1.
¿QUÉ FUE DE LOS PROFETAS?
Me preguntan por los problemas del
cristianismo. Creo que en esencia sólo hay uno, todo lo demás son
circunstancias, facilitadoras unas, inconvenientes otras. Pero el problema del
cristianismo, al menos de este cristianismo occidental, desdentado y obeso del
que formo parte, somos nosotros los cristianos porque hemos perdido la
capacidad profética y, aún peor, hemos perdido la voluntad profética. Dicho de
manera gráfica, nuestro cristianismo: “tiene oro y tiene plata pero el cojo ya
no anda”[1]
(Alex Sampedro).
En alguna medida ese ha sido siempre el
problema del cristianismo. Ya el apóstol Pablo exhortaba a su discípulo Timoteo
a “militar y sufrir penalidades” por causa del Evangelio (2ªTim.2,3ss), a
través de una carta que el anciano apóstol escribía desde una celda a la espera
de su ejecución precisamente por causa del Evangelio. Las epístolas del Nuevo
Testamento están llenas de amonestaciones similares porque, asombrosamente, ya
en el primer siglo, entre dentelladas de los leones y amenazas de espada,
algunos intentaban servirse del Evangelio como fuente de “ganancia deshonesta”
(Tito 1,11), verdaderos “enemigos de la cruz de Cristo … cuyo dios es el
vientre, y cuya gloria es su vergüenza” (Filipenses 3,18-19). Y muchos se
conformaban con una vivencia cristiana que era una pose desprovista de vida,
tanto que se hacía necesario recordar aún lo más obvio (“el que hurtaba, no
hurte más”, Efesios 4,28), porque no pocos creían como cristianos pero vivían
como paganos.
Es fácil rastrear ese mismo exhorto a un
vivir cristiano auténtico, generación tras generación. Sin necesidad de buscar
en pasados remotos podemos recordar las amargas diatribas de Kierkegaard contra
la “cristiandad” desde las páginas de su diario El Instante: “ha
triunfado bajo el nombre de cristianismo una formidable canallada”[2]
Aún los títulos elegidos para algunos textos son reveladores: La cristiandad
difunta (Emmanuel Mounier), El malentendido de la Iglesia (Emil
Brunner), La subversión del cristianismo (Jacques Ellul). En ellos y en
tantos otros se llora el mismo pecado: la ausencia de profetas, hombres y
mujeres que proclamen el reino de Dios encarnándolo en sus propias vidas,
creando con su vivir una cultura que no puede ser otra cosa que contra-cultura,
en medio de un mundo rebelde para con Dios y cainita para con el semejante.
Demasiada gracia barata en los templos, volvería a lamentar D. Bonhoeffer desde
la elevada plataforma de su patíbulo.
Y en eso llegó Mounier. A unos meses de
cumplir veintitrés años, escribe a su hermana: “¡Oh, los espíritus limitados,
las personas sentadas en una cátedra, en la tribuna [en el púlpito], en sus
butacas, las personas satisfechas, los inteligentes, los u-ni-ver-si-ta-rios …!
Ya ves, es necesario a cualquier precio que hagamos algo por nuestra vida. No
lo que los demás ven y admiran, sino la proeza que consiste en imprimir el
infinito en ella.”[3] Vivir,
pues, la fe cristiana como una vida profética, encarnacional, un vivir expuesto
al modo de Abraham quien no sólo tuvo que salir de su tierra y salir de su
familia sino, sobre todo, salir de sí mismo para lanzarse a una vida arriesgada,
saliendo sin saber adónde aunque sí con Quien, al sólo impulso de la sola fe.
La trayectoria intelectual y, sobre todo
vital, de Mounier está cargada de esa espiritualidad dinámica, tejida con hondas
raíces interiores y abundantes frutos en el exterior; una insatisfacción con el
“desorden establecido” aún dentro del cristianismo que le resulta insoportable tal
como escribe en Octubre de 1932, a los veintisiete años: “aunque estuviéramos
seguros del fracaso, nos pondríamos en marcha de todas formas, porque el
silencio se ha convertido en intolerable.”[4]
Con un rechazo total del vivir cristiano aburguesado, camuflado en forma de
falsa espiritualidad: “El cristiano había llegado a ser un hombre que no iba ya
a prisión. (…) El cristiano se había instalado en la seguridad general. Era
bueno lo que no perturbaba los ritos, malo lo que introducía una pizca de
inquietud, fuera para mal o para bien.”[5]
Con una perspectiva nítida que le acompañará toda su vida: “centrar mi acción
en el testimonio y no en el éxito”.[6]
Su testimonio desvela el abismo que separa un seguimiento de Jesús arriesgado,
de un cristianismo que se traiciona a sí mismo y nos fuerza a preguntarnos cómo
librarnos de la muerte dulce que provoca el monóxido de carbono espiritual, esa
somnolencia mortal del alma cristiana.
2.
EL IMPULSO DEL VIENTO
Es de todos conocida la afirmación de K.
