domingo, 16 de febrero de 2014

TREINTA AÑOS, TREINTA MIRADAS



 Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.
(Pablo Neruda)


El 16 de Febrero de 1983 la población de Puerto Sagunto inicia una huelga general en defensa de los Altos Hornos, el 15 de Abril fallece Corrie ten Boom, ese año Joan Manuel Serrat publica una bellísima canción: “De vez en cuando la vida nos besa en la boca y a colores se despliega como un atlas, nos pasea por las calles en volandas, y nos sentimos en buenas manos”. En Septiembre de 1983 conocí a Ofelia; hace apenas unos meses se han cumplido treinta años.

Treinta años, treinta miradas.

Mirada de curiosidad, una joven diferente. Tan igual a la tantas veces soñada.

Mirada de interés por esa chica alta, esbelta, que camina siempre en segunda fila, las manos en los bolsillos del abrigo, la mirada en el suelo, atenta a todo lo que se dice pero casi siempre  en silencio.

Mirada de atracción por un bello rostro limpio, sereno.

Mirada de admiración a medida que el tiempo nos acerca.

Mirada de afecto, de amistad sincera.

Mirada de contento cada vez que puedo estar cerca de ella.

Mirada de temor cuando un gesto, una palabra, parece un rechazo.

Mirada gozosa cuando el gesto o la palabra parecen mostrar su cariño.

Mirada enamorada.

Mirada apasionada con el menor roce.

Mirada decidida en los sentimientos, las decisiones, el camino compartido.

Mirada afirmada en el “sí quiero” y en el “para siempre”.

Mirada ilusionada en el día a día compartido.

Mirada acostumbrada al bienestar cotidiano.

Mirada celosa, más duda de uno mismo que de ella.

Mirada irritada a veces.

Mirada mil veces reconciliada.

Mirada satisfecha.

Mirada paralizada, anuncio de paternidad.

Mirada rendida ante el sufrimiento vivido con sobriedad.

Mirada nueva ante nuestro primer hijo en sus brazos. La misma mirada, el mismo sentimiento, con el segundo.

Mirada fascinada ante la madre abnegada que guardaba aquella joven.

Mirada sorprendida por su absoluta incapacidad para la malicia, la doble intención, el chisme o la mínima satisfacción con el mal ajeno.

Mirada envidiosa por su facilidad sobrenatural para sentir, hacer, vivir, lo que tan difícil me resulta a mí aún con mis mayores esfuerzos.

Mirada impresionada por su integridad, impenetrable como el mármol.

Mirada cautivada por su bondad genuina, generosa, ilimitada, casi involuntaria.

Mirada intrigada a pesar del tiempo, nunca ella accesible del todo.

Mirada reconocida por su estabilidad en todo tiempo, toda circunstancia, toda adversidad, toda amenaza, todo dolor, toda incertidumbre.

Mirada ansiosa, todavía hoy tan hermosa.

Mirada treinta años después, siempre, a diario, agradecida.


Trae unos ojos azules, mujer,
trae unos ojos azules, de un azul tranquilo y claro
que tengo sed …
sed de peregrino cansado
de muchas jornadas duras
por caminos solitarios
y quiero
llevar mis labios
al agua clara y tranquila
de un remanso
que refleje
un cielo tranquilo y claro.
(León Felipe)


martes, 4 de febrero de 2014

ENCUENTROS EN LA TERCERA PLANTA. Apuntes pastorales sobre la relación de ayuda.



