martes, 4 de julio de 2017

MAESTROS, MIS MAESTROS

Dicen que es importante escoger bien a los maestros pero lo cierto es que a menudo son los maestros quienes nos escogen a nosotros. Dios nos los regala, con ellos nos inspira, modela nuestras propias vidas. En efecto, “¿qué es uno, sino la galería de corazones de todos sus maestros?”[1]

Nadie se hace a sí mismo, somos fruto de muchas manos, de muchos rostros que nos enseñaron muchas cosas. Algunos han dejado una huella permanente en nosotros, por eso nos acompañan siempre en presente. Esos pocos son más que un buen ejemplo, son alfareros que modelan nuestras personas. Son maestros. Nuestra deuda de afecto con ellos es eterna, aunque jamás se les ocurriría reclamar nada en absoluto. En algunos casos ni siquiera han sido conscientes del efecto definitivo y benefactor que nos han obsequiado. Tampoco reconocerles como maestros nos convierte en buenos discípulos; en mi caso, apenas he podido reproducir un leve eco de su impronta: “No he correspondido sino mediocremente a la esperanza y a la ayuda que he recibido.”[2] Pero no por eso la verdad de su magisterio es menor. Amigos abundan en mi vida, gracias a Dios; todos hermosean mi existencia. Maestros pocos, apenas éstos tres.



En cierta ocasión preguntaron al escritor Javier Marías por su padre, el filósofo Julián Marías: “le recuerdo siempre trabajando”[3], respondió. Me he preguntado muchas veces cómo me recordarán mis hijos, qué imagen esencial guardarán de mí. En cualquier caso, como Javier Marías a su padre, también yo recuerdo al filósofo Carlos Díaz, a mi hermano mayor Carlos Díaz, trabajando siempre. Aún hoy, cuando le visito en su casa le encuentro invariablemente ante el ordenador, en su pequeño despacho, rodeado de libros, traduciendo, corrigiendo, escribiendo. Siempre. Sin excepción. A cualquier hora. Catorces horas diarias, me dice. Le creo. Soy testigo. Parafraseando a Neruda, todo en él es trabajo.

Descubrí a Carlos Díaz en la universidad Complutense de Madrid, asistiendo a sus clases. Sin pretenderlo, he usado la palabra exacta: descubrimiento. Todas sus frases en el aula eran deslumbrantes. Por primera vez, de manera prodigiosa, alguien encajaba en un mismo bloque armónico todas las piezas del rompecabezas vital que me perseguía: Evangelio y sociedad, piedad para con Dios y responsabilidad para con el prójimo, presente y eternidad. Muchas de mis convicciones, también de mis dudas y anhelos, aparecían danzando entrelazadas ante mis ojos. De su mano cobró vida ese personalismo comunitario donde confluye amor a la persona, identificación con los últimos y empeño intelectual; de su mano se me hizo cercano el anarquismo como fenómeno político moral, tal vez una variante del comunismo libertario exclusivamente suya pero noble y desafiante; todo eso y aún mucho más, al cobijo de su único credo: Cristo, muerto y resucitado; esa es la fuerza motora de su compromiso por el hombre, por todos los hombres, por los más desfavorecidos en especial. La acritud que con cierta frecuencia acompaña a sus palabras no procede de la amargura sino de la urgencia, no del odio a algunos sino del amor a todos, siempre intentando ese beso que imaginaba Schiller, abarcando a la humanidad entera.

Carlos Díaz es una de las personas que con más convicción cree en mí, a pesar de mi propia incredulidad. Como él mismo dice: “da más fuerza sentirse amado que creerse fuerte”[4], de modo que su mucho amor me ha hecho más fuerte de lo que era antes de encontrarle a él. La única bronca que he merecido de su parte en público se debió precisamente al rechazo de sus halagos: “no te consiento que dudes de la verdad de las cosas que te digo”. Así aprendí a dejarme querer por él, a recibir las dedicatorias de sus libros[5], a aceptar la honra que me obsequia ante otros: “si quieres saber lo que es el anarquismo, mírate en tu padre [a mi hijo Esteban], un hombre como Dios manda y el prójimo necesita”.

