lunes, 8 de junio de 2015

¿QUÉ MINISTROS SOMOS DEL EVANGELIO?



Una palabra inicial de ARREPENTIMIENTO. Pastores y ministros del Evangelio en general necesitamos preguntarnos por la naturaleza y el perfil de nuestro ministerio. No faltan mil y una sugerencias al respecto pero tal vez por ello con más urgencia, debemos mirarnos detenidamente en el espejo de Jesús, el Buen Pastor quien “su vida da por las ovejas” (Jn.10,11). Cuando éramos niños aprendimos a calcar de un original pasando el lápiz sobre una hoja de papel cebolla; no hay ministerio cristiano genuino que no resulte de reproducir el perfil del carácter y del vivir del Señor Jesucristo. Cuando lo hacemos y dejamos que el Espíritu Santo examine e ilumine nuestras vidas, el primer resultado es un sentir de quebrantamiento y arrepentimiento. ¡Qué fácilmente olvidamos nuestro Modelo!

MI RELOJ

Sobre la mesa mis intenciones, sobre tus manos mi temor
Sobre las cosas que me enseñaste, dame mas valor
Sobre millones de verdades, quiero oír tu voz

Unos se cuelgan las medallas de la experiencia, como si no tuvieran ya nada que hacer
Otros se ahogan con pequeñas diferencias, derramando ante el espejo la paciencia
Algunos oran que Jesús es el camino, pero se olvidan de salir a caminar
Y otros presumen de su fe y que bla, bla, bla, desde el momento en que dejaron de escuchar

Unos predican y luego cuentan corazones, convertidos ya por novena vez
Otros se empeñan intentando convencerte, que vales tanto como se escuche tu voz
Algunos oyen voces un día tras otro, en el mismo silencio que oyen los demás
Y otros que firman donde se lea bien su nombre, porque sus manos nadie las verá jamás

Y yo que a veces me sumerjo en la memoria, de todo aquello que al final no supe dar
Ahora se que mi reloj no estaba en hora, será mejor partir de cero que sumar.

Algunos miden la importancia de sus obras, por si un día las tienen que comparar
Otros te observan y al final te ponen nota, son los maestros con suspenso en amar
Algunos sirven como sirven los esclavos, deseando que les den la libertad
Y otros que van contando todo lo que han hecho, pero se vuelven si les toca preguntar

Y yo que a veces me sumerjo en la memoria, de todo aquello que al final no supe dar
Ahora se que mi reloj no estaba en hora, que mis palabras no llegaron a sonar
Y me deshago como espuma dando vueltas, me desvivo por volver a comenzar
Tu sabes que hace tiempo que perdí la cuenta, será mejor partir de cero que sumar

Sobre las cosas que me enseñaste, dame más valor
                                                                                                            Alfonso de Dios

Seguramente no hará falta partir de cero pero a buen seguro hay elementos básicos del ministerio cristiano que tienden a desdibujarse en medio de las prisas, las presiones y depresiones. Merece la pena, pues, considerar al menos unos pocos y considerarnos a nosotros mismos a la luz del modelo de Jesús y la enseñanza del Evangelio.

Como referencia general puede servirnos este análisis de Hechos cap. 20, que debemos a la reflexión de Richard Baxter, pastor inglés del siglo XVII:

a.     La tarea en general: “… sirviendo al Señor con toda humildad, y con muchas lágrimas” (v.19).
b.     La obra en particular: “por tanto, mirad por vosotros, y por todo el rebaño” (v.28)
c.      La doctrina: “…acerca del arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo” (v.21)
d.     El lugar y la manera de enseñar: “… nada que fuese útil he rehuido de anunciaros y enseñaros, públicamente y por las casas” (v.20)
e.     La diligencia, seriedad y amor: “… de noche y de día, no he cesado de amonestar con lágrimas a cada uno” (v.31)
f.      La fidelidad: “porque no he rehuido anunciaros todo el consejo de Dios” (v.27)
g.     La falta de interés propio y la abnegación por el Evangelio: “ni plata ni oro ni vestido de nadie he codiciado: antes vosotros sabéis que para lo que me ha sido necesario a mí y a los que están conmigo, estas manos me han servido. En todo os he enseñado que, trabajando así, se debe ayudar a los necesitados, y recordar a sí las palabras del Señor Jesús, que dijo: más bienaventurado es dar que recibir” (v.33-35)
h.     La paciencia y perseverancia: “pero de ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús” (v.24)
i.       La oración: “… os encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados” (v.32)
j.       La limpieza de conciencia: “por tanto, yo os protesto en el día de hoy, que estoy limpio de la sangre de todos” (v.26)[1]


1. Ministerio enamorado. La fe en Jesús sólo puede vivirse como des-vivirse, como des-vestirse, renunciar a todo por Jesús y su voluntad. Tal proceso sólo es posible como fruto de un corazón enamorado: una persona comprometida es una persona prometida (enamorada) con alguien. La entrega genuina e ilimitada a una causa sólo es posible cuando anida en el corazón una pasión poderosa: “nada grande se hizo nunca sin una gran pasión” (Hegel).

