sábado, 6 de octubre de 2012

CONTRA LAS FRONTERAS



“El mundo está hecho de opuestos … pero al final no quedará nada
de esos contrastres. Sólo quedará el gran amor.
¿Cómo iba a ser si no?”
Edith  Stein



Merece la pena recordar que la Ley, el texto fundacional de Israel, no comienza con la historia de Abraham, padre de los judíos, sino con Adán, padre de la humanidad; Génesis no comienza en el Sinaí sino en Edén[1]. La Biblia comienza mostrando a un único Dios creando una única humanidad y todos los seres humanos sin distinción a Su imagen y semejanza. Así lo recordará el apóstol Pablo: “[Dios] de una sangre a hecho todo el linaje de los hombres” (Hch.17,26). Por eso, todos los seres humanos poseen igual dignidad. Por eso: “Dios no hace acepción de personas” (Deut.10,17; Job 34,19; Lc.20,21; Hch.10,34; Rom.2,11; Gál.2,6; Ef.6,9; Col.3,25; 1ªP.1,17).

Merece la pena recordar que Apocalipsis ofrece una visión de la culminación de la Historia, con el triunfo de Dios y del Cordero. La imagen es impresionante: “Una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos; y clamaban a gran voz, diciendo: la salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero.” (Apoc.7,9-10). El hecho de la diversidad en sus múltiples expresiones no oscurece la verdad que se quiere enfatizar: un solo pueblo, con una misma canción.

Es imprescindible reivindicar una vez más que en el centro de la voluntad de Jesucristo para su Iglesia está la visión de una nueva y única humanidad. Sirva como base de esta declaración el texto de Efesios 2,11-22: los versículos 11-12 narran nuestra separación de Dios y las barreras humanas que nos separan los unos de los otros pero en los versículos 19-22 se declara la reconciliación entre judíos y gentiles a pesar de sus hondas diferencias religiosas, culturales y raciales. La clave de este giro radical está en los versículos 13-18: Jesucristo dio su sangre para reconciliar a judíos y gentiles en un solo cuerpo y en Él anular todas las barreras: “Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación (…) y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades.” (v.14,16).

Una y otra vez a lo largo de la historia los hombres se han empeñado en convertir las diferencias en fuente de conflicto. Sean fronteras físicas o idiomáticas, sean diferencias culturales, económicas, raciales, … el proceso siempre pasa por subrayar lo propio y levantarlo como muro de separación frente al otro y lo otro. Convertida la diferencia en frontera, el camino al conflicto egoísta tiene vía libre. El Evangelio de Jesucristo es pura revolución en el sentido más auténtico del término y lo es en todos los planos de la existencia, personal y social. También en lo que hace a la manera de abordar las diferencias, destruyendo las barreras que los hombres levantan con ellas como pretexto: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.” (Gál.3,28).

“Dios quiere crear un nuevo pueblo en Cristo donde las personas estén reconciliadas unas con las otras por encima de las divisiones raciales [o cualquier otra]. Que no sean extraños. Que no sean extranjeros. Que no haya enemistad. Que no estén distanciados. Que sean conciudadanos de una ‘ciudad de Dios’ cristiana, un templo donde habite Dios. (…) Dios ordenó la muerte de su Hijo para reconciliar entre sí a grupos de personas extranjeras en un cuerpo en Cristo.”[2]

Cristo ha creado, al precio de su sangre, una sola comunidad con gentes de todo linaje, lengua y nación. De ahí que la misión de la Iglesia pase por afirmar que todas las diferencias “han sido trascendidas en la unidad de la familia de Dios”[3] (Stott,253). Ese anuncio solo es creíble con el ejemplo, en la medida que la Iglesia misma encarna en su práctica cotidiana los valores del Reino, a contracorriente de los anti-valores egoístas de este mundo de pecado. “Hubo una época en que la iglesia fue muy poderosa [los cristianos primitivos].  (…) En aquella época, la iglesia no era mero termómetro que medía las ideas y los principios de la opinión pública. Era más bien un termostato que transformaba las costumbres de la sociedad.”[4] La iglesia está llamada a proclamar los valores del Reino encarnándolos en su seno, ejerciendo de termostato –marcando la temperatura moral de la sociedad- y no conformándose con la humilde tarea del termómetro -reproduciendo la (gélida) temperatura ambiente.

Esa vivencia tangible de los valores del Reino por parte de la Iglesia la convierte en testimonio palpitante del poder de Dios para salvación y reconciliación en todos los seres humanos, en todos los ámbitos: “De una u otra manera en la variedad y el encuentro de personas muy diferentes dentro de su experiencia común de haber sido aceptadas por Cristo, en la convivencia mutua y la receptividad recíproca, hay un testimonio del poder de Dios para crear una nueva humanidad.”[5] Cuando la Iglesia cede a la reivindicación de lo igual, sea cual sea su forma, cuando bendice lo homogéneo como criterio de comunidad y se ampara en el pretexto de facilitar la comunicación del Evangelio, está traicionando a Cristo y renunciando a la misión que su Señor le ha encomendado: proclamar reconciliación con Dios y entre los hombres, cualesquiera sean sus características y circunstancias.

