jueves, 30 de agosto de 2018

AMAR ES LA (BUENA) OBRA


Jesucristo enseña que toda su Iglesia y cada uno de sus discípulos somos y estamos llamados a ser sal de la tierra que limita la corrupción, luz del mundo que aporta calor y claridad[1], ciudad sobre un monte cuyo estilo de vida se ofrece como una sociedad de contraste[2] (Mt.5,13-15). De esta manera, insiste Jesús, los hombres verán nuestras buenas obras y glorificarán a Dios Padre (Mt.5,16). Esta reacción no deja de ser llamativa: ¿por qué dirigirán sus ojos a Dios cuando ven nuestras buenas obras, en lugar de honrarnos a nosotros? Las buenas obras de las que habla Jesús no son obras comunes, tienen origen sobrenatural y las personas lo perciben así. Poseen un aroma que brota del amor peculiar que caracteriza a Dios y a su reino. Por eso podrá escribir el apóstol Pablo que, sin esa esencia, ninguna buena obra tiene valor en términos de reino de Dios (1ª Cor.13). Y exhortará en diversas ocasiones “al trabajo motivado por vuestro amor” (1ªTes.1,3 -NVI; cfr. Gál.5,6). Obras, pues, nacidas del amor; amor nacido de la acción del Espíritu Santo de Dios (Rom.5,5; Gál.5,22).

¿QUÉ AMOR? Usamos la palabra “amar” con significados diversos, de modo que conviene subrayar que el amor en el reino de Dios se define como donación: “La naturaleza de Dios, su carácter, es darse.”[3] Nada revela esa manera de amar sacrificialmente con mayor nitidez que la Cruz: “La Cruz es la cristalización del amor”[4] (Rom.5,8). Y el modo de amar que el Espíritu Santo desarrolla en la vida de los hijos de Dios no puede ser distinto: amar sacrificialmente, costosamente, ministerialmente, al modo del Padre que nos dio a su Hijo (Jn.3,16). Esa es la cultura del reino de Dios: la cultura del don. Toda buena obra que Dios anhela para sus hijos se resume en la práctica de este amor: “el que ama al prójimo, ha cumplido la ley” (Rom.13:8,10). “El amor es tanto el resumen (condensación) como la realización práctica de toda la ley moral dada por Dios, vista como una unidad.”[5]

¿CÓMO AMAR? En términos prácticos, podemos decir que amar es desviarnos de nuestro camino, cambiar nuestra agenda en favor de otro. El sacerdote y el levita de la parábola (Lc.10,25-37), no ayudaron al hombre medio muerto en la cuneta porque no quisieron apartarse de su camino. Lo hizo el buen samaritano cambiando su agenda. En otras palabras: “usó de misericordia” (Lc.10,37a). Y Jesús nos exhorta: “Vé, y haz tú lo mismo” (Lc.10,37b). Si no vivimos en apertura a los demás, merecemos la crítica que alguien escribió: “Dicen que aman a Dios porque no aman a nadie”. Descartes definió al ser humano por su racionalidad pensante: “pienso, luego existo”. Kierkegaard advirtió contra la pretensión de identificar lo humano con lo racional y corrigió: “Sufro, luego existo”. Pero no se puede mostrar lo más genuino de la condición humana según el diseño del Creador, sin la consideración del otro, del “tú” delante de mí, que es otro como “yo”, que clama y me reclama en su necesidad. Por eso, Kierkegaard debe ser también corregido con una definición de persona más completa: “Me dueles, luego existo”[6]. Desde esta perspectiva, amar puede ser nombrado como con-dolencia, que es decir al otro: “tú me dueles” y, por tanto, moverme en su favor como favor, como gracia. En palabras del apóstol Juan: “Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros” (1ªJn.4,11).

El verbo amar puede declinarse también como com-padecer. La palabra griega “splánchna” que traducimos como compasión, recoge el hebreo “rahamim”, que apunta a las entrañas, y que recoge el carácter de Dios: “la entrañable misericordia de nuestro Dios” (Lc.1,78). La compasión tiene que ver con la “sympátheia” griega, la capacidad de con-sufrir con el otro, de estar a su lado compartiendo su dolor. Dios se compadece de sus criaturas y Jesús es ese Dios-(compasivo)-con-nosotros (Mr.6,34; 8,2). Y a sus discípulos, nos exhorta Pablo: “Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia” (Col.3,12). No podemos eliminar muchas de las circunstancias que causan dolor a quienes nos rodean, pero al menos podemos ofrecerles el consuelo de una cercanía amorosa, podemos “aplicarnos con desvelo para que no existan más ‘lágrimas que nadie consuele’ (cfr. Ecl.4,1).”[7]