Los apóstoles y discípulos de Jesús de todas las generaciones nos hablarían con sus vidas de un seguimiento apasionado del Señor motivado por el impacto del amor de Dios en sus vidas (2ªCor.5,15). Baste como ejemplo la figura del Conde Zinzendorf (s.XVIII) cuyo lema era: “Sólo tengo una pasión: Él y sólo Él”. Heredero del Pietismo del s.XVII, fue líder de los Hermanos Moravos, impulsor de las Misiones en Guayana, Islas Vírgenes, Suramérica, Africa, India y muchos otros países, a los que partían misioneros tan sólo con su pasaje de ida y lo equivalente a unos U$10 para cubrir sus gastos mientras organizaban el nuevo campo misionero; además, encontró tiempo para escribir, predicar y gobernar; escribía sobre todo de la pasión y el sufrimiento de Jesucristo a nuestro favor y para que la celebración de la mesa del Señor no fuera acompañada por canto rutinario, escribía nuevos himnos cada semana.

El amor a las personas puede agotarse, el amor al ministerio puede acabarse, pero “el alma enamorada” de Dios (S.Juan de la Cruz) jamás sufrirá decepción. Jesús pone ante nosotros una expectativa sublime: conocerle a Él, en un conocimiento transformador. Ese era el anhelo del apóstol Pablo (Filip.3,8-14). Y sólo ese conocimiento, ese “trato de amistad” (Teresa de Jesús) con el Señor, impulsa nuestros corazones en el ministerio al que nos llame, sin condiciones ni reservas.

El profeta Hageo llama al Mesías “el Deseado de todas las naciones” (2,7). La novia de Cantares llama a su prometido “deseado” (2,3), y su novio expresa su sentir por ella en términos de deseo. Este anhelo intenso aparece habitualmente en la Biblia como “celo”: Elías sentía un “vivo celo por Dios” (1ºR.19,10), y Pablo animaba a los gálatas a mostrar siempre “celo en lo bueno” (4,18). Si nuestro interés por Jesús (y no sólo sus favores) no va más allá de los tratados de cristología, si no hay un anhelo intenso, como el “bramar” de un ciervo sediento por el agua, si nuestras almas no tienen sed del Dios vivo (Sal.42,1-2), … tampoco nuestros ministerios irán muy lejos ni resistirán mucho tiempo la presión que ineludiblemente implican. Sólo de ese impulso enamorado, apasionado, brota un corazón rendido en servicio incondicional a Jesús:

Vuestra soy, para Vos nací

Vuestra soy, para Vos nací:
¿qué mandáis hacer de mí?

(….)

Vuestra soy, pues me criastes,
vuestra, pues me redimistes,
vuestra, pues que me sufristes,
vuestra, pues que me llamastes.
Vuestra, porque me esperastes,
vuestra, pues no me perdí:
¿qué mandáis hacer de mí?

(….)

Dadme muerte, dadme vida;
dad salud o enfermedad,
honra o deshonra me dad;
dadme guerra o paz crecida,
flaqueza o fuerza cumplida,
que a todo digo que sí:
¿qué queréis hacer de mí?

Dadme riqueza o pobreza,
dad consuelo o desconsuelo,
dadme alegría o tristeza,
dadme infierno o dadme cielo,
vida dulce, sol sin velo,
pues del todo me rendí,
¿qué mandáis hacer de mí?

Si queréis, dadme oración;
si no, dadme sequedad,
si abundancia y devoción,
y si no esterilidad.
Soberana Majestad,
sólo hallo paz aquí:
¿qué mandáis hacer de mí?

Dadme, pues, sabiduría,
o, por amor, ignorancia;
dadme años de abundancia,
o de hambre y carestía.
Dad tiniebla o claro día,
revolvedme aquí y allí:
¿qué mandáis hacer de mí?

Si queréis que esté holgando
quiero por amor holgar;
si me mandáis trabajar,
morir quiero trabajando:
decid dónde, cómo y cuándo,
decid dulce Amor, decid:
¿qué mandáis hacer de mí?

(….)

Haga fruto o no lo haga,
esté callando o hablando,
muéstrame la ley mi llaga,
goce de Evangelio blando;
esté penando o gozando,
sólo Vos en mí vivid.
¿Qué mandáis hacer de mí?
Vuestra soy, para Vos nací:
¿Qué mandáis hacer de mí?

Teresa de Jesús


2. Ministerio espiritual. ¡Cuántos profesionales atienden hoy con resultados notables a necesidades de las personas que hasta hace poco parecían propias del ministerio pastoral (¿coaching?)! Y qué fácil derivar el ministerio cristiano en esas direcciones. Y qué error. Dejemos al psicólogo que lo sea, al terapeuta que ejerza su labor, al especialista que ayude según sus habilidades. El ministerio cristiano es un ministerio espiritual, sobrenatural.