“Me pregunto si hay otra cosa que sea más urgente hoy, por el honor de Cristo y por la extensión del Evangelio, que la Iglesia sea lo que debe ser; y que se la vea así, como lo que ya es por el propósito de Dios y la obra de Cristo: una única humanidad nueva, un modelo de comunidad humana, una familia de hermanos y hermanas reconciliados que aman a su Padre y se aman unos a otros, la morada evidente de Dios por su Espíritu. Sólo entonces el mundo creerá que Cristo es el pacificador. Sólo entonces Dios recibirá la gloria debida a su nombre.”[6]

Emmanuel Buch Camí
Madrid, Octubre 2012


[1] Hermann Cohen: El prójimo. Barcelona: Editorial Anthropos, 2004.
[2] John Piper: Hermanos, no somos profesionales. Terrassa: Clie, 2010. Pg. 225.
[3] John Stott: La fe cristiana frente a los desafíos contemporáneos. Grand Rapids: Libros Desafío, 1999. Pg. 253.
[4] Martin Luther King: “Carta desde la prisión de Birmingham”.
[5] Samuel Escobar: “Las migraciones y la misión de la iglesia cristiana.” In VVAA. Las iglesias y la migración. Consejo Evangélico de Madrid, 2003. Pg. 149.         
[6] John Stott: La nueva humanidad. El mensaje de Efesios. Certeza, 1987. Pg. 108.

martes, 27 de marzo de 2012

AUTORIDAD MINISTERIAL


Decía Unamuno que los españoles han vivido siempre detrás de los curas: o llevando los cirios en las procesiones, o corriendo con palos para atizarles. El ministro evangélico de nuestros días parece oscilar igualmente entre el servilismo y el anhelo caudillista a la hora de entender la autoridad ministerial. Al menosprecio de quienes que ven en el ministro del Evangelio poco menos que un “empleado para todo” y a la incomprensión de otros que diluyen el ministerio pastoral en el ministerio global de la iglesia, se opone un sentir entre algunos ministros que les hace verse a sí mismos como dueños y señores de la iglesia. Las tres perspectivas están desenfocadas pero esa última me parece especialmente dañina.


I.                 AUTORITARISMO NO, GRACIAS

Cuando mi hijo mayor tenía siete años quedó impresionado por el testimonio de un joven pastor brasileño que visitó  nuestra iglesia. De vuelta a casa me preguntó: “¿Cómo se llama ese pastor de Brasil que tiene una iglesia de siete mil SÚBDITOS?” También algunos pastores, sin la disculpa de la ingenuidad infantil, parecen considerar su ministerio como un auténtico caudillaje y a los miembros de su iglesia como vasallos. “Estos ministros son figuras de autoridad que dan a conocer sus deseos a la congregación, y a menudo expresan sus deseos en términos de la voluntad de Dios o la dirección que Dios les ha revelado a ellos y espera que ellos lleven a cabo.”[1] Ese sentido caudillista del ministerio tiene mucho en común con la vieja enfermedad de la “reverenditis” que describía un antiguo opúsculo evangélico: “La reverenditis es una enfermedad que afecta los centros intelectuales y espirituales de la personalidad del ministro, en la que se produce gradualmente una hipertrofia del ego, y una sensibilidad morbosa a la adulación.”[2]

Así planteado, nos hallamos ante un modelo de liderazgo absolutamente opuesto al espíritu del Evangelio y al ejemplo de Jesús: “Entonces Jesús, llamándolos [a sus doce discípulos], dijo: Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Mas entre vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos.” (Mt.20,25-28). “Si en verdad hay un ‘centro’ que sea fundamento bíblico sobre el que uno debería buscar iluminar y orientar todos los ministerios de la comunidad, habría de ser la noción de servidumbre. (...) La noción de que Dios mismo ha renunciado a gobernar por servir y nos llama a hacer lo mismo (Fil.2:5-11) es paradójicamente un pensamiento poderoso.”[3]

La psicología y la consejería pastoral nos previenen contra la relación de dependencia que se establece en ese modelo de liderazgo. Toda forma de dependencia es psicológicamente nociva porque impide el proceso de madurez y de autonomía de la persona. El ministerio cristiano se ejerce como responsabilidad delante Dios por los creyentes y tiene como propósito alentar su crecimiento en la verdad y en madurez, animándoles a ser cada vez menos dependientes de los hombres y más dependientes (sólo) de Dios. “Apacentad la grey de Dios (...) no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey.” (1ª P.5,2-3). “Cuando se enseña que uno ha de someterse al dominio de otro ser humano, hay que llamarlo por su nombre, esto es, control sectario.”[4]