¿A QUIÉN AMAR? Debiera resultar evidente a la luz del Evangelio que la Iglesia de Jesucristo y cada uno de sus discípulos estamos llamados a desarrollar un sentido de responsabilidad y disponibilidad para con todos, como expresión del amor universal de Dios, tal como se muestra en la cruz[8]. Más aún, debiera resultar igualmente evidente que cuánta más intimidad cultivemos con nuestro Dios, más crecerá la conciencia de nuestra responsabilidad para con todos, y en especial para con aquellos de quienes nadie se siente responsable, los más “indignos”, los menos “nice”, los menos “cool”. Ese es el testimonio de Jesucristo mismo, rodeado de publicanos y pecadores: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mr.2,17). Los tres Evangelios sinópticos se apresuran a levantar acta de este hecho y el Evangelio de Juan, que no lo recoge, reseña detalladamente los compasivos encuentros de Jesús con el fariseo Nicodemo, la mujer samaritana, la mujer adúltera, o el ciego de nacimiento que todos consideraban bajo maldición.

COROLARIO. “El gran poder del reino de los cielos es el amor”[9]. Vivimos tiempos convulsos, crispados. Hace setenta años, para muchos la culpa de todos los males de Europa era de los judíos; hoy se les acusa a extranjeros y emigrantes. Cuidado. Cuando la mirada al otro se nubla por prejuicios partidistas, todo se envilece y el prójimo se convierte en amenaza, en enemigo. La “política” cristiana es previa a cualquier ideología; en realidad, la única “política” auténticamente cristiana es la política del reino de Dios: la política de la Cruz, la política de las bienaventuranzas, la política de la misericordia que nos hace ver en todo semejante el rostro de Dios, también en el samaritano, el publicano o la prostituta. Todo esto puede parecer a algunos, propio de una ingenuidad adolescente. Pero es la perspectiva del amor de Dios, la única perspectiva digna del discípulo de Jesús y de su Iglesia, que está llamada a ser en todo tiempo y lugar una comunidad sacrificial, una comunidad que ama a todos sacrificialmente.
Publicado en EDIFICACIÓN CRISTIANA, nº 285


[1] “Si las bienaventuranzas describen el carácter esencial de los discípulos de Jesús, las metáforas de la sal y la luz indican su influencia bienhechora en el mundo.” John Stott: Contracultura cristiana. El mensaje del sermón del monte. B. Aires, Ediciones Certeza, 1984. Pg.63. “La sal y la luz tienen una cosa en común: se dan y se gastan a sí mismas – y eso es lo opuesto a cualquier clase de religiosidad centrada en sí misma” Helmut Thielicke: Life can begin again. Sermons on the Sermon on the Mount. Philadelphia: Fortress Press, 1963. Pg. 33.
[2] “Si se lee Mt.5,14 en su contexto (…) se entiende que la ciudad que resplandece en lo alto del monte es una metáfora utilizada para referirse a la Iglesia como sociedad de contraste que transforma al mundo precisamente mediante su condición de sociedad contrastante.” Gerhard Lohfink: El sermón de la montaña, ¿para quién? Barcelona: Editorial Herder, 1989. Pg.164.
[3] Johannes Tauler: Sermones. De Adviento a Pentecostés. S. XIV. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2010. Pg.32.
[4] Toyohiko Kagawa: Meditations on the Cross. New York: Willett, Clark & Company, 1935. Pgs. 75, 34, 101.
[5] William Hendriksen: Gálatas. Desafío, 1984. Pg. 219.
[6] Cfr. Carlos Díaz: Y porque me dueles te amo. Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2012. Pgs.42-43.
[7] Enzo Bianchi: Jesús y las bienaventuranzas. Santander: Sal Terrae, 2012. Pg. 46.
[9] Isaac de Nínive: El don de la humildad. S. VII. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2014. Pg. 31.

miércoles, 25 de abril de 2018

MATRIMONIO CRISTIANO: un misterio que se desvela como ministerio de amor

“Nadie es indiferente al amor”
Gloria Bioque


Presentar el matrimonio cristiano en un molde único, con roles y jerarquías únicas, como el único modelo aprobado por Dios, sólo trae frustración y sufrimiento a muchos matrimonios, forzados a encajar en un esquema que no pueden reproducir y que no tienen por qué reproducir.[1] En lugar de una fórmula cerrada, la Palabra de Dios nos ofrece excelentes mimbres con los que construir creativamente cada matrimonio en singular. Mencionamos algunos de estos mimbres, a partir de la definición de matrimonio como “misterio que se desvela como ministerio de amor”.