Rechacemos también la tentación del espectáculo, de lo aparatoso, lo grandilocuente que trae aplauso al hombre y niega la dependencia de Dios. Lo sobrenatural no tiene por qué ser espectacular pero evidencia la realidad de Dios que obra milagros “pequeñitos” en la vida de las personas. En esa dependencia del poder divino se cifra la esencia del ministerio cristiano (2ªCor.10,3-5; 1ªP.4,11)

¡Qué interesante el testimonio de Johann Christoph Blumhardt (1805-1880)! Pastor alemán, formado en la teología liberal, sufrió la decepción de no poder ayudar a una joven con problemas psico-físicos; después de varios años de fracasos se abrió a la posibilidad de que fuera un problema espiritual, demoníaco, y que hacía falta la intervención directa de Jesús. Aquella primera experiencia con la joven Gottliebin Dittus dio un giro a su entendimiento de su fe y del poder de Dios; mientras oraban le dijo a la joven: “Ora: ¡Señor Jesús, ayúdame! ¡Bastante tiempo hemos visto lo que saber hacer el diablo, pero ahora también queremos ver lo que puede hacer el Señor Jesús!”.  Blumhardt quiso ver la gloria de Dios a través de Jesús. La joven sanó y comenzó un tiempo de avivamiento: su comunidad en Möttlingen primero y después en Bad Boll (Würtemberg) fue epicentro de conversiones, sanidades y de una vivencia del evangelio que impactó en la sociedad. Su lema fue: “Jesús es Vencedor”

Dado que fácilmente caemos de un extremo a otro, recordamos también que la vida en el Espíritu, la verdad del poder de Dios, se discierne a la luz de la Palabra de Dios. La Escritura no es para el cristiano una mera “referencia”, es autoridad necesaria y suficiente. Todo y todos estamos sujetos al veredicto de la Escritura para toda acción, toda práctica, toda experiencia.

Somos enteramente dependientes del poder y la gracia de Dios. Esta, que es nuestra mayor debilidad ante cualquier profesional titulado es también nuestra mayor garantía de capacitación porque: “La voluntad de Dios no te llevará donde Su gracia no te puede sostener.” (Jim Elliot)


3. Ministerio precioso, … de precio.

Entre tanto viajero de primera clase por causa del Evangelio (?), recordamos que nuestro Modelo no tenía donde recostar su cabeza (Mt.8,20). Todos nosotros tenemos mucho más que Él, gracias a Él, pero no deberíamos perder la perspectiva de que somos “jornaleros del Evangelio” (Francis Arjona), dispuestos a pagar el precio inevitable del ministerio cristiano (2ªTim.1,8; 2,3; 2,10). Al fin y al cabo, seguimos a Alguien que “se pringó por nosotros” (J.L. Panete), que renunció a todo por nosotros, que lo perdió todo por nosotros (Filip.2,5-8). ¿Llamaron a Jesús hijo de Satanás y queremos que todos admiren nuestro ministerio? “Bástale al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su señor” (Mt.10,25). Si miramos a los “triunfadores” nos ganará el desaliento pero si miramos al Crucificado podremos mantener la perspectiva ministerial correcta con el ánimo necesario.

Entre los héroes de la fe (Heb.11) hallamos algunos que “evitaron filo de espada” (v.34) mientras que otros, en cambio, fueron “muertos a filo de espada” (v.37). Más llamativo aún: sabemos quiénes son los que “triunfaron” (v.32) pero de los que sufrieron y murieron no nos llega ni aún sus nombres, siquiera como un mínimo homenaje. Tal contradicción sólo se comprende a la luz del llamado a ser sepultado (Rom.6,4), crucificado (Gál.2,20) por Cristo y en Cristo. Habiendo muerto, ¿qué más da “triunfar” o “fracasar”, ser reconocido o quedar en el anonimato? El Señor mismo debe ser nuestra única garantía, nuestra única seguridad: “El que sabe que sirve a un Dios que nunca dejará que salga perdiendo por su causa no ha de temer los riesgos tomados en ella.”[2]

Que más allá de todo motivo de desaliento prevalezca la invitación del Señor, a través de su siervo Pablo: “cumple tu ministerio” (2ªTim.4,5b). Es una invitación especialmente valiosa porque nos llega de un siervo de Dios, anciano, sólo, preso, cercano a la muerte, quien, sin embargo, mantenía viva la pasión por su Señor y, por causa de Él, por el ministerio.


4. Ministerio edificador/liberador. Las personas no nos pertenecen, no son de nuestra propiedad; la meta no es que nuestro ministerio prospere sino que el reino de Dios se extienda en la vida de los hijos de Dios. No hay lugar para paternalismos ni delirios de grandeza porque la tarea que nos ha encomendado el (único y suficiente) Señor de la iglesia es “perfeccionar a los santos para la obra del ministerio” (Ef.4,12), acompañarles en su propio proceso de madurez “a fin de presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre” (Col.1,28).

Así entendido, el ministerio respecto de las personas consiste en ayudarlas a ser cada vez más dependientes de Dios y menos dependientes de nosotros mismos. No estamos llamados a cultivar admiradores ni menos aún adeptos o seguidores. Ser de Pablo o de Apolos o de Pedro es pecado; y fomentar esas actitudes también es pecado. Nuestro galardón es ver cómo las personas que ministramos crecen, maduran en santidad y en su propia intimidad con el Señor, nutridas en alguna medida por nuestra labor: “sois carta de Cristo expedida por nosotros, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de corazón” (2ªCor.3,3)

¿Y de la autoridad? Lamentablemente en ocasiones los ministros del Evangelio ceden a la tentación de querer “cobrar” de algún modo su labor en términos de poder, dominio. “Auctoritas” tiene que ver en última instancia con una práctica de servicio, mientras que “potestas” apunta al mando. ¿Quién manda? Cristo. ¿Quién sirve? Nosotros. Olvidar esa ecuación sólo traerá confusión y dolor al pueblo de Dios y sus ministros (Mt.20,25-28).