Rahner, en una conferencia de 1966: “el cristiano del futuro será místico o no
será”. Merece la pena recordar la cita completa: “Cabría decir que el cristiano
del futuro o será un ‘místico’, es decir, una persona que ha ‘experimentado’
algo o no será cristiano. Porque la espiritualidad del futuro no se apoyará ya
en una convicción unánime, evidente y pública, ni en un ambiente religioso
generalizado, previos a la experiencia y a la decisión personales. Para tener
el valor de mantener una relación inmediata con Dios, y también para tener el
valor de aceptar esa manifestación silenciosa de Dios como el verdadero
misterio de la propia existencia, se necesita evidentemente algo más que una
toma de posición racional ante el problema teórico de Dios, y algo más que una
aceptación puramente doctrinal de la doctrina cristiana.”[7]
Experiencia, vivencia personal. Efectivamente, como diría A. Camus: “nunca he
visto a nadie morir por el argumento ontológico”[8].
El vivir cristiano será dinámico, arriesgado, comprometido, sostenido en el
tiempo, sólo si una fuerza interior le conmueve y le mueve, si un Viento
poderoso impulsa las velas de su alma: el Viento de la persona del Espíritu
Santo, regenerador y movilizador, moldeador del carácter de Jesús en las
entrañas de sus discípulos. En esta vivencia pensamos cuando pensamos en un
cristiano místico: “somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen
[de Jesús], como por el Espíritu del Señor” (2ª Corintios 3,18b).
No, no se trata de “mermelada espiritual”, ni
de una “piedad bovina”[9], nada que
tenga que ver con “un pietismo sin alma y sin acento”[10].
Como advertía Teresa de Jesús: “de devociones a bobas nos libre Dios”[11].
Sin embargo, un cristianismo desprovisto de su naturaleza sobrenatural será
apenas un humanismo mediocre. El desafío de todo discípulo de Jesús que se
quiere profeta para consigo mismo y ante los otros es descubrir y participar de
la misma experiencia del apóstol Pablo: “ni mi palabra ni mi predicación fue
con palabras de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de
poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino
en el poder de Dios.” (1ª Corintios 2,4-5). Porque, en definitiva: “el reino de
Dios no consiste en palabras, sino en poder” (1ªCorintios 4,20).
Don´t panic. Toda espiritualidad cristiana
genuina, toda vitalidad del Espíritu, si es auténtica, no es autocancelante, no
se diluye en fuegos de artificio interior sino que se vierte hacia afuera, al
encuentro comprometido, responsable, con el semejante. No podría ser de otra
manera porque esa es la peculiaridad del Evangelio de Jesucristo: “Amarás al
Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas,
y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo” (Lucas 10,27). No hay trato
íntimo con Dios o liturgia pública genuina, que no nos acerque a la vez al
prójimo, sobre todo al más pobre. Así lo advertía ya la Ley en el Antiguo
Testamento y así lo recordaron una y otra vez los profetas antiguos: “¿Es tal
el ayuno que yo escogí, que de día aflija el hombre su alma, que incline su
cabeza como junco, y haga cama de cilicio y de ceniza? ¿Llamaréis esto ayuno, y
día agradable a Jehová? ¿No es más bien el ayuno que yo escogí, desatar las
ligaduras de impiedad, soltar las cargas de opresión, y dejar ir libres a los
quebrantados, y que rompáis todo yugo? ¿No es que partas tu pan con el
hambriento, y a los pobres errantes albergues en casa; que cuando veas al
desnudo, lo cubras, y no te escondas de tu hermano? Entonces nacerá tu luz como
el alba, y tu salvación se dejará ver pronto; e ira tu justicia delante de ti,
y la gloria de Jehová será tu retaguardia.” (Isaías 58,5-8). Conviene recordar,
para hacer justicia, que Rahner, al tiempo que hablaba de un “cristiano
místico” insistía en otro rasgo propio del cristiano del futuro: “el servicio
al mundo como espiritualidad”. Dicho a la manera del apóstol Juan: “Y nosotros
tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano”
(1ª Juan 4,21).
3. SI QUIERES EVANGELIO, VIVE LA POBREZA
Volvemos a Mounier porque su convicción
intelectual y su compromiso social le fueron llevando no sólo al descubrimiento
de los pobres, si no al desafío de la vivencia cristiana en términos de
despojamiento personal y de pobreza material, asumidas personalmente. Dos días
antes de fallecer escribió al sacerdote André Depierre, “no estaremos
totalmente al lado de Cristo mientras no tengamos roce con estos marginados
(….) No se crea que al pedirle esto quiero pagar el diezmo de una buena
conciencia; pero querría, junto con mi mujer, dar al menos un poco y prepararme
para el día en que quizás los acontecimientos nos empujen a darlo todo”[12]
Los gitanos son ladrones, los que duermen en
la calle, borrachos que no les gusta dormir en albergues, los emigrantes
quieren vivir de la caridad, los refugiados son terroristas infiltrados, los
drogadictos no se quieren rehabilitar, …Todos son “galileos”, de ellos no puede
venir nada bueno (Jn.1,46), todos “huelen mal” (película Parásitos, de Bong Joon-ho,
2019). Así nos cobijamos en un cristianismo que es como el agua: incolora,
inodora, insípida. Así nos negamos al cristianismo que Jesús nos reclama: ser
como Él, misericordiosos como Él, a quien reprochaban precisamente ser galileo
y juntarse con “galileos”: “Este a los pecadores recibe, y con ellos come”
(Lc.15,2). ¿Cómo no escuchar junto a Jesús el grito de “los hombres que están
en los basureros de la historia”[13]?
