martes, 13 de septiembre de 2016

"¿LOS ANIMALITOS VAN AL CIELO?" ESPERANZA GLORIOSA PARA TODA LA CREACIÓN



Para Lucky,
In Memoriam


Perfuman el aire de la estancia las notas del “Cántico de San Francisco de Asís”, compuesto por Joaquín Rodrigo como un eco del entusiasmo de aquel “poverello d’Assisi” quien “no sólo amaba sino que reverenciaba a Dios en todas sus criaturas”[1], cuya aparición “señaló el momento en que los hombres pudieron reconciliarse no solo con Dios sino con la naturaleza”[2].

Al cobijo de la música y de un par de fotografías, añoro a mi perro que ha muerto. Por once años nos acompañó fielmente y se hizo un hueco en el corazón de la familia. Si sólo era un perro, ¿por qué me duele tanto? Aún Miguel de Unamuno, de habitual tan adusto en su expresión, desnudaba su ternura ante la ausencia de su perro:

              Descansa en paz, mi pobre compañero,
              descansa en paz; más triste
              la suerte de tu dios que no la tuya.
              Los dioses lloran,
              los dioses lloran cuando muere el perro
que les lamió las manos,
que les miró a los ojos,
y al mirarles así les preguntaba:
¿adónde vamos?[3]

“¿Adónde vamos?” ¿Acaso los perros van a algún sitio? ¿No es un disparate imaginar siquiera alguna forma de trascendencia para nuestros perros, para los animales en general? Tradicionalmente, la teología cristiana occidental ha ignorado esta cuestión porque tampoco se ha ocupado de nada que no fuera la relación entre Dios y el ser humano. Esa reflexión teo-antropocéntrica ha dejado de lado cuestiones no menores como la relación entre el hombre y el resto de la creación o, el significado enigmático de las palabras del apóstol Pablo acerca del gemido de la creación, de su anhelo ardiente por la manifestación de los hijos de Dios a la espera de su propia liberación de la esclavitud de corrupción, para participar de la libertad gloriosa de los hijos de Dios (Rom.8,18-21).


I. ECOLOGICISMOS NO, GRACIAS

El ser humano es imagen de Dios (Gén.1,27), el resto de la creación sólo es portadora de la huella de Dios. ¿Pero qué quiere decir “sólo”? La teología de la creación ha quedado lastrada por los debates clásicos en torno a la evolución, dejando en penumbra cuestiones teológicas fundamentales como la relación del hombre con el resto de lo creado, que en la enseñanza bíblica pasa por el principio de responsabilidad. La teología cristiana ha pasado de puntillas sobre cualquier afirmación que pudiera hacerse sospechosa de coqueteo con forma alguna de panteísmo o panenteísmo. Sólo las reivindicaciones de los movimientos ecologistas a lo largo del siglo XX han forzado esa reflexión teológica pendiente.

Dicha reflexión no es nada fácil en nuestros días porque el ecologicismo mayoritario en nuestros días es incompatible con la teología de la creación en general y con la antropología bíblica en especial. Su discurso puede definirse como un “cosmocentrismo panvitalista”[4]: el establecimiento de una relación hombre-naturaleza en términos de igualdad, un reduccionismo biologista que en última instancia “tendería a homogeneizar el universo adscribiendo el mismo valor a la ameba y al hombre.”[5] Esta mirada peculiar de los humanos hacia “los demás animales no humanos”, hacia “las personas no humanas”, implica un igualitarismo zoologicista a la baja que para honrar a los animales deshonra a los humanos.