II.               AUTORIDAD COMO SERVICIO

La autoridad ministerial sólo puede entenderse en términos de servicio porque Jesucristo así lo enseñó (Mt.20,26) y porque Él mismo venció las tentaciones de Satanás (Mt.4,8) y ejerció su autoridad ministerial en términos de “liderazgo servicial”. En esencia, el principio básico de autoridad y liderazgo cristiano es “una preocupación personal, que pide a un hombre entregar su vida por sus hermanos los hombres”[5]; la autoridad ministerial se ejerce siempre con la cruz como perspectiva y referencia. A la luz de textos bíblicos como Jn.13,12-15 ó Mt.20,28 : “... la autoridad que la Biblia menciona es consustancial al servicio, y que es en el servicio donde se halla nuestra capacidad para el hacer/poder. Cristo, el ejemplo por excelencia, ejerció siempre autoridad en Su hablar y en Su actuar, pero jamás utilizó el poder que como Hijo de Dios tenía. En consecuencia, el siervo de Cristo ha de actuar con la autoridad que le da su ministerio y que se fundamenta, no en su posición sino en su vida de santidad; autoridad apoyada en el servicio y reconocida por el pueblo de Dios; sin imposiciones ni pretensiones autoritarias ‘ex oficio’.”[6]

Conviene recordar que autoridad y poder no son sinónimos en absoluto: “auctoritas” designa una capacidad mayor de servicio mientras que “potestas” apunta a dominio sobre las personas. El ministro cristiano no conoce otro modo de ejercer la autoridad si no como servicio en humildad; cualquier otro modelo es una perversión de su llamado: “En lugar de la ternura y de la bondad de Cristo, se vuelven dictadores, ‘pequeños dioses de lata’, como lo expresó en una ocasión J.B. Philips. En lugar de usar las armas del evangelio de la verdad, dependen de su fuerza personal, del brillo del espectáculo, o de la manipulación retórica propia de un vendedor. En lugar de edificar a sus hermanos en la fe, se vuelven autoritarios; carecen de la humildad que distingue a un siervo de Cristo.”[7]

Mientras algunos líderes y ministros cristianos parecen tentados por el papel de caudillo, el principio de la autoridad como servicio se extiende paradójicamente en el mundo del “management” y la empresa. La paradoja[8] es el título de un libro editado en 1996, manual de referencia para líderes de empresa en todo el mundo; se publicó en castellano en 1999 y cinco años después ya se vendía la decimotercera edición. Analiza la verdadera esencia del liderazgo y su idea motriz no puede ser más reveladora: “dirigir consiste en servir”. Más aún, el autor propone a Jesús de Nazaret como modelo de liderazgo y resume las cualidades del líder en base al concepto neotestamentario de ágape, siguiendo las manifestaciones del fruto del Espíritu Santo: paciencia, benignidad, dominio propio, etc. (Gál.5,22-23).


III.              SERVICIO VULNERABLE

Merece la pena insistir en este principio básico: el ministerio cristiano sólo puede concebirse en la estela del modelo servicial de Jesús. Esa es la verdadera base para el éxito entendido según los criterios del reino de Dios: “El ministro que actúa como siervo, responde a las necesidades de la gente, responde a la dirección de Dios y responde a la guía del Espíritu Santo.”[9]

Si estamos dispuestos a aceptar hasta sus últimas consecuencias esta concepción radical del liderazgo y de la autoridad ministerial, deberemos caminar una segunda milla y recuperar la provocadora imagen de “el sanador herido”. Esta afortunada definición de Henri Nouwen para el ministro cristiano subraya un elemento decisivo que le aleja de todo modelo infectado de soberbia: la autoridad del ministro cristiano descansa en el reconocimiento humilde de su vulnerabilidad, en el abandono de toda pretensión de superioridad, en el ofrecimiento a los otros desde su abierta fragilidad.

El ministro de Jesucristo no es el “Gran Timonel” de una empresa humana; es un hombre herido que cura, un vaso de barro, un siervo débil a través del cual Dios manifiesta su gloria (2ªCor.4,7; 12,9). Paradójicamente, en esa debilidad expuesta está la clave de su crédito entre sus semejantes: “su servicio nunca será percibido como auténtico, si no procede de un corazón  herido por el mismo sufrimiento del que habla.”[10] Frente a la imagen del superhombre que enseña a otros porque está por encima de todos, el ministro cristiano se ofrece a los demás en un liderazgo servicial desde su propia fragilidad, al amparo del Dios de la gracia, su poderoso valedor.


Conferencia pronunciada en el Encuentro de Pastores Evangélicos del Corredor del Henares. Torrejón de Ardoz, Madrid, 24 Marzo 2012.





[1]Joe E. Trull y James E. Carter: Etica ministerial. El Paso: Casa Bautista de Publicaciones, 1997. Pág. 108.
[2]David Orea Luna: Reverenditis: estudio de una enfermedad vieja. Opúsculo. Pág. 2. El autor era presidente de la Iglesia Luterana de México y el texto apareció también en la revista “El Predicador Evangélico”, de Buenos Aires, de Junio de 1959.
[3]John H. Yoder: El ministerio de todos. Colombia: CLARA, 1995. Págs. 80-81.
[4] Denny Gunderson: La paradoja del liderazgo. Una invitación al liderazgo servicial en un mundo hambriento de poder. Tyler, Tx: Editorial JUCUM, 2006. Pg. 84.
[5] Henri J.M. Nouwen: El sanador herido. Madrid: PPC, 2000. Pg. 88. Título original: The Wounded Healer, 1971.
[6]VVAA: “Renovación”. Valencia: Ministerio de Educación y Fe, UEBE. 199?. Pgs. 48-49.
[7] Jonathan Lamb: Integridad. Liderando bajo la mirada de Dios. Buenos Aires: Ediciones Certeza, 2010. Pg. 93.
[8] James C. Hunter: La paradoja. Barcelona: Ediciones Urano, 1999. Colección “Empresa activa”. Título original: The Servant, 1996.
[9] Joe E. Trull y James E. Carter: Op. Cit. Pg. 109.
[10] Henri J.M. Nouwen: Op. Cit. Pg. 8.

