jueves, 24 de enero de 2019

EN LA JUBILACIÓN DE UN PASTOR


A mi amigo Jesús Millán,
en las horas de su 'jubilosa' graduación pastoral


Es curioso: decimos de alguien que se ha graduado cuando finaliza su periodo de formación para comenzar a ejercer y decimos que se ha jubilado cuando concluye su trayectoria profesional. Creo que es una inversión de los términos. Tiene más sentido hablar de júbilo al inicio de ese recorrido, para el que la persona se ha preparado por varios años. Tiene más sentido aún hablar de graduación cuando ese itinerario, cumplidas todas sus etapas, llega a su término.

La sola palabra “graduación” ya es un reconocimiento. Pero a la vez es una palabra incómoda porque toda graduación implica una calificación. ¿Qué calificación merece un pastor? ¿A quién corresponde calificarle? ¿Con qué criterios de evaluación debe ser calificado?


1. QUIÉN CALIFICA. Antes de preguntarnos qué calificación merece, habrá que establecer a quién corresponde calificarle. El apóstol Pablo, a propósito de su ministerio escribió unas palabras muy clarificadoras: “Así, pues, téngannos los hombres por servidores de Cristo, y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, se requiere de los administradores, que cada uno sea hallado fiel. Yo en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros, o por tribunal humano; y ni aun yo me juzgo a mí mismo. Porque aunque de nada tengo mala conciencia, no por eso soy justificado; pero el que me juzga es el Señor.” (2ªCor.4,1-4). En términos similares se dirigió a los cristianos en Tesalónica advirtiéndoles que predicaba: “no como para agradar a los hombres, sino a Dios, que prueba nuestros corazones” (1ªTes.2,4)

El juicio de los hombres es cambiante. Bien sabemos que del amor al odio hay un paso. Todos lo sufrimos con cierta frecuencia. Es triste, frustrante. Pero no nos descalifica, mientras permanezcamos más atentos al tierno juicio del Padre celestial: “En este mundo donde los hombres nos olvidan, cambian sus actitudes hacia nosotros según les dicten sus intereses privados, y revisan su opinión acerca de nosotros por la causa más banal, ¿no es acaso una fuente de maravillosa fortaleza el saber que el Dios con el que tenemos que ver no cambia, que su actitud hacia nosotros ahora es la misma que tenía en la eternidad pasada, y tendrá en la eternidad por venir?”[1]

Tampoco nuestro propio juicio es objetivo. Nos falta perspectiva: podemos ser excesivamente complacientes o demasiado severos con nosotros mismos. A menudo esa evaluación queda distorsionada por la funesta tendencia a compararnos con otros y su listado de aparentes éxitos o fracasos. Y siempre nuestra perspectiva de las cosas es infinitamente más limitada que la del Padre: “Lo que, a la escala de nuestra conciencia y de nuestros proyectos, puede parecer un fracaso, puede ser asimismo una ganancia preciosísima a la escala del proyecto y del poder de Dios, cuyos caminos nos resultan desconcertantes, procedentes de otra visión, total e ilimitada.”[2]

Al final sólo la calificación de Dios cuenta.  Y esa evaluación pone toda nuestras vidas y nuestros ministerios a la cálida sombra de su “misericordia entrañable” (Lc.1,78). “Es feliz quien se pone al amparo del Dios amoroso, que nunca desampara, y bajo cuyas alas ya no hay fracaso.”[3]


2. CRITERIOS DE EVALUACIÓN. Con todo, podemos señalar algunos indicadores de evaluación atendiendo a la exhortación del apóstol Pablo a Timoteo: “Procura con diligencia presentarte ante Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse” (2ªTim.2,15). Creo firmemente que hay dos criterios fundamentales: integridad y dedicación. El apóstol Pablo los reivindicaba en su propio ministerio. Los cristianos de Corintio podrían discutir -lo hacían- su oratoria (“la presencia corporal débil, y la palabra menospreciable” -2ªCor.10,10; “tosco en la palabra” -2ªCor.11,6), ó su autoridad (2ªCor.10-11), pero nadie podía negar su absoluta dedicación -ahí está su biografía ministerial-, ni su intachable integridad -“irreprensible” en el vocabulario del Nuevo Testamento. Con esas características legitimaba el apóstol su ministerio: “Vosotros sois testigos, y Dios también, de cuán santa, justa e irreprensiblemente nos comportamos con vosotros los creyentes” (1ªTes.2,9-10). Sólo la ausencia de compromiso con la comunidad o la falta de honestidad descalifica en su raíz el ejercicio del ministerio pastoral (1ªP.5,2-3).

