viernes, 28 de junio de 2013

QUERER QUERER



¿Se puede amar por obligación? ¿no es acaso imposible hacer que vayan de la mano términos tan antagónicos? El sentir mayoritario en nuestros días afirma que nadie puede dictar sus propios sentimientos ni menos aún gobernarlos; más bien al contrario, ellos son los que a impulsos conducen nuestras vidas. Sorprendentemente Dios establece en la Biblia el mandamiento del amor. Aún más extraordinario, Jesús nos manda que amemos a todos sin excepción, incluso a quienes no merecen nuestro amor ni lo corresponden, aún a nuestros enemigos (Mt.5,44). El seguimiento de Jesús no nos deja otra opción que el amor: voluntario, comprometido y gratuito, como el amor de Dios por nosotros. En relación con mis semejantes, como discípulo de Jesús sólo me cabe esta pauta de vida: “yo quiero quererte porque Dios lo quiere y porque Dios me quiere”. Merece la pena considerar esta perspectiva, descabellada para muchos y en las antípodas de los pseudo-valores establecidos en nuestra sociedad. La trilogía saber-querer-poder es una buena estructura para este propósito.


1. SABER. Amar a Dios y al prójimo es, entre otras cosas, un acto de obediencia. Santiago escribe que: “amarás a tu prójimo como a ti mismo” es “la ley real” (2,8). Pablo escribe: “Toda la ley en esta sola palabra se cumple: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gál.5,14). Jesús lo llamó “un mandamiento nuevo” (Jn.13,34). Cuando se le preguntó cuál era el gran mandamiento en la Ley citó a Deut.6,5: “Amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas”; y a continuación citó Lev.19,18: “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt.22,34-40). Así que amar es un mandamiento de Dios que, en Jesús, alcanza la desmesura porque incluye aún a nuestros enemigos: “Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos” (Mt.5,44).

¿De qué habla el Nuevo Testamento cuando habla de amor? En sus páginas descubrimos que Dios quiere que amemos a todos del mismo modo que Él nos ama a nosotros en Jesús. El amor ágape (ciento doce veces citado en las epístolas de Pablo y ciento trece en los escritos de Juan) es distinto a cualquier otro: es un amor-dádiva[1], es un amor incondicionado que se expresa en términos de abnegación, sacrificio, que no está motivado por ninguna virtud del que es amado ni depende de su respuesta. Sólo Dios puede mostrar de manera perfecta ese amor (Jn.3,16; 15,13; Ef.5,25): así lo ha hecho en la Cruz de Jesús (1ªJn.4,9-10); pero esa es la dirección en la que somos llamados a vivir con todos.


2. QUERER. Al mandamiento de Dios estamos llamados a responder en obediencia comenzando con una decisión, un ejercicio de la voluntad, que dice: “yo quiero, yo quiero querer”, renunciando conscientemente a toda forma de desamor para decidir amar a todos, en toda circunstancia. Amar es una decisión de quien ama, previa a la relación, a la actitud o virtudes del otro. Quien ama, decide hacerlo antes que el otro pueda merecerlo. Este ejercicio de voluntad no violenta la suficiencia de la gracia divina ni la absoluta dependencia del Espíritu Santo. Job puso su voluntad en acción y tomó una decisión: “Hice pacto con mis ojos (RV60): no mirar con lujuria a ninguna mujer (NVI) (31,1). El salmista puso su voluntad en acción y tomó una decisión: “He resuelto que mi boca no haga transgresión” (17,3b). ¿Y no podemos nosotros “querer querer”?, ¿no podemos decidir amar a los demás por encima de todo, tal como Dios nos ama y nos manda? ¿Por qué no decidir que queremos ser bene-volentes (buena voluntad) con todos, y no desesperar de nadie (E. Mounier)?