lunes, 5 de marzo de 2012

LUJURIA ESPIRITUAL


¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
(Quevedo)


Es absolutamente cierto que la invocación a la “sana doctrina” se ha convertido a menudo en pretexto para un burdo intelectualismo árido, reseco, sin vida ni poder espiritual; no es menos verdad que la fe cristiana reducida a racionalidad deviene en un onanismo que sólo “vierte en tierra”, que no convierte ni divierte, es decir, que no transmite vida a otros porque tampoco la produce en el seno propio. Algunos hemos sufrido esa enfermedad en diversos grados por muchos años y venimos huyendo de semejante secarral.

Pero para vivir en el Espíritu y experimentar el poder sobrenatural de Dios, ¿es imprescindible rendirse con armas y bagajes a teorías disparatadas que parecen nacidas en la tómbola de las ocurrencias, pero que se instalan entre el pueblo de Dios en estos días? ¿Es obligado quitarse el sombrero y arrancarse el cerebro para entrar en una iglesia (Chesterton)? ¿No es posible hacer sitio siquiera a una dosis mínima de conocimiento bíblico aplicado con sentido común? ¿Es necesario decir amén a majaderías de calibre grueso o, como poco, mirar para otro lado para no quedarnos fuera de juego en la carrera del éxito eclesial?

No soy apóstol, no pertenezco a ninguno de los consejos de apóstoles que otorgan credencial de tales a nuevos candidatos y, desde luego, no soy serafín, querubín, ni formo parte de constelación celestial alguna. Debo ser un necio porque, además, no echo de menos ninguno de esos títulos. Soy pastor, pastor de una iglesia local, y me siento privilegiado por Dios quien me concedió la oportunidad de servirle y servir a su Iglesia desde ese ministerio; un ministerio entre otros ministerios por medio de los cuales el Espíritu edifica a la Iglesia de Jesucristo, para la gloria del Padre.

Reniego de la sequedad cadavérica de la mera letra, me produce sopor ese supuesto progresismo teológico más deudor del espíritu de cada década que de la verdad de la Escritura, me gustaría creer que he vencido cualquier forma de resistencia al Espíritu de Dios, …. Pero algunas cosas, por mucho eco que encuentren en otros, no puedo hacerlas mías en ninguna manera. Pongo mi más sincera y mejor buena voluntad pero me siguen pareciendo fruto de lo que llamaba Unamuno “lujuria espiritual de nuevas emociones”[1]

Creo que todo sería más equilibrado, estaría más centrado, si hiciéramos nuestro el ejemplo de aquellos cristianos de Berea, quienes “escudriñaban cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así” (Hch.17,11). El Espíritu Santo siempre camina hacia adelante pero nunca se mueve de espaldas a las Escrituras. La invocación al “mover” del Espíritu para justificar prácticas ajenas o contradictorias con la Palabra de Dios es una coartada tramposa: puesto que el Espíritu es el Espíritu de la Palabra, ¿cómo podrían contradecirse entre sí?

Podríamos aprender de la vieja fabula del traje del emperador. Dos pícaros engañaron al emperador prometiendo confeccionarle un hermoso traje a cambio de una enorme cantidad de dinero; el traje, le dijeron, tenía una característica que lo hacía especial: era invisible a quien fuera estúpido. Cuando le vistieron con el supuesto traje, inexistente por supuesto, el emperador se guardó de comentar que no veía traje alguno; no quería pasar por estúpido. Tampoco sus consejeros o sirvientes, que hablaban maravillas de un traje que no veían. Salió el emperador a pasear entre sus súbditos que, enterados de la supuesta condición del traje, aplaudían sus ricos colores aunque no los podían ver; cualquier cosa excepto pasar por estúpidos. Hasta que el emperador pasó delante de un niño quien, sin rubor alguno y entre risas, gritó: “¡Mirad, el emperador va desnudo!” Y así se deshizo el engaño evidente consentido por todos.

Que Dios obre con poder entre su pueblo, que lo haga en maneras nuevas, sorprendentes, conforme a su voluntad soberana. Que la Iglesia sea receptiva, abierta, dócil para ser modelada por su Señor, bañada por su Espíritu. Que sea madura, para no dejarse herir sacudida por “vientos de doctrina” (Ef.4,14), que se afirme en la Palabra que Dios le ha dado, centrada en su Hijo, inspirada por su Espíritu. Los excesos indefendibles y las verdades desenfocadas se corrigen con una dieta básica de rigor bíblico aderezado de sentido común para pasar afirmaciones y prácticas por el filtro de la Palabra de Dios. Si añadimos a esta dieta una pizca de humor y altas dosis de afecto fraternal, mucho mejor.