5. Ministerio retador. “El acontecimiento será nuestro maestro interior” (E. Mounier). Porque el ministerio pastoral se realiza a ras de suelo, respondiendo a las circunstancias concretas que rodean a las personas, hay que señalar precisamente en este tiempo un nuevo y numeroso grupo humano que requiere atención pastoral preferente: la “plataforma de afectados por la caída del espíritu pequeño-burgués de la clase media”. La Iglesia de Jesucristo en Occidente sufre en buena medida esa “moderación respetable tan alejada de la locura del Cristo crucificado” (Kierkegaard), el espejismo de un cristianismo incoloro, inodoro e insípido. Las consecuencias de todo tipo que la crisis económica ha descargado sobre el apocado espíritu pequeño-burgués de la clase media, suponen un nuevo desafío y una nueva oportunidad para un ministerio pastoral que se quiera a sí mismo fiel al Evangelio de Jesucristo, que se atreva a desenmascarar la mentira de un cristianismo barato, a restaurar en el alma de los cristianos el precio de ser discípulos de Jesús, el desapego de los valores del mundo, vivir en Cristo y para Cristo, no para nosotros (2ªCor.5,15). De esta forma, las amenazas de la crisis se convierten en oportunidades de regeneración de la Iglesia de Jesucristo, única manera de que aporte un mensaje (encarnado) relevante para este generación que de la crisis sólo ve su aspecto dramático.

Las exigencias internas de la vida comunitaria de la iglesia pueden absorber fácilmente el tiempo, la atención, y robar la perspectiva del ministerio pastoral así como de la misión de la iglesia que, según la voluntad de su Señor Jesucristo, consiste en: “que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones” (Lc.24,47). Reducir la iglesia a un fin en sí mismo y procurar su autosatisfacción en sus actividades es pervertir su naturaleza de instrumento de bendición para el mundo, anunciando y encarnando el mensaje de salvación y reconciliación de los hombres con Dios por medio de la cruz de Jesucristo. El pastor es el primer responsable de mantener la visión de la iglesia centrada en su verdadera misión, haciendo que su propio ministerio responda a esa perspectiva.


Una palabra final de ALIENTO.

Algunos de nosotros no podemos presentar un curriculum ministerial impoluto. Hemos sido usados por Dios para traer bendición a algunas personas pero hay otras a quienes hemos decepcionado. Cualquier reflexión sobre el ministerio cristiano deviene en motivo de desaliento a cualquier siervo consciente de sus muchas limitaciones salvo que, como el apóstol Pablo, diluya su insuficiencia en la perfecta suficiencia divina: “nuestra competencia proviene de Dios” (2ªCor.2,16; 3,5).

Esa perspectiva esperanzadora nos permite servir al Señor con alegría siempre, pese a todo (Sal.100,2;  Heb.13,17; 1ªP.5,2). “Nuestro gozo es un gozo asediado, pero siempre será impertérrito por el triunfo de Cristo. Y nuestro gozo es un gozo lleno de lágrimas, pero nuestras lágrimas son las lágrimas de gozo centrado en Dios …. La paz y la satisfacción de nuestras almas doloridas (…), no se derivan de las ventajas de la excelencia profesional, sino de los deleites de la comunión espiritual con el Cristo crucificado y resucitado.”[3] Él es la meta, Él es la recompensa.


Emmanuel Buch
Madrid, Junio 2.015

 Conferencia presentada en el Encuentro nacional de pastores de la Iglesia Evangélica Cuadrangular. Guadarrama, 6 de junio de 2.015


[1] Richard Baxter: El pastor renovado. Edimburgo: El Estandarte de la Verdad, 2009. Pgs. 202-203.
[2] Richard Baxter: El pastor renovado. Op. Cit. Pg. 204.
[3] John Piper: Hermanos, no somos profesionales. Terrassa: Editorial Clie, 2010. Pg. 13.

¿DE QUÉ EVANGELIO SOMOS MINISTROS?



I. EVANGELIO: ANUNCIO DE SALVACION.

1. Evangelio vs. efectos del Evangelio. ¿Qué define al Evangelio? ¿Cuál es su esencia? Para unos el Evangelio de Jesucristo es un movimiento liberador, para otros es un elemento de desarrollo moral de la sociedad, otros lo ven como un factor de civilización, para muchos es un producto de farmacopea espiritual que aporta bienestar personal, emocional o incluso material. Pero esos enfoques nacen de un error: confunden el Evangelio con los frutos del Evangelio. “Estoy convencido de que la creencia en el evangelio nos lleva a cuidar del pobre y a participar activamente en nuestra cultura, (…) pero los resultados del evangelio nunca deben separarse del evangelio mismo ni confundirse con él.”[1] Debemos tener cuidado de no confundir lo que el evangelio es en su esencia con los efectos benéficos que produce en la vida de los individuos y de las sociedades.