Quería escribir de Carlos Díaz como “hombre-que-trabaja”, de su exigencia personal ante el trabajo que le hace no concederse descanso, de su dedicación obsesiva al trabajo, entendido como gozosa donación y devolución: “Quien no cultiva sus talentos es un ladrón, roba: no da lo que podría dar.”[6] Carlos vive para trabajar, esa actitud tan despreciada por aquellos que miden cada migaja de esfuerzo, que lo escatiman porque carecen de pasión creadora, que son profesionales de todo pero no profesan nada en sus entrañas, que se quieren tanto a sí mismos que no quieren otra causa que no sea su propio cuidado, ciegos a “la conversión del trabajo-sufrimiento en trabajo-creatividad-gozo”[7] “Tienes que aprender a disfrutar de la vida” me reprendió alguien paternalmente, en un momento en que creía desfallecer con el alma abrumada. Pocas veces he sentido una herida tan profunda: “¿tendrá razón? ¿me he equivocado tanto por tantos años?” Recordé una vez más a Carlos, sentado a cualquier hora del día y de buena parte de la noche ante su ordenador, aunque repudiado por la Akademia, ignorado por los medios de comunicación, silenciado por muchas editoriales. Tu ejemplo me basta, Carlos: “mientras vosotros perdéis el tiempo yo lo gano; mientras vosotros hacéis tiempo para matarlo, yo agradezco que él me vivifique, y le devuelvo el homenaje trabajando; mientras vosotros vacáis, yo arrimo el frágil hombro.”[8] Sigamos trabajando, Carlos. Mientras sea de día, antes que llegue la noche; que cuando llegue, nos encuentre trabajando (Jn.9,4).


2. Juan Luis Rodrigo, la virtud del amor a las personas

Alguien a mi lado en el Metro llevaba su colonia; hacía años que no había vuelto a sentir ese perfume. Apenas pude contener un sollozo. Y me di cuenta: “¡le echo tanto de menos!” Juan Luis Rodrigo, pastor evangélico, fue padre, pastor, y maestro para mí, maestro para la vida y modelo para el ministerio cristiano. Me enseñó con su propio ejemplo a percibir el valor de las cosas sencillas, a disfrutar de ellas para extraer todo lo que de bueno puede ofrecernos esta vida tan imperfecta. Me enseñó sobre todo a reconocer el valor sagrado que acoge en su seno cada ser humano, más allá de sus miserias o defectos.

Compartí a su lado horas de conversación y sobre todo de escucha atenta: viajando en el coche de camino al hospital para visitar a un enfermo, frente a él en su despacho oyéndole hablar de los temas más diversos, mirando el presente con optimismo, recordando el pasado con indulgencia, anticipando el futuro con esperanza, predicando en el púlpito, compartiendo su fe con una persona afligida en la intimidad del hogar, … incluso sentados frente al pantano de San Juan disfrutando de una buena ensalada. De aquel tiempo guardo la huella en mi alma de algunas convicciones fundamentales que encarnaba D. Juan Luis.

Por ejemplo, su exigencia autoimpuesta e ilimitada por ofrecer en todo, ante todos, un ejemplo que pudiera ser de inspiración y ánimo: en el habla, en los gestos, en las actitudes, en las relaciones, en el ministerio pastoral; a la hora de doblar una a una con esmero cada copia del boletín de la iglesia, o en el desempeño de los compromisos más relevantes.

Por ejemplo, su capacidad para disfrutar de los detalles pequeños de la vida. Siempre he admirado el entusiasmo infantil con que saboreaba momentos cotidianos que para otros pasaban inadvertidos. Nadie me ha enseñado como él que la dicha no proviene de la espectacularidad o del brillo de las circunstancias, sino de la actitud con que contemplamos las cosas y nos sumergimos en la vida.