Y no, no es suficiente ayudar a los pobres, es necesario hacerse pobre entre
los pobres, miserable en medio de la miseria, porque sólo en ese locus
theologicus crece la auténtica misericordia.
¿Problemas del cristianismo? Yo soy un
problema del cristianismo mientras no responda arriesgadamente a la invitación
de Jesús: “sígueme, tú” (Juan 21,22), mientras reduzca mi supuesta autocrítica
a una forma sutil de vanidosa presunción, falsa modestia que se agota en su
propia exhibición autocomplaciente. Yo, más sacerdote que profeta, más
franciscano de apariencia que de corazón, que poco sabe de vivir por fe porque recibe
su sustento de una comunidad que renunciaría a cualquier cosa antes que faltar
a su compromiso económico en mi favor. He cumplido sesenta y un años, muy tarde
para perder tiempo, pero aún a tiempo para algunos cambios si son de calado y
no cosméticos, tarde para experimentos adolescentes pero urgido por la urgencia
del tiempo que se agota. Hacer algo con la vida que se me dona y que merezco
donándola, algo que lleve el sello de lo eterno “en medio de un mundo que
parece estremecerse” (Amalia Martín), en lugar de sucumbir a la vagancia del
alma. “Que nos tiemblen las piernas, pero allá donde nos tengan que temblar”, suele
repetir Carlos Díaz. ¿Dónde me han de temblar a mí? ¿Me podrá más la pereza que
la conciencia? ¿el miedo más que el abrazo de la pobreza? To be continued …
ORACIÓN FINAL. “Arrástranos
[Señor] con el fuego del Espíritu a las mismas huellas de tu encarnación.
Aliéntanos a bajar a las partes más bajas de la tierra, a las tiendas de
campaña en donde peregrinan los pobres. Aliéntanos a despojarnos de todo lo que
tenemos, para compartir el gesto de tu gracia, que te arrastró a hacerte pobre,
para enriquecernos con tu pobreza. Y condúcenos, Señor, más abajo todavía.
Arrástranos a vaciarnos en el rostro de los pobres y crucificados, desde la
hondura, la anchura y la altura de tu amor, ejercido en tu forma de ser
siervo.”[14]
[1] Cfr. Hechos de los Apóstoles 3,6. Los
textos bíblicos que citaremos están tomados de la versión de Casiodoro de Reina
(1569), revisada por Cipriano de Valera (1602) y revisada finalmente en 1960.
Es la versión más popular entre el protestantismo de habla hispana.
[2] Soren Kierkegaard: El Instante.
Madrid: Editorial Trotta, 2006. Pg. 65.
[3] Emmanuel Mounier: carta a su hermana
Madeleine Mounier, el 12 de Enero de 1928. Mounier y su generación.
Correspondencia, conversaciones. In Obras Completas, tomo IV. Salamanca:
Ediciones Sígueme, 1988. Pg. 486.
[6] Emmanuel Mounier: Revolución
personalista y comunitaria. In Obras Completas, tomo I. Salamanca:
Ediciones Sígueme, 1992. Pg. 381.
[7] Karl Rahner: “Espiritualidad antigua
y nueva”. In Escritos de Teología, VII. Madrid: Editorial Taurus, 1967. Pg.
25.
[8] Albert Camus: El mito de Sísifo.
Madrid: Alianza Editorial, 1999. Pg. 13.
[9] Carlos Díaz: Memorias de un
escritor transfronterizo. Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2019. Pgs.
40, 259.
[10] Emmanuel Mounier: Revolución
personalista y comunitaria. In Obras Completas, tomo I. Salamanca:
Ediciones Sígueme, 1992. Pg. 441.
[11] Teresa de Jesús: Libro de la Vida
(V 13,16). In Obras Completas. Madrid: Editorial de Espiritualidad, 2000. Pg.
77.
[12] Emmanuel Mounier: carta del 20 de
Marzo de 1950. Mounier y su generación. Correspondencia, conversaciones.
In Obras Completas, tomo IV. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1988. Pg. 941.
[13] Marcelino Legido: Misericordia
entrañable. Historia de la salvación anunciada a los pobres. Salamanca:
Ediciones Sígueme, 1987. Pg. 296.
[14] Marcelino Legido: Misericordia
entrañable. Historia de la salvación anunciada a los pobres. Salamanca:
Ediciones Sígueme, 1987. Pg. 323.