martes, 17 de noviembre de 2015

LA MIRADA (COMPASIVA) AL OTRO



Vino luego a Betsaida; y le trajeron un ciego, y le rogaron que le tocase.
Entonces, tomando la mano del ciego, le sacó fuera de la aldea;
y escupiendo en sus ojos, le puso las manos encima, Y le preguntó si veía algo.
Él, mirando, dijo: Veo los hombres como árboles, pero los veo que andan.
Luego le puso otra vez las manos sobre los ojos, y le hizo que mirase;
y fue restablecido, y vio de lejos y claramente a todos.
(Mr.8,22-25)


Los discípulos de Jesús somos llamados a vivir una transformación progresiva de nuestra forma de mirar al semejante como parte del proceso de renovación de nuestro entendimiento y de nuestro vivir (Rom.12,2); un proceso que nos lleve de la in-diferencia a la de-ferencia, que sirva de re-ferencia para nuestra relación con el prójimo, en especial con los invisibles, los transparentes, los últimos, el “material sobrante” (G.E. Lensky). Una mirada nueva que no sea mirar sin ver, opuesta a esa mirada que no se para porque no repara en el otro; una mirada nueva que progresivamente se hace más clara, de modo que alcanza a reconocer el rostro del semejante como icono de Dios[1]. Una mirada que deja de estar vuelta sobre uno mismo, narcisista mirada al ombligo propio, para convertirse en una mirada compasiva hacia todos, según el modo en que Jesús a todos nos mira.


I. LA (COMPASIVA) MIRADA DIVINA

Dios nos mira en nuestro pecado y se compadece de nosotros. Su mirada hacia todos los seres humanos sin excepción, es una mirada compasiva (Sal.130,3). Dios miró a Israel y se compadeció: “¿Cómo podré abandonarte, oh Efraín? ¿Te entregaré yo, Israel? ¿Cómo podré yo hacerte como Adma, o ponerte como a Zeboim? Mi corazón se conmueve dentro de mí, se inflama toda mi compasión.” (Os.11,8). Dios mira al ser humano y se compadece: “el Señor se compadece según las multitudes de sus misericordias; porque no aflige ni entristece voluntariamente a los hijos de los hombres” (Lam.3,32b-33); Dios se compadece como un padre: “Como el padre se compadece de los hijos, se compadece el Señor de los que le temen. Porque él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo” (Sal.103,13-14; Sal.135,14). Dios se compadece como una madre: “¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti.” (Is.49,15; 54,8b-11). La mirada de Dios es enfáticamente compasiva y comprometida hacia los últimos: viudas, extranjeros y huérfanos (Deut.24,17).

Cuando nos preguntamos qué es el hombre, cómo debe ser el hombre, los cristianos volvemos nuestra mirada a Jesús, el Hijo del Hombre. Parafraseando el texto bíblico oímos a Jesús decirnos: “quien me ha visto a mí ha visto al verdadero ser humano.”[2] Jesús-hombre encarna perfectamente el diseño que Dios estableció para el ser humano. Él nos muestra como modelo una vida vivida en apertura incondicional a los demás, una vida de servicio basado en la compasión. Sacudido por la compasión, veía las multitudes “desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor” (Mt.9,36). Jesús por compasión predicó, por compasión alimentó (Mt.15,32), por compasión sanó (Mt.14,14). El verbo griego (splagnizomai) es muy expresivo: Jesús vivió así ante los hombres porque “se le conmovían las entrañas” (Mr.1,41; Mt.20,34; Lc.7,13).


 II. CONVERTIR NUESTRA MIRADA

En última instancia vemos lo que queremos ver, de modo que la mirada descubre la verdad más íntima que nos habita. ¡Qué distinta nuestra mirada de la mirada divina! Somos miembros de una sociedad enferma de egoísmo que desconoce al semejante, que sólo le reconoce como amenaza, que a lo sumo le dedica una ojeada aburrida, que le mira sin ver. Respiramos un aire social viciado de yoísmo y aún los discípulos de Jesús sufrimos la contaminación en nuestros pulmones espirituales de modo que también nuestra mirada sufre de miopía egoísta­.