1. MISTERIO. Una manera de reconocer la elevada dignidad del matrimonio es señalarlo como “misterio”. Las realidades vitales más hondas del ser humano como el nacimiento, el amor, o la muerte, las llamamos “misterios” porque nos implican en todas las dimensiones de nuestro ser, nos envuelven, y no se pueden solucionar por medio de una técnica u otra.[2] Un problema se resuelve pero un misterio nos absorbe. En este sentido, el matrimonio es un misterio (Ef.5,31-32). Podemos expresar lo mismo diciendo que el matrimonio es un “tabú”. El tabú tiene a menudo un sentido peyorativo como prejuicio, pero también tiene un sentido positivo, como respeto absoluto de principios y realidades que no se pueden tocar porque son las vigas maestras donde descansa la solidez de la sociedad entera y son por tanto sagradas: el respeto a la vida, la dignidad humana, la igualdad de derechos de todas las personas, etc. Si rompemos esos tabúes, la sociedad se deshumaniza. En este sentido, el matrimonio es un tabú.

1.1. Honroso. “Tened todos en alta estima el matrimonio y la fidelidad conyugal” (Heb.13,4). El matrimonio es una relación única y exclusiva de intimidad, tal como enseña Cantares con la imagen del “huerto cerrado” (4,12): “una renuncia a conocer de forma íntima a otras personas.”[3] La exhortación de Jesús a los cónyuges: “lo que Dios juntó, no lo separe el hombre” (Mt.19,6) no es una frase ingeniosa para la ceremonia nupcial; si uno de los cónyuges o una tercera persona atenta contra esa unión, bien podemos decir que comete “sacrilegio” contra una unión que para Dios es sagrada.

1.2. Diseñado por Dios. El matrimonio no es una institución humana; pertenece al orden de la creación, antes del pecado, y responde a la voluntad ideal de Dios (Gén.2,24) como la unión de un hombre y una mujer, para compartir un mismo proyecto de vida, con vocación de permanencia. En otras palabras: “Génesis 2,24 implica que la unión matrimonial es exclusiva (‘el hombre … su mujer’), de reconocimiento público (´dejará … a su padre y a su madre’), permanente (‘se unirá a su mujer’) y se consuma en la relación sexual (‘serán una sola carne’).”[4]

1.3. Misterio creativo. A menudo se presenta el matrimonio como una relación estándar: la unión complementaria de dos personas incompletas, en la que las características masculina y femenina están fijadas, los roles claramente repartidos, y la jerarquía firmemente establecida. La experiencia muestra que del énfasis en la jerarquía nacen relaciones como luchas de poder; sean de forma grosera, o con apariencia de santidad, el resultado siempre deja vencedores y vencidos. En cambio, del énfasis en el respeto nacen relaciones creativas de cooperación, y el matrimonio resulta en una “poligamia en serie”[5], una poligamia monogámica porque matrimonio y cónyuges están en permanente transformación. En ese proceso siempre inacabado, el matrimonio resulta “un viaje común de mutuo crecimiento en un proceso de desarrollo.”[6]

En cierto sentido, cada matrimonio es igual que todos pero, a la vez, cada matrimonio es una creación única en la historia de la humanidad. El matrimonio maduro no se construye como una relación egoísta, ni reivindicativa, ni aún paralela, sino entrelazada: “dos vidas enlazadas en una danza”[7]: una relación dinámica en la que prevalece el encuentro, el “nosotros”, donde se comparten funciones, trabajando hombro a hombro, nunca deudores de protocolos ni reglamentos.


2. MINISTERIO. El matrimonio cristiano es una realidad sobrenatural: nace de la voluntad perfecta del Padre, se hace comprensible en el modelo del Cristo crucificado, y se hace (imperfectamente) posible por el poder del Espíritu Santo. Todos los matrimonios de la Biblia fueron imperfectos; todos los matrimonios presentes son imperfectos; pero hay una expectativa caragada de esperanza para todo matrimonio vivido en la voluntad de Dios y con los recursos de la gracia de Dios.