[1] Miguel de Unamuno: Diario íntimo. Madrid: Alianza Editorial, 2011. Pg. 82.

sábado, 31 de diciembre de 2011

MADRE

No puede tener más años. No puede tener más enfermedades. Ha soportado un infarto de corazón que limitó sus fuerzas, un ictus (¡las iniciales del nombre de Cristo para los primeros cristianos!) que la derrumbó casi sin habla en una silla de ruedas, un tumor que le desfiguró el rostro (ella, que tanto se parecía en su juventud a la delicada Ingrid Bergman). Pero sonríe. Me sonríe. Cuando me ve se le ilumina el rostro con una sonrisa que le inunda la cara, mientras me dice una y otra vez: “¡qué guapo! ¡qué guapo!”. Y yo me siento orgulloso de que sienta orgullosa de mí.

Es mi madre.

Su esfuerzo diario y nocturno por sacarme adelante es el modelo más abrumador de laboriosidad, abnegación, sacrificio que conozco. Por muchos años me ofreció un ejemplo inigualable de saber vivir con dignidad en medio de la pobreza material o el desierto afectivo; siempre con entereza, siempre con humildad pero con distinción, siempre con hondura y sobriedad espiritual. Ahora me ofrece un modelo igualmente elevado y noble para saber sufrir y para saber morir. Detrás de los velos que aturden su mente, ella sigue allí. Ahora que no puede esconderse tras modo alguno de brillo racional ni de cualquier otro subterfugio humano, brota sin reparos su verdad más auténtica: su absoluta bondad sobrenaturalmente natural. Resplandece, además, en su rostro el valor ilimitado de su dignidad personal precisamente ahora que no puede exhibir razón, habilidades, ni fuerza porque Dios es su garante. Podría ella llegar a olvidar mi nombre, el suyo incluso, pero Dios jamás olvidará cómo se llama (Salmo 8,4). “Mientras yo te ame no perderás dignidad”, dice el corazón noble; “y aún si dejara de amarte, el amor de Dios sostendrá tu dignidad”, añade el Evangelio de la gracia de Dios en Jesucristo.

Debo a mi madre, sobre todo, que me ayude a entender, palpitando de puro vivo, el significado de la gracia divina. ¿Qué es la gracia, preguntan los estudiosos?: “Mi madre; ella encarna la gracia”, digo yo y dicen cuántos la conocen. Puedo reconocer la verdad de la gracia de Dios en las huellas del trato de mi madre para conmigo, desde el día de mi nacimiento hasta hoy mismo (“¿Cóm estàs tú? me pregunta al teléfono).

Tiene razón el teólogo: “Dios tiene vigor de padre y entrañas de madre”[1] (Isaías 49,15; 66,13). Como las manos que abrazan al hijo pródigo en el cuadro de Rembrandt, en las que H. Nouwen[2] cree ver una de ellas grande, fuerte, viril, protectora, y otra pequeña, suave, cálida, acariciadora, así Dios combina en su trato conmigo la fortaleza paternal y la delicada ternura maternal.

“En nuestras relaciones con los demás deseamos, en primer lugar, ser aceptados. En segundo lugar, nos preocupa sentir que somos buenos, que nuestra persona tiene calidad. Tercero, nos concentramos en sentirnos suficientes, idóneos para afrontar las situaciones de la vida … Es extremadamente difícil soportar sentimientos de no ser deseado, de no ser bueno, de ser inferior.”[3] Ser amado es ser re-conocido por otro que nos hace valiosos, únicos. Ser amado significa que somos alguien y no algo para otro. Quien nos ama nos rescata del anonimato, de la vulgaridad y del olvido.

Sólo una relación puede satisfacer estos anhelos esenciales del alma: la relación de amor agradecido con el Dios que nos ha agraciado en Jesucristo, que nos ama incondicionalmente y nos valora desmesuradamente al punto que renunció a su propio Hijo y lo dio por cada uno de nosotros (Jn.3,16).

Sólo Dios puede. Cierto. Pero en ocasiones excepcionales ese amor que es pura gracia abundante, cotidiana, inalterable, se encarna en la fragilidad de un ser humano, por ejemplo en una persona sencilla, anónima, nacida en una masía ignorada de la “terra ferma”, para que los más vanidosos, que somos al tiempo los más torpes, podamos comprender mejor el misterio divino. Doy fe de que así es. Mi madre se llama Montserrat pero su verdadero nombre es Gracia.