La sanidad de esa mirada patológica exige un verdadero arrepentimiento, un auténtico cambio de dirección en nuestra manera de pensar, de mirar, de vivir. Se trata de convertir el corazón para convertir la mirada por un proceso que no es de partida intelectual, voluntarista o menos aún sensiblero, sino espiritual. No es asunto de filantropía sino de cristología: nace en la Cruz y alcanza al cristiano por el poder transformador del amor de Dios, recibido de lo alto primero y compartido horizontalmente a continuación, porque el amor genuino tiene carácter expansivo. De este modo el yo enclaustrado se convierte en nosotros compasivo, compasión que nace a la sombra de amor compasivo de Dios en la cruz de Cristo, amor gratuito, desmedido, que sacude el corazón de quien lo recibe, para multiplicarlo ante los otros y para los otros como un torrente caudaloso que se extiende imparable.

La cruz testimonia de la mirada infinitamente compasiva de Dios hacia todos los seres humanos, certifica su gracia ilimitada empeñada en restaurar al ser humano a su condición más plena, según el modelo de Jesús, el Hijo del Hombre. Quien se descubre a sí mismo amado gratuitamente por Dios a pesar de su “fealdad” (Rom.5,8), encuentra el estímulo para iniciar un lento camino de reconstrucción personal que incluye un nuevo modo de mirar, un reconocimiento de su prójimo, especialmente del más ignorado, dedicándole una mirada nueva que refleja, siquiera parcialmente, el modo en que él mismo es mirado por Dios desde la cruz; una mirada nacida de un corazón limpio que ve a Dios (Mt.5,8).[3] La palanca que mueve las entrañas del mundo interior y se vuelca al exterior no es el cartesiano “pienso, luego existo” sino el cristiano “soy amado, luego existo.”[4]


III. PRÁCTICA DE LA MIRADA COMPASIVA

La compasión (del latín cumpassio, traducción del griego sympathia) significa “con-sentir”, una emoción humana que brota a partir del sufrimiento del otro; que no es sólo entendimiento de su estado sino verdadero compromiso práctico por aliviar su sufrimiento: “poner el corazón en las manos” (Camilo de Lelis). Podemos hablar de “empatía compasiva” (Carl Rogers) y definir la compasión como el arte de “leer” emocionalmente a las personas, respondiendo responsablemente a su necesidad.[5]

La mirada compasiva del discípulo de Jesús descubre al otro como “vulnerabilidad extrema” (E. Lévinas). Su sola presencia nos re-clama, como Job a sus amigos: “¡Oh, vosotros mis amigos, tened compasión de mí, tened compasión de mí!” (19,21). Su rostro ante mí me exige: “favorézcame”, “cuando me mires, compadécete de mí”. Su ruego se convierte en mi responsabilidad: debo “hacerme cargo” de él. La parábola del Buen Samaritano (Lc.10,25-37) muestra la compasión como un proceso de tres momentos consecutivos y complementarios: reconocimiento de la persona sufriente (momento del ir y del ver, que sólo es posible desde el cultivo de la sensibilidad), responsabilidad ante la persona sufriente (momento del quedarse responsablemente, estableciendo morada donde habita el sufrimiento), y cargar con la realidad de la persona sufriente (momento del salir, acompañando al otro en su proceso de sanación).[6] Sacerdote y levita miran al herido con una no-mirada, miran sin ver, miran sin querer ver, hacen como que no ven y dan un rodeo. El samaritano, en cambio, extiende una mirada compasiva hacia el herido y dado que la compasión es uno de los nombres del amor y el amor genuino se traduce en acción, el samaritano se acerca venciendo el temor a una posible emboscada, venda las heridas, cede su cabalgadura, gasta y se gasta en favor del herido.

La mirada compasiva del discípulo de Jesús se traduce en acción amorosa, que no limosnera, porque reconoce en el otro no sólo su necesidad de recibir sino su capacidad de donar; descubre que a los “transparentes” les duele que nadie les quiera pero aún les duele más no tener a quien querer, que su drama mayor es que tienen mucho cariño que ofrecer pero no tienen a nadie a quien ofrecerlo (Angela P.)