Corremos el riesgo de desenfocar la esencia del Evangelio, procurando dar respuesta a preguntas e inquietudes, personales o sociales, que oscurecen la centralidad del anuncio más propio: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores.” (1ªTim.1,15). “Todo el propósito del mensaje de este Libro que llamamos Biblia, es dirigir nuestra atención a la pregunta más esencial de todas. (…) hay quienes querrían hacernos creer que el propósito de la Iglesia es expresar su opinión acerca de este gran cúmulo de preguntas [sobre economía, condiciones sociales, la guerra y la paz, …]. Ahora bien, quisiera demostrar que esto es una falsificación de todo el propósito de la Iglesia y del mensaje de la Iglesia.”[2]. ¿Cuál es la pregunta esencial que responde la Iglesia con su predicación del Evangelio? En palabras de Job: “Cómo se justificará el hombre con Dios?” (9,2). En palabras del carcelero de Filipos: “¿Qué debo hacer para ser salvo?” (Hch.16,30).

2. Evangelio de salvación. En esencia “el cristianismo es una religión de salvación”[3] “Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida.” (1ªJn.5,11-12). La sociedad postmoderna se edifica sobre la indiferencia de las opiniones pero el Evangelio declara con rotundidad por boca del apóstol Pedro: “En ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.” (Hch.4,12)

En esta sociedad nihilista no hay verdad sino apariencias, no hay conceptos sino metáforas (Nietzsche). La reivindicación de verdad se percibe como agresión intolerante. En este contexto la “palabra de la cruz” (1ªCor.1,18) siempre resultará escandalosa pero la iglesia de Jesucristo no tiene otra. “El cristianismo es esencialmente una religión histórica, basada en la afirmación de que la encarnación de Dios en Jesucristo fue un evento histórico que tuvo lugar en Palestina cuando Augusto era emperador de Roma. (…) En Jesús de Nazaret Dios  tomó la naturaleza humana una vez y por todo y para siempre; Su encarnación en Jesús fue decisiva, permanente e irrepetible, el momento decisivo de la historia humana y el principio de una nueva era.”[4] “Por muy incómoda que nos resulte esta confesión de que Dios ha declarado su Palabra final en un evento histórico particular, no podemos tomarnos la libertad de suavizar o moderar esta afirmación básica del cristianismo del Nuevo Testamento en aras del pluralismo religioso. Nos guste o no, el carácter absoluto de Jesucristo es esencial para la fe cristiana. Negarlo en cualquier forma convierte al Cristianismo en algo diferente del Cristianismo apostólico.”[5]

3. Centralidad de la cruz. Esa salvación está unida esencialmente a la muerte de Jesús en la cruz. Tan rotundo es ese enfoque que Pablo escribe: “me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado” (1ªCor.2,2), e insiste: “nosotros predicamos a Cristo crucificado.” (1ªCor.1,22-23). Es interesante que el apóstol se exprese con tal rotundidad en Corinto, una ciudad griega, amante de la elocuencia, Pablo podría haber exhibido su dominio de la fe judía y la filosofía griega, pero no quería que nada distorsionara su mensaje. Advirtió a los cristianos que no cabía otra definición del Evangelio: “Si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema [caiga bajo maldición]” (Gál.1,8). Dio su vida en martirio por aquel Evangelio: “todo lo soporto por amor de los escogidos, para que ellos también obtengan la salvación que es en Cristo Jesús con gloria eterna” (2ªTim.2,10). ¿Qué define al Evangelio? Pablo lo llama, la palabra de la cruz (1ªCor.1,18). ¿Qué predicaba él y los demás apóstoles?: el pecado del hombre, la salvación en el crucificado y la vida eterna en el resucitado (1ªCor.15,3-5). Esa es la esencia del Evangelio.


II. EVANGELIO: SU CONTENIDO. ¿Qué Evangelio predicamos?

El mejor antídoto contra cualquier distorsión del Evangelio es la escucha humilde y obediente del propio Evangelio. El apóstol Pablo nos previene contra el uso de la Palabra como coartada para amparar necedades, contra la “vanidad de la mente” (Ef.4,17) y las ocurrencias particulares (1ªTim.1:4, 6). Nos previene también contra la facilidad de algunos de ser cautivados por dichas ocurrencias “ingeniosas”. No estamos autorizados a usar la Palabra como el que amasa una pizza, haciendo piruetas en el aire, o el que hace malabarismos lanzando bolas al aire. A menudo lo ingenioso “es herejía antigua vestida con traje nuevo”[6]; si una supuesta verdad es “nueva” después de 2000 años o muy compleja, accesible sólo a una élite, no puede venir de Dios. Por eso Pablo nos exhorta a fortalecernos en la “sana doctrina” (1ªTim.1,10) y para eso pagar el precio del estudio y del esfuerzo, a condición, eso sí, de que no convirtamos la sana doctrina en un estropajo reseco que uno traga y se le atraganta; la sana doctrina no es ortodoxia muerta, es lit. “higiénica” porque trae salud espiritual, es letra vivificada por el Espíritu (2ªCor.3,6). De otro modo, la dogmática sola es “huesos sin carne” y la espiritualidad sola es “carne sin huesos” (Von Balthasar). El Evangelio de Jesucristo se resume en los cuatro momentos de la historia de la salvación: creación, caída, redención, consumación.

