A mi amigo Jesús Millán,
en las horas de su 'jubilosa' graduación pastoral
Es curioso:
decimos de alguien que se ha graduado cuando finaliza su periodo de formación
para comenzar a ejercer y decimos que se ha jubilado cuando concluye su
trayectoria profesional. Creo que es una inversión de los términos. Tiene más sentido
hablar de júbilo al inicio de ese recorrido, para el que la persona se ha
preparado por varios años. Tiene más sentido aún hablar de graduación cuando
ese itinerario, cumplidas todas sus etapas, llega a su término.
La sola
palabra “graduación” ya es un reconocimiento. Pero a la vez es una palabra
incómoda porque toda graduación implica una calificación. ¿Qué calificación
merece un pastor? ¿A quién corresponde calificarle? ¿Con qué criterios de
evaluación debe ser calificado?
1. QUIÉN CALIFICA. Antes de preguntarnos
qué calificación merece, habrá que establecer a quién corresponde calificarle.
El apóstol Pablo, a propósito de su ministerio escribió unas palabras muy
clarificadoras: “Así, pues, téngannos los hombres por servidores de Cristo, y
administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, se requiere de los
administradores, que cada uno sea hallado fiel. Yo en muy poco tengo el ser
juzgado por vosotros, o por tribunal humano; y ni aun yo me juzgo a mí mismo. Porque
aunque de nada tengo mala conciencia, no por eso soy justificado; pero el que
me juzga es el Señor.” (2ªCor.4,1-4). En términos similares se dirigió a los
cristianos en Tesalónica advirtiéndoles que predicaba: “no como para agradar a
los hombres, sino a Dios, que prueba nuestros corazones” (1ªTes.2,4)
El juicio de
los hombres es cambiante. Bien sabemos que del amor al odio hay un paso. Todos
lo sufrimos con cierta frecuencia. Es triste, frustrante. Pero no nos
descalifica, mientras permanezcamos más atentos al tierno juicio del Padre
celestial: “En este mundo donde los hombres nos olvidan, cambian sus actitudes
hacia nosotros según les dicten sus intereses privados, y revisan su opinión
acerca de nosotros por la causa más banal, ¿no es acaso una fuente de
maravillosa fortaleza el saber que el Dios con el que tenemos que ver no
cambia, que su actitud hacia nosotros ahora es la misma que tenía en la
eternidad pasada, y tendrá en la eternidad por venir?”[1]
Tampoco
nuestro propio juicio es objetivo. Nos falta perspectiva: podemos ser
excesivamente complacientes o demasiado severos con nosotros mismos. A menudo
esa evaluación queda distorsionada por la funesta tendencia a compararnos con
otros y su listado de aparentes éxitos o fracasos. Y siempre nuestra
perspectiva de las cosas es infinitamente más limitada que la del Padre: “Lo
que, a la escala de nuestra conciencia y de nuestros proyectos, puede parecer
un fracaso, puede ser asimismo una ganancia preciosísima a la escala del
proyecto y del poder de Dios, cuyos caminos nos resultan desconcertantes,
procedentes de otra visión, total e ilimitada.”[2]
Al final
sólo la calificación de Dios cuenta. Y
esa evaluación pone toda nuestras vidas y nuestros ministerios a la cálida sombra
de su “misericordia entrañable” (Lc.1,78). “Es feliz quien se pone al amparo
del Dios amoroso, que nunca desampara, y bajo cuyas alas ya no hay fracaso.”[3]
2. CRITERIOS DE EVALUACIÓN. Con todo,
podemos señalar algunos indicadores de evaluación atendiendo a la exhortación
del apóstol Pablo a Timoteo: “Procura con diligencia presentarte ante Dios
aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse” (2ªTim.2,15). Creo
firmemente que hay dos criterios fundamentales: integridad y dedicación. El
apóstol Pablo los reivindicaba en su propio ministerio. Los cristianos de Corintio
podrían discutir -lo hacían- su oratoria (“la presencia corporal débil, y la
palabra menospreciable” -2ªCor.10,10; “tosco en la palabra” -2ªCor.11,6), ó su
autoridad (2ªCor.10-11), pero nadie podía negar su absoluta dedicación -ahí
está su biografía ministerial-, ni su intachable integridad -“irreprensible” en
el vocabulario del Nuevo Testamento. Con esas características legitimaba el
apóstol su ministerio: “Vosotros sois testigos, y Dios también, de cuán santa,
justa e irreprensiblemente nos comportamos con vosotros los creyentes”
(1ªTes.2,9-10). Sólo la ausencia de compromiso con la comunidad o la falta de
honestidad descalifica en su raíz el ejercicio del ministerio pastoral
(1ªP.5,2-3).