La mirada compasiva del discípulo de Jesús está desprovista de superioridad. Ejercida como condescendencia, la compasión se corrompe en una forma sutil de soberbia. Paradójicamente, sólo un “sanador herido” (H. Nouwen) que reconoce su vulnerabilidad puede ofrecer una ayuda relevante: “¿será quizá que tu debilidad te hace más vulnerable a la mía, y por eso me entiendes tan rápida y profundamente?”[7] Dicho en términos unamunianos: “Los hombres encendidos en ardiente caridad hacia sus prójimos, es porque llegaron al fondo de su propia miseria, de su propia aparencialidad, de sus naderías, y volviendo luego sus ojos así abiertos, hacia sus semejantes, los vieron también miserables, aparienciales, anonadables, y los compadecieron y los amaron.”[8]


Conclusión

Dejarnos interpelar por el dolor ajeno nos devuelve como un fruto añadido la sabiduría de ayudarnos a reconocernos a nosotros mismos. Es cierto el humano: “duele, luego existo” (S. Kierkegaard) pero aún es más cierto el cristiano: “me dueles, luego existo” y, por generalización, “con-dolemus, ergo existimus”[9]. Algunos de nosotros no podemos reflexionar honestamente sobre nuestro modo de mirar al semejante sin que brote un sentimiento de vergüenza, de pesar. Esta evidencia mediocre nos exige volver nuestra mirada al Invisible (siendo mirados por Él) para aprender de nuevo a ver a los invisibles con una mirada compasiva que se traduzca en acción, ministerio nacido del misterio vivido del amor divino. Esa mirada compasiva es la mirada con que Dios nos mira a diario: una mirada que no desespera de nadie, que a todos reconoce compasivamente. Suplicamos al Espíritu de Dios que nos capacite para mirarnos y amarnos unos a otros con la misma mirada con que Dios nos mira, con el mismo amor con que Dios nos ama.

Conferencia pronunciada en el Encuentro de Misiones Evangélicas Urbanas de España. El Escorial (Madrid), 15 de Noviembre de 2015.




[1] Un icono o ícono (griego: εκών, romanización: eikōn), literalmente imagen, “Signo que mantiene una relación de semejanza con el objeto representado” (RAE). El semejante es icono de Dios porque es “imagen de Dios” (Gén.1,26-27)
[2] Veli-Matti Kärkkäinen: “The Human Prototype”. In Christianity Today. January, 2012.
[3] Sólo desde esta perspectiva, más allá del voluntarismo inmanentista, puede hacerse plena realidad el bienintencionado anhelo de transformar la identidad del yo humano, desde una  posición del yo soberano en la conciencia de sí a una deposición de ese yo en términos de responsabilidad para con el otro. Cfr. Emmanuel Lévinas: Etica e infinito. Madrid: Visor Distribuciones, 1991. Pg. 95.
[4] Cfr. Jean Lacroix: Fuerza y debilidades de la familia. Madrid: Acción Cultural Cristiana, 1993. Pg. 68. Existe una edición anterior española del mismo libro, Barcelona: Fontanella, 1962. Título original: Force et faiblesse de la famille, 1948. Cfr. Carlos Díaz: Soy amado, luego existo. 4 volúmenes. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1999-2000.
[5] La respuesta compasiva va más allá aún de la ausencia de petición de ayuda, porque sabe leer el rostro doliente aún si guarda silencio. Resulta conmovedora y reveladora esta declaración anónima: “Por favor, tiéndeme tu mano, / aunque parezca ser lo último que deseo. / Tan solo tú puedes sacar a la luz mi vitalidad: / siempre que eres amable, atento y solícito, / siempre que tratas de comprender, / porque me quieres, / mi corazón palpita y renace. / (….) ¡No me ignores, por favor, no pases de largo! / Ten paciencia conmigo. / A veces parece que, cuanto más te acercas, / tanto más me rebelo contra tu presencia. / Es algo irracional, pero es así: / lucho contra lo que necesito. / ¡Así es a menudo el ser humano! / Pero el amor es más fuerte que toda resistencia, / y ésta es mi esperanza. / Mi única esperanza.” José Carlos Bermejo: Empatía terapéutica. La compasión del sanador herido. Bilbao: Desclée de Brouwer, 2012. Pgs. 26-28.
[6] L.A. Aranguren: “Compasión”. In Diccionario de pensamiento contemporáneo. Madrid: Ediciones San Pablo, 1997. Pgs. 197-8.
[7] Carlos Díaz: Diez miradas sobre el rostro del otro. Madrid: Caparrós Editores, 1993. Pg. 101.
[8] Miguel de Unamuno: Del sentimiento trágico de la vida. Madrid: Espasa-Calpe, 1980. Pg. 130.
[9] Carlos Díaz: Y porque me dueles te amo. Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2012. Pg. 43.

martes, 4 de agosto de 2015

DIETRICH BONHOEFFER: TESTIGO (¿derrotado?) DE LA VERDAD



Para Esteban, Ismael, José.