1. Creación. Al margen del procedimiento biológico de la creación, el hecho fundamental es que no somos fruto del azar; somos “criaturas” de Dios, creados por Él y para Él, para vivir en dependencia de amor con Él, para vivir en comunión dependiente de su Creador (Gén.3,8 -paseando juntos en el Jardín “a la fresca de la tarde”); sólo en esa relación de amor dependiente llegamos a ser todo lo que podemos ser, para todo lo que fuimos creados como seres humanos en plenitud.

2. Caída. Todos nosotros somos rebeldes a Dios, ajenos a nuestra dependencia de Él, y por eso hemos caído de nuestra condición original. Ese es nuestro pecado y la raíz de nuestros pecados. “No somos simplemente criaturas imperfectas que deben ser mejoradas: somos, como dijo Newman, rebeldes que debemos deponer las armas.”[7] El problema no es que seamos “muy malos” sino que somos rebeldes a Dios; hemos sido creados en El y para El pero escogemos volverle la espalda y seguir nuestro propio camino. Ese es nuestro pecado-raíz: somos auto-latras. “Por pecado el Nuevo Testamento no entiende los errores sociales o los fracasos, en primera instancia, sino la rebelión  contra el Dios Creador, el desafío a su soberanía, el alejamiento del Señor, y la consiguiente culpabilidad ante él; y el pecado, dice el Nuevo Testamento, es el mal principal del cual necesitamos ser liberados.”[8] Dios nos creó con capacidad para responderle y somos responsables de nuestra respuesta. Por eso somos también culpables ante Él, en esta vida y en la eternidad. La expectativa de “rendir cuentas” a Dios tras la muerte es una enseñanza básica de la Biblia (Rom.3,23).

3. Redención. Dios es amor (1ªJn.4,8). Dios nunca ha dejado de amarnos. Más aún: ¡no podemos convencer a Dios de que deje de amarnos! “Primero me cansé de ofenderle que su Majestad dejó de perdonarme” (Teresa Jesús: Libro de la Vida. 19.14). En palabras de san Agustin: “La medida del amor de Dios es amar sin medida”. Dios no quiere “que ninguno perezca” (2ªP.3,9), Él quiere “que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1ªTim.2,4). Por eso su propio Hijo se hizo uno como nosotros (encarnación); por eso también murió como maldito en la cruz, llevando nuestra maldición, nuestra culpa (sustitución), para nuestra salvación. Todo quien renuncia a su rebeldía y entrega su vida a Dios, al amparo de la muerte de Jesús en su lugar, es perdonado por Dios, adoptado como hijo, y asegurada su eternidad con Dios. Esa salvación supone la redención cuya idea básica es “liberación”, liberar, soltar (Col.1,13-14). “La redención es la liberación de la muerte y la corrupción (Rom.8,21), de la debilidad y miseria de las criaturas (Rom.7,24ss), de la maldición de la ley (Gál.3,13) y del presente siglo malo (Gál.1,4).”[9] Es el triunfo del amor de Dios (Rom.5,8), es el triunfo de la misericordia sobre el juicio (Stg.2,13b)

4. Consumación. Finalmente, Dios restaurará todas las cosas que el pecado quebró, hará prevalecer su justicia y santidad, su reino eterno por los siglos de los siglos. Un día Jesucristo regresará, no en debilidad sino en poder, no como cordero sino como león; regresará para juzgar al mundo y poner fin a toda forma de maldad, de sufrimiento y muerte (Rom.8,19-21; 2ªP.3,13). Esa esperanza de consumación y restauración final es individual y es general porque la restauración será absoluta, afectará a toda la Creación. En términos generales supondrá la realización de toda plenitud en la creación (Rom.8,18-22) y la realización de toda justicia: el León de Judá desatará los sellos que sólo El puede desatar y Dios establecerá su Reino en justicia para siempre (Apoc.20,11-13). En términos individuales esa esperanza consuela por la ausencia de los que ya partieron (1ªTes.4,13-18), trae esperanza de eternidad porque nos sabemos en camino a la casa del Padre (Jn.14,1.-4), y una expectativa sublime porque veremos a Jesús tal como El es y llegaremos a ser semejantes a El (1ªJn.3,2). Esa esperanza futura trae frutos ya en el presente porque nos libra de los espejismos del mundo (1ªJn.2,15-17), de miedos por amenazas actuales que se disipan a la luz de la eternidad gloriosa (2ªCor.4,17), y nos motiva para vivir volcados en la única causa que permanece: la causa del reino de Dios; impulsados en esta vida por el único impulso que permanece: el impulso del amor (Col.3,1.3)


III. CREER Y VIVIR EL EVANGELIO

1. “Gracia barata”. Este Evangelio (y no hay otro, a la luz de la Biblia) conforma una manera peculiar de entender y de vivir la fe cristiana: lo llamamos discipulado, seguimiento de Jesús (Mr.8,34-35). Por el contrario, cuando el Evangelio que se predica se centra en el bienestar inmediato de las personas o en algunos de sus efectos benéficos y no en la cruz, la vida del cristiano se contamina de la llamada “gracia barata”: “La gracia barata es la predicación del perdón sin arrepentimiento, el bautismo sin disciplina eclesiástica, la eucaristía sin confesión de pecados, la absolución sin confesión personal. La gracia barata es la gracia sin seguimiento de Cristo, la gracia sin cruz, la gracia sin Jesucristo vivo y encarnado.”[10]

