martes, 4 de agosto de 2015

DIETRICH BONHOEFFER: TESTIGO (¿derrotado?) DE LA VERDAD



Para Esteban, Ismael, José.


El griego “testigo” se traduce en castellano como mártir. En efecto, toda identificación con la verdad es exigente. Tampoco existe testimonio de la verdad que no sea costoso, no existe testimonio verdadero sin pagar un precio por tal atrevimiento. Esa es la lección que nos deja la filología y la experiencia humana.


1. Derrota del testimonio, derrota del testigo. Gandhi afirmaba que “la verdad siempre triunfa”. El Evangelio, el testimonio de Jesucristo Crucificado, o la vida de Dietrich Bonhoeffer testifican que es así pero (sólo) “en perspectiva de eternidad”. “La figura del crucificado desvirtúa totalmente todo pensamiento orientado en el sentido del éxito”[1] ¿Por qué fueron ejecutados todos los implicados en el complot contra Hitler y éste, sin embargo, salió ileso del atentado? Los salmistas del Antiguo Testamento ya certificaban el éxito de los malvados y el dolor de los justos. Frente al optimismo fácil, bene-volente pero fantasioso, afirmamos el “optimismo trágico” (E. Mounier), una “desesperación confiada” (Lutero) aprendida a los pies de la cruz. La victoria final pertenece al siervo sufriente (Is.53), al Cordero de Dios trasmutado en León de Judá, pero sólo al final de los tiempos (Ap.5:5,11-14).

Ese pesimismo esperanzado impregna el comentario dramático de Bonhoeffer a las Bienaventuranzas. “Al final de las bienaventuranzas surge la pregunta: ¿qué lugar del mundo resta a tal comunidad [de los discípulos de Jesús] ? Ha quedado claro que sólo les queda un lugar, aquel en el que se encuentra el más pobre, el más combatido, el más manso: la cruz del Gólgota.”[2] Los bienaventurados lo serán plenamente pero sólo al final de la Historia; mientras tanto, pagan un precio elevado por su lealtad a la verdad, pagan con la vida entera. La gracia divina que nos reconcilia con la verdad en Jesucristo es una gracia cara para Dios pero lo es también para el discípulo de Jesús: “La gracia cara es el tesoro oculto en el campo por el que el hombre vende todo lo que tiene; (…) es la llamada de Jesucristo que hace que el discípulo abandone sus redes y le siga.”[3] Cualquier pretensión cortoplacista es malbaratar la gracia, es desgraciar la gracia.

Acostumbramos a decir que el testigo no pretende el poder sino ofrecer su testimonio como semilla fructífera en otros. Reconozcamos su derrota: a menudo el testigo y su testimonio quedan ocultos a los ojos de los demás, aún de los más cercanos e íntimos, bajo mil capas de mil intereses e ignorancias; su testimonio vital no cala, aún peor, con cierta frecuencia escuchará un diagnóstico devastador: “No sabes disfrutar de la vida”. Testigos sobresalientes fueron los héroes de la fe mencionados en Hebreos 11; de algunos quedaron registrados sus triunfos y sus nombres (Noé, Abraham, Isaac, Jacob, José, Moisés, Gedeón, David, Samuel, …) pero muchos otros, lejos de alcanzar crédito ante sus próximos, “fueron atormentados, (…) otros experimentaron vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles. Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados, …” (Heb.11,35-37). De aquellos cuyo testimonio sólo trajo a ojos humanos pérdida y dolor, ni aún quedó registro de sus nombres por más que el mundo no fuera digno de ninguno de ellos (11,38)


2. ¿Por qué? ¿Para qué, entonces? Porque el testigo no puede hacer otra cosa. El testigo cristiano lo es a menudo forzado por Dios, se halla atado a la verdad frente a los hijos putativos del pusilánime Pilatos, patrón de todos los melifluos que en la historia han sido (“¿Qué es la verdad?”). El testigo cristiano no puede vivir de otra manera porque no puede negarse a sí mismo ni a la Verdad que le habita y le ata. En palabras de Policarpo (s. II), incitado a negar a Cristo para evitar el martirio: “He servido a mi Señor Jesucristo durante 86 años y nunca me ha causado daño alguno el mismo. ¿Cómo puedo negar a mi Rey, que hasta el momento me ha guardado de todo mal, y además me ha sido fiel en redimirme?”