El griego “testigo” se traduce en castellano como mártir. En efecto, toda identificación con la verdad es exigente. Tampoco existe testimonio de la verdad que no sea costoso, no existe testimonio verdadero sin pagar un precio por tal atrevimiento. Esa es la lección que nos deja la filología y la experiencia humana.


1. Derrota del testimonio, derrota del testigo. Gandhi afirmaba que “la verdad siempre triunfa”. El Evangelio, el testimonio de Jesucristo Crucificado, o la vida de Dietrich Bonhoeffer testifican que es así pero (sólo) “en perspectiva de eternidad”. “La figura del crucificado desvirtúa totalmente todo pensamiento orientado en el sentido del éxito”[1] ¿Por qué fueron ejecutados todos los implicados en el complot contra Hitler y éste, sin embargo, salió ileso del atentado? Los salmistas del Antiguo Testamento ya certificaban el éxito de los malvados y el dolor de los justos. Frente al optimismo fácil, bene-volente pero fantasioso, afirmamos el “optimismo trágico” (E. Mounier), una “desesperación confiada” (Lutero) aprendida a los pies de la cruz. La victoria final pertenece al siervo sufriente (Is.53), al Cordero de Dios trasmutado en León de Judá, pero sólo al final de los tiempos (Ap.5:5,11-14).

Ese pesimismo esperanzado impregna el comentario dramático de Bonhoeffer a las Bienaventuranzas. “Al final de las bienaventuranzas surge la pregunta: ¿qué lugar del mundo resta a tal comunidad [de los discípulos de Jesús] ? Ha quedado claro que sólo les queda un lugar, aquel en el que se encuentra el más pobre, el más combatido, el más manso: la cruz del Gólgota.”[2] Los bienaventurados lo serán plenamente pero sólo al final de la Historia; mientras tanto, pagan un precio elevado por su lealtad a la verdad, pagan con la vida entera. La gracia divina que nos reconcilia con la verdad en Jesucristo es una gracia cara para Dios pero lo es también para el discípulo de Jesús: “La gracia cara es el tesoro oculto en el campo por el que el hombre vende todo lo que tiene; (…) es la llamada de Jesucristo que hace que el discípulo abandone sus redes y le siga.”[3] Cualquier pretensión cortoplacista es malbaratar la gracia, es desgraciar la gracia.

Acostumbramos a decir que el testigo no pretende el poder sino ofrecer su testimonio como semilla fructífera en otros. Reconozcamos su derrota: a menudo el testigo y su testimonio quedan ocultos a los ojos de los demás, aún de los más cercanos e íntimos, bajo mil capas de mil intereses e ignorancias; su testimonio vital no cala, aún peor, con cierta frecuencia escuchará un diagnóstico devastador: “No sabes disfrutar de la vida”. Testigos sobresalientes fueron los héroes de la fe mencionados en Hebreos 11; de algunos quedaron registrados sus triunfos y sus nombres (Noé, Abraham, Isaac, Jacob, José, Moisés, Gedeón, David, Samuel, …) pero muchos otros, lejos de alcanzar crédito ante sus próximos, “fueron atormentados, (…) otros experimentaron vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles. Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados, …” (Heb.11,35-37). De aquellos cuyo testimonio sólo trajo a ojos humanos pérdida y dolor, ni aún quedó registro de sus nombres por más que el mundo no fuera digno de ninguno de ellos (11,38)


2. ¿Por qué? ¿Para qué, entonces? Porque el testigo no puede hacer otra cosa. El testigo cristiano lo es a menudo forzado por Dios, se halla atado a la verdad frente a los hijos putativos del pusilánime Pilatos, patrón de todos los melifluos que en la historia han sido (“¿Qué es la verdad?”). El testigo cristiano no puede vivir de otra manera porque no puede negarse a sí mismo ni a la Verdad que le habita y le ata. En palabras de Policarpo (s. II), incitado a negar a Cristo para evitar el martirio: “He servido a mi Señor Jesucristo durante 86 años y nunca me ha causado daño alguno el mismo. ¿Cómo puedo negar a mi Rey, que hasta el momento me ha guardado de todo mal, y además me ha sido fiel en redimirme?”