[1] Olegario González de Cardedal: Madre y Muerte. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1994. Pg. 59.
[2] Henri Nouwen: El regreso del hijo pródigo. Madrid: PPC. Varias ediciones.
[3] M.E. Wagner: La sensación de ser alguien. Miami: Editorial Caribe, 1977. Pg. 163.

viernes, 2 de diciembre de 2011

BLAISE PASCAL: FE y RAZÓN


¿Existe Dios? ¿Cómo podremos saberlo? ¿Con nuestra razón? Ese ha sido el camino tradicional para acercarse a esta cuestión. Y a estas alturas parece que las cartas están definitivamente sobre la mesa y desde hace mucho. Los argumentos actuales de quienes defienden la no existencia de Dios no dejan de ser versiones actualizadas y a menudo diluidas de los argumentos clásicos de Feuerbach, Nietzsche o Bakunin, si acaso aderezados de los mejores recursos del marketing (cfr. Richard Dawkins: El espejismo de Dios – The God Delusion, 2006). Por lo que hace a los argumentos acerca de la (sí) existencia de Dios, tampoco parece que haya novedades después de las invocaciones aristotélicas sobre el motor inmóvil, el argumento ontológico de san Anselmo o las cinco vías de Santo Tomás, revisadas también con posterioridad. ¿Hemos llegado a una conclusión definitiva después de tantos siglos de análisis y reflexiones? Es evidente que no. Para muchos la respuesta no deja lugar a dudas pero, sorprendentemente, es radicalmente distinta para unos y para otros.

Tampoco puede decirse que “científicamente” el tema esté resuelto. Es importante el número de científicos actuales que niegan rotundamente la existencia de Dios; es fácil recordar al respecto las afirmaciones de Stephen Hawking (El gran diseño – The Grand Design, 2010). Pero no es menor el número de científicos brillantes que no tienen ningún problema en relacionar positivamente su saber con su cristiana (cfr. Francis S. Collins, director del proyecto Genoma Humano: ¿Cómo habla Dios? La evidencia científica de la fe, 2007), por no hablar de científicos del pasado que expresaron sus firmes convicciones cristianas al modo de Robert Boyle, Isaac Newton, o Michael Faraday. Las espadas siguen en alto.

¿Cómo plantearse, pues, la pregunta por la existencia de Dios? Quiero proponeros un testimonio: el modo en que Blas Pascal (1623-1662), gran científico y gran cristiano, abordaba esta cuestión en su propia experiencia.

1. PASCAL, HOMBRE DE CIENCIA Y SABER. Pascal nació y vivió en la Francia racionalista del siglo XVII, tuvo varios encuentros con Descartes y, aunque nunca asistió a ninguna escuela ni centro académico (recibió la enseñanza de su propio padre), el despliegue de su capacidad intelectual y científica causa asombro todavía hoy; asombro que se hace aún mayor conociendo la precaria salud que le acompañó casi toda su vida (solía decir que desde los dieciocho años no había pasado un día sin dolor: terribles dolores de cabeza, males de estómago, de muelas, parálisis transitorias en las extremidades, etc.), mala salud que con el tiempo le obligó a caminar con bastones y alimentarse a base de líquidos, y que le llevó a la muerte con apenas 39 años de edad.

Como científico enfatizó la importancia del método experimental, independizando a la ciencia de la filosofía. Defendió, además, la importancia de la verificación en la tarea científica, acercándose a lo que en el siglo XX se llamará “principio de falsabilidad”.

Físico. Siendo niño escribió un estudio sobre acústica: Tratado de los sonidos. Diez años después realizó su mayor descubrimiento como físico: los experimentos en torno al vacío. En sus Nuevos experimentos en torno al vacío afirmó que los efectos que se atribuían al “horror al vacío” se debían al peso y a la presión del aire. En el Tratado sobre el equilibrio de los líquidos y la pesadez del aire (1654) formuló la teoría del equilibrio hidrostático y desarrolló algunas aplicaciones prácticas, como la invención de la prensa hidráulica.

Matemático: A los doce años, a modo de juego, descubrió el teorema treinta y dos de Euclides: “la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos ángulos rectos”. A los dieciséis años escribió un Tratado de cónicas, en el que exponía el teorema que hasta hoy se conoce con su propio nombre (o exágono místico). Creó la “geometría del azar”, contribuyó a sentar las bases del cálculo de probabilidades. En 1658 resolvió el llamado problema de la ruleta (para distraerse de un fuerte dolor de muelas) y puso las bases de lo que hoy conocemos como cálculo integral.

Ingeniero. Para ayudar a su padre en su función de “comisario diputado para el impuesto”, tarea que le exigía realizar largos y trabajosos cálculos, diseñó a los dieciséis años una de las primeras calculadoras, siendo el primero en resolver las dificultades técnicas que impedían su correcto funcionamiento. Suyo fue, como ya hemos dicho, el invento de la prensa hidráulica

Urbanista. Para ayudar a los pobres organizó lo que sería la primera compañía de ómnibus de Paris.

Polemista. Sus Cartas Provinciales, textos escritos en defensa del cristianismo jansenista de Port-Royal, además de su valor teológico, se convirtieron en una obra maestra de la literatura francesa, supusieron el nacimiento del francés moderno, e inauguraron un nuevo género literario: el panfleto (se llegaron a tirar diez mil ejemplares de esas cartas, repartidas por París).