La teología cristiana de la creación subraya por el contrario “el primado axiológico y ontológico de la persona humana; sólo el hombre es imagen de Dios, sólo el hombre es fin y no medio, sólo el hombre es valor absoluto.”[6] Muy a menudo el mandato divino de “sojuzgar y señorear” lo creado en términos de responsabilidad respetuosa (Gén.1,28), ha sido manipulado para convertirlo en una coartada inmoral que justificara su expolio más irresponsable. Sin embargo, la superación de ese entendimiento perverso de la relación hombre-naturaleza no puede llevarnos a una comprensión opuesta, igualmente perniciosa para todos. Existe una sima ontológica, un salto cualitativo, que separa al ser humano del resto de lo creado por más que, en efecto, todos procedamos del mismo Autor. “En cuanto a lo infinito el abismo está entre Dios y todo lo demás, entre el Creador y todo lo creado. Pero hay otra parte –la personal. (…) por parte de su personalidad Dios ha creado al hombre a su propia imagen.”[7]

El entendimiento cristiano del hombre y de la creación no permite sintonía con ecologismos cuyos adeptos pierden a la persona queriendo hallarla entre animales y vegetales, todos en pie de igualdad.[8] En breve, esta es la crítica que la teología cristiana hace a semejante ecologicismo:

. Es fisicalista reduccionista, de ahí la primacía que concede a las ballenas y a las águilas sobre el hombre.
. Es fisiocrático, al alentar el retorno milenarista a la Tierra, un poco por cansancio de la civilización industrial y otro poco por miedo al futuro.
. Deshistoriza al hombre al situarlo dentro del eterno retorno: que todo vuelva a la naturaleza, que se recicle el hombre mismo, con cuyos huesos difuntos se obtendrá abono para que con ese abono crezcan buenos tomates que comerá el hombre para que a su vez abone …
. El universo no es tomado ni como creación de Dios, ni como regalo divino al hombre, su criatura, sino como despensa amenazada de saqueo, de ahí que cuente más la trofología (la alimentación) que la antropología (el hombre), cerrando al hombre a las grandes cuestiones del sentido.[9]

Por el contrario: “Mientras hablemos del hombre y la naturaleza en el horizonte de Dios, tenemos sólidamente emplazados al hombre, a la naturaleza y a Dios en una escala de valores. Desaparecido Dios del horizonte, la escala se torna automáticamente confusa, porque ha desaparecido la unidad de medida; la frontera hombre-naturaleza se desdibuja y acaba disolviéndose; quien sale ganando es, sin duda, la naturaleza, no el hombre.”[10]

No sería justo descargar todas las iras sobre este ecologismo que penaliza a la persona sin descalificar también cierta teología de la creación, despiadadamente economicista que manipula los conceptos para reducirlos a justificación de intereses mezquinos. Para que la ecología (conocimiento de la naturaleza) sea como Dios desea, ecodulía (respeto de la naturaleza), es necesario recuperar el verdadero sentido de nobles palabras tantas veces invocadas torpemente. Por ejemplo, “respeto” como bene-volencia, “interés” (inter-esse, estar-entre) como ocasión de encuentro, “beneficio” (bene facere) como hacer bien, …Cualquier otro enfoque resultará maléfico para la naturaleza y por ende también para el hombre como imagen de Dios[11].


II. PROMESA DE LIBERTAD PARA TODA LA CREACIÓN

Siguen sonando las notas del maestro Rodrigo; ante mis ojos, fotografías y objetos de mi perro, definitivamente ausente. ¿Qué esperanza puede haber para él, para mi viejo compañero, tras su muerte? En términos más teológicos: ¿qué significado concreto tienen las palabras del apóstol Pablo en Romanos cap. 8 para el conjunto de la creación? Más específicamente: ¿puedo abrigar alguna esperanza para mi perro más allá de la muerte? ¿De qué clase? ¿En qué términos? Antes de descalificar el asunto como una muestra impropia de infantilismo sentimentaloide conviene recordar que, en voz baja, es una pregunta formulada mil veces y que algunos teólogos más que respetables se han acercado a la cuestión sin complejos y han ensayado respuestas, nunca definitivas pero dignas de consideración.