 El domingo 21 de Enero de 1934 Bonhoeffer predicó un sermón sobre el profeta Jeremías (¡un profeta judío del Antiguo Testamento!). Jeremías fue testigo de Dios forzado por Aquel que le llamó: “Me sedujiste, oh Jehová, y fui seducido; más fuerte fuiste que yo, y me venciste; (…) Y dije: No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre; no obstante, había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; trate de sufrirlo, y no pude.” (Jer.20,7-9). Jeremías era prisionero de Dios, transitando un camino que le era impuesto. Bonhoeffer dijo: “… El lazo se reduce cada vez más y recuerda a Jeremías que también éste es un prisionero. Es un prisionero, tiene que seguir. El camino está ya señalado. Es el camino del hombre, a quien Dios no suelta, que ya no se desprenderá de Dios … Se le acusa de perturbador de la paz, de enemigo del pueblo: la acusación que se ha repetido siempre contra los poseídos por Dios, a los que Dios se les ha impuesto fuertemente …, ¡cómo le hubiera gustado gritar con los demás paz y salud! … El triunfo de la verdad y de la justicia, el triunfo de Dios y de su Evangelio en este mundo arrastra tras de sí unidos al carro triunfal, a los prisioneros. Que él nos ate definitivamente a sus carros de triunfo, para que aun atados y desollados tengamos parte en su victoria.”[4]

El cristiano es testigo de la verdad porque no puede evitarlo, porque es esclavo de la verdad. Jesucristo es la Verdad (Jn.8,32) y el testigo cristiano participa gozosamente de esa “Verdad como encuentro” (E. Brunner); una Verdad que no posee en propiedad sino que le posee a él. Esa Verdad-amorosa le impulsa del todo y pese a todo, aún pese a sí mismo: “Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos.” (2ªCor.5,14-15). ¿Triunfo? ¿Recompensa?: Participar de la Verdad; participar de Cristo es el triunfo y es la recompensa. En esa perspectiva (sólo) cobran sentido las últimas palabras de Bonhoeffer antes de ser ejecutado: “Esto es el fin. Para mí el principio de la vida.”[5]

Conferencia pronunciada en el XXV Aula de Verano del Instituto Emmanuel Mounier. Burgos, 25 de Julio de 2.105




[1] Dietrich Bonhoeffer: Ética. Barcelona: Editorial Estela, 1968. Pg. 52.
[2] Dietrich Bonhoeffer: El precio de la gracia. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1986. Pg. 71.
[3] Dietrich Bonhoeffer: El precio de la gracia. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1986. Pg. 16.
[4] Eberhard Bethge: Dietrich Bonhoeffer: teólogo-cristiano-hombre actual. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1970. Pg. 475. El 13 de Noviembre de 1928, durante su servicio en la iglesia alemana de Barcelona, ya había pronunciado una conferencia acerca del ministerio de los profetas, anticipando ideas semejantes: “Isaías [6,9-11] se vio cargado con un peso insoportable: tener que predicar a su amado pueblo (…) sabiendo que habla en el vacío y, peor aún, sabiendo que con su predicación impulsa a hacer salir aún más el mal, lo hace más evidente, y por tanto hace que el Juicio Final se aproxime aún más.” Y añadió, a propósito de Jeremías: “Dios ha escogido el recipiente para su voluntad pero rompe este recipiente humano porque Él es demasiado poderoso. (…) Es Dios mismo quien crea la vida trágica de los profetas a fin de que en este fracaso humano se manifieste bien claramente la fuerza, el requerimiento, el peso, de la exigencia divina.” Dietrich Bonhoeffer: “La tragedia de los profetas y su sentido permanente”. In Dietrich Bonhoeffer: Conferències a la comunitat de Barcelona. Barcelona: Fundació Joan Maragall (Cristianisme i Cultura), 2011. Pgs. 14, 16. La traducción del catalán es nuestra.
[5] Eberhard Bethge: Dietrich Bonhoeffer: teólogo-cristiano-hombre actual. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1970. Pg. 1245.