Sólo hay un impulso suficiente para ese “querer querer”: sabernos amados así por Dios (Rom.5,7-8). Él es la motivación perfecta para decidir amar. En última instancia, el estímulo para amar en esa manera nace de la experiencia íntima del perdón inmerecido recibido de Dios. “Cuando más clara sea nuestra conciencia de la gracia de Dios que se expresa a través de su amor a nosotros, más profundo será nuestro deseo de expresar su amor en relación a aquellos que nos rodean. En otras palabras, cuanto más profundo sea nuestro sentido de perdón, más grande será nuestro amor no solamente hacia él sino también hacia aquellos a los cuales él ama (Jn.7,47). (…) Si somos conscientes de haber sido perdonados mucho por el Señor, no solamente le amaremos en respuesta a su amor sino que permitiremos también que su amor fluya a través nuestro para bendecir las vidas de otros.”[2]


3. PODER. No hay que ser cristiano para creer en el amor: “Soy un ser humano, y la razón me revela la ley de la felicidad de todos los seres. Yo debo seguir la ley de mi razón: debo amar a los demás más de lo que me amo a mí mismo.”[3] Pero una cosa es señalar el camino y otra bien distinta poderlo caminar, convertir esa disposición del bien querer de la voluntad en experiencia amante que los demás puedan experimentar. Para lograrlo debemos comenzar por saber que no podemos fabricar esa clase de amor. “El agape es el amor de Dios que actúa en el corazón del hombre.”[4] La buena noticia es que sobre el suelo bien dispuesto del “querer querer” Dios hace crecer la semilla de su amor, nos capacita para encarnarlo.

Cuando creemos en Jesús nos identificamos con Él (Rom.6,1-6). Así como Él vive en nosotros (Ef.3,17) también su amor mora en nosotros, de modo que podemos esperar que crezca y se extienda hacia los demás. Ese es un ministerio del Espíritu Santo: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Rom.5,5), es fruto del Espíritu (Gál.5,22). El ministerio del Espíritu Santo en nuestras vidas nos permite pasar del querer amar al poder amar. Y si podemos, debemos. “Poder obrar es deber obrar”[5].


Dicho en términos formales a modo de resumen: “Afirmándose como voluntad que quiere, se sabe la voluntad personalista afirmada como voluntad querida, es decir, como agraciada por la gracia de una Gratuidad que le ha agraciado queriéndola de antemano y sin concurso de mérito propio, a partir de la cual ella misma quiere ya agradecidamente, por cuanto que se sabe favorecida antecedente y consecuentemente, lo cual la convierte a la par en fuerte (por recibir de Otro la fortaleza) y en débil (por no tenerla en sí misma más que a través de la recepción del don), y todo ello no desde arriba sino al lado de los rostros concretos y a su misma altura, porque solamente hay rostro humano cuando existe altura compartida y distancia justa.”[6]

Amar es “un camino más excelente…” (1ªCor.12,31). Amar a otros como somos amados por Dios en Jesús, es el verdadero juez de una vida humana, la medida que descubre cuánto de auténtico valor ha tenido y ha aportado. “Cuando una persona puede orientarse siempre hacia el amor, es una persona feliz, porque el amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta, sin fastidios de ninguna clase. El que tiene fuerza para amar, incluso a su enemigo, manifiesta haber aprendido mucho de Dios y de las mejores lecciones de los hombres, por lo que puede caminar con fuerza y seguridad.”[7] De todos nuestros logros en la vida, a la hora del balance final sólo quedará el amor que hayamos sembrado en otros, haya sido o no correspondido. De amar mucho no hay que arrepentirse nunca porque nunca se ama demasiado. Amar es la recompensa; haber amado, el galardón. Todo comienza con una decisión: Querer querer.

Emmanuel Buch Camí
Madrid, Junio 2013




[1] Cfr. C.S. Lewis: Los cuatro amores. Madrid: Ediciones Rialp, 2008. Pg. 27.
[2] T.B. Maston: Ética de la vida cristiana. El Paso: Casa Bautista de Publicaciones, 1981. Pg. 141.
[3] León Tolstói: Sobre el poder y la vida buena. Madrid: Los Libros de la Catarata, 1999. Pg. 55.
[4] Martin Luther King: La fuerza de amar. Barcelona: Aymá Editora, 1970. Pg. 45.
[5] Pedro Kropotkin: “La moral anarquista” In Panfletos revolucionarios. Madrid: Editorial Ayuso, 1977. Pg. 204.
[6] Carlos Díaz: Yo quiero. Salamanca: Editorial San Esteban, 1990. Pg. 140.
[7] Juan Luis Rodrigo Marín: Fruta nueva. Madrid: Sociedad Bíblica, 1996. Pg. 26.