La Biblia no se expresa al respecto con rotundidad, de modo que nada rotundo puede decirse. Muchos aspectos de la realidad no han sido alumbrados por la revelación de Dios en su Palabra porque el foco está puesto en el Verbo, quien trae salvación a todos los hombres (Jn.3,16). El propósito de la Escritura, en palabras de San Agustín, no es decirnos cómo es el Cielo sino cómo llegar a él. Pero Romanos cap. 8 enseña con claridad que la restauración prometida en la consumación de los tiempos no es sólo para el ser humano sino para la creación entera: “Si nosotros hemos de participar en la gloria de Cristo, la creación participará en la nuestra.”[12]

La creación aguarda con ansiedad la revelación de los hijos de Dios, porque fue sometida a la frustración. Esto no sucedió por su propia voluntad, sino por la del que así la dispuso. Pero queda la firme esperanza de que la creación misma ha de ser liberada de la corrupción que la esclaviza, para así alcanzar la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Sabemos que toda la creación todavía gime a una, como si tuviera dolores de parto. Y no sólo ella, sino también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente, mientras aguardamos nuestra adopción como hijos, es decir, la redención de nuestro cuerpo. (Rom.8,19-23 –NVI)

Cosmología y antropología encuentran su síntesis en la esperanza que brota de la cruz vacía de Jesucristo. “La suerte del universo está ligada a la del hombre; éste arrastró a aquél en su destino de corrupción (v.20-21) y lo hará partícipe de su liberación (v.21)”[13] No es posible extraer de estos versículos declaraciones precisas pero ofrecen, desde luego, una perspectiva general cargada de aliento y esperanza que impulsan a la creación a anhelar ardientemente su cumplimiento definitivo.

¿Cómo será la participación de los animales en esa liberación? Fue un niño quien enfrentó a un joven Dietrich Bonhoeffer de veintidós años con esta cuestión, durante su estancia en Barcelona en 1928. Desolado tras la muerte de su mascota, el pequeño le preguntó: “¿Volveré a ver a mi perro en el cielo?” Así resumía Bonhoeffer su respuesta a un amigo, al que refería por carta aquella anécdota: “Mira, Dios creó a los seres humanos y también a los animales; estoy seguro de que también los ama a ellos. Y yo creo que, en lo que respecta a Dios, todos los que se han amado en la tierra –que se han amado de verdad- permanecerán juntos en Dios, porque amar es parte de él. Ahora, debemos reconocer que no sabemos cómo ocurre.”[14]

Karl Barth advierte que sólo el ser humano ha sido objeto de la alianza de gracia con Dios porque sólo el ser humano es pecador, rebelde a Dios su creador. Pero por cuanto el pecado humano contaminó a la creación entera también su restauración alcanzará a la naturaleza toda y, desde luego, a los animales que le han acompañado a su lado desde el inicio de la creación. Así lo expresa el teólogo suizo: “El animal, no en cuanto socio autónomo de la alianza [de gracia, con Dios], sino en cuanto acompañante del ser humano en la alianza, será copartícipe de su promesa y también de su maldición, que sigue de cerca a su promesa. Lleno de miedo, pero también de certidumbre, aguardará con el ser humano su cumplimiento y respirará hondo con él, cuando se produzca provisionalmente y acontezca definitivamente.”[15]

C. S. Lewis ofrece una reflexión tan arriesgada como sugerente acerca de este asunto asumiendo la falta de conocimiento suficiente al respecto, el carácter especulativo de sus propuestas e incluso el riesgo de debilitar la diferencia cualitativa entre hombre y animales, que en términos espirituales es abismal. En buena medida su reflexión descansa en un sermón de John Wesley (s.XVIII) sobre Romanos 8,19-22[16]. A la luz de dicho texto Wesley afirma que los gemidos de la creación no se pierden en el vacío sino que llegan a los oídos de su Creador, a la espera de “la manifestación de los hijos de Dios” cuando todos los seres creados serán liberados de toda forma de corrupción, según la medida de la que cada uno de ellos sea capaz. Wesley considera el texto de Romanos cap. 8 a la luz de la visión de “cielo nuevo y tierra nueva” que ofrece Apocalipsis 21. Según Wesley, la promesa de que “enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (v.4), no es sólo para “los hijos de los hombres” sino que alcanza a todos los seres creados, a cada uno según su capacidad. Todos serán restaurados a un plano aún mayor del que disfrutaron en el paraíso, recuperarán su primitiva belleza y felicidad en una primavera perenne, se verán librados de todos sus instintos y pasiones ahora ingobernables, de toda inclinación al mal de modo que no quedará rastro alguno de fiereza, crueldad, o sed de sangre, tal como Isaías profetizó (11,6-9). Como una recompensa divina por todo el sufrimiento padecido sin culpa alguna en esta tierra, cuando sus cuerpos corruptibles sean transformados en incorruptibles, todos los animales disfrutarán de una dicha plena, sin interrupción ni final, adaptada, eso sí, a su estado.