Apologista. Durante años fue recopilando una enorme cantidad de notas con intención de elaborar una apología en favor de la fe cristiana que moviera a los incrédulos a reconocer su necesidad de Dios. La compilación póstuma de esos apuntes fragmentarios se conoce como Pensamientos, la obra más reconocida de Pascal. Además, escribió La oración para el buen uso de las enfermedades y otros opúsculos de carácter piadoso.


2. DOS MODOS DE SABER. Tradicionalmente, la teología y/o la filosofía se habían ofrecido como saber único para todas las disciplinas, capaces de captar la realidad en su totalidad. Desde principios del siglo XVII, la ciencia se desgajó de la filosofía, presentándose como un saber propio y autónomo, que pretendía garantizar un auténtico y verdadero conocimiento, válido también  para todos los ámbitos.

Pascal nos ayuda en nuestra pregunta sobre la existencia de Dios porque, a diferencia de esa polarización, establece una distinción metodológica muy importante, que describe en su Prefacio para el Tratado sobre el vacío. Para Pascal: “No hay un saber universal y absoluto, sino distintos saberes parciales que corresponden a la clase de objetos que se quieren conocer. Y cada saber y cada objeto requiere un modo de conocerlo, un método apropiado.”[1]

Algunos saberes dependen del razonamiento y la experiencia. Pascal incluye en este apartado a la geometría, la aritmética, la música, la medicina, la física, o la arquitectura. Otros saberes, sin embargo, escapan a la comprensión natural del hombre. Es el caso de las verdades sobrenaturales. En este ámbito el conocimiento nos llega a través de la lectura de los textos bíblicos y de la ayuda sobrenatural.

Por eso, frente (además de) al “orden de la razón”, Pascal invoca el “orden del corazón”. No hay que confundir el corazón con el sentimiento o la emoción. Para Pascal el corazón es el núcleo de la persona, el centro de toda su actividad. Como medio de conocimiento, el corazón hace referencia a “la aprehensión inmediata, la intuición de los principios del conocimiento”[2]. Por eso el orden del corazón es dinámico, vital: “No se prueba que se deba ser amado exponiendo por orden las causas del amor; eso sería ridículo.”[3]

Las diferentes actitudes con las que el hombre escudriña la realidad son dos, bien distintas: “espíritu de geometría” (esprit de geometrie) y “espíritu de sutileza” (ésprit de finesse), que se corresponden al ámbito de la razón y del corazón, respectivamente. Cada espíritu tiene su lugar y sólo fracasan cuando pretenden aplicar su método a toda clase de saber. El ámbito propio del espíritu geométrico es el de las ciencias exactas, donde se aplica un esquema lógico-deductivo: la verdad se presenta de forma unívoca, cuantificable, los axiomas son indubitables, las definiciones precisas. El sprit de geometrie analiza, descompone la realidad en partes, abstrae, calcula, como es propio de la facultad de razonar.

 El esprit de finesse, en cambio, corresponde a las ciencias humanas y resulta más vital: capta verdades ambivalentes, las conclusiones no se demuestran sino que se dan, se evidencian (Wittgenstein). El espíritu de sutileza es una intuición viva que alcanza a la esencia misma de las cosas, en un modo propio del que la razón no participa: “El corazón tiene razones que la razón no conoce.”[4] Y Pascal advierte que Dios no puede ser conocido por la “razón” sino por el “corazón”: “Es el corazón el que siente a Dios y no la razón. He ahí lo que es la fe. Dios sensible al corazón, no a la razón.”[5]

3. LA APUESTA DE LA FE. El pensamiento es el núcleo de la grandeza humana. Pero cuanto más conoce el hombre y más se conoce, más consciente es del absurdo de su existencia, de modo que la angustia y el vértigo son inevitables (existencialismo). La conciencia de la muerte impide olvidar esa condición angustiosa del ser humano. La contradicción y la paradoja del hombre son mayúsculas. Por eso, la cuestión no es simplemente “¿Existe Dios?” si no “¿su existencia puede significar algo para mí?”, “¿yo le importo?”. En última instancia no se trata de saber si Dios existe sino si Dios puede salvarnos de nuestra condición desesperada.


En este punto es muy interesante el testimonio de Pascal. En 1646 entró en contacto con las enseñanzas del monje belga Jansenio y de Saint- Cyran, director espiritual de la Abadía de religiosas cistercienses de Port-Royal, que proponían una conversión radical y una interpretación extrema de las enseñanzas de san Agustín. Pero fue en 1654 cuando vivió una experiencia religiosa que transformó completamente la orientación de su vida. No conocemos detalles de aquella experiencia pero sí cómo la describió, en un sencillo Memorial que le acompañó toda la vida cosido a su bolsillo.

AÑO DE GRACIA DE 1654

Lunes, 23 de noviembre, día de san Clemente, papa y mártir, y otros mártires.
Víspera de san Crisógeno, mártir, y otros.
Después de las diez y media de la tarde hasta alrededor de las doce y media de la noche.

