Para abordar el
tema propuesto nos serviremos inicialmente de la deconstrucción como estatuto
epistemológico ya que es el método de trabajo más frecuente en nuestros días.
De hecho, revela mucho del nivel intelectual de nuestra sociedad: hace apenas
unas décadas, pensadores como Jacques Derrida o Michel Foucault aspiraban a
deconstruir la filosofía y la cultura, hoy nos conformamos con deconstruir la
tortilla de patatas de la mano de Ferràn Adrià. Deconstruyendo, pues, comenzaremos
mostrando por qué no creemos que haya en sentido estricto problemas sociales (en
plural), ni ética que deba llamarse cristiana, ni que “frente a” sea la
posición que nos corresponde como cristianos respecto de nuestros semejantes y
sus necesidades. Una vez deconstruido el título de la ponencia, procuraremos en
sentido inverso construir unas pocas afirmaciones sobre cimientos genuinamente
evangélicos que nos ayuden a desenvolvernos como pueblo de Dios en medio de
nuestra sociedad.
I. DECONSTRUIR
I. NO SON PROBLEMA/S. Si dejamos entre paréntesis por un momento el análisis superficial y
manipulador de los medios de comunicación y las entusiastas tertulias de café
para ceñirnos a la cosmovisión bíblica, tendremos que afirmar que la sociedad
tiene un único problema esencial, una “enfermedad mortal” (Kierkegaard) que
puede enunciarse de varias maneras: la rebeldía para con Dios, la enemistad con
Dios, la alienación de Dios, el pecado … y sus consecuencias fatales, presentes
y eternas. Desde la perspectiva del Evangelio de Jesucristo este es el problema
radical que tiene la sociedad y que tienen cada uno de sus miembros en esta y
en todas las generaciones. Y el anuncio más propio del Evangelio, sus buenas
noticias al mundo, pasan por una sencilla declaración cargada de esperanza: “Palabra
fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para
salvar a los pecadores.” (1ªTim.1,15).
Cuando el pueblo
de Dios descuida esta perspectiva excepcional que le es propia y cautivado por
urgencias históricas o modas teológicas confunde el Evangelio con los efectos
benéficos del Evangelio, sociales o individuales, cae en periodos de confusión,
pérdida de identidad y, paradójicamente, de irrelevancia social. La Iglesia de
Jesucristo es interpelada continuamente para dar respuesta a demandas de todo
tipo pero la pregunta esencial a la que responde con el Evangelio es, en palabras
del carcelero de Filipos: “¿Qué debo hacer para ser salvo?” (Hch.16,30). Y la
respuesta no admite confusión: “arrepentíos, y creed en el evangelio”
(Mr.1,15). La fe cristiana es esencialmente anuncio de salvación posible
únicamente por la muerte y resurrección de Jesús en la cruz (2ªCor.5,19-20). El
apóstol Pablo describe sin lugar a equívocos la centralidad de este mensaje:
“nosotros predicamos a Cristo crucificado.” (1ªCor.1,22-23).
Dicho lo antedicho
no todo está predicho y así será dicho a continuación, pero deseamos subrayar
como marco de referencia el mismo que hace décadas describía A.W. Tozer acerca
de qué debe “emocionar” hoy al pueblo de Dios, como emocionaba a los cristianos
del primer siglo: “No les emocionaban las cuestiones político-industriales que
excitan a tantos líderes religiosos de nuestros tiempos. Parece que todo el
mundo se sube al tren de la política, creyendo que la Iglesia tiene la
obligación de controlar el Gobierno. Pero en la iglesia primitiva los hombres y
mujeres bautizados con el Espíritu Santo, como se plasma en el segundo capítulo
de Hechos, se emocionaban con otras cosas. Les entusiasmaba que Dios estuviera
en su trono. Les emocionaba que Cristo estuviera sentado a la diestra de Dios
Padre y que un día volvería en nubes de gloria. Hablaban de la consumación de
todas las cosas, el fin de la iniquidad, la purga de este mundo, la limpieza de
los cielos estrellados en lo alto. Les embargaban pensamientos sobre el Cristo
glorificado que pronto volvería. Por encima de todo, hablaban de aquel hombre
sentado en el trono. ‘Ese hombre al que crucificasteis’, decían, ‘está a la
diestra de Dios, vive para siempre y es uno de nosotros’. Y eso les encendía el
corazón. Aquellas personas convertidas, aquellos discípulos, decían: ‘¿Sabéis
que uno de nosotros tiene una posición igual a Dios, que tiene poder y
autoridad divinos, que le han sido concedidos en el cielo y sobre la tierra?’