Lewis por su parte, subraya la distinción entre sensibilidad (animal) y conciencia (humana), para afirmar que los animales poseen sensibilidad al dolor, a una sucesión de percepciones dolorosas, pero no conciencia de un yo que se reconozca a sí mismo padeciendo esas sensaciones (aunque es difícil suponer que los animales superiores y domésticos no posean en alguna medida un cierto grado de conciencia que relacione sus experiencias y de lugar a una “rudimentaria individualidad”). ¿Cabría aún con estas prevenciones considerar al menos alguna forma de resurrección e inmortalidad animal? Lewis centra su análisis en los animales domésticos, nuestras mascotas. Y parte de una convicción personal en cuanto a una auténtica (aunque rudimentaria) personalidad de éstos. Esa individualidad, no obstante,  no la poseerían en sí mismos sino a través de su relación con el hombre como sucede con éste, “mutatis mutandis”, por su relación con Dios. El animal alcanzaría una cierta personalidad “en” su amo: “Y en este sentido me parece posible que ciertos animales puedan tener una inmortalidad, no en sí mismos, sino en la inmortalidad de sus amos. (…) Si usted pregunta dónde reside la identidad de un animal así criado como un miembro del cuerpo de tal hogar, yo le respondo: ‘Donde su identidad ha pertenecido siempre aun en la vida terrenal: en su relación al Cuerpo [familia donde ha sido criado y ha vivido] y, especialmente, al amo que es la cabeza de ese Cuerpo’. En otras palabras: el hombre conocerá a su perro; el perro conocerá a su amo y, al conocerlo, será él mismo.”[17] Lewis cree que su teoría mantiene a Dios en el centro del universo, al hombre como criatura con un status único y a los animales no coordinados sino subordinados al hombre y al destino de éste. “La inmortalidad derivativa que se sugiere para los animales no es una mera enmienda o compensación sino parte integrante del nuevo cielo y de la nueva tierra orgánicamente vinculados a todo el proceso de sufrimiento de la caída y redención del mundo.”[18]

En definitiva, nada definitivo podemos responder a aquel niño desconsolado que interpeló a Dietrich Bonhoeffer con la misma pregunta que muchos adultos se hacen en silencio, avergonzados de semejarse a un niño. ¿Qué podría decir yo? A estas alturas apenas puedo hacer otra cosa que susurrar entre lágrimas, cargado de esperanza pese a todo, este fragmento del citado poema de Miguel de Unamuno:

¡El otro mundo! …
¡El otro mundo es el del puro espíritu!
¡Del espíritu puro!
¡Oh, terrible pureza,
inanidad, vacío!
¿No volveré a encontrarte, manso amigo?
¿Serás allí un recuerdo,
recuerdo puro?
Y este recuerdo
¿no correrá a mis ojos?
¿No saltará, blandiendo en alegría
enhiesto el rabo?
¿No lamerá la mano de mi espíritu?
¿No mirará a mis ojos?
Ese recuerdo,
¿no serás tú, tú mismo,
dueño de ti, viviendo vida eterna?[19]