Pero muy por encima de cualquier otro indicador, el criterio de evaluación definitivo es el amor. Cuando preguntaban a mi hijo Esteban siendo un niño a que se dedicaba su padre, respondía: “mi padre trabaja con la gente”. Es una buena definición pero aún se puede mejorar. ¿A qué se dedica en esencia un pastor? A querer a la gente. Una tendencia creciente quiere convertir a los pastores en profesionales del coaching o en expertos en administración y dirección de empresas; de hecho, es más fácil encontrar en las facultades de teología asignaturas sobre liderazgo y management que de espiritualidad. Algunos pastores parecen cautivados por esa moda pero sigo convencido de que la esencia del ministerio pastoral es querer a la gente y acompañarles, acompañarles en amor.

No puedo pensar en mejor descripción del ejercicio pastoral que está declaración de Pablo: “Tan grande es nuestro afecto por vosotros, que hubiéramos querido entregaros no sólo el evangelio de Dios, sino también nuestras propias vidas; porque habéis llegado a sernos muy queridos.” (1ªTes.2,8). El apóstol no escribía a impulsos de un romanticismo infantil; sabía bien que las relaciones humanas son complejas, en ocasiones crueles: “Y yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos más, sea amado menos.” (2ªCor.12,15). Al final de sus días, a la hora de su graduación, se encontraba en prisión, sólo, desamparado por todos (2ªTim.4,9ss). Pero aún entonces, su amor por los hijos de Dios prevaleció porque: “el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas” (2ªTim.4,17).

La esencia del ejercicio pastoral es amar a todos; una práctica de amar que se alimenta del amor recibido por parte de Aquel que ama incondicionalmente. Como alguien ha dicho: “me dueles, luego existo” (doles ergo sum); “me dueles, luego eres importante para mí”[4]. Ese es el corazón del buen pastor, escrito en minúsculas como reflejo de Quien lo es con letras mayúsculas. En términos humanos una vida así extro-vertida es una vida que se ha vaciado, de la que podría decirse que nada queda. Pero nada más lejos de la verdad. Al contrario, en la aritmética del reino de Dios la vida así entendida y derramada es ganancia. Porque “más bienaventurado es dar que recibir” (Hch.20,35); porque “sólo se posee lo que se regala” (E. Mounier). Y el Padre celestial corresponde en amor a quien amando responde a su llamado: “No, aquel que amorosamente se olvida de sí mismo, olvida su sufrimiento para pensar en el de otro, toda su miseria para pensar en la de otro; olvida lo que él mismo pierde para reparar amorosamente en la pérdida de otro; olvida su ventaja para fijarse en la del otro; en verdad alguien semejante no es olvidado. Hay alguien que piensa en él: Dios en los cielos; o bien es el amor el que piensa en él. Dios es amor, y ¿cómo iba Dios a olvidar al ser humano que por amor se olvida de sí mismo? No, mientras el amoroso se olvida de sí mismo pensando en el otro ser humano, Dios piensa en el amoroso. El amante de sí está muy atareado, grita y mete ruido e insiste en su derecho para asegurarse de no ser olvidado, y a pesar de todo es olvidado; pero el amoroso, que se olvida de sí mismo, es recordado por el amor.”[5]


A modo de conclusión. Amemos todos. Amemos a todos. Amemos siempre, por encima de todo. Esa es la esencia del Evangelio de Jesucristo: “el cumplimiento de la ley es el amor” (Rom.13,10). Esa es la esencia del mensaje que proclama la Iglesia de Jesucristo, especialmente necesario hoy en un mundo inmisericorde. A medida que pasan los años descubrimos que lo único que queda de nuestro vivir son las pequeñas huellas de amor que hemos dejado en la vida de otras personas. Recordad que, dicho en palabras de san Juan de la Cruz: “A la tarde te examinarán en el amor.”[6]




[1] A.W. Tozer: El conocimiento del Dios santo. Miami: Editorial Vida, 1996. Pg. 61.
[2] Y.M.J. Congar: “Visión cristiana del fracaso” In Jean Lacroix (dir.): Los hombres ante el fracaso. Barcelona: Editorial Herder, 1970. Pg.152.
[3] Carlos Díaz: “El rostro del fracaso” In revista Acontecimiento, nº 69, 2003/4. Pg.56.
[4] Cfr. Carlos Díaz: Y porque me dueles te amo. Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2012. Pgs. 42-43.
[5] S. Kierkegaard: Las obras del amor. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2006. Pg. 338.
[6] San Juan de la Cruz: “Dichos de luz y amor” In Obras Completas. BAC, 1994. Pg. 157.