(ver Hch.4,10-12). Iban por todas partes contando que aquel Dios era el hombre
Jesús, y que uno de los nuestros había sido exaltado de tal manera.”[1]
Sin esa
perspectiva de trascendencia todo lo que pudiéramos decir a propósito de “la
ética cristiana frente a los problemas sociales” quedaría fatalmente
desenfocado. De hecho abundan los tristes ejemplos al respecto: baste recordar
cuántas iniciativas sanitarias o educativas que nacieron del impulso propio de
la fe a favor de los más desfavorecidos en Estados Unidos o Latinoamérica terminaron,
con el paso del tiempo y la pérdida de perspectiva, dedicadas en exclusiva a
las clases más pudientes o los oligarcas más poderosos.
II. NO ES ÉTICA. Llevados de la intención más noble desplegamos apresuradamente las
velas de la ética cristiana olvidando que en sentido estricto no existe tal
cosa como una ética cristiana porque el Evangelio no es en absoluto una forma
de moralismo: “la proclamación de la gracia, la declaración del perdón y la
apertura de la vida a la libertad –que son las claves del evangelio- son en
todo exactamente lo contrario de una moral. (…) no existe una moral cristiana, la
fe es una antimoral, pero el seguimiento de Jesucristo implica una serie de
consecuencias en la vida práctica: vivir según el amor de Dios y la fe en la
palabra por nada se compadece con esos vicios y esos desórdenes. Lo esencial en
cuanto a la conducta radica en que se trata de consecuencias de la vida de
Cristo y no de mandamientos de una moral extrínseca.”[2]
El ethos se define como una segunda
naturaleza más allá de la biología, la naturaleza ética que el ser humano forja
con su empeño moral, la forja del carácter, un quehacer que se interroga por el
qué-hacer moral y lo conquista a golpes de buena voluntad. Toda sociedad humana
tiene sus héroes éticos, individuos que con sumo esfuerzo han logrado ascender
a las más altas cimas de los absolutos morales dejando un ejemplo inspirador a
sus semejantes. Kierkegaard nos enseñó que el “caballero cristiano de la fe”
nada tiene que ver con el héroe ético porque no se debe a absolutos morales
sino a la voluntad incondicionada de Dios, extraña con frecuencia al sentido
común del común de los incrédulos (¡ay, el escándalo que despierta en las
personas morales el gesto de Abraham alzando su cuchillo contra su hijo Isaac,
mientras aplauden conmovidos a todos los Guzmanes el Bueno que en la historia
han sido!). El cristiano es una persona que se sabe “pobre en espíritu” (Mt.
5,3), se reconoce en “bancarrota espiritual” (J. Stott), consciente de que no
tiene recursos propios para forjarse un carácter moral que agrade a Dios y por
ello se abandona en absoluta dependencia de la gracia divina. El cristiano no
es una persona mejorada ni reformada sino regenerada (Jn.3,5) y progresivamente
transformada por la acción del Espíritu Santo de Dios en la imagen de Jesús, el
Hijo de Dios, el Hijo del Hombre (2ªCor.3,18).
Ese “estadio
religioso” que nace de la desesperación personal y todo lo espera de Dios nada
tiene que ver en origen, desarrollo y objetivos con el estadio ético que es
noble pero sólo humano, demasiado humano. Como nada tiene que ver el llamado
“compromiso cristiano” con ideologías meramente humanas, del calibre que sean;
no hay auténtico compromiso cristiano con el semejante que no parta de Jesús y
que no desemboque en Jesús. “… todo el compromiso a favor de la justicia y del
amor en el mundo, todo el Humanismo que quiera utilizar a Dios para el hombre y
que no precipite al hombre en el abismo de Dios, sería la religión de un Humanismo
inconcebiblemente modesto, que nos está prohibido por el enorme poder del amor
de Dios, en el cual Dios mismo sale realmente de sí mismo.”[3]
III. NO ES “FRENTE A”. De
la mano del Evangelio, los cristianos nos sabemos responsables de nuestros
semejantes (Mt.22,37-40) pero no “frente a” sus problemas como si
perteneciéramos a otra dimensión o los observáramos desde otra galaxia; ni
siquiera “al lado” o “cerca”, sino desde adentro, co-partícipes de su misma
realidad. Copartícipes pero también con-sentidores en el doble sentido de la
palabra, sintiendo sus problemas y sabiéndonos cómplices por consentirlos con
nuestra pasividad o ofreciendo respuestas que no son las propias del Evangelio.