“Sin conocimiento no avanzamos” (Dr. Fernando Bandrés). No hay riqueza mayor que el entusiasmo. Ningún argumento lo despierta, ninguna coacción, ningún sentido del deber es suficiente para mantenerlo vivo. El entusiasmo en la relación de ayuda, en el sentido que nos ocupa en esta reflexión, viene de lo Alto. Por eso es inimitable, no puede comprarse porque no tiene precio. Pero es necesario añadir conocimiento al entusiasmo. De otro modo, su impulso bienintencionado pero desbocado puede dañar en lugar de ayudar. En el ámbito de la bioética se insiste en el principio de “no maleficencia”: ante todo, no dañar, no sumar daño al que ya sufre el doliente. La buena intención, como sabemos en todos los ámbitos de la vida, no basta. Hay que añadir conocimiento, reflexión, para que el entusiasmo encuentre la mejor manera de expresarse y producir su mejor fruto. Lo diremos con un poco de humor, recordando a aquel entrenador de fútbol desesperado con la torpeza del portero de su equipo y a quien, en un momento de rabia incontenible, le gritó: “¡No le pido que pare los balones que van adentro pero, por favor, no se meta usted los que van fuera!” Las notas que siguen pretenden aportar elementos de reflexión al entusiasmo para así seguir avanzando.


ENCUENTROS. Dios se nos revela como Dios Trino, una comunión de tres personas. No es de extrañar que al crear al ser humano, hombre y mujer, a su imagen y semejanza, nos haya creado como seres-en-relación. Decididamente: “no es bueno que el hombre esté sólo” (Gén.2,18). Desde ese enfoque personalista cristiano, la categoría que esencia las relaciones humanas y más si cabe las relaciones de ayuda es el “encuentro”, a tal punto que podemos afirmar que sólo existimos de manera plenamente humana en el encuentro. El rasgo esencial del encuentro, a su vez, es el reconocimiento del otro como “otro yo”, un “tú” que posee igual dignidad, igual valor que yo, un tú que es alguien y no algo que puedo manipular o malbaratar como un objeto. Ese otro yo, ese tú que es como yo me demanda en primer lugar y sobre todo respeto, es decir, un tipo de relación donde no tenga cabida la posesión, la dominación, o la utilización interesada por mi parte. El otro, así como lo reivindico para mí, es portador de la imagen de Dios, un fin en sí mismo nunca un medio o un instrumento para mi provecho personal en ningún sentido.

Siendo creados para la relación y el encuentro podemos definir la dinámica del existir humano no “para sí” sino “para otro”, en total apertura, de modo que la auténtica relación, más aún toda relación de ayuda, profesional o espontánea, en cualquier ámbito de necesidad en que se ofrezca (la “tercera planta” de un hospital, de una prisión, o del bloque donde uno vive), se funda en una actitud sincera de ilimitada disponibilidad, de acogida, de apertura al otro en respuesta  a su requerimiento, su demanda de favor, de gracia. Toda relación, más aún la relación de ayuda, es responsabilidad activa ante el rostro del otro que me interpela en su necesidad, su fragilidad, su vulnerabilidad. En consecuencia, todo encuentro con el otro, y sobre todo la relación de ayuda, es infinitamente más que un asunto emocional o de “buenos sentimientos”, tan intensos como volátiles; es una experiencia humana esencial portadora de honda significación moral: “heme aquí”; “sí, soy guarda de mi hermano” (Gén.4,9), y de honda significación espiritual: “La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo.” (Stg.1,27)


ENCUENTRO CON DIOS. En términos de relaciones de ayuda como cristianos, el primer encuentro no es con el otro-doliente sino con Jesús. La relación con Dios en Jesucristo no es una prolongación última de las relaciones humanas sino todo lo contrario: en su trato personal con cada uno de nosotros, Jesús nos provee el modelo, la inspiración y la gracia necesaria para toda relación de ayuda, si ha de ser ofrecida en su nombre y en semejanza a la suya. Preguntaron en una ocasión a la Madre Teresa de Calcuta por su vocación por los pobres. Ella corrigió dulcemente al periodista: “Mi vocación no son los pobres; mi vocación es Jesucristo y Él me ha puesto entre los pobres.” La vocación de todo discípulo de Jesús es Jesús mismo. Lo que hacemos, también la ayuda que podamos ofrecer, lo hacemos “de corazón, como para el Señor y no para los hombres” (Col.3,23). “Todo lo que hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él” (Col.3,17).

