Para Esteban, Ismael, José.
El griego
“testigo” se traduce en castellano como mártir. En efecto, toda identificación
con la verdad es exigente. Tampoco existe testimonio de la verdad que no sea
costoso, no existe testimonio verdadero sin pagar un precio por tal
atrevimiento. Esa es la lección que nos deja la filología y la experiencia
humana.
1. Derrota del testimonio, derrota del testigo.
Gandhi afirmaba que “la verdad siempre triunfa”. El Evangelio, el testimonio de
Jesucristo Crucificado, o la vida de Dietrich Bonhoeffer testifican que es así pero
(sólo) “en perspectiva de eternidad”. “La figura del crucificado desvirtúa
totalmente todo pensamiento orientado en el sentido del éxito”[1] ¿Por
qué fueron ejecutados todos los implicados en el complot contra Hitler y éste,
sin embargo, salió ileso del atentado? Los salmistas del Antiguo Testamento ya
certificaban el éxito de los malvados y el dolor de los justos. Frente al
optimismo fácil, bene-volente pero fantasioso, afirmamos el “optimismo trágico”
(E. Mounier), una “desesperación confiada” (Lutero) aprendida a los pies de la
cruz. La victoria final pertenece al siervo sufriente (Is.53), al Cordero de
Dios trasmutado en León de Judá, pero sólo al final de los tiempos
(Ap.5:5,11-14).
Ese pesimismo
esperanzado impregna el comentario dramático de Bonhoeffer a las
Bienaventuranzas. “Al final de las bienaventuranzas surge la pregunta: ¿qué
lugar del mundo resta a tal comunidad [de los discípulos de Jesús] ? Ha quedado
claro que sólo les queda un lugar, aquel en el que se encuentra el más pobre,
el más combatido, el más manso: la cruz del Gólgota.”[2] Los
bienaventurados lo serán plenamente pero sólo al final de la Historia; mientras
tanto, pagan un precio elevado por su lealtad a la verdad, pagan con la vida
entera. La gracia divina que nos reconcilia con la verdad en Jesucristo es una gracia
cara para Dios pero lo es también para el discípulo de Jesús: “La gracia cara
es el tesoro oculto en el campo por el que el hombre vende todo lo que tiene;
(…) es la llamada de Jesucristo que hace que el discípulo abandone sus redes y
le siga.”[3]
Cualquier pretensión cortoplacista es malbaratar la gracia, es desgraciar la
gracia.
Acostumbramos a
decir que el testigo no pretende el poder sino ofrecer su testimonio como
semilla fructífera en otros. Reconozcamos su derrota: a menudo el testigo y su testimonio
quedan ocultos a los ojos de los demás, aún de los más cercanos e íntimos, bajo
mil capas de mil intereses e ignorancias; su testimonio vital no cala, aún
peor, con cierta frecuencia escuchará un diagnóstico devastador: “No sabes
disfrutar de la vida”. Testigos sobresalientes fueron los héroes de la fe
mencionados en Hebreos 11; de algunos quedaron registrados sus triunfos y sus
nombres (Noé, Abraham, Isaac, Jacob, José, Moisés, Gedeón, David, Samuel, …)
pero muchos otros, lejos de alcanzar crédito ante sus próximos, “fueron
atormentados, (…) otros experimentaron vituperios y azotes, y a más de esto
prisiones y cárceles. Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a
filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de
cabras, pobres, angustiados, maltratados, …” (Heb.11,35-37). De aquellos cuyo
testimonio sólo trajo a ojos humanos pérdida y dolor, ni aún quedó registro de
sus nombres por más que el mundo no fuera digno de ninguno de ellos (11,38)
2. ¿Por qué? ¿Para qué, entonces? Porque el
testigo no puede hacer otra cosa. El testigo cristiano lo es a menudo forzado
por Dios, se halla atado a la verdad frente a los hijos putativos del
pusilánime Pilatos, patrón de todos los melifluos que en la historia han sido
(“¿Qué es la verdad?”). El testigo cristiano no puede vivir de otra manera
porque no puede negarse a sí mismo ni a la Verdad que le habita y le ata. En
palabras de Policarpo (s. II), incitado a negar a Cristo para evitar el
martirio: “He
servido a mi Señor Jesucristo durante 86 años y nunca me ha causado daño alguno
el mismo. ¿Cómo puedo negar a mi Rey, que hasta el momento me ha guardado de
todo mal, y además me ha sido fiel en redimirme?”