martes, 7 de mayo de 2013

COMPAÑERO DEL ALMA



 A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
(Miguel Hernández)


León Felipe, ya anciano, tituló “Perdón”[1] a uno de sus últimos poemas:

Soy ya tan viejo,
y se ha muerto tanta gente a la que yo he ofendido
y ya no puedo encontrarla
para pedirla perdón.
Ya no puedo hacer otra cosa
que arrodillarme ante el primer mendigo
y besarle la mano.
Yo no he sido bueno …
quisiera haber sido mejor.
Estoy hecho de un barro
que no está bien cocido todavía.
¡Tenía que pedir perdón a tanta gente! …
Pero todos se han muerto.
¿A quién le pido perdón ya?
(….)

Yo también tengo que pedirle perdón a mucha gente pero tengo que darle las gracias a muchos más a quienes debo todo lo bueno que pueda haber en mí, que lo hay porque la huella de esas buenas gentes en mis entrañas ha sido más fecunda que la dureza de mi corazón. Debo darles las gracias, debo hacerlo antes que sea tarde para ellos o para mí.  Y necesito comenzar hoy, sin más dilación, con  urgencia, para dar las gracias a mi hermano Jesús Millán, compañero del alma, compañero, por casi cuarenta años.

Le conocí, me cautivó, cuando apenas contaba yo quince años y él unos pocos más. Fui bendecido muy pronto con su amistad, su pedagogía para la vida, nutrida en su fe cristiana que le impregnaba por completo. Su afecto ha caldeado mi alma aún en la distancia física, a la sombra de una amistad que me ha cobijado año tras año hasta hoy, cuando descubro que sin yo saberlo ni pretenderlo él ha jugado en mi vida el papel de un amante hermano mayor. No es hermano “mío” porque su tierno afecto tiene impulso de universalidad y nadie como él ha cumplido el anhelo que Roberto Carlos cantaba, de tener “un millón de amigos y así más fuerte poder cantar” pero, en lo que a mí concierne, ha bendecido y bendice mi vida mucho más de lo que podría describir.

Paseé mi adolescencia y primera juventud junto a él por las callejuelas del viejo barrio del Carmen valenciano, saboreando menús de arroz al horno y huevos fritos más bebida y pan por  ochenta pesetas, saboreando también los tiempos de silencio, uno junto al otro, sentados en algún banco a la sombra de las Torres de Serranos, o sufriendo insomne alguna noche en su piso, junto a la vía del “trenet”, que tenía la orden silbar debajo de mi ventana. “Temps era temps”: tiempo de aquellas cintas de cassette que me grababa, con su propia voz intercalada en la música de “La muerte tenía un precio”; tiempo de Serrat, Al Tall, con el alma llena de banderas en la voz de Víctor Jara; tiempo de aquellos jóvenes de la Iglesia Evangélica del Cabañal, desbordantes de entusiasmo, ingenuidad y pasión por causas eternas; tiempo de encuentros los miércoles por la noche en casa de Ana Smith para descubrir un Evangelio vivo, cálido, restaurador. Tiempo que aún me trae el aroma del azahar, o el bullicio de las noches de verano junto al mar, convocados por el “sopar de sobaquillo”. Es hermoso dejarse acariciar por la memoria cálida de los recuerdos, que son un legado de valor incalculable que nos van dejando los años, como las olas entregan objetos llegados de todas partes, mientras se desvanecen suavemente en la orilla.

Le debo algunas de las verdades para la vida que arraigaron a tiempo en mi alma adolescente y me han librado en buena medida de males mayores de los que me ha causado mi necedad. De él aprendí a desvelar la mentira que esconde el amor al dinero, el ansia de éxito, la competencia con nadie que no sea yo mismo; me enseñó el valor de la gozosa conformidad –que no conformismo-, la belleza sublime que esconde lo sencillo o la eternidad que cabe en un instante, tal como advertía Antonio Machado, su admirado compatriota por exilio.