Lo que hacemos, también la ayuda que podamos ofrecer, lo hacemos además a imagen del modo en que Él lo hace por nosotros. Nuestro modelo para la relación de ayuda no es exactamente el Buen Samaritano (Lc.10,25-37) sino Dios mismo, el amor “ágape” con que el Padre nos trata en Jesús. Ese amor no es sentimentalismo ni meras palabras bienintencionadas; es un amor que se traduce en acción, una acción desprendida, gratuita, sacrificada, paciente, permanente. La acción por excelencia de Dios a favor nuestro se nos ofrece en la Cruz de su Hijo, entregado gratuitamente para nuestra salvación aún antes de que fuéramos conscientes de nuestra necesidad y antes de que pensáramos siquiera en agradecerlo (Rom.5,8). La vivencia personal de ese trato amoroso motiva y modela nuestros encuentros con los semejantes y toda relación de ayuda que, eso sí, sólo será posible expresar por la acción del Espíritu Santo, haciendo brotar su fruto en nosotros y en nuestras relaciones (Gál.5,22-23).

Servir a Jesús y (sólo) en su nombre servir a los semejantes libera al servidor de compromisos humanos que coartan la libertad. Servir a Jesús y (sólo) en su nombre servir a los semejantes, vacuna al servidor contra las decepciones o amarguras propias de las relaciones humanas. Las personas no siempre “merecen” la ayuda, en ocasiones son ingratos con quienes se gastan en ayudarles; si el ayudador es bien consciente de por Quién y para Quién hace las cosas en primer lugar, podrá guardar el ánimo, mantener la integridad, proteger su libertad a pesar de las exigencias de su ministerio.


ENCUENTRO CON EL OTRO, DOLIENTE. Quien sufre, por cualquier motivo, es otro como yo. No es menos que yo. En ningún sentido. Recordarlo nos guardará de la tentación de superioridad, de cierto orgullo latente que merodea en toda relación de ayuda, nos guardará de una práctica que gira alrededor del ministerio para centrarlo en la persona que sufre. Así lo advierte Norbert Elías, médico, psicólogo, filósofo y sociólogo, referido al contexto sanitario pero aplicable a todas las relaciones de ayuda: “el cuidado de los órganos de las personas se antepone a veces al cuidado de las personas mismas.”[1] Esa práctica limitada supone una merma en el desarrollo vocacional del ayudador y en la atención que el doliente necesita.

Reconocer y ayudar al otro con respeto transforma cualquier forma mezquina de limosneo en auténtica compasión (del latín cumpassio, traducción del vocablo griego sympathia), que significa “sufrir juntos”: un compromiso práctico por aliviar el sufrimiento del otro cuyo rostro nos demanda ayuda, a diferencia del que se quiere proteger en su egoísmo mirando hacia otro lado. La parábola del Buen Samaritano ilustra la compasión como un proceso de reconocimiento del sufriente, de responsabilidad por él y no sólo por su necesidad específica, y de acompañamiento.[2]

La más elemental muestra de respeto por el semejante y también el modelo compasivo de Jesús nos exige respetar su dolor. Eso significa no banalizarlo, no quitarle importancia como si pudiera así aliviarse la angustia, no compararlo con el dolor de otros, no invocar versículos bíblicos como píldoras analgésicas, no ofrecer oraciones como ungüentos mágicos. Esa obsesión por el alivio instantáneo es una ofensa al otro en su necesidad, una herida a quien nos reclama sobre todo: “respeta mi dolor”. Ofrecer “curas” fáciles a los difíciles dolores del ser humano no sólo es muestra de ignorancia de la condición humana y de las verdades divinas. A menudo oculta también la pereza vergonzante del presunto ayudador. Así como el asalariado huye cuando el lobo amenaza las ovejas, el falso ayudador cede a la tentación de lo fácil: buenas palabras, promesas huecas, y un hasta luego. Pretende algo imposible: aliviar la herida sin implicarse con el herido, cortar la hemorragia sin que le salpique la sangre, curar sin que le cueste nada. Cuando el dolor del otro se hace agudo, mira alrededor buscando una salida de emergencia, algo o alguien a quien trasladarle la responsabilidad como el médico protagonista de esta triste anécdota:

