jueves, 30 de agosto de 2018

AMAR ES LA (BUENA) OBRA


Jesucristo enseña que toda su Iglesia y cada uno de sus discípulos somos y estamos llamados a ser sal de la tierra que limita la corrupción, luz del mundo que aporta calor y claridad[1], ciudad sobre un monte cuyo estilo de vida se ofrece como una sociedad de contraste[2] (Mt.5,13-15). De esta manera, insiste Jesús, los hombres verán nuestras buenas obras y glorificarán a Dios Padre (Mt.5,16). Esta reacción no deja de ser llamativa: ¿por qué dirigirán sus ojos a Dios cuando ven nuestras buenas obras, en lugar de honrarnos a nosotros? Las buenas obras de las que habla Jesús no son obras comunes, tienen origen sobrenatural y las personas lo perciben así. Poseen un aroma que brota del amor peculiar que caracteriza a Dios y a su reino. Por eso podrá escribir el apóstol Pablo que, sin esa esencia, ninguna buena obra tiene valor en términos de reino de Dios (1ª Cor.13). Y exhortará en diversas ocasiones “al trabajo motivado por vuestro amor” (1ªTes.1,3 -NVI; cfr. Gál.5,6). Obras, pues, nacidas del amor; amor nacido de la acción del Espíritu Santo de Dios (Rom.5,5; Gál.5,22).

¿QUÉ AMOR? Usamos la palabra “amar” con significados diversos, de modo que conviene subrayar que el amor en el reino de Dios se define como donación: “La naturaleza de Dios, su carácter, es darse.”[3] Nada revela esa manera de amar sacrificialmente con mayor nitidez que la Cruz: “La Cruz es la cristalización del amor”[4] (Rom.5,8). Y el modo de amar que el Espíritu Santo desarrolla en la vida de los hijos de Dios no puede ser distinto: amar sacrificialmente, costosamente, ministerialmente, al modo del Padre que nos dio a su Hijo (Jn.3,16). Esa es la cultura del reino de Dios: la cultura del don. Toda buena obra que Dios anhela para sus hijos se resume en la práctica de este amor: “el que ama al prójimo, ha cumplido la ley” (Rom.13:8,10). “El amor es tanto el resumen (condensación) como la realización práctica de toda la ley moral dada por Dios, vista como una unidad.”[5]

¿CÓMO AMAR? En términos prácticos, podemos decir que amar es desviarnos de nuestro camino, cambiar nuestra agenda en favor de otro. El sacerdote y el levita de la parábola (Lc.10,25-37), no ayudaron al hombre medio muerto en la cuneta porque no quisieron apartarse de su camino. Lo hizo el buen samaritano cambiando su agenda. En otras palabras: “usó de misericordia” (Lc.10,37a). Y Jesús nos exhorta: “Vé, y haz tú lo mismo” (Lc.10,37b). Si no vivimos en apertura a los demás, merecemos la crítica que alguien escribió: “Dicen que aman a Dios porque no aman a nadie”. Descartes definió al ser humano por su racionalidad pensante: “pienso, luego existo”. Kierkegaard advirtió contra la pretensión de identificar lo humano con lo racional y corrigió: “Sufro, luego existo”. Pero no se puede mostrar lo más genuino de la condición humana según el diseño del Creador, sin la consideración del otro, del “tú” delante de mí, que es otro como “yo”, que clama y me reclama en su necesidad. Por eso, Kierkegaard debe ser también corregido con una definición de persona más completa: “Me dueles, luego existo”[6]. Desde esta perspectiva, amar puede ser nombrado como con-dolencia, que es decir al otro: “tú me dueles” y, por tanto, moverme en su favor como favor, como gracia. En palabras del apóstol Juan: “Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros” (1ªJn.4,11).