FUEGO

“Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob”, no de los filósofos ni de los sabios.
Certidumbre. Certidumbre. Sentimiento. Alegría. Paz.
Dios de Jesucristo.
Deum deum et Deum vestrum
“Tu Dios será mi Dios”.
Olvido del mundo y de todo lo que no sea Dios.
Él sólo puede ser encontrado por los caminos que enseña el Evangelio.
Grandeza del alma humana.
“Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido”.
Alegría, alegría, alegría, llantos de alegría.
Me he separado de Él:
Dereliquerunt me fontem aquae vivae
“Dios mío, ¿me abandonarás?”
Que no me vea eternamente separado de Él.
“Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y el que tú has enviado, Jesucristo”
Jesucristo.
Jesucristo.
Me separé de Él; lo rehuí, negué, crucifiqué.
Que no me vea nunca separado de Él.
No se conserva que por los caminos enseñados en el Evangelio.
Renuncia total y dulce.
Sumisión total a Jesucristo y a mi director.
Eternamente en alegría por un día de ejercitación en la tierra.
Non obliviscar sermones tuos. Amén.[6]

Dios sólo puede ser conocido realmente, nos dice Pascal, como el Dios vivo de Abraham, Isaac y Jacob. El Dios de cuya existencia está convencido Pascal y que transforma su existencia no es el ser absoluto de los filósofos, ni un Dios que pueda identificarse con el mero recitado de sus atributos.[7] El Dios vivo de Pascal es el Dios personal que se auto-revela como Dios-para-mí, Dios-para-nosotros, y que lo hace encarnado en Jesucristo. En Jesús se hace visible el carácter de este Dios-para-nosotros, que permite decir que “Dios es amor” (1ªJn.4,8) porque entrega a su propio Hijo  a la cruz para morir por las culpas de todos los hombres.

Y para alcanzar ese conocimiento cierto (certidumbre de la fe, Hebreos 10,22) es necesario un salto, una apuesta de fe[8] que nos permita un conocimiento de Dios en el corazón, una participación en la verdad como “encuentro” (E. Brunner), una experiencia personal de relación con un Dios personal, que se nos ha dado a conocer en Jesucristo, salvador de todos los hombres. Más aún, siguiendo el vocabulario de Pascal, no cabe no apostar; quien se niega a hacerlo está apostando de hecho en contra de la existencia de Dios y de la relevancia de Dios para su vida.

En definitiva, pues, se trata de participar, por el orden del corazón (fe), de la locura de la cruz (1ªCor.1,17-26). En base a esta certidumbre de fe salvadora el ser humano se funda en un nuevo saber y un nuevo vivir, que transforma el “pienso luego existo” cartesiano, en una declaración radicalmente nueva y vivificante: “Soy amado, luego existo” (C. Díaz). En palabras del propio Pascal:

El Dios de los cristianos no consiste en un Dios autor simplemente de las verdades geométricas y del orden de los elementos; esta es la parte de los paganos y de los epicuros. No consiste solamente en un Dios que ejerce su Providencia sobre la vida y sobre los bienes de los hombres, para dar una feliz sucesión de años a los que le adoran; esta es la arte de los judíos. Pero el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios de los cristianos, es un Dios de amor y de consolación; es un Dios que llena el alma y el corazón de los que El posee; es un Dios que les hace sentir interiormente la propia miseria, y su misericordia infinita; que se une al fondo de su alma; que la llena de humildad, de gozo, de confianza, de amor; que les hace incapaces de otro fin que no sea El mismo.[9]


Conferencia pronunciada en la VI Semana Cultural Evangélica de Segovia, 28 Octubre 2010.




[1] Alicia Villar: Pascal: ciencia y creencia. Madrid: Editorial Cincel, 1987. Pg. 67.
[2] Alicia Villar: Op. Cit. Pg. 141.
[3] Blaise Pascal: Pensamientos. Madrid: Alianza Editorial, 1986. Pg. 105. Edición de Lafuma, 298.
[4] Blaise Pascal: Op. Cit. Pg. 131. Lafuma, 423.
[5] Blaise Pascal: Op. Cit. Pg. 131. Lafuma, 424.
[6] Citado en Carmen Herrando: Blaise Pascal. Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2010. Pgs. 98-99.
[7] Esta distancia abismal despierta inevitablemente la protesta de algunos filósofos cristianos. Así, sobre el Memorial de Pascal: “¿Habló bien denostando impunemente al Dios de los filósofos?, ¿dejaría de ser suyo el Dios vivo de la Biblia por analizarse dentro de lo posible a la luz de la razón, sin por ello convertirse en constructor artificial? Enemistando fe y razón ¿dónde quedaría entonces la racionalidad comunicativa de una fe que quiere dialogar con pueblos y razas ajenos a ella?, ¿y qué clase de fe sería la que rehusara la razón, incapaz de presentarse en el foro de los filósofos?” Carlos Díaz: Preguntarse por Dios es razonable. Madrid: Ediciones Encuentro, 1989. Pg. 219.
[8] Blaise Pascal: Op. Cit. Pgs. 126-130. Lafuma, 418.
[9] Blaise Pascal: Op. Cit. Pg. 144. Lafuma, 449.