Estas sólo nacen de la realidad asombrosa de la encarnación, la crucifixión y
la resurrección de Jesús, que anuncian a su vez el amor de Dios, el juicio por
el pecado y la consumación de todas las cosas en el reino de Dios.
El
Evangelio, que es anuncio de eternidad, es anuncio del amor encarnado de Dios
(Filip.2,7) de modo que no nos permite manipularlo como coartada para
justificar el angelismo volviendo la espalda al dolor concreto de nuestros
semejantes, al rostro del prójimo (por lejano que se halle) que clama y nos
reclama (“¡favorézcame!”), que nos hace respondentes-responsables de su dolor,
en concreto del dolor causado por las injusticias de otros hombres
(Prov.31,8-9; 1ªJn.3,16-18). ¿Cómo ser indiferentes al dolor humano cuando Dios
mismo se humanó para responder a su gemir? ¿Cómo ser indiferentes si el mensaje
del reino de Dios es la declaración del triunfo de la misericordia sobre el
juicio (Stg.2,13) y, más aún, sobre la injusticia? ¿Cómo ser indiferentes, por
ejemplo, al drama mundial de los sesenta millones de refugiados vagando hoy por
el planeta, o al drama más cercano de las 34.680 viviendas habituales afectadas
por embargos en 2014 en España (INE)? “La espera del Reino no es una pasividad respecto del presente, ni el
abandono en manos del Estado de la gestión de este mundo, sino una exigencia en
nombre del Reino que se acerca (y no para
hacer que venga o para prepararlo) desde lo absoluto del amor de Dios, (…) Por
eso, la Iglesia, lejos de ser conformista, sólo puede ser una exigencia, alerta
siempre vivo, centinela que eleva su voz frente al poder y le recuerda, a un
mismo tiempo, su vocación hic et nunc
y el Acontecimiento final que ya se acerca.”[4]
No
hay lugar para la esperanza de un paraíso en la tierra pero tampoco nos es dado
replegarnos frente al mundo, abandonando el don de la encarnación. En Jesús, el
Hijo del Hombre, el Hijo de Dios, trascendencia e inmanencia son ingredientes
mutuamente imbricados de una misma realidad y nos apelan al mismo tiempo. “Estamos como prisioneros de dos necesidades que no
podemos alterar: por una parte es imposible para nosotros hacer que este mundo
sea menos pecador, por otra parte es imposible para nosotros aceptar el mundo
tal cual está. Si rehusamos cualquiera de estas dos realidades, no estamos
aceptando de veras la situación en la cual Dios nos ha colocado. Él nos ha
enviado al mundo, y así como nos vemos envueltos en la tensión entre el pecado
y la gracia, así también estamos envueltos en la tensión entre estas dos
demandas contradictorias.”[5]
El qué-hacer
cristiano a propósito de esa tensión se resume en buena medida con la palabra
“testimonio” entendido como quehacer presencial. Merece la pena considerar
algunos de sus rasgos más propios.
II. DE CONSTRUIR
I. ES TESTIMONIO UTO-PROFÉTICO. Esperamos poco de las Éticas dialógicas hoy
omnipresentes, que se agotan en discursos formales y procedimentales sin
consecuencias transformadoras; éticas onanistas que “vierten en tierra”, que
pervierten la realidad porque no revierten ninguna injusticia. Si hemos de
llamarla ética, la opción de los discípulos de Jesús sólo puede ser la “ética
uto-profética” (Carlos Díaz) del reino de Dios que mana de la Cruz, se
explicita en el Sermón del Monte y se encarna en una voluntad bene-volente, una
voluntad que quiere bien porque se sabe bien querida gratuitamente por Dios:
“voluntad agraciada por la gracia de una Gratuidad que le ha agraciado
queriéndola de antemano y sin concurso de mérito propio, a partir de la cual
ella misma quiere ya agradecidamente, por cuanto que se sabe favorecida
antecedente y consecuentemente, lo cual la convierte a la par en fuerte (por
recibir de Otro la fortaleza) y en débil (por no tenerla en sí misma más que a
través de la recepción del don), y todo ello no desde arriba sino al lado de
los rostros concretos y a su misma altura, porque solamente hay rostro humano
cuando existe altura compartida y distancia justa.”[6]
La actitud vital
del cristiano no
se corresponde con la ética humana, es gratitud encarnada. Para el cristiano, existir-en-amor no es un ejercicio filantrópico sino el impulso
“inevitable” que nace del