[1] G. K. Chesterton: San Francisco de Asís. Buenos Aires: Ediciones Lohlé-Lumen, 1995. Pg. 90.
[2] G. K. Chesterton: San Francisco de Asís. Op. Cit. Pg. 140.
[3] Miguel de Unamuno: “Elegía en la muerte de un perro”. In Antología poética. Madrid: Espasa Calpe, 1999. Pg. 84.
[4] Juan Luis Ruiz de la Peña: Teología de la creación. Santander: Sal Terrae, 1986. Pg. 196.
[5] Juan Luis Ruiz de la Peña: Teología de la creación. Op. Cit. Pg. 197.
[6] Juan Luis Ruiz de la Peña: Teología de la creación. Op. Cit. Pg. 197.
[7] Francis A. Schaeffer: Polución y la muerte del hombre. Enfoque cristiano a la ecología. El Paso, Tx.: Editorial Mundo Hispano, 1973. Pg. 40.
[8] Rafael Chirbes: Crematorio. Barcelona: Editorial Anagrama, 2007. Pg. 194. . “Un Adán posadamita. Ya que no vamos a salvarnos nosotros, salvemos la tierra. Era el mensaje. Si el contenido está podrido, arrojémoslo y quedémonos con el continente. (…) el hombre es sólo dañino artificio, incluido ese que dormita mientras el industrioso castor prepara una presa en el río para alterar su curso.”
[9] Carlos Díaz: Sustentabilidad ecológica y espiritualidad. Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2009. Pg. 31. Cfr. Carlos Díaz: Ecología y pobreza en Francisco de Asís. Madrid: Centro de Franciscanismo, 1986. Pgs. 51-55.
[10] Juan Luis Ruiz de la Peña: Teología de la creación. Op. Cit. Pg. 198.
[11] Cfr. Carlos Díaz: Sustentabilidad ecológica y espiritualidad. Op. Cit. Pgs. 62-72.
[12] J.R.W. Stott: Hombres nuevos. Un estudio de Romanos 5-8. Buenos Aires: Ediciones Certeza, 1974. Pg. 122.
[13] Juan L. Ruiz de la Peña: La otra dimensión. Escatología cristiana. Santander: Editorial Sal Terrae, 1986. Pg. 218.
[14] Eric Metaxas: Bonhoeffer: pastor, mártir, poeta, espía. Nashville: Grupo Nelson, 2012. Pg. 86. Carta de Dietrich Bonhoeffer a Walter Dress, 1 de Septiembre de 1928.
[15] Karl Barth: Instantes. (Textos para la reflexión escogidos por Eberhard Busch). Santander: Sal Terrae, 2005. Pg. 51.
[17] C. S. Lewis: El problema del dolor. Miami: Editorial Caribe, 1977. Pg. 137.
[18] C. S. Lewis: El problema del dolor. Op. Cit. Pg. 138.
[19] Miguel de Unamuno: “Elegía en la muerte de un perro”. In Antología poética. Op. Cit. Pg. 82.

martes, 17 de noviembre de 2015

LA MIRADA (COMPASIVA) AL OTRO



Vino luego a Betsaida; y le trajeron un ciego, y le rogaron que le tocase.
Entonces, tomando la mano del ciego, le sacó fuera de la aldea;
y escupiendo en sus ojos, le puso las manos encima, Y le preguntó si veía algo.
Él, mirando, dijo: Veo los hombres como árboles, pero los veo que andan.
Luego le puso otra vez las manos sobre los ojos, y le hizo que mirase;
y fue restablecido, y vio de lejos y claramente a todos.
(Mr.8,22-25)


Los discípulos de Jesús somos llamados a vivir una transformación progresiva de nuestra forma de mirar al semejante como parte del proceso de renovación de nuestro entendimiento y de nuestro vivir (Rom.12,2); un proceso que nos lleve de la in-diferencia a la de-ferencia, que sirva de re-ferencia para nuestra relación con el prójimo, en especial con los invisibles, los transparentes, los últimos, el “material sobrante” (G.E. Lensky). Una mirada nueva que no sea mirar sin ver, opuesta a esa mirada que no se para porque no repara en el otro; una mirada nueva que progresivamente se hace más clara, de modo que alcanza a reconocer el rostro del semejante como icono de Dios[1]. Una mirada que deja de estar vuelta sobre uno mismo, narcisista mirada al ombligo propio, para convertirse en una mirada compasiva hacia todos, según el modo en que Jesús a todos nos mira.