2.1. Glorificar a Dios. “… a fin de que seamos para alabanza de su gloria” (Ef.1,12).  En último sentido, las promesas matrimoniales no se hacen al cónyuge; se hacen a Dios, respecto del cónyuge. Es con Dios con quien cada cónyuge se compromete en primera instancia; es a Dios a quien debe agradar y honrar primeramente en la vida conyugal. Dios también se compromete con los cónyuges para proveerles de los ilimitados recursos de su gracia. Por eso, el consejo esencial para los cónyuges de un matrimonio cristiano es: honra a Dios con tus aportes cotidianos a tu matrimonio. En otras palabras: “Ame a Jesucristo más que lo que ama a su cónyuge, y de esa manera ustedes se amarán el uno al otro más de lo que de otra manera se amarían.[8]

2.2. Ministrar al otro. Ministerio asimétrico. Para referirnos al misterio, no valen conceptos, necesitamos metáforas.[9] Cuando la Biblia enseña acerca del misterio del matrimonio tal como fue diseñado en la voluntad de Dios, lo compara a un Pacto, una Alianza. En términos sociales el matrimonio es un pacto simétrico entre un hombre y una mujer más o menos igual de atractivos, de ricos, o de sanos, cuya falta de equilibrio justifica su ruptura. Sin embargo, el matrimonio cristiano está basado en el modo en que Dios hace las Alianzas: un pacto asimétrico basado en su fidelidad incondicional, una actitud que se resume en la palabra “gracia” (Rom.5,8)

Dios hizo un pacto con Israel y aun cuando Israel menospreció su parte, Él siempre fue fiel al pacto. Dios ha hecho un pacto con todos los hombres en Jesucristo y aún cuando éstos son inconstantes, Dios sigue siendo fiel al pacto. Aun cuando la iglesia, esposa de Jesús, es rebelde, Jesucristo permanece fiel. “Cristo ve en la imperfecta, orgullosa, fanática o tibia Iglesia terrena a la Esposa que un día estará ‘sin mancha ni arruga’, y se esfuerza para que llegue a ser (…).”[10] Jesús enseña amar con un amor que no mide si da más de lo que recibe. Jesús enseña que no se ama esperando recompensa, sino que “amar” es la recompensa. Jesús encarna ese amor gratuito desde la cruz, dando su vida por todos los seres humanos como si fueran diamantes cuando en realidad eran enemigos (Rom.5,8-10).  Aunque la expresión está tomada de otro contexto, bien puede ilustrarse el matrimonio cristiano como una “donación nupcial desinteresada”[11].

2.3. Crecer en el carácter de Cristo. El propósito de Dios para sus hijos en esta vida es conformarles a la semejanza de Jesús. Y (sólo) en ese sentido es que “todas las cosas ayudan a bien” (Rom.8,28-29). Desde esa perspectiva el matrimonio ofrece un ámbito único para experimentar el crecimiento en el carácter del nuevo hombre en Cristo, con sus frutos de amor. “¿Quieres ser feliz o quieres ser mejor? ¿Quieres ser feliz o quieres parecerte más a Jesús?” Las tensiones en el matrimonio pueden ser una oportunidad para crecer en madurez personal y espiritual, para ejercer el principio bíblico según el cual: “más bienaventurado es dar que recibir” (Hch.20,35). Así, cada vez que un cónyuge se vuelve a Dios para pedirle por el otro: “¡cámbiale!”, puede oírle responder: “¡cambia tú, …hazlo por mí!” Esta manera de amar sólo es posible bajo el impacto que produce en el corazón humano saberse amado de la misma manera por Jesús (2ªCor.5,14), sólo viviendo “en el Espíritu” (Ef.5,18), cuyo fruto es inestimable para la convivencia matrimonial: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, confianza mansedumbre, dominio propio (Gál.5,22-23).