Me enseñó el significado de la amistad; me descubrió la amistad, sin adjetivos ni estruendos pero desmedida en su verdad. “Amigo: alguien que camina junto a otro y se identifica con él”, me escribió en una carta de Enero de 1979. Ajeno a barroquismos líricos o intelectualismos huecos –alma castellana al fin y al cabo- prefería difuminar su profundidad con tonos sencillos, menores; así nació su personaje literario más hermoso: Pedrusquito, que aparecía regularmente en “Piedras Vivas”, aquel heroico boletín ciclostilado que elaboraba con Vicky, la mujer de su vida, mi querida amiga de sonrisa verdadera y generosa. Dedicado a E.B.C. escribió en 1986 un breve cuento en el que Pedrusquito ideaba un pacto para mantener siempre el afecto con un amigo:

Yo puedo cambiar, olvidarme de ti, a veces soy como un globo que empieza a hincharse y sin darse cuenta se sube a las nubes, incluso por encima de ellas. Pero el pacto será este pequeño hilo, que simbolizará nuestra amistad. Cuando me veas lejos, por las nubes, dame pequeños tirones y yo recordaré que eres tú y entonces recordaré nuestro pacto de amigos. Pero por favor, no me des tirones bruscos, porque este hilo es muy fino, casi invisible y se puede romper con facilidad, y eso sería terrible. Recuerda muy bien, cuando sin querer me haya ido y pienses que ya no te recuerdo, que estoy muy alto, lejos de tu alcance. Entonces, por favor, bájame lentamente, porque quiero estar siempre cerca, aún a pesar de la distancia, por encima del silencio o del ruido. Y soñaré que puedo sentarme a tu lado junto a ti, y podré mirar tus ojos, y escuchar palabras como las que dicen los amigos.

(….) Dando un pequeño tirón tendría a Pedrusquito cerca, ese hilo casi invisible para los demás sería para nosotros el símbolo de un “pacto de amigos”.

Ahora mi hermano llora el desgarro más devastador que el corazón de un padre puede sufrir. Con él sufre Vicky, con la intensidad propia de una madre separada de su hijo. ¿Qué decir contra el horror de estos momentos? Recuerdo un texto que incluyó en PIEDRAS VIVAS, en 1982, ajenos todos al estremecimiento de hoy:

ASÍ ES LA MUERTE. Estoy a la orilla del mar. Una nave iza sus velas blancas en la brisa matutina y navega hacia el océano. La miro hasta que se desvanece en el horizonte y a mi lado alguien se apresura a comentar: “Ha desaparecido”.
¿Desaparecido? ¿Dónde? La pérdida de vista está en mí, no en ella. En el momento en que alguien menciona su “desaparición”, hay otros que la ven arribar y entonces el siempre alegre grito: “¡Allá viene!”
Así es la muerte.

Amigo mío, hermano mayor, busca en algún rincón de tu alma hoy herida aquel pequeño hilo casi invisible que compartimos un día. Tira de él, mi corazón está al otro lado, abierto para ti, compañero del alma, compañero.
 Turís – Madrid
Mayo 2.013



[1] León Felipe: Poesías completas. Madrid: Visor Libros, 2010. Pg. 894.

sábado, 12 de enero de 2013

COMPROMISOS



Las invocaciones a la presencia pública, relevancia social o compromiso solidario son hoy comunes entre los evangélicos españoles. Me agradan. No siempre fue así. Pero la satisfacción inicial pronto se transforma en confusión porque esos conceptos cobran significados muy distintos según quien los enarbola. Ciertas implicaciones me resultan ajenas y de alguna no puedo estar más distante. Necesito clarificar(me) en qué sentido y perspectiva tiene valor para mi seguir invocando y viviendo esos conceptos.