El domingo 21 de Enero de 1934 Bonhoeffer
predicó un sermón sobre el profeta Jeremías (¡un profeta judío del Antiguo
Testamento!). Jeremías fue testigo de Dios forzado por Aquel que le llamó: “Me
sedujiste, oh Jehová, y fui seducido; más fuerte fuiste que yo, y me venciste;
(…) Y dije: No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre; no obstante,
había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; trate de
sufrirlo, y no pude.” (Jer.20,7-9). Jeremías era prisionero de Dios,
transitando un camino que le era impuesto. Bonhoeffer dijo: “… El lazo se reduce
cada vez más y recuerda a Jeremías que también éste es un prisionero. Es un
prisionero, tiene que seguir. El camino está ya señalado. Es el camino del
hombre, a quien Dios no suelta, que ya no se desprenderá de Dios … Se le acusa
de perturbador de la paz, de enemigo del pueblo: la acusación que se ha
repetido siempre contra los poseídos por Dios, a los que Dios se les ha
impuesto fuertemente …, ¡cómo le hubiera gustado gritar con los demás paz y
salud! … El triunfo de la verdad y de la justicia, el triunfo de Dios y de su
Evangelio en este mundo arrastra tras de sí unidos al carro triunfal, a los
prisioneros. Que él nos ate definitivamente a sus carros de triunfo, para que
aun atados y desollados tengamos parte en su victoria.”[4]
El cristiano es
testigo de la verdad porque no puede evitarlo, porque es esclavo de la verdad.
Jesucristo es la Verdad (Jn.8,32) y el testigo cristiano participa gozosamente
de esa “Verdad como encuentro” (E. Brunner); una Verdad que no posee en
propiedad sino que le posee a él. Esa Verdad-amorosa le impulsa del todo y pese
a todo, aún pese a sí mismo: “Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando
esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para
que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó
por ellos.” (2ªCor.5,14-15). ¿Triunfo? ¿Recompensa?: Participar de la Verdad;
participar de Cristo es el triunfo y es la recompensa. En esa perspectiva (sólo) cobran sentido las últimas palabras de Bonhoeffer antes
de ser ejecutado: “Esto es el fin. Para mí el principio de la vida.”[5]
Conferencia pronunciada en el XXV Aula de Verano del Instituto Emmanuel Mounier. Burgos, 25 de Julio de 2.105
[2] Dietrich Bonhoeffer: El precio de la gracia. Salamanca:
Ediciones Sígueme, 1986. Pg. 71.
[3] Dietrich Bonhoeffer: El precio de la gracia. Salamanca:
Ediciones Sígueme, 1986. Pg. 16.
[4] Eberhard Bethge: Dietrich Bonhoeffer: teólogo-cristiano-hombre
actual. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1970. Pg. 475. El 13 de Noviembre de
1928, durante su servicio en la iglesia alemana de Barcelona, ya había
pronunciado una conferencia acerca del ministerio de los profetas, anticipando
ideas semejantes: “Isaías [6,9-11] se vio cargado con un peso insoportable:
tener que predicar a su amado pueblo (…) sabiendo que habla en el vacío y, peor
aún, sabiendo que con su predicación impulsa a hacer salir aún más el mal, lo
hace más evidente, y por tanto hace que el Juicio Final se aproxime aún más.” Y
añadió, a propósito de Jeremías: “Dios ha escogido el recipiente para su
voluntad pero rompe este recipiente humano porque Él es demasiado poderoso. (…)
Es Dios mismo quien crea la vida trágica de los profetas a fin de que en este
fracaso humano se manifieste bien claramente la fuerza, el requerimiento, el
peso, de la exigencia divina.” Dietrich Bonhoeffer: “La tragedia de los
profetas y su sentido permanente”. In Dietrich
Bonhoeffer: Conferències a la comunitat de Barcelona. Barcelona: Fundació
Joan Maragall (Cristianisme i Cultura), 2011. Pgs. 14, 16. La traducción del
catalán es nuestra.
[5] Eberhard Bethge: Dietrich Bonhoeffer:
teólogo-cristiano-hombre actual. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1970. Pg.
1245.