I. LA (COMPASIVA) MIRADA DIVINA

Dios nos mira en nuestro pecado y se compadece de nosotros. Su mirada hacia todos los seres humanos sin excepción, es una mirada compasiva (Sal.130,3). Dios miró a Israel y se compadeció: “¿Cómo podré abandonarte, oh Efraín? ¿Te entregaré yo, Israel? ¿Cómo podré yo hacerte como Adma, o ponerte como a Zeboim? Mi corazón se conmueve dentro de mí, se inflama toda mi compasión.” (Os.11,8). Dios mira al ser humano y se compadece: “el Señor se compadece según las multitudes de sus misericordias; porque no aflige ni entristece voluntariamente a los hijos de los hombres” (Lam.3,32b-33); Dios se compadece como un padre: “Como el padre se compadece de los hijos, se compadece el Señor de los que le temen. Porque él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo” (Sal.103,13-14; Sal.135,14). Dios se compadece como una madre: “¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti.” (Is.49,15; 54,8b-11). La mirada de Dios es enfáticamente compasiva y comprometida hacia los últimos: viudas, extranjeros y huérfanos (Deut.24,17).

Cuando nos preguntamos qué es el hombre, cómo debe ser el hombre, los cristianos volvemos nuestra mirada a Jesús, el Hijo del Hombre. Parafraseando el texto bíblico oímos a Jesús decirnos: “quien me ha visto a mí ha visto al verdadero ser humano.”[2] Jesús-hombre encarna perfectamente el diseño que Dios estableció para el ser humano. Él nos muestra como modelo una vida vivida en apertura incondicional a los demás, una vida de servicio basado en la compasión. Sacudido por la compasión, veía las multitudes “desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor” (Mt.9,36). Jesús por compasión predicó, por compasión alimentó (Mt.15,32), por compasión sanó (Mt.14,14). El verbo griego (splagnizomai) es muy expresivo: Jesús vivió así ante los hombres porque “se le conmovían las entrañas” (Mr.1,41; Mt.20,34; Lc.7,13).


 II. CONVERTIR NUESTRA MIRADA

En última instancia vemos lo que queremos ver, de modo que la mirada descubre la verdad más íntima que nos habita. ¡Qué distinta nuestra mirada de la mirada divina! Somos miembros de una sociedad enferma de egoísmo que desconoce al semejante, que sólo le reconoce como amenaza, que a lo sumo le dedica una ojeada aburrida, que le mira sin ver. Respiramos un aire social viciado de yoísmo y aún los discípulos de Jesús sufrimos la contaminación en nuestros pulmones espirituales de modo que también nuestra mirada sufre de miopía egoísta­.

La sanidad de esa mirada patológica exige un verdadero arrepentimiento, un auténtico cambio de dirección en nuestra manera de pensar, de mirar, de vivir. Se trata de convertir el corazón para convertir la mirada por un proceso que no es de partida intelectual, voluntarista o menos aún sensiblero, sino espiritual. No es asunto de filantropía sino de cristología: nace en la Cruz y alcanza al cristiano por el poder transformador del amor de Dios, recibido de lo alto primero y compartido horizontalmente a continuación, porque el amor genuino tiene carácter expansivo. De este modo el yo enclaustrado se convierte en nosotros compasivo, compasión que nace a la sombra de amor compasivo de Dios en la cruz de Cristo, amor gratuito, desmedido, que sacude el corazón de quien lo recibe, para multiplicarlo ante los otros y para los otros como un torrente caudaloso que se extiende imparable.