Por ejemplo, la sencillez que caracterizaba su ministerio pastoral. Hacía que todo pareciera fácil, espontáneo, casi improvisado, a la manera del “pensat i fet” de su tierra alicantina. Pero su sencillez no provenía de la superficialidad si no del aprecio por lo esencial. Por eso no se dejaba deslumbrar, ni pretendía deslumbrar a otros, con artificios estériles. Sus palabras, gestos, criterios, brotaban de un manantial de esencias; quienes supimos advertirlo nunca olvidaremos el provecho que aquella sencillez genuina ha aportado a nuestras vidas.

Por encima de todo, su convicción de que en todos los ámbitos de la vida y especialmente en el ministerio cristiano, la prioridad no está en programas, proyectos, innovaciones o tradiciones; la prioridad siempre son las personas, en singular, tomadas de una en una. El Evangelio de Jesucristo es bendición para el ser humano y los siervos de Jesucristo no pueden tener otra meta que bendecir, edificar, ayudar, alentar a las personas; construir, nunca destruir. Ese empeño suyo no nacía de la debilidad, de la falta de convicciones sólidas; al contrario, mostró a menudo su firmeza rechazando cualquier presión que le apartara de su propósito: el respeto casi sagrado por cada persona, cualquiera fuera su condición, el empeño por su cuidado restaurador. “Los hombres no son dioses ni semidioses. Tampoco son demonios, ni diablos ni empobrecidos. Son sencillamente criaturas humanas, como eres tú y como soy yo. (…) Puedes encontrar en cada uno de tus prójimos aquello que quieras resaltar. Tienen grandezas y tienen miserias, hay bondad y hay maldad, ni todo es negro ni todo es blanco, ni tan siquiera gris. Lo que quieras ver en ellos, eso es lo que verás. Siempre descubrirás en tu semejante a otro como tú, si puedes mirar con objetividad y justicia. Si lo haces así, observarás que todo lo que eres también está en la otra persona, más o menos. (…) La forma del carácter es diferente de uno a otro. Unos se muestran así y otros se muestran asá, pero sustancialmente todos somos prójimos y semejantes. A la hora de relacionarnos, tener esto en cuenta nos hará más aptos para la comprensión, la solidaridad, el perdón y la colaboración.”[9]



Aquells peus que m'ensenyaren
a estar dret i caminar,
i les mans que em protegien
agafant les meues mans
i els braços que m'abraçaven.
Quina dolçor intangible
habitava al meu voltant.
Com m'he sentit estimat,
com m'he sentit estimat.

Raimon: “Mentre s’acosta la nit”[10]


Pasan los años y sigue siendo el título del que me siento más honrado: “el fill de la Montse”. Mi madre. Pasan los años y todavía me resulta imposible asomarme al pozo de su ausencia. Nadie me susurra ya con aquella ternura suya: “lo meu xiquet”, ni me pregunta con su misma dulzura: “Emmanuel, com estàs?” Tampoco yo he vuelto a pronunciar en voz alta ciertas palabras: “mareta”, “montseta” … Con todo, no existe en mi persona una pizca de virtud alguna que no sea un gris reflejo de las muchas que ella encarnaba en abundancia. 

Todo con distinción y elegancia. Aún la pobreza de mi infancia, que mi madre consiguió que viviera sin sentirla con vergüenza. Sólo la distancia de los años me ha hecho consciente de lo que significaban aquellos “detalles”: recibir los regalos de Reyes con un día de retraso, cuando la beneficencia pública entregaba los sobrantes del día grande; lavarme en la diminuta cocina, dentro de un barreño de plástico, remojado con agua calentada previamente en un puchero; las humildes peticiones de mi madre a algún vecino para que nos dejara pasar a mi hermana y a mí a ver un ratito la tele, sin molestar y sin abusar de la frecuencia; el regalo de unos cubitos de hielo que una vecina amable nos traía de vez en cuando para refrescar el agua, porque nunca tuvimos un frigorífico; las visitas al locutorio telefónico para llamar a la familia porque tardamos años en conocer el lujo de viajar, .... Y algunas mañanas a primera hora, ayudar a mi madre a cargar campo a través las pesadas cajas en las que llevaba los vestidos que recogía cortados en Valencia y confeccionaba en casa, para enviarlos de nuevo por el “ordinario” y recibir a cambio el dinero mínimo que nos permitía sobrevivir. Una vida familiar sostenida por mi madre a golpe de aguja, a los impulsos de sus pedaladas en la máquina de coser, un sonido que nos acompañó toda la infancia y la primera juventud, una máquina en la que mi madre quemó la vista y su arte de modista, por la necesidad de confeccionar aquellos vestidos en serie que garantizaban un mínimo regular de ingresos. La máquina de coser y los hilos que inundaba la casa, se metían en todos los rincones y que sacábamos a pasear a la calle, colgados en la ropa y enganchados en la suela de los zapatos.

