Jesucristo
enseña que toda su Iglesia y cada uno de sus discípulos somos y estamos
llamados a ser sal de la tierra que limita la corrupción, luz del mundo que
aporta calor y claridad[1],
ciudad sobre un monte cuyo estilo de vida se ofrece como una sociedad de
contraste[2]
(Mt.5,13-15). De esta manera, insiste Jesús, los hombres verán nuestras buenas
obras y glorificarán a Dios Padre (Mt.5,16). Esta reacción no deja de ser
llamativa: ¿por qué dirigirán sus ojos a Dios cuando ven nuestras buenas obras,
en lugar de honrarnos a nosotros? Las buenas obras de las que habla Jesús no
son obras comunes, tienen origen sobrenatural y las personas lo perciben así. Poseen
un aroma que brota del amor peculiar que caracteriza a Dios y a su reino. Por
eso podrá escribir el apóstol Pablo que, sin esa esencia, ninguna buena obra
tiene valor en términos de reino de Dios (1ª Cor.13). Y exhortará en diversas
ocasiones “al trabajo motivado por vuestro amor” (1ªTes.1,3 -NVI;
cfr. Gál.5,6). Obras,
pues, nacidas del amor; amor nacido de la acción del Espíritu Santo de Dios (Rom.5,5;
Gál.5,22).
¿QUÉ AMOR? Usamos la palabra “amar” con significados diversos,
de modo que conviene subrayar que el amor en el reino de Dios se define como
donación: “La naturaleza de Dios, su carácter, es darse.”[3] Nada
revela esa manera de amar sacrificialmente con mayor nitidez que la Cruz: “La
Cruz es la cristalización del amor”[4] (Rom.5,8).
Y el modo de amar que el Espíritu Santo desarrolla en la vida de los hijos de
Dios no puede ser distinto: amar sacrificialmente, costosamente, ministerialmente,
al modo del Padre que nos dio a su Hijo (Jn.3,16). Esa es la cultura del reino de Dios:
la cultura del don. Toda buena obra que Dios anhela para sus hijos se resume en
la práctica de este amor: “el que ama al prójimo, ha cumplido la ley” (Rom.13:8,10).
“El amor es tanto el resumen (condensación) como la realización
práctica de toda la ley moral dada por Dios, vista como una unidad.”[5]
¿CÓMO AMAR? En términos prácticos, podemos decir
que amar es desviarnos de nuestro camino, cambiar nuestra agenda en favor de
otro. El sacerdote y el levita de la parábola (Lc.10,25-37), no ayudaron al
hombre medio muerto en la cuneta porque no quisieron apartarse de su camino. Lo
hizo el buen samaritano cambiando su agenda. En otras palabras: “usó de
misericordia” (Lc.10,37a). Y Jesús nos exhorta: “Vé, y haz tú lo mismo”
(Lc.10,37b). Si no vivimos en apertura a los demás, merecemos la crítica que
alguien escribió: “Dicen que aman a Dios porque no aman a nadie”. Descartes definió
al ser humano por su racionalidad pensante: “pienso, luego existo”. Kierkegaard
advirtió contra la pretensión de identificar lo humano con lo racional y
corrigió: “Sufro, luego existo”. Pero no se puede mostrar lo más genuino de la
condición humana según el diseño del Creador, sin la consideración del otro,
del “tú” delante de mí, que es otro como “yo”, que clama y me reclama en su
necesidad. Por eso, Kierkegaard debe ser también corregido con una definición
de persona más completa: “Me dueles, luego existo”[6].
Desde esta perspectiva, amar puede ser nombrado como con-dolencia, que es decir
al otro: “tú me dueles” y, por tanto, moverme en su favor como favor, como
gracia. En palabras del apóstol Juan: “Amados, si Dios nos ha amado así,
debemos también nosotros amarnos unos a otros” (1ªJn.4,11).