prodigio de ser amado por Aquel que es amor (2ªCor.5,14-15) y ser transformado
en Su amor. El cristiano halla el fundamento del valor del yo, del tú, del
nosotros, fuera de sí mismo, fundado en el amor que Dios obsequia en absoluta
gratuidad, más aún en el Dios de amor que se nos obsequia a sí mismo en
Jesucristo (1ªJn.4:11,16). Por eso el credo del cristiano es: “soy amado, luego
existo”.[7]
(Sólo) Ese impulso permite sobrepasar todo diálogo infértil para alumbrar “una
opción correctora y testimonial, (…) una tarea ética [no heróica], dictada por
la debilidad amorosa.”[8]
Por
su propia naturaleza, ese testimonio presencial que es presencia testimonial,
no aspira a conquistar parcelas de poder. “Si una ética es cristiana, brota de
la fe, sólo es aceptable para la fe y no es posible sino en la fe. De ahí que
sea estrictamente imposible pedir a los demás que obedezcan a esa ética, que
vivan como si fueran cristianos, cuando no tienen fe.”[9]
El testimonio cristiano es semilla, levadura, fermento; se ofrece, propone, no
impone ni dispone. Ese testimonio cree decididamente en la misteriosa victoria
definitiva de la cruz, aunque a menudo tome forma de aparente derrota presente,
aunque no halle total reconocimiento ni plena integración social. “Que penetre ella [revelación] en el cuerpo
social y se convierta en un factor activo, vivificante, crítico, perturbador,
no ajustado y estimulante: y sí, pero jamás se transforma en una institución
perteneciente a ese cuerpo social, jamás en un principio de organización de ese
cuerpo social. (…) A esto llamo lo intolerable social de la revelación.”[10]
A La desconfianza indisimulada que el status
quo muestra hacia el auténtico Evangelio y los discípulos de Jesús,
correspondemos con respeto “por causa del Señor” pero con mayor desapego aún.
Todavía más, algunos de nosotros tenemos serias dudas sobre sistemas sociales
alternativos pero respecto del actual no nos cabe la menor duda: es perverso
porque está basado en el poder del dinero y por tanto en el menosprecio de todo
lo humano.
II. ES TESTIMONIO
CON MIMBRES PROPIOS.
Algunos dicen que la Biblia dice: “haz bien y no mires a quien”. Con semejante
criterio todo el monte parece orégano, toda reivindicación humana digna de ser
compartida, toda acción solidaria asumible por los cristianos. Creemos por el
contrario que podemos ser más exigentes con nosotros mismos y más coherentes
con nuestra cosmovisión cristiana. Podremos ser con cierta frecuencia
co-beligerantes, sólo excepcionalmente aliados, pero nunca renunciar a nuestro
propio camino en estrategia y táctica. “[El radicalismo cristiano] tiene su
propia acción, y precisamente en la medida en que el cristianismo es la
revelación del totalmente Otro, esa acción habrá de ser necesariamente
distinta, específica, singular, no comparable con el método sindical o político
(…) no será alineando al cristianismo de acuerdo con esas formas sociológicas
como se descubrirá la forma específica de la acción cristiana en nuestros
días.”[11]
La historia nos ha dejado multitud de ejemplos
sobresalientes de hombres y mujeres cristianos que hicieron aportaciones
fecundas a favor de sus semejantes de la mano de un testimonio cristiano nítido. El católico
Bartolomé de Las Casas y su toma de posición activa contra las atrocidades de
los llamados conquistadores de América, o el protestante D. Bonhoeffer siglos
después frente al nazismo, respondieron a cuestiones que eran al mismo tiempo
espirituales y políticas y lo hicieron afirmados en la verdad bíblica.
Igualmente abundan ejemplos destacados de impacto social transformador en
fidelidad a esa verdad del reino de Dios; baste mencionar la conquista de
derechos civiles de los negros de Estados Unidos en los años 60 de la mano del
evangélico Martin Luther King, o las conquistas de los trabajadores polacos en
los años 80 de la mano del católico Lech Walesa y el sindicato Solidaridad, en
ambos casos desde planteamientos y prácticas propias del Evangelio de
Jesucristo. Tales movimientos no se formaron en el seno enclaustrado de la
Iglesia sino en relación con la sociedad pero tampoco en seguimiento de iniciativas
no cristianas sino a partir del Evangelio y sus valores.