Todo con distinción y elegancia. Una vida dura, con escasos asideros del alma salvo su fe inquebrantable en Dios y la entrega abnegada a sus hijos, dichosa viendo cómo alcanzábamos metas que las circunstancias frustraron en su vida: “Als catorze anys anava a estudiar per a mestra però no va poder ser perquè va venir la guerra. Però has sigut mestre tú.”

Todo con distinción y elegancia. Mi madre, que primero me enseñó a vivir y después, en el penúltimo capítulo de su docencia, también a soportar la enfermedad con su “elegante sonrisa” (Jesús Millán), su “cantar y sonreír” (Rebeca) permanente. No puedo decir más.

Mi madre. Su bondad, sobre todo. Una bondad distinguida, aristocrática. Una bondad carente de cursilería, de exhibicionismo; una bondad firme, auténtica como su sonrisa; una bondad espontánea, sobrenaturalmente natural, nacida en lo más hondo de su alma. Como la bondad de sus manos nobles, trabajadas, pero ¡tan bellas! Sus manos, con las que me acariciaba con tanta ternura que parecía timidez, rodeándome con su brazo y acariciándome la espalda con una sola mano, cuando la otra ya carecía de movilidad.

Su bondad siempre. Su bondad para con todos. Hospitalaria, acogedora, detallista, gozosamente servicial. Su bondad, visitando enfermos en el hospital desde su silla de ruedas, dando su voto al dibujo más feo de aquella exposición infantil para que su autor de pocos años no pasara la vergüenza de no recibir siquiera uno.

¿A qué seguir? Aunque mi madre ya no me acompaña físicamente, la huella de su bondad me sustenta. También me señala el camino, un camino de bondadosa integridad que trazó con su ejemplo. Sin desesperar jamás de nadie. Si lo sabré yo.


[1] Carlos Díaz: “Buen corazón y mala cabeza, buena cabeza y mal corazón: dos almas separadas”. In ACONTECIMIENTO nº 114, 2015/1. Pg. 46.
[2] Javier Cercas: Soldados de Salamina. Barcelona: Tusquets Editores, 2002. Pg. 139.
[3] Javier Marías: “Recuerdo a mi padre trabajando”. Madrid: ABC, 16 Diciembre 2005.
[4] Carlos Díaz: Diez virtudes para vivir con humanidad. Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2002. Pg. 23.
[5] “Para Emmanuel Buch, cuyo ‘Yo quiero’ siento como propio” In Yo quiero. Salamanca: Editorial San Esteban, 1991. “A Emmanuel Buch, pastor evangélico, amigo de talante franciscano, quien un día me dijo que algo que es bueno no puede ser tan complicado …” In La virtud de la humildad. México: Editorial Trillas, 2002. “Hacer mejores a los hombres es la única manera de hacerles felices, y esto es lo que viene aportando Emmanuel Buch a mi vida desde que tuve la dicha de conocerlo. …” In Razón cálida. La relación como lógica de los sentimientos. Madrid: Escolar y Mayo Editores, 2010. Pgs.13-15.
[6] Carlos Díaz: El libro del militante personalista y comunitario. Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2000. Pág. 134.
[7] Carlos Díaz: Otra palabra, otra escritura. Madrid: Ediciones San Pío X, 1998. Pág. 74.
[8] Carlos Díaz: Otra palabra, otra escritura. Madrid: Ediciones San Pío X, 1998. Pág. 66.
[9] Juan Luis Rodrigo: Fruta nueva. Dinámica para la vida total. Madrid: Sociedad Bíblica, 1996. Pg. 251.