I. TODOS TENEMOS UN PASADO

Creo en la importancia de la presencia pública, la relevancia, el compromiso social de los cristianos evangélicos. Llegué a la Universidad de Valencia, apenas un adolescente, en Octubre de 1975. Un mes más tarde moría Franco y viví con pasión los primeros años de la transición política a la democracia, sumergido en debates, lecturas, análisis, … Qué difícil era entonces encontrar elementos de ayuda para la reflexión desde la óptica de mi fe evangélica; apenas nada, salvo aquellos hermosos cuadernos ciclostilados de G.B.U. sobre la energía nuclear, la pena de muerte o el cine de Woody Allen. Tuve que recurrir a las aportaciones católicas sobre el diálogo marxismo-cristianismo (Giulio Girardi, Roger Garaudy). En 1983 descubrí la revista MISION, que editaban en Argentina Samuel Escobar, René Padilla y Orlando Costas entre otros. De aquella combinación de teología neo-evangélica y sensibilidad social me he alimentado hasta hoy, con aportes posteriores de la tradición anabautista no-violenta actualizada por John Yoder o Ronald Sider y, de la mano de Carlos Díaz, del personalismo comunitario: autores judíos (Buber, Levinas), católicos (Mounier, Ebner) y protestantes (Ricoeur, Ellul) que me ofrecieron una antropología de raíz bíblica que fructificaba en un acercamiento crítico, lúcido, contra el desorden establecido.

En 1986 inicié mi ministerio pastoral y en los años siguientes menudearon mis colaboraciones escritas sobre “compromiso y misión”, “personalismo y compromiso cristiano”, racismo o terrorismo, al amparo de la sección del Pacto de Lausana acerca de la relación entre evangelización y compromiso social. Participé de eventos como los Conciertos y Manifiestos por Somalia (1992) o Sudán (1993) y en la creación de INICIATIVA EVANGELICA en 1996, organizando encuentros mensuales de oración por los secuestrados de ETA (Ortega Lara, Cosme Delclaux), y concentraciones de oración cuando se cometían atentados en Madrid, acudiendo al lugar de los hechos el mismo día en que se producían para orar arrodillados por el cese de la violencia.

Sigo creyendo en la importancia del compromiso público de los evangélicos pero no comparto el entusiasmo de algunos por la participación en partidos políticos ni, menos aún, la fascinación de otros por la creación de partidos ni, en absoluto, el equívoco de confundir testimonio y poder político. Creo que no es el camino y, desde luego, no es mi camino. Hoy sólo me atraen opciones que tomen como punto de partida ciertos parámetros básicos que esbozo a continuación.


II. LA CRUZ DE CRISTO.

“Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores” (1ªTim.1,15). ¿Cómo soslayar esta declaración? Si la cruz y su mensaje salvador de Jesús no están en el centro de nuestra acción cualquier iniciativa resultará desenfocada. La realidad del pecado, el juicio y la salvación para la eternidad ofrecida gratuitamente por Dios en Jesucristo son el eje del Evangelio. Desde la cruz todo cobra sentido, con la cruz en la periferia todo se desenfoca. “Todo el propósito de la predicación del Evangelio tal como lo entiendo, todo el propósito del mensaje de este Libro que llamamos Biblia, es dirigir nuestra atención a la pregunta más esencial de todas. Hay quienes querrían hacernos creer que el propósito de la Iglesia en la actualidad es pronunciarse sobre las preguntas que hacen otras personas. Os resultan familiares: preguntas sobre economía, sobre las condiciones sociales, preguntas sobre la guerra y la paz y mil cosas más. Hay quienes querrían hacernos creer que el propósito de la Iglesia es expresar su opinión acerca de este gran cúmulo de preguntas. Ahora bien, quisiera demostrar que esto es una falsificación de todo el propósito de la Iglesia y del mensaje de la Iglesia. En mi opinión, la primera función fundamental de la Biblia y de la Iglesia es plantear una pregunta especial y hacer la pregunta más pertinente [Lloyd-Jones se refiere a la pregunta de Job: “¿Y cómo se justificará el hombre con Dios?” (9,1), texto que sirve de referencia a su sermón]. Es dirigir la atención de hombres y mujeres a las cosas que tienden a olvidarse y ahogarse en este remolino y vórtice en que el ser humano ha convertido el mundo y su vida a causa de su pecado”[1]