La “gracia barata” es una perversión del Evangelio que elimina de la vida cristiana su eje, el seguimiento comprometido de Jesús: “Nos hemos reunido como cuervos alrededor del cadáver de la gracia barata y hemos chupado de él el veneno que ha hecho morir entre nosotros el seguimiento de Jesús.”[11] La genuina conversión no es un mero “recibir” a Cristo en nuestra vida como un recurso hermoso de ayuda en los problemas pero que nos permite seguir nuestro camino viviendo igual que antes. Dicho con una ilustración favorita de A.W. Tozer: “La salvación (…) no es poner una moneda en la ranura, tirar de la palanca, agarrar un paquete de salvación, y luego seguir nuestro propio camino.”[12] Ese entendimiento del Evangelio pervierte su naturaleza porque no gira en torno a Jesucristo sino al yo y su bienestar: “El cristianismo, según esta línea de pensamiento, es una especie de edición de lujo de la vida, y ayuda a mejorar los problemas de autoestima de fundamental importancia que pudiéramos tener. Nos ayuda a sentirnos mejor con nosotros mismos, (…) Este cristianismo ‘para sentirnos mejor’ ha promovido una nueva industria entera de autoayuda religiosa.”[13]

A pesar de algunas modas teológicas, el Evangelio no es una técnica de auto-ayuda para el confort del yo, ni tampoco la apología de la víctima que algunos pretenden según la cual todos somos víctimas que necesitamos comprensión y caricias; bien al contrario, la Biblia nos advierte que no somos víctimas sino culpables, que nuestra necesidad primera no son “palmaditas en la espalda” sino quebrantamiento y arrepentimiento de nuestros pecados, sin excusa alguna: “En aquellos días no dirán más: Los padres comieron las uvas agrias y los dientes de los hijos tienen la dentera, sino que cada cual morirá por su propia maldad; los dientes de todo hombre que comiere las uvas agrias, tendrá la dentera.” (Jer.31,29-30).

2. Morir al yo. El Evangelio de Jesucristo nada tiene que ver con ese sucedáneo “barato”; al contrario, involucra la vida entera de la persona, la pone a los pies del Maestro y la transforma por entero, para bendición, a un alto precio. Los anabautistas del siglo XVI enseñaban un triple bautismo: el bautismo interior del Espíritu, el bautismo de agua y el bautismo de sangre. Con este último hacían referencia a la experiencia de tribulación, sufrimiento, persecución e incluso martirio, a los que debían estar dispuestos todos los cristianos por causa de su fidelidad a Jesucristo, pero también hacían referencia a la mortificación diaria de la carne, la renuncia al yo, morir al yo.[14]

El mismo Jesús que nos llama a “vivir” nos llama también a “morir”; esa es una declaración esencial del Evangelio. La verdadera conversión pasa por “entregarle” a Jesús nuestra vida, morir al yo para vivir en Su voluntad, al amparo de su poder transformador. Los términos en que se enseña esta verdad en el N.T. no admiten duda: “negarse a uno mismo” (Mr.8,34), “sepultados con Cristo para muerte” (Rom.6,4), “crucificado juntamente con Cristo” (Gál.2,20a). El apóstol Pablo indica con absoluta claridad el sentido práctico de esas declaraciones. “Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios.” (1ªCor.6,20). Aquí se halla la encrucijada que divide el genuino seguimiento de Jesús de cualquier otra apariencia de fe cristiana. Aquí tiene lugar la batalla definitiva (y sin embargo diaria), aquí está la causa última por la que tantos cristianos viven en la periferia de la experiencia cristiana, sin vitalidad espiritual a pesar del paso de los años: la lucha contra el “yo” que se resiste a morir.

3. Vivir en Cristo. Paradójicamente, el bautismo de sangre, ese morir al yo para que Cristo sea glorificado en mi vida, no empobrece: es un morir transformador, dador de vida nueva: la vida del Hijo de Dios en nosotros por la acción real del Espíritu Santo. Y ese es el verdadero propósito de Dios para la vida de sus hijos en esta vida: “ser hechos conformes a la imagen de su Hijo” (Rom.8,29). Más aún. Sólo a la luz de esa declaración puede entenderse de forma cabal la declaración del versículo anterior: “a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien” (Rom.8,28), que nada tiene que ver con la extendida e inmadura opinión de que todas las duras circunstancias en la vida del cristiano serán mágicamente resueltas de manera grata más pronto que tarde. De una manipulación ramplona para extirpar del Evangelio la cruz, resultan vidas espirituales ramplonas, infantiles, carnales (1ªCor.3,1-3) “Pasarán por Cades-Barnea una vez por semana [culto dominical] durante años y luego darán la vuelta y volverán al desierto. Entonces se preguntarán por qué hay tanta arena en sus zapatos.”[15]

Jesús enseñó este principio espiritual de la muerte que trae verdadera vida con un ejemplo muy gráfico: (Jn.12,24-26); si no conociéramos anticipadamente el final del proceso, parecería absurdo enterrar una semilla y esperar nada; pero del “sepulcro” brota un pequeño tallo que llega a ser un enorme árbol lleno de fruto. Así opera también la vida espiritual. A los ojos del mundo Jesús y Pablo fueron débiles, hicieron mal negocio, perdieron la vida. Pero los ojos de la fe nos dejan ver una realidad muy distinta: sólo cuando vivimos para agradar a Dios, cualquiera sea el precio, vivimos de  verdad. No es masoquismo, tampoco es nada fácil en ocasiones, pero vivir para agradar a Dios en cada detalle da un valor y un calado únicos a la existencia en esta tierra y nos abre a la vida eterna. “El que se aferra a su vida tal como está, la destruye; en cambio, si la deja ir … la conservará para siempre, real y eterna” (Jn.12,25 –paráfrasis)


NOTA FINAL.