 El domingo 21 de Enero de 1934 Bonhoeffer predicó un sermón sobre el profeta Jeremías (¡un profeta judío del Antiguo Testamento!). Jeremías fue testigo de Dios forzado por Aquel que le llamó: “Me sedujiste, oh Jehová, y fui seducido; más fuerte fuiste que yo, y me venciste; (…) Y dije: No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre; no obstante, había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; trate de sufrirlo, y no pude.” (Jer.20,7-9). Jeremías era prisionero de Dios, transitando un camino que le era impuesto. Bonhoeffer dijo: “… El lazo se reduce cada vez más y recuerda a Jeremías que también éste es un prisionero. Es un prisionero, tiene que seguir. El camino está ya señalado. Es el camino del hombre, a quien Dios no suelta, que ya no se desprenderá de Dios … Se le acusa de perturbador de la paz, de enemigo del pueblo: la acusación que se ha repetido siempre contra los poseídos por Dios, a los que Dios se les ha impuesto fuertemente …, ¡cómo le hubiera gustado gritar con los demás paz y salud! … El triunfo de la verdad y de la justicia, el triunfo de Dios y de su Evangelio en este mundo arrastra tras de sí unidos al carro triunfal, a los prisioneros. Que él nos ate definitivamente a sus carros de triunfo, para que aun atados y desollados tengamos parte en su victoria.”[4]

El cristiano es testigo de la verdad porque no puede evitarlo, porque es esclavo de la verdad. Jesucristo es la Verdad (Jn.8,32) y el testigo cristiano participa gozosamente de esa “Verdad como encuentro” (E. Brunner); una Verdad que no posee en propiedad sino que le posee a él. Esa Verdad-amorosa le impulsa del todo y pese a todo, aún pese a sí mismo: “Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos.” (2ªCor.5,14-15). ¿Triunfo? ¿Recompensa?: Participar de la Verdad; participar de Cristo es el triunfo y es la recompensa. En esa perspectiva (sólo) cobran sentido las últimas palabras de Bonhoeffer antes de ser ejecutado: “Esto es el fin. Para mí el principio de la vida.”[5]

Conferencia pronunciada en el XXV Aula de Verano del Instituto Emmanuel Mounier. Burgos, 25 de Julio de 2.105




[1] Dietrich Bonhoeffer: Ética. Barcelona: Editorial Estela, 1968. Pg. 52.
[2] Dietrich Bonhoeffer: El precio de la gracia. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1986. Pg. 71.
[3] Dietrich Bonhoeffer: El precio de la gracia. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1986. Pg. 16.
[4] Eberhard Bethge: Dietrich Bonhoeffer: teólogo-cristiano-hombre actual. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1970. Pg. 475. El 13 de Noviembre de 1928, durante su servicio en la iglesia alemana de Barcelona, ya había pronunciado una conferencia acerca del ministerio de los profetas, anticipando ideas semejantes: “Isaías [6,9-11] se vio cargado con un peso insoportable: tener que predicar a su amado pueblo (…) sabiendo que habla en el vacío y, peor aún, sabiendo que con su predicación impulsa a hacer salir aún más el mal, lo hace más evidente, y por tanto hace que el Juicio Final se aproxime aún más.” Y añadió, a propósito de Jeremías: “Dios ha escogido el recipiente para su voluntad pero rompe este recipiente humano porque Él es demasiado poderoso. (…) Es Dios mismo quien crea la vida trágica de los profetas a fin de que en este fracaso humano se manifieste bien claramente la fuerza, el requerimiento, el peso, de la exigencia divina.” Dietrich Bonhoeffer: “La tragedia de los profetas y su sentido permanente”. In Dietrich Bonhoeffer: Conferències a la comunitat de Barcelona. Barcelona: Fundació Joan Maragall (Cristianisme i Cultura), 2011. Pgs. 14, 16. La traducción del catalán es nuestra.
[5] Eberhard Bethge: Dietrich Bonhoeffer: teólogo-cristiano-hombre actual. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1970. Pg. 1245.