La palabra de la cruz, tropezadero y locura (1ªCor.1,18-23), podrá parecer a algunos un mensaje medieval, descontextualizado, pero las páginas del Nuevo Testamento giran alrededor del Cristo crucificado para nuestra salvación. Ese Evangelio tiene una vitalidad expansiva, no autocancelante, de la que se derivan implicaciones prácticas en todas las áreas de la existencia humana, individual y comunitaria. Pero soslayar la centralidad de la cruz, quedar absorbidos por las “cosas penúltimas” sin la perspectiva de las “cosas últimas”, debilita la identidad del Evangelio y diluye la relevancia de la acción de los cristianos en un magma difuso de inmanencia difuminada.


III. “CUATRO PODERES”

Cuando lo “penúltimo” absorbe nuestro enfoque no es de extrañar que sólo pensemos en recursos demasiado humanos, que menospreciemos “cuatro poderes”[2] que brotan del Evangelio y que dan a nuestra acción verdadera identidad cristiana y auténtico poder sobrenatural.

1. El poder de la oración. No existe activismo social propiamente cristiano que no esté bañada en oración de una manera real y convencida. De hecho, el primer deber del pueblo de Dios para con la sociedad y sus líderes es la oración: “Exhorto ante todo, a que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias, por todos los hombres; por los reyes y por todos los que están en eminencia, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad.” (1ªTim.2,1-2). Esta no es una cuestión protocolaria o de estética religiosa sino un verdadero ministerio influyente y benéfico que los cristianos deben ejercer en obediencia a la exhortación de nuestro Señor y a la necesidad de nuestros semejantes.

2. El poder de la verdad. El Evangelio es “poder de Dios para salvación” (Rom.1,16) y toda palabra que viene de Dios es poderosa, más poderosa que cualquier palabra o falsa verdad que proceda del Maligno. En este sentido, nada más influyente y más benéfico que la proclamación de la verdad mostrada por Dios en Jesucristo a través de su Palabra. Este es el lugar para una forma de expresión y persuasión por una apologética de la verdad del Evangelio en medio de la sociedad, no cargada de soberbia pero tampoco timorata ni acomplejada.

3. El poder del ejemplo. La verdad nunca es más poderosa que cuando se muestra en términos prácticos. El vivir cotidiano de los hijos de Dios en obediencia a su Señor, como individuos y como comunidad,  ofrece la confirmación más vigorosa e influyente del poder del Evangelio y su valor en todos los ámbitos de la vida humana.

4. El poder del grupo. Un grupo que vive solidariamente sostenido por una visión clara y firme de sus valores, por pequeño que sea numéricamente, puede cambiar una sociedad entera. Según algunos sociólogos, toda una cultura puede ser transformada cuando un dos por ciento de sus miembros tienen una nueva visión y están realmente comprometidos con ella. Eso fue lo que logró aquel puñado de doce discípulos que acompañaron a Jesús por tres años: trastornar el mundo entero (Hch.17,6)


IV. NI PODER NI PARLAMENTO, SOCIEDAD CIVIL

En palabras del filósofo católico Emmanuel Mounier: “Nuestra acción no está dirigida esencialmente al éxito, sino al testimonio.”[3] Ser testimonio, fermento, sal, luz, … esa es la auténtica misión de los cristianos y de la iglesia, anunciando y encarnando los valores del Reino, invitando a otros a hacerlos suyos. “Esto no es una política, ya lo sé. Pero es un cuadro previo a toda política y una razón suficiente para rechazar ciertas políticas.”[4]

Tal como advirtió Karl Barth[5] hace décadas, la vía para la influencia social de los cristianos no debiera ser un partido político confesional. Porque la Iglesia, a priori, nunca debe mostrarse en contra de nadie sino a favor de todos, de la causa común de toda la comunidad civil. Por definición, un partido parte la sociedad, se aliena del resto; por el contrario, la Iglesia tiene vocación universal. Porque cada decisión del partido cristiano compromete a toda la Iglesia y su mensaje, identificándola con su acción política y el testimonio de sus miembros, siempre imperfectos. Porque la dinámica del partido cristiano no puede sustraerse a la propia de la democracia parlamentaria con sus “juegos” de mayorías y minorías, propaganda propia, descalificación de lo ajeno, demanda de simpatizantes y aún dirigentes no cristianos, etc. La eficacia política se construye a costa del testimonio profético. Porque no cabe un programa político cristiano-evangélico que, además de criterios sobre las grandes cuestiones morales, ofrezca además una ideología evangélica diferenciada sobre las innumerables cuestiones de la vida comunitaria.

