyendo de semejante secarral.

Pero para vivir en el Espíritu y experimentar el poder sobrenatural de Dios, ¿es imprescindible rendirse con armas y bagajes a teorías disparatadas que parecen nacidas en la tómbola de las ocurrencias, pero que se instalan entre el pueblo de Dios en estos días? ¿Es obligado quitarse el sombrero y arrancarse el cerebro para entrar en una iglesia (Chesterton)? ¿No es posible hacer sitio siquiera a una dosis mínima de conocimiento bíblico aplicado con sentido común? ¿Es necesario decir amén a majaderías de calibre grueso o, como poco, mirar para otro lado para no quedarnos fuera de juego en la carrera del éxito eclesial?

No soy apóstol, no pertenezco a ninguno de los consejos de apóstoles que otorgan credencial de tales a nuevos candidatos y, desde luego, no soy serafín, querubín, ni formo parte de constelación celestial alguna. Debo ser un necio porque, además, no echo de menos ninguno de esos títulos. Soy pastor, pastor de una iglesia local, y me siento privilegiado por Dios quien me concedió la oportunidad de servirle y servir a su Iglesia desde ese ministerio; un ministerio entre otros ministerios por medio de los cuales el Espíritu edifica a la Iglesia de Jesucristo, para la gloria del Padre.

Reniego de la sequedad cadavérica de la mera letra, me produce sopor ese supuesto progresismo teológico más deudor del espíritu de cada década que de la verdad de la Escritura, me gustaría creer que he vencido cualquier forma de resistencia al Espíritu de Dios, …. Pero algunas cosas, por mucho eco que encuentren en otros, no puedo hacerlas mías en ninguna manera. Pongo mi más sincera y mejor buena voluntad pero me siguen pareciendo fruto de lo que llamaba Unamuno “lujuria espiritual de nuevas emociones”[1]

Creo que todo sería más equilibrado, estaría más centrado, si hiciéramos nuestro el ejemplo de aquellos cristianos de Berea, quienes “escudriñaban cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así” (Hch.17,11). El Espíritu Santo siempre camina hacia adelante pero nunca se mueve de espaldas a las Escrituras. La invocación al “mover” del Espíritu para justificar prácticas ajenas o contradictorias con la Palabra de Dios es una coartada tramposa: puesto que el Espíritu es el Espíritu de la Palabra, ¿cómo podrían contradecirse entre sí?

Podríamos aprender de la vieja fabula del traje del emperador. Dos pícaros engañaron al emperador prometiendo confeccionarle un hermoso traje a cambio de una enorme cantidad de dinero; el traje, le dijeron, tenía una característica que lo hacía especial: era invisible a quien fuera estúpido. Cuando le vistieron con el supuesto traje, inexistente por supuesto, el emperador se guardó de comentar que no veía traje alguno; no quería pasar por estúpido. Tampoco sus consejeros o sirvientes, que hablaban maravillas de un traje que no veían. Salió el emperador a pasear entre sus súbditos que, enterados de la supuesta condición del traje, aplaudían sus ricos colores aunque no los podían ver; cualquier cosa excepto pasar por estúpidos. Hasta que el emperador pasó delante de un niño quien, sin rubor alguno y entre risas, gritó: “¡Mirad, el emperador va desnudo!” Y así se deshizo el engaño evidente consentido por todos.

Que Dios obre con poder entre su pueblo, que lo haga en maneras nuevas, sorprendentes, conforme a su voluntad soberana. Que la Iglesia sea receptiva, abierta, dócil para ser modelada por su Señor, bañada por su Espíritu. Que sea madura, para no dejarse herir sacudida por “vientos de doctrina” (Ef.4,14), que se afirme en la Palabra que Dios le ha dado, centrada en su Hijo, inspirada por su Espíritu. Los excesos indefendibles y las verdades desenfocadas se corrigen con una dieta básica de rigor bíblico aderezado de sentido común para pasar afirmaciones y prácticas por el filtro de la Palabra de Dios. Si añadimos a esta dieta una pizca de humor y altas dosis de afecto fraternal, mucho mejor.









[1] Miguel de Unamuno: Diario íntimo. Madrid: Alianza Editorial, 2011. Pg. 82.