-        Doctor, ¿por qué estoy enfermo?
-        Padece una insuficiencia mitral.
-        Sí, ¿pero por qué yo?
-        Espere, que voy a llamar al sacerdote.[3]

 Al contrario de esas malas prácticas, ayudar significa nada más y nada menos que “saber estar”: comprometerse con el doliente, acompañarle, decirle: “me quedo contigo”. “El principio y el final de toda compasión es dar la vida por el tú. (…) ¿Quién puede salvar a un niño de una casa en llamas sin ponerse en peligro de ser abrasado por ellas? ¿Quién escuchar una historia de soledad y desesperación sin arriesgarse a experimentar penas semejantes en su propio corazón? Falsa ilusión es aquella que piensa que alguien puede ser sacado del desierto por quien nunca estuvo en él.”[4] El ayudador no puede cargar el quebranto del otro pero sí puede condolerse, sentirlo como propio y al compartir el sentir dolido, aliviarlo en el otro. Dicho en palabras concretas: “No sé qué decir, no sé qué puedo hacer, … pero aquí está mi teléfono, cuenta conmigo”[5].

La dignidad del doliente y el respeto que merece exige no convertir la ayuda en instrumento interesado, ni aún para buscar su conversión espiritual. Si se ayuda en nombre de Jesús, la ayuda sólo puede ser intencionalmente manifestación de amor servicial. El amor con que Dios nos ama es enteramente gratuito, nos amó “cuando aún éramos pecadores”. Los cristianos anhelamos que todo doliente conozca al único verdadero Sanador pero le ayudamos gratuitamente, sin demandar nada a cambio, ni aún la identificación con Quien nos impulsa a la ayuda. Si no es así, el doliente lo percibirá, se sentirá engañado, estafado, defraudado. Si algo podemos decirle al otro es esto: “Sólo en el nombre de mi Señor, te sirvo; sólo te sirvo por amor”.

Por cierto, la relación de ayuda integral al doliente incluye a sus otros “tú”, sus estimados, sus cercanos afectivamente, que participan de su dolor, se conduelen con él porque le aman pero, además, pelean con un dolor añadido, propio, menos visible pero igualmente terrible. “Tengo el alma sofocada de arena, la tristeza es un desierto estéril. No sé rezar, no logro hilar dos pensamientos, (….) Estoy en un callejón ciego, no hay puertas a la esperanza y no sé qué hacer con tanto miedo. (…) Soy una balsa sin rumbo navegando en un mar de pena.”[6] “No es que yo corra demasiado peligro de dejar de creer en Dios, o por lo menos no me lo parece. El verdadero peligro está en empezar a pensar tan horriblemente mal de Él.”[7] Descuidar a los que se duelen con el doliente es no cuidar a éste del todo.

           
ENCUENTRO CON UNO MISMO ANTE EL ROSTRO DEL OTRO. Ninguna Universidad me ha enseñado tanto como los dolientes que me han concedido el honor de dejarme estar a su lado, siendo testigo de su encuentro con el dolor. He visto de  cerca la angustia, la desesperación y la rabia pero también he conocido en dosis elevadas la dignidad en el sufrimiento, la generosidad  para con otros por encima del dolor propio (cómo olvidar a aquel matrimonio anciano, enfermos terminales de cáncer ambos, ingresados en distintas plantas del mismo hospital, ocultándose mutuamente la gravedad de sus dolencias para no preocupar al otro), la esperanza aún ante la muerte.