La cruz testimonia de la mirada infinitamente compasiva de Dios hacia todos los seres humanos, certifica su gracia ilimitada empeñada en restaurar al ser humano a su condición más plena, según el modelo de Jesús, el Hijo del Hombre. Quien se descubre a sí mismo amado gratuitamente por Dios a pesar de su “fealdad” (Rom.5,8), encuentra el estímulo para iniciar un lento camino de reconstrucción personal que incluye un nuevo modo de mirar, un reconocimiento de su prójimo, especialmente del más ignorado, dedicándole una mirada nueva que refleja, siquiera parcialmente, el modo en que él mismo es mirado por Dios desde la cruz; una mirada nacida de un corazón limpio que ve a Dios (Mt.5,8).[3] La palanca que mueve las entrañas del mundo interior y se vuelca al exterior no es el cartesiano “pienso, luego existo” sino el cristiano “soy amado, luego existo.”[4]


III. PRÁCTICA DE LA MIRADA COMPASIVA

La compasión (del latín cumpassio, traducción del griego sympathia) significa “con-sentir”, una emoción humana que brota a partir del sufrimiento del otro; que no es sólo entendimiento de su estado sino verdadero compromiso práctico por aliviar su sufrimiento: “poner el corazón en las manos” (Camilo de Lelis). Podemos hablar de “empatía compasiva” (Carl Rogers) y definir la compasión como el arte de “leer” emocionalmente a las personas, respondiendo responsablemente a su necesidad.[5]

La mirada compasiva del discípulo de Jesús descubre al otro como “vulnerabilidad extrema” (E. Lévinas). Su sola presencia nos re-clama, como Job a sus amigos: “¡Oh, vosotros mis amigos, tened compasión de mí, tened compasión de mí!” (19,21). Su rostro ante mí me exige: “favorézcame”, “cuando me mires, compadécete de mí”. Su ruego se convierte en mi responsabilidad: debo “hacerme cargo” de él. La parábola del Buen Samaritano (Lc.10,25-37) muestra la compasión como un proceso de tres momentos consecutivos y complementarios: reconocimiento de la persona sufriente (momento del ir y del ver, que sólo es posible desde el cultivo de la sensibilidad), responsabilidad ante la persona sufriente (momento del quedarse responsablemente, estableciendo morada donde habita el sufrimiento), y cargar con la realidad de la persona sufriente (momento del salir, acompañando al otro en su proceso de sanación).[6] Sacerdote y levita miran al herido con una no-mirada, miran sin ver, miran sin querer ver, hacen como que no ven y dan un rodeo. El samaritano, en cambio, extiende una mirada compasiva hacia el herido y dado que la compasión es uno de los nombres del amor y el amor genuino se traduce en acción, el samaritano se acerca venciendo el temor a una posible emboscada, venda las heridas, cede su cabalgadura, gasta y se gasta en favor del herido.

La mirada compasiva del discípulo de Jesús se traduce en acción amorosa, que no limosnera, porque reconoce en el otro no sólo su necesidad de recibir sino su capacidad de donar; descubre que a los “transparentes” les duele que nadie les quiera pero aún les duele más no tener a quien querer, que su drama mayor es que tienen mucho cariño que ofrecer pero no tienen a nadie a quien ofrecerlo (Angela P.)

La mirada compasiva del discípulo de Jesús está desprovista de superioridad. Ejercida como condescendencia, la compasión se corrompe en una forma sutil de soberbia. Paradójicamente, sólo un “sanador herido” (H. Nouwen) que reconoce su vulnerabilidad puede ofrecer una ayuda relevante: “¿será quizá que tu debilidad te hace más vulnerable a la mía, y por eso me entiendes tan rápida y profundamente?”[7] Dicho en términos unamunianos: “Los hombres encendidos en ardiente caridad hacia sus prójimos, es porque llegaron al fondo de su propia miseria, de su propia aparencialidad, de sus naderías, y volviendo luego sus ojos así abiertos, hacia sus semejantes, los vieron también miserables, aparienciales, anonadables, y los compadecieron y los amaron.”[8]