3. AMOR. El matrimonio cristiano pertenece al ámbito del asombroso reino de Dios, al reino del amor, al reino del peculiar amor descrito en 1ª Corintios 13 que invita a entender la vida y vivirla como: “respuesta absoluta al amor absoluto como finalidad en sí misma”[12], un amor que se dice de muchas maneras:

3.1. Respeto. La etimología de la palabra “respeto” es muy sugerente: “El latín respectus deriva del verbo respicere, que significa ‘mirar atrás’, ‘mirar atentamente’, ‘remirar’. Respicere tiene la misma raíz que spectare, ver, mirar, contemplar. Evidentemente, nos encontramos en el universo de la mirada: spectaculum, es lo que se mira; respicio, sería miro atentamente; y respectus, el resultado de la mirada atenta.”[13] La esencia del respeto tiene que ver con una actitud ética que se expresa como mirada atenta, respetuosa. La palabra “miramiento” puede servir como fiel sinónimo de respeto. En sentido distinto, “apartar la mirada” significa indiferencia hacia el otro; y una mirada celosa implica posesión y consumo. En todos los casos se pone de manifiesto, positiva o negativamente, la significación ético-moral de toda mirada. “El movimiento del respeto es un acercarse que guarda la distancia, una aproximación que se mantiene a distancia. (…) sólo con la aproximación percibo su singularidad [de las personas, de las situaciones y de las cosas]; sólo con el acercamiento percibo su valor: al acercarme, todo crece, y no sólo de tamaño, pues la ‘grandeza’ que puedo llegar a percibir en alguien nada tiene que ver con su altura ni con su volumen.”[14] Por eso, la mirada respetuosa siempre es humilde: “Ver las cosas desde abajo, o de cerca, no por encima del hombro ni simplemente como encajes de un conjunto indistinto … ver a cada uno de los seres en su singularidad, ésta es la aportación epistemológica de la humildad”[15]

3.2. Responsabilidad. La mirada atenta descubre al semejante como “vulnerabilidad extrema” (E. Lévinas). Su sola presencia nos re-clama, como Job a sus amigos: “¡Oh, vosotros mis amigos, tened compasión de mí, tened compasión de mí!” (19,21). Su rostro ante mí me exige: “favorézcame”, “cuando me mires, compadécete de mí”. Su ruego nos obliga, se convierte en “exigencia de auxilio”[16], en mi responsabilidad: debo “hacerme cargo” de él. La palabra “responsabilidad” proviene del latín “responsum”, que es una forma de ser considerado sujeto de una deuda u obligación y que es tan cercana a la palabra “responder”. Se trata de deponer la soberanía por parte del yo, sustituida por un ser-para-el-otro.[17] El otro tiene prioridad sobre mí porque el otro es mi responsabilidad.

Por esto, el matrimonio es responsabilidad de ambos cónyuges; marido y mujer deben responder responsablemente el uno por el otro y ambos por su matrimonio, no faltando ninguno del timón conyugal. Ese timón no le pertenece a uno u otro, es una responsabilidad compartida a la que ninguno le es dado desertar.

3.3. Renuncia. “No busca lo suyo”. La convivencia matrimonial demuestra que los aspectos del otro que dificultan la relación no están ahí porque no los quiera cambiar sino porque no puede hacerlo. ¿Cómo abordar esa realidad? Viviendo el amor conyugal como un ministerio al modo del amor ministerial de Cristo por su iglesia, una manera de amar ilustrada con trazos gruesos por el amor ministerial de Oseas por su esposa: un amor que ni aún el mayor desamor pudo apagar.

Oseas se casó con Gomer, que le dio dos hijos y una hija, a los que puso nombres simbólicos, advirtiendo del juicio de Dios contra su pueblo. Gomer abandonó a Oseas por un amante, participó de las orgías que se ofrecían a dioses como Baal y Astarot, y terminó en esclavitud. El poema de 2,4-25 es uno de los más bellos del Antiguo Testamento: “poema del amor malparado y vivo a pesar de todo; apasionado, dolorido, pero fuerte para vencer el desvío y recobrar a la infiel.”[18] Ese poema resume las diversas respuestas posibles a la infidelidad de la mujer. Las más justas-recíprocas eran dos: impedir que se fuera (v.8-9), o castigarla públicamente y con dureza (v.10-15). Sin embargo, Dios señaló a Gomer con el dedo y dijo a Oseas: “ámala; ese será tu ministerio”. Oseas la amó, la perdonó y se dispuso a comenzar de nuevo (v.16-25). Pese a su infidelidad, Oseas pagó por ella el precio de una esclava, compró su libertad (3,2) y la volvió al hogar. El texto no menciona un arrepentimiento previo de la mujer, el énfasis está en la compasión, el amor gratuito de Oseas (14,4): como su esposa no cambiaba, ni con prohibiciones ni amenazas, cambió él: “de un amor despechado a un amor comprensivo y generoso.”[19]  Sólo el amor puede enjugar todos los defectos: “El amor cubrirá multitud de pecados” (Stg.5,20; 1ªP.4,8). El matrimonio, así costosamente concebido, sólo se sostiene en el tiempo a través de la experiencia del perdón: el perdón recibido a diario de Dios en Jesucristo, que impulsa a ejercitar el perdón hasta “setenta veces siete” (Mt.18,22).[20]