Hoy, como ya advertía A.W. Tozer hace más de cincuenta años: “La iglesia actual se enfrenta al peligro de un cristianismo sin cruz.”[16] Algunos creen como cristianos pero viven como los paganos, dicen abrazar las creencias bíblicas pero esas creencias no afectan sus vidas: sus valores, sus objetivos, son los mismos que la sociedad que les rodea. Por eso no tienen impacto en la sociedad. Jesús nos advierte sobre esta contradicción: “Tened cuidado, no sea que se os endurezca el corazón por el vicio, la embriaguez y las preocupaciones de esta vida” (Lc.21,34 -NVI). Los apóstoles nos advierten también: “no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas.” (2ªCor.4,18; 1ªJn.2,15-17). Lutero denunció en el siglo XVI la “cautividad babilónica de la iglesia”. John Stott denunciaba en el siglo XX la “cautividad de la respetable clase media de la iglesia”[17] las ataduras del conformismo, la autosatisfacción de la iglesia.

El Evangelio exhorta a los incrédulos pero también a los hijos de Dios, a la Iglesia de Jesucristo. Es necesario y urgente desafiar a los cristianos recordándoles una y otra vez, aún en este tiempo de sopor espiritual, precisamente en este tiempo de vagancia de las almas (E. Mounier), que el propósito de Dios para nuestras vidas en la tierra no es que nos “sintamos mejor” sino que nos parezcamos más a su Hijo (Rom.8,29). Y esto sin importar el precio porque todas las cosas ayudan a bien (v.28) cuando parecernos más a Jesús es el objetivo de la vida, no el mero bienestar material. Con esta convicción, con esta visión, se levantan hombres y mujeres, se levanta un pueblo “bien dispuesto” (Lc.1,17) para dar todo y darse del todo por la causa del Evangelio; un pueblo que vive una “cultura” alternativa, una contracultura cristiana que ayuda a desvelar la ceguera de esta sociedad, que alumbra a Jesús y la vida verdadera y eterna que Dios nos regala en Él; un pueblo que vuelve la espalda a lo pasajero y pone su corazón en las cosas eternas, hombres y mujeres que ofrecen sus vidas como servidores de sus semejantes en el nombre de Jesús.
Emmanuel Buch Camí
Madrid, Junio 2.015


Conferencia presentada en el Encuentro nacional de pastores de la Iglesia Evangélica Cuadrangular. Guadarrama, 6 de junio de 2.015



[1] Timothy Keller: Iglesia centrada. Miami: Editorial Vida, 2012. Pg. 34.
[2] Martyn Lloyd-Jones: Sermones evangelísticos. Moral de Calatrava: Editorial peregrino, 2003. Pg. 122.
[3] John Stott: Cristianismo básico. Certeza, 1997. Pg. 16.
[4] John Stott: The contemporary Christian. Leicester: Inter-Varsity Press, 1992. Pgs. 308-309.
[5] René Padilla: “La palabra de Dios y las palabras humanas”. In Pensamiento cristiano, nº 100, 1984.
[6] William Hendriksen: 1 y 2 Timoteo / Tito. Grand Rapids: SLC, 1979. Pg. 69.
[7] C.S. Lewis: El problema del dolor. Miami: Editorial Caribe, pg. 91.
[8] James I. Packer: El conocimiento del Dios santo. Miami: Editorial Vida, 2006. Pg. 244.
[9] Frank Stagg: Teología del Nuevo Testamento. El Paso: CBP, 1976. Pg. 97.
[10] Dietrich Bonhoeffer: El precio de la gracia. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1986. Pg. 16.
[11] Dietrich Bonhoeffer: El precio de la gracia. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1986. Pg. 23.
[12] A.W. Tozer: La verdadera vida cristiana. Citado por James Snyder en la Introducción. Grand Rapids: Editorial Portavoz, 2013. Pg. 6.
[13] A.W. Tozer: Intenso. Buenos Aires: Editorial Peniel, 2014. Pgs.215-216.
[14] Walter Klaasen: Selecciones teológicas anabautistas. Pensylvania: Herald Press, 1986. Cfr. Pgs. 130-136.
[15] A.W. Tozer: Intenso. Buenos Aires: Editorial Peniel, 2014. Pg.179.
[16] A.W. Tozer: La presencia de Dios en tu vida. Grand Rapids: Editorial Portavoz, 2014. Pg. 56.
[17] John Stott: The contemporary Christian. Leicester: Inter-Varsity Press, 1992. Pg. 363.