viernes, 17 de marzo de 2017

FRATERNIDAD DISCREPANTE (reloaded)

Para Jorge Fernández y Ani Ruiz


Hace algo más de veinte años escribí un sencillo artículo para El Eco Bautista titulado “fraternidad discrepante”, que definía como: “esa actitud propia del Cuerpo de Cristo por la que los miembros se escuchan atenta y cordialmente en sus diferencias, y el diálogo plural, libre y sincero, les permite reconocer con más claridad la voz de Dios; que libera a unos de enemistades con quienes discrepan (o conmigo, o contra mí), y salva a otros de la amargura y la desmesura en sus críticas (o yo o el caos).”

Echaba de menos entonces en el contexto evangélico español mayores dosis de tal fraternidad discrepante, de esa capacidad de recibirse mutuamente más allá de las diferencias, ese talante de acogida para quien mantiene criterios distintos, de modo que es posible abrir los brazos al hermano aunque se discrepe de sus criterios. Jürgen Moltmann lo llamaba “diversidad reconciliada” porque, en definitiva, fraternidad “no define un sinónimo de la uniformidad sino el modo cristiano de abordar y resolver las diferencias para convertirlas en instrumento de mutua edificación.” Citaba en aquel artículo a Karl Barth, quien lamentaba ese: “… pensar y hablar unos de otros con tanta dureza, con tanta acritud, con tanto desprecio, dedicarnos esas recensiones tan agridulces, esos comentarios tan malignos, y que más parecen obras de las tinieblas.”[1] Y terminaba invocando una conocida frase de Juan Wesley: “Por el amor de Dios, si fuese posible evitarlo, no nos provoquemos los unos a otros a la ira; no encendamos mutuamente este fuego del infierno ... si al calor de esa terrible luz pudiésemos descubrir la verdad, ¿no sería más bien pérdida que ganancia? Porque cuánto más debe preferirse el amor, aún mezclando con opiniones, que la misma verdad sin el amor.”[2]

Veinte años después de aquel artículo, las muestras de esa posible fraternidad discrepante me parecen aún más escasas que entonces. Tengo la impresión de que en el contexto evangélico español prevalece la descalificación inmisericorde, que una nebulosa gris de testosterona pseudo-teológica lo inunda todo, lo contamina todo, y crea una atmósfera irrespirable donde nadie está a salvo, porque en cualquier momento puede caer bajo la mirada implacable de algún exaltado defensor de la verdadera doctrina, empeñado en otorgar (poco) o negar (mucho) el sello de excelencia, de denominación de origen evangélico y aún de hijo de Dios entre sus semejantes. Esos apologetas airados suelen repetir el mismo patrón: primero señalan un asunto que les parece esencial, después afirman su punto de vista como el único bíblico, y por último decretan la descalificación o el aislamiento de quienes piensan de distinto modo.

Las diferencias podrían abordarse de un modo más bíblico, con apertura al otro, sin por ello abdicar de las convicciones propias. Son muy sugerentes (y autorizadas) las recomendaciones que ofreció el apóstol Pablo en el grave conflicto entre cristianos judíos “conservadores” y gentiles “progresistas” (cfr. Romanos 14-15): no condenar ni juzgar a quienes Dios mismo ha aceptado, no menospreciar a otros con quienes compartimos un mismo Señor a quien desean igualmente agradar, no forzar a unos ni a otros a actuar en contra de sus convicciones y, sobre todo, “recibíos los unos a los otros, como también Cristo nos recibió, para gloria de Dios” (15,7)