[1] Cfr. Emmanuel Buch: “Autoridad y sujeción conyugal”.
 http://emmanuelbuch.blogspot.com.es/2018/04/autoridad-y-sujecion-conyugal.html
[2] Cfr. E. Fernández: “Gabriel Marcel”. In M. López, A. López, E. Fernández: Personalismo existencial. Berdiáev, Guardini, Marcel. Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2006. Pgs. 108-110.
[3] Josep Araguàs: El matrimonio, un camino para dos. Andamio, 2009. Pg. 36.
[4] John R.W. Stott: La fe cristiana frente a los desafíos contemporáneos. Grand Rapids, MI: Libros Desafío, 1999. Pg. 310.
[6] David Augsburger: El amor que nos sostiene. Op. Cit. Pg. 17.
[8] R.T. Kendall: El aguijón en la carne. Editorial Vida, 2006. Pg. 137.
[9] Cfr. Margareth Brepohl: “Matrimonio: problema y misterio”. In Jorge Maldonado (ed.): Fundamentos bíblico-teológicos del matrimonio y la familia. Buenos Aires: Nueva Creación, 1995. Pgs. 124-126.
[10] C.S. Lewis: Los cuatro amores. Rialp, 2008. Pg. 117.
[11] Hans Urs von Balthasar: Sólo el amor es digno de fe. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2011. Pg. 110.
[14] Josep M. Esquirol: El respeto o la mirada atenta. Op. Cit. Pg. 58.
[15] Josep M. Esquirol: El respeto o la mirada atenta. Op. Cit. Pg. 157.
[17] Cfr. Emmanuel Lévinas: Etica e infinito. Op. Cit. Pgs. 50-51.
[19] L. Alonso Schokel y J. L. Sicre: Profetas, II. Op. Cit. Pg. 877.
[20] Traemos como ejemplo de amor compasivo el testimonio de Juan Solé, líder evangélico español de finales del siglo XX y cuya experiencia recogemos porque es pública (como público fue su fiel testimonio cristiano y su poderoso ministerio espiritual a pesar de todo). “Desde antes de casarse, Juan ya había detectado rasgos en el comportamiento de Luisa [su esposa] que le preocupaban, los primeros brotes de una enfermedad que marcaría el resto de su vida. Escribe Antonio Ruíz [el párrafo que sigue está tomado de la reseña biográfica que hace Antonio Ruíz de Juan Solé, al inicio de Cristianismo vital, libro póstumo de este último]: La enfermedad psíquica de Luisa es mucho más que una anécdota, pues ya no se recuperaría jamás, aunque oscilase hacia la mejoría en muchas ocasiones. El amor nos obliga a ser discreto en los detalles, pero hemos de citar a Juan mismo quien dijo en ocasiones: ‘Sin Luisa, yo hubiera sido muy distinto’. Los que lo conocimos damos fe de ello. Su ministerio comenzó en su propio hogar. Fue una prueba que le acompañaría hasta su muerte. Hubo de aceptar los tratos de Dios con él.” (S. Stuart Park: “Juan Solé Herrera. Apunte biográfico” In Alétheia. Barcelona: Alianza Evangélica Española. Núm. 32. 2/2007. Pg. 50). También resulta conmovedora, la historia de Vincent van Gogh (1853-1890): En 1882 se unió a una mujer, que sería modelo de sesenta de sus dibujos y acuarelas: Sien Hoornik. Sien era una mísera prostituta, madre de una niña y embarazada cuando van Gogh la conoció: picada de viruela, con enfermedades venéreas, alcohólica. Van Gogh la amó, la recogió en su taller y se dedicó a ella y sus hijos por más de dos años hasta que su hermano le ayudó a terminar una relación que le llevó al límite de sus fuerzas. Se entregó a una mujer que no le podía corresponder ni ofrecer apenas nada a cambio de su amor. Pero él lo hizo. Años después (1888), escribió a su hermano: “cuanto más reflexiono en ello, tanto más siento que lo supremamente artístico es amar a la gente.” (van Gogh: Cartas a Theo. Barcelona: Paidós, 2004. Pg. 295).