Tampoco espero mucho de la presencia de cristianos en los partidos políticos porque están blindados contra toda forma de independencia de criterio en su seno y son deudores de intereses que nada tienen que ver con sus votantes. Me sorprende que ese ámbito de participación resulte tan fascinador a algunos cuando, además, cada día más ciudadanos les vuelven la espalda para crear espacios alternativos de participación directa y autogestión.

Es un reduccionismo simplista “reducir la vida pública a la vida política (…), que lo societario, lo público y lo pre-político de nuestras sociedades sea devorado por lo administrativo, lo político y partidista”[6] A mi parecer los cristianos encontraremos mejor acomodo y más eficaces cauces de participación pública a través de la sociedad civil, de la que somos parte como ciudadanos y en la que hay amplio espacio para nuestro testimonio, para el diálogo y, en determinadas circunstancias, la cooperación.


V. IGLESIA LOCAL

Sobre todo, creo en el valor irremplazable de la iglesia local. Creo en la “parroquia” a pesar de las críticas que sufre, a pesar de que algunos la califiquen de “experimento fallido”, a pesar de ensayos alternativos innecesariamente excluyentes. Creo en la iglesia local, comunidad de creyentes, expresión concreta y palpable aunque imperfecta del reino de Dios; comunidad de la que Jesucristo es el Señor, único y suficiente vínculo entre los creyentes, distintos en tantas maneras. Creo en una comunidad que no es sólo comunidad de fe y de culto sino comunidad de vida, según las circunstancias de cada caso. Creo que esa comunidad es el testimonio más poderoso del Evangelio en su poder transformador y reconciliador. La iglesia local como “comunidad de contraste”[7]: ese es su ministerio más propio y la aportación más benéfica e influyente que puede dar a la sociedad. Comunidades de hombres y mujeres de toda condición social, cultural, racial o económica que testifican del poder de Dios, suficiente para romper barreras, derribar prejuicios y edificar un único Pueblo al amparo del sacrificio de Jesucristo. Comunidades integradas en la vida ciudadana, compartiendo necesidades y esfuerzos con sus semejantes, procurando la bendición de la ciudad (Jer.29,7).

Esa comunidad de creyentes es un verdadero “contra poder”, sazonadora de vida en medio de la oscuridad y la miseria. Algunos lo llamarán “despolitización” pero en ningún caso es “desocialización” sino auténtico testimonio cristiano, ministerio eficaz de una comunidad que en medio de la sociedad obedece a otros valores, los valores del reino de Dios que ha venido en Jesucristo.[8]


[1] Martyn Lloyd-Jones: Sermones evangelísticos. Editorial Peregrino, 2003. Pg. 122 (sermón predicado en Westminster Chapel en 1947).
[2] John Stott: “Salt and Light” in Christianity Today: Octubre, 2011. Artículo adaptado de un sermón del autor publicado en PreachingToday.com
[3] Emmanuel Mounier: Revolución personalista y comunitaria. Obras Completas, I. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1992. Pg. 184.
[4] Emmanuel Mounier: Las certidumbres difíciles. Obras Completas, IV. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1988. Pg. 209.
[5] Karl Barth: Comunidad cristiana y comunidad civil. Barcelona: Editorial Fontanella.
[6] Agustín Domingo Moratalla: “Presencia pública y poder político: de la militancia política a la perseverancia cultural”. In ACONTECIMIENTO, nº 100, 2011/3.
[7] Gerard Lohfink: El sermón de la montaña ¿para quién? Barcelona: Editorial Herder, 1989.
[8] Cfr. Jacques Ellul: Anarquía y cristianismo. México: Editorial Jus, 2005. Pg. 85.