El
verbo amar puede declinarse también como com-padecer. La palabra griega “splánchna” que traducimos como
compasión, recoge el hebreo “rahamim”, que apunta a las entrañas, y que recoge
el carácter de Dios: “la entrañable misericordia de nuestro Dios” (Lc.1,78). La
compasión tiene que ver con la “sympátheia” griega, la capacidad de con-sufrir
con el otro, de estar a su lado compartiendo su dolor. Dios se compadece de sus
criaturas y Jesús es ese Dios-(compasivo)-con-nosotros (Mr.6,34; 8,2). Y a sus
discípulos, nos exhorta Pablo: “Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y
amados, de entrañable misericordia” (Col.3,12). No podemos eliminar muchas de las
circunstancias que causan dolor a quienes nos rodean, pero al menos podemos
ofrecerles el consuelo de una cercanía amorosa, podemos “aplicarnos con desvelo
para que no existan más ‘lágrimas que nadie consuele’ (cfr. Ecl.4,1).”[7]
¿A QUIÉN AMAR? Debiera resultar evidente a la luz del Evangelio que
la Iglesia de Jesucristo y cada uno de sus discípulos estamos llamados a desarrollar
un sentido de
responsabilidad y disponibilidad para con todos, como expresión del amor
universal de Dios, tal como se muestra en la cruz[8].
Más aún, debiera resultar igualmente evidente que cuánta más intimidad cultivemos
con nuestro Dios, más crecerá la conciencia de nuestra responsabilidad para con
todos, y en especial para con aquellos de quienes nadie se siente responsable,
los más “indignos”, los menos “nice”, los menos “cool”. Ese es el testimonio de
Jesucristo mismo, rodeado de publicanos y pecadores: “Los sanos no tienen
necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a
pecadores” (Mr.2,17). Los tres Evangelios sinópticos se apresuran a levantar
acta de este hecho y el Evangelio de Juan, que no lo recoge, reseña
detalladamente los compasivos encuentros de Jesús con el fariseo Nicodemo, la
mujer samaritana, la mujer adúltera, o el ciego de nacimiento que todos consideraban
bajo maldición.
COROLARIO. “El gran poder del reino de los cielos es el amor”[9].
Vivimos tiempos convulsos, crispados. Hace setenta años, para muchos la culpa
de todos los males de Europa era de los judíos; hoy se les acusa a extranjeros
y emigrantes. Cuidado. Cuando la mirada al otro se nubla por prejuicios
partidistas, todo se envilece y el prójimo se convierte en amenaza, en enemigo.
La “política” cristiana es previa a cualquier ideología; en realidad, la única
“política” auténticamente cristiana es la política del reino de Dios: la
política de la Cruz, la política de las bienaventuranzas, la política de la
misericordia que nos hace ver en todo semejante el rostro de Dios, también en
el samaritano, el publicano o la prostituta. Todo esto puede parecer a algunos,
propio de una ingenuidad adolescente. Pero es la perspectiva del amor de Dios,
la única perspectiva digna del discípulo de Jesús y de su Iglesia, que está
llamada a ser en todo tiempo y lugar una comunidad sacrificial, una comunidad que
ama a todos sacrificialmente.
Publicado en EDIFICACIÓN CRISTIANA, nº 285
[1] “Si las bienaventuranzas describen el
carácter esencial de los discípulos de Jesús, las metáforas de la sal y la luz
indican su influencia bienhechora en el mundo.” John Stott: Contracultura cristiana. El mensaje del
sermón del monte. B. Aires, Ediciones Certeza, 1984. Pg.63. “La sal y la luz tienen una cosa en
común: se dan y se gastan a sí mismas – y eso es lo opuesto a cualquier clase
de religiosidad centrada en sí misma” Helmut Thielicke: Life can begin again. Sermons on
the Sermon on the Mount.
Philadelphia: Fortress Press, 1963. Pg. 33.
[2] “Si se lee Mt.5,14 en su contexto (…)
se entiende que la ciudad que resplandece en lo alto del monte es una metáfora
utilizada para referirse a la Iglesia como sociedad de contraste que transforma
al mundo precisamente mediante su condición de sociedad contrastante.”
Gerhard Lohfink: El sermón de la montaña,
¿para quién? Barcelona: Editorial Herder, 1989. Pg.164.
[3] Johannes
Tauler: Sermones. De Adviento a
Pentecostés. S. XIV. Salamanca:
Ediciones Sígueme, 2010. Pg.32.
[4] Toyohiko Kagawa: Meditations
on the Cross. New York: Willett, Clark & Company, 1935. Pgs.
75, 34, 101.
[5] William Hendriksen: Gálatas. Desafío, 1984. Pg. 219.
[6] Cfr. Carlos Díaz: Y porque me dueles te amo. Madrid:
Fundación Emmanuel Mounier, 2012. Pgs.42-43.