La primera pregunta que me hago después de una cita con algún doliente, cualquiera sea la causa de su herida, es: “¿Qué haría yo si estuviera en su lugar?” “¿Cómo reaccionaría, cómo soportaría?” Hago mía la respuesta de C.S. Lewis acerca de su propia actitud sobre el dolor mientras escribía del tema: “No tienen necesidad de hacer conjeturas puesto que yo mismo se lo voy a decir: soy un cobarde.”[8] No puede ser de otro modo. Si el ayudador tuviera que ser una persona superior a los demás, inasequible a las debilidades humanas de sus semejantes, no sería humano, su ayuda sería irrelevante por falta de sympathia. Jesús hombre, el Hijo del Hombre, se identificó con nuestra condición, con nuestras debilidades, las hizo suyas, las experimentó todas. Del mismo modo, la  verdadera relación de ayuda sólo puede ofrecerla un “sanador herido”, la persona que se ofrece al quebrantado desde su misma vulnerabilidad no disimulada, sin ocultar sus mismos temores[9], que aprende a ver el sufrimiento del otro a la luz del suyo propio y ambos “surgiendo del fondo de la condición humana que todos compartimos”.[10]

La cercanía al otro en su dolor nos invita a desprendernos de una visión mezquinamente egoísta de la existencia, encorvados sobre nosotros mismos; nos anima a relativizar nuestras propias quejas, olvidar la necia creencia de que el universo gira alrededor de nuestro pequeño ombligo. El noble ejemplo de tantos sufrientes es más fecundo que muchos sermones pronunciados en cualquier púlpito, se convierte en la mejor formación para la vida que podamos recibir, la enseñanza más lúcida acerca de su verdadero carácter y de cómo manejarnos en ella, entre sus gozos y sus sombras. Se dice, y se dice con verdad, que no hay bendición que se pueda ofrecer en la relación de ayuda comparable a las bendiciones que el ayudador recibe del doliente a quien acompaña. Enfermos, presos, emigrantes … nos hacéis mejores, nuestra deuda con vosotros es infinita. Gracias.


Conferencia presentada en la Jornada de Capellanes Evangélicos. Madrid, 18 de Enero de 2.014 

 

[1] Norbert Elías: La soledad de los moribundos. México: Fondo de Cultura Económica, 1987. Pgs. 111.
[2] Emmanuel Buch: “Compasión. Del yo enclaustrado al nosotros condoliente y compasivo”. Blog ALENAR. http://www.emmanuelbuch.blogspot.com.es/2012/03/compasion-del-yo-enclaustrado-al.html
[3] Bert Keizer: Danzando con la muerte. Memorias de un médico. Barcelona: Editorial Herder. Pg. 5.
[4] Carlos Díaz: Del Hay al Doy. Salamanca: Editorial San Esteban, 2013
[5] Esas palabras no son imaginarias o imposibles, reproducen las que muchas veces he oído pronunciar al buen médico y hombre bueno Fernando Bandrés Moya, acompañadas de un hacer coherente con ellas.
[6] Isabel Allende. Paula. Barcelona: DEBOLSILLO, 2007. Pg. 18, 216, 355.
[7] C.S. Lewis: Una pena observada. Madrid: Trieste, 1988. Pg. 11
[8] C.S. Lewis: El problema del dolor. Miami: Editorial Caribe, 1977. Pg. 103.
[9] “Observo al médico con la misma diligencia que él a la enfermedad. Percibo que tiene miedo, y me atemorizo con él; le doy alcance, lo excedo en su miedo, y voy más rápido, porque él va con paso mesurado. Siento más temor porque él disfraza su miedo, y lo veo con más perspicacia porque él no quiere que yo lo vea.” John Donne: Paradojas y devociones. Valladolid: cuatro.ediciones, 1997. Pg. 55.
[10] Henri J.M. Nouwen: El sanador herido. Madrid: PPC, 2004. Pg. 107.