A partir de tales principios bíblicos debería ser fácil establecer unos criterios mínimos con los que “gestionar las diferencias” (Ani Ruiz dixit) civilizadamente, cristianamente: centrar en Jesús las opiniones propias con prudencia y oración; sostenerlas con humildad, abiertos a la posibilidad de que los otros puedan tener en sus puntos de vista alguna medida de verdad; respetarles en sus convicciones, mostrando el amor de Jesús, sin condenarles ni menospreciarles ya que comparten el mismo Salvador y Señor; escucharles antes de hablar, procurando entender las circunstancias que han modelado sus convicciones; compartir abiertamente las convicciones propias, con vehemencia incluso, pero con respeto a los otros, en el amor de Jesús; siempre que sea posible dialogar cara a cara, compartiendo argumentos, vivencias personales, oraciones; procurar la unanimidad pero, si no es posible, al menos asegurarse de que la minoría sea escuchada y que ésta respeta la decisión mayoritaria; y en la base de todo, permitir que Jesús inspire con su carácter todas las relaciones, de modo que nunca prevalezca, ni aún de forma solapada, el orgullo, la vanidad propia de la vieja naturaleza.[3]

No escribo estos párrafos para convencer a nadie. Los muchos que interpretan el diálogo entre diferentes como una muestra de buenismo timorato, de falta de convicciones sólidas, de rendición al relativismo, los despreciarán. Hoy se aplaude, se jalea, se promueve el trazo grueso, el blanco o negro, las cosas claras, “al pan, pan y al vino, vino”, los productores de gametos masculinos sobre la mesa. Tiempos de estridencia al grito de “anatema el último”, una defensa de la verdad bíblica que no entiende de matices ni deja lugar a la escala de grises, que se ejerce de forma violenta, insultante contra toda forma de heterodoxia, real o supuesta, y contra las personas que las representan. No hay tiempo ni ganas para la reflexión compartida, la escucha mutua, ni menos aún para el desacuerdo cordial, respetuoso, que salva la fraternidad más allá de las discrepancias por fuertes que sean. Y de vez en cuando se aprovechan esas justas teológicas para ajustar cuentas nada justas de vendettas personales. Aquel anciano Gamaliel del libro de los Hechos de los apóstoles, el de los consejos de prudencia, hoy sería despreciado por cobarde.

Los protagonistas de ese peculiar ejercicio apologético lo justifican por la necesidad de defender el verdadero Evangelio. Olvidan que la verdad es poderosa en sí misma, que la verdad de Dios en Jesucristo es tan poderosa que nada ni nadie puede debilitarla, ni los errores de sus enemigos ni las torpezas de algunos de sus defensores. Y olvidan que esa verdad no merece ser defendida con un espíritu contrario al Espíritu que la habita, con un talante que el propio Evangelio descalifica porque está desprovisto de la necesaria cor-dialidad (corazón) con las personas, por distantes que sean sus criterios. Se ha dicho que una tarea urgente del pueblo de Dios es “recoser un mundo que se rompe”[4] ¿Cómo podría contribuir a semejante objetivo si en su seno no existe capacidad de encuentro, de reconciliación? ¿Cómo ofrecerá un ejemplo inspirador sin la calidez del afecto fraternal, aunque sea discrepante? ¿Cómo, si olvida que “la mayor interpretación del otro es el amor” (Carlos Díaz)?

Escribo para unos pocos hoy. Con la esperanza de que mañana sean más. Y de que esos, cuando mañana vuelvan sus ojos sobre el pasado, encuentren al menos algunos vestigios que les resulten familiares. Quiero creer que no siempre serán las cosas como son hoy, que no siempre prevalecerá el aullido vociferante sobre el diálogo, la ocurrencia sobre la reflexión, la amenaza sobre el respeto. Para quienes se ejercerán así mañana, escribo. Para quienes hoy anhelan ese mañana, escribo. Escribo sobre todo para quienes se esfuerzan en hacer posible ese sueño futuro, con su siembra presente.
Puerto Sagunto (Valencia), Marzo 2017



[1] Karl Barth: “El don de la libertad”. In Ensayos teológicos. Barcelona: Editorial Herder, 1978. Pg. 144.
[2] Citado por Alfonso Ropero: “Lutero y el principio caridad”. In revista La Luz. Abril-Junio 1996. Pg. 5.
[3] Cfr. Michael W. Pahl: “When Everyone’s Biblical and We All Disagree. https://michaelpahl.com/2013/09/23/when-everyones-biblical-and-we-all-disagree/
[4] Suplemento del Cuaderno nº 202 de CJ (nº 236). Barcelona: Cristianisme i justicia, Diciembre 2016.