Pero muy por
encima de cualquier otro indicador, el criterio de evaluación definitivo es el
amor. Cuando preguntaban a mi hijo Esteban siendo un niño a que se dedicaba su
padre, respondía: “mi padre trabaja con la gente”. Es una buena definición pero
aún se puede mejorar. ¿A qué se dedica en esencia un pastor? A querer a la
gente. Una tendencia creciente quiere convertir a los pastores en profesionales
del coaching o en expertos en
administración y dirección de empresas; de hecho, es más fácil encontrar en las
facultades de teología asignaturas sobre liderazgo y management que de espiritualidad. Algunos pastores parecen
cautivados por esa moda pero sigo convencido de que la esencia del ministerio
pastoral es querer a la gente y acompañarles, acompañarles en amor.
No puedo
pensar en mejor descripción del ejercicio pastoral que está declaración de
Pablo: “Tan grande es nuestro afecto por vosotros, que hubiéramos querido
entregaros no sólo el evangelio de Dios, sino también nuestras propias vidas;
porque habéis llegado a sernos muy queridos.” (1ªTes.2,8). El apóstol no
escribía a impulsos de un romanticismo infantil; sabía bien que las relaciones
humanas son complejas, en ocasiones crueles: “Y yo con el mayor placer gastaré
lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque
amándoos más, sea amado menos.” (2ªCor.12,15). Al final de sus días, a la hora
de su graduación, se encontraba en prisión, sólo, desamparado por todos
(2ªTim.4,9ss). Pero aún entonces, su amor por los hijos de Dios prevaleció porque:
“el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas” (2ªTim.4,17).
La esencia
del ejercicio pastoral es amar a todos; una práctica de amar que se alimenta del
amor recibido por parte de Aquel que ama incondicionalmente. Como alguien ha
dicho: “me dueles, luego existo”
(doles ergo sum); “me dueles, luego eres importante para mí”[4]. Ese
es el corazón del buen pastor, escrito en minúsculas como reflejo de Quien lo
es con letras mayúsculas. En términos humanos una vida así extro-vertida es una
vida que se ha vaciado, de la que podría decirse que nada queda. Pero nada más
lejos de la verdad. Al contrario, en la aritmética del reino de Dios la vida
así entendida y derramada es ganancia. Porque “más bienaventurado es dar que
recibir” (Hch.20,35); porque “sólo se posee lo que se regala” (E. Mounier). Y
el Padre celestial corresponde en amor a quien amando responde a su llamado: “No, aquel que amorosamente se olvida
de sí mismo, olvida su sufrimiento para pensar en el de otro, toda su miseria
para pensar en la de otro; olvida lo que él mismo pierde para reparar
amorosamente en la pérdida de otro; olvida su ventaja para fijarse en la del
otro; en verdad alguien semejante no es olvidado. Hay alguien que piensa en él:
Dios en los cielos; o bien es el amor el que piensa en él. Dios es amor, y
¿cómo iba Dios a olvidar al ser humano que por amor se olvida de sí mismo? No,
mientras el amoroso se olvida de sí mismo pensando en el otro ser humano, Dios
piensa en el amoroso. El amante de sí está muy atareado, grita y mete ruido e
insiste en su derecho para asegurarse de no ser olvidado, y a pesar de todo es
olvidado; pero el amoroso, que se olvida de sí mismo, es recordado por el
amor.”[5]
A modo de conclusión. Amemos todos. Amemos a todos.
Amemos siempre, por encima de todo. Esa es la esencia del Evangelio de
Jesucristo: “el cumplimiento de la ley es el amor” (Rom.13,10). Esa es la
esencia del mensaje que proclama la Iglesia de Jesucristo, especialmente
necesario hoy en un mundo inmisericorde. A medida que pasan los años
descubrimos que lo único que queda de nuestro vivir son las pequeñas huellas de
amor que hemos dejado en la vida de otras personas. Recordad que, dicho en
palabras de san Juan de la Cruz: “A la tarde te examinarán en el amor.”[6]
[2] Y.M.J.
Congar: “Visión cristiana del fracaso” In Jean Lacroix (dir.): Los hombres ante el fracaso. Barcelona: Editorial
Herder, 1970. Pg.152.
[4] Cfr. Carlos Díaz: Y porque me dueles te amo. Madrid:
Fundación Emmanuel Mounier, 2012. Pgs. 42-43.
[5] S. Kierkegaard: Las obras del amor. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2006. Pg. 338.
[6] San Juan de la Cruz: “Dichos de luz y
amor” In Obras Completas. BAC, 1994.
Pg. 157.