El verbo amar puede declinarse también como com-padecer. La palabra griega “splánchna” que traducimos como compasión, recoge el hebreo “rahamim”, que apunta a las entrañas, y que recoge el carácter de Dios: “la entrañable misericordia de nuestro Dios” (Lc.1,78). La compasión tiene que ver con la “sympátheia” griega, la capacidad de con-sufrir con el otro, de estar a su lado compartiendo su dolor. Dios se compadece de sus criaturas y Jesús es ese Dios-(compasivo)-con-nosotros (Mr.6,34; 8,2). Y a sus discípulos, nos exhorta Pablo: “Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia” (Col.3,12). No podemos eliminar muchas de las circunstancias que causan dolor a quienes nos rodean, pero al menos podemos ofrecerles el consuelo de una cercanía amorosa, podemos “aplicarnos con desvelo para que no existan más ‘lágrimas que nadie consuele’ (cfr. Ecl.4,1).”[7]

¿A QUIÉN AMAR? Debiera resultar evidente a la luz del Evangelio que la Iglesia de Jesucristo y cada uno de sus discípulos estamos llamados a desarrollar un sentido de responsabilidad y disponibilidad para con todos, como expresión del amor universal de Dios, tal como se muestra en la cruz[8]. Más aún, debiera resultar igualmente evidente que cuánta más intimidad cultivemos con nuestro Dios, más crecerá la conciencia de nuestra responsabilidad para con todos, y en especial para con aquellos de quienes nadie se siente responsable, los más “indignos”, los menos “nice”, los menos “cool”. Ese es el testimonio de Jesucristo mismo, rodeado de publicanos y pecadores: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mr.2,17). Los tres Evangelios sinópticos se apresuran a levantar acta de este hecho y el Evangelio de Juan, que no lo recoge, reseña detalladamente los compasivos encuentros de Jesús con el fariseo Nicodemo, la mujer samaritana, la mujer adúltera, o el ciego de nacimiento que todos consideraban bajo maldición.

COROLARIO. “El gran poder del reino de los cielos es el amor”[9]. Vivimos tiempos convulsos, crispados. Hace setenta años, para muchos la culpa de todos los males de Europa era de los judíos; hoy se les acusa a extranjeros y emigrantes. Cuidado. Cuando la mirada al otro se nubla por prejuicios partidistas, todo se envilece y el prójimo se convierte en amenaza, en enemigo. La “política” cristiana es previa a cualquier ideología; en realidad, la única “política” auténticamente cristiana es la política del reino de Dios: la política de la Cruz, la política de las bienaventuranzas, la política de la misericordia que nos hace ver en todo semejante el rostro de Dios, también en el samaritano, el publicano o la prostituta. Todo esto puede parecer a algunos, propio de una ingenuidad adolescente. Pero es la perspectiva del amor de Dios, la única perspectiva digna del discípulo de Jesús y de su Iglesia, que está llamada a ser en todo tiempo y lugar una comunidad sacrificial, una comunidad que ama a todos sacrificialmente.
Publicado en EDIFICACIÓN CRISTIANA, nº 285


[1] “Si las bienaventuranzas describen el carácter esencial de los discípulos de Jesús, las metáforas de la sal y la luz indican su influencia bienhechora en el mundo.” John Stott: Contracultura cristiana. El mensaje del sermón del monte. B. Aires, Ediciones Certeza, 1984. Pg.63. “La sal y la luz tienen una cosa en común: se dan y se gastan a sí mismas – y eso es lo opuesto a cualquier clase de religiosidad centrada en sí misma” Helmut Thielicke: Life can begin again. Sermons on the Sermon on the Mount. Philadelphia: Fortress Press, 1963. Pg. 33.
[2] “Si se lee Mt.5,14 en su contexto (…) se entiende que la ciudad que resplandece en lo alto del monte es una metáfora utilizada para referirse a la Iglesia como sociedad de contraste que transforma al mundo precisamente mediante su condición de sociedad contrastante.” Gerhard Lohfink: El sermón de la montaña, ¿para quién? Barcelona: Editorial Herder, 1989. Pg.164.
[3] Johannes Tauler: Sermones. De Adviento a Pentecostés. S. XIV. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2010. Pg.32.
[4] Toyohiko Kagawa: Meditations on the Cross. New York: Willett, Clark & Company, 1935. Pgs. 75, 34, 101.
[5] William Hendriksen: Gálatas. Desafío, 1984. Pg. 219.
[6] Cfr. Carlos Díaz: Y porque me dueles te amo. Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2012. Pgs.42-43.
[7] Enzo Bianchi: Jesús y las bienaventuranzas. Santander: Sal Terrae, 2012. Pg. 46.
[9] Isaac de Nínive: El don de la humildad. S. VII. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2014. Pg. 31.