Conclusión

Dejarnos interpelar por el dolor ajeno nos devuelve como un fruto añadido la sabiduría de ayudarnos a reconocernos a nosotros mismos. Es cierto el humano: “duele, luego existo” (S. Kierkegaard) pero aún es más cierto el cristiano: “me dueles, luego existo” y, por generalización, “con-dolemus, ergo existimus”[9]. Algunos de nosotros no podemos reflexionar honestamente sobre nuestro modo de mirar al semejante sin que brote un sentimiento de vergüenza, de pesar. Esta evidencia mediocre nos exige volver nuestra mirada al Invisible (siendo mirados por Él) para aprender de nuevo a ver a los invisibles con una mirada compasiva que se traduzca en acción, ministerio nacido del misterio vivido del amor divino. Esa mirada compasiva es la mirada con que Dios nos mira a diario: una mirada que no desespera de nadie, que a todos reconoce compasivamente. Suplicamos al Espíritu de Dios que nos capacite para mirarnos y amarnos unos a otros con la misma mirada con que Dios nos mira, con el mismo amor con que Dios nos ama.

Conferencia pronunciada en el Encuentro de Misiones Evangélicas Urbanas de España. El Escorial (Madrid), 15 de Noviembre de 2015.




[1] Un icono o ícono (griego: εκών, romanización: eikōn), literalmente imagen, “Signo que mantiene una relación de semejanza con el objeto representado” (RAE). El semejante es icono de Dios porque es “imagen de Dios” (Gén.1,26-27)
[2] Veli-Matti Kärkkäinen: “The Human Prototype”. In Christianity Today. January, 2012.
[3] Sólo desde esta perspectiva, más allá del voluntarismo inmanentista, puede hacerse plena realidad el bienintencionado anhelo de transformar la identidad del yo humano, desde una  posición del yo soberano en la conciencia de sí a una deposición de ese yo en términos de responsabilidad para con el otro. Cfr. Emmanuel Lévinas: Etica e infinito. Madrid: Visor Distribuciones, 1991. Pg. 95.
[4] Cfr. Jean Lacroix: Fuerza y debilidades de la familia. Madrid: Acción Cultural Cristiana, 1993. Pg. 68. Existe una edición anterior española del mismo libro, Barcelona: Fontanella, 1962. Título original: Force et faiblesse de la famille, 1948. Cfr. Carlos Díaz: Soy amado, luego existo. 4 volúmenes. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1999-2000.
[5] La respuesta compasiva va más allá aún de la ausencia de petición de ayuda, porque sabe leer el rostro doliente aún si guarda silencio. Resulta conmovedora y reveladora esta declaración anónima: “Por favor, tiéndeme tu mano, / aunque parezca ser lo último que deseo. / Tan solo tú puedes sacar a la luz mi vitalidad: / siempre que eres amable, atento y solícito, / siempre que tratas de comprender, / porque me quieres, / mi corazón palpita y renace. / (….) ¡No me ignores, por favor, no pases de largo! / Ten paciencia conmigo. / A veces parece que, cuanto más te acercas, / tanto más me rebelo contra tu presencia. / Es algo irracional, pero es así: / lucho contra lo que necesito. / ¡Así es a menudo el ser humano! / Pero el amor es más fuerte que toda resistencia, / y ésta es mi esperanza. / Mi única esperanza.” José Carlos Bermejo: Empatía terapéutica. La compasión del sanador herido. Bilbao: Desclée de Brouwer, 2012. Pgs. 26-28.
[6] L.A. Aranguren: “Compasión”. In Diccionario de pensamiento contemporáneo. Madrid: Ediciones San Pablo, 1997. Pgs. 197-8.
[7] Carlos Díaz: Diez miradas sobre el rostro del otro. Madrid: Caparrós Editores, 1993. Pg. 101.
[8] Miguel de Unamuno: Del sentimiento trágico de la vida. Madrid: Espasa-Calpe, 1980. Pg. 130.
[9] Carlos Díaz: Y porque me dueles te amo. Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2012. Pg. 43.