Si
hay que hacer una reflexión crítica acerca de las iniciativas cristianas es que
a menudo vayan a la zaga de otras nacidas de colectivos que vieron las
necesidades mucho antes, que los cristianos sólo reconozcan a los “últimos”
después que otros ya se hayan movilizado en su favor y que, en el fondo,
parezca que los cristianos sean más deudores de la propaganda que de un
auténtico discernimiento espiritual. “Si los cristianos tienen una vocación
profética, ésta habrá de consistir hoy en prestar su voz a aquellos a los que
no conoce nadie, pero a los que ellos deben conocer porque el Espíritu
Santo los guiará hacia las verdaderas miserias.”[12]
Una
palabra más, para llevar estas consideraciones generales a un terreno más
individual, más cercano a cualquiera de nosotros. Muchos no jugaremos un papel
protagonista en la historia de la humanidad pero la falsa modestia no puede
convertirse en coartada para la negligencia personal. Los cristianos anónimos
somos responsables ante Dios, ante nosotros mismos y ante los demás, atiendan o
no, de nuestro testimonio vital ante los problemas sociales. En última
instancia, todo movimiento evangélico relevante lo ha sido por el aporte de
miles de testimonios “insignificantes” de hombres y mujeres sin rostro
conocido; ya se sabe que “un grano no hace granero pero ayuda al compañero”.
Pero además, existe una esfera privada por la que debemos responder sin excusa
alguna, que se construye por la suma de pequeños gestos cotidianos en respuesta
a las exigencias de la vida en todos sus ámbitos (familia, trabajo, ocio, …).
Ninguno tan revelador de nuestra auténtica medida testimonial como el modo en
que nos relacionamos con el dios de nuestra cultura: el dinero y los cantos de
sirena de falsa seguridad que lo rodea. No es suficiente criticar
(merecidamente) la teología de la prosperidad sin considerar cómo manejamos
nuestra prosperidad particular. No basta con entonar un mea culpa genérico o una declaración exculpatoria colectiva: “el
que esté libre de pecado que tire la primera piedra” (algunos podrían responder
con cierta dignidad y otros no deberían ni siquiera acercarse a las canteras). No se anuncia ni se denuncia el materialismo de esta
sociedad “Money-teista” (Santiago López) en la que el dinero forma parte de lo
sagrado, desde la opulencia personal o el endeudamiento familiar libremente
provocado. El espíritu apocado pequeño-burgués siempre comprando falsa
seguridad en mercadillos de trileros morales combina mal con el espíritu
valiente de aquellos que como Juan el bautista arrebatan el reino de los cielos
(Mt.11,12) y pagan el precio necesario con tal de afirmar la coherencia entre
el modo de creer y el modo de vivir. A propósito del dinero, esa valentía
personal pasa por la convicción de que la verdadera riqueza es Dios mismo de
modo que el dinero pierde su poder fascinador (1ªTim.6,6-10). De tal raíz brota
un estilo de vida “sencillo”, alternativo, contra-cultural; una cierta
austeridad, franciscana por festiva (no miserable ni amargada) que rechaza la
supremacía del dinero en la vida diaria y se convierte así en presencia viva
del Evangelio, que anuncia con autoridad porque denuncia con el ejemplo.
III. ES TESTIMONIO
DE PAROIKÍA (“habitar cerca”). Respetamos el
llamado particular de algunos cristianos a la participación política a través
de su militancia en partidos, aunque somos escépticos de su fruto por la
asfixia que supone el peso de los “aparatos” sobre sus militantes. Nos asombra
la ingenuidad de otros que alientan incluso la creación de partidos políticos
confesionales; a éstos debería bastar para despertarles de sus sueños la
nefasta experiencia de los partidos políticos democristianos europeos, nacidos
de la tradición católica tras la II guerra mundial, en absoluta oposición con
la tradición protestante al respecto.
Estamos
convencidos de que el lugar natural de los cristianos y las comunidades
evangélicas en la vida social es el rico entramado de la sociedad civil que se
expresa de forma dinámica a través de los movimientos sociales. En esa
dirección, el “sujeto histórico”, el eje nuclear de todo testimonio relevante y
transformador es la iglesia local, la parroquia, la iglesia entendida como
comunidad, como “persona de personas”. Y eso por su propia naturaleza y misión:
“La iglesia es más que una proclamadora hábil en la comunicación de contenidos
mentales: es la expresión visible de la verdad que proclama.”[13]
La iglesia es el pueblo bien dispuesto” (Lc.1,17) que Jesucristo quiere para
sí; una comunidad que es “apostólica”: enviada en medio del mundo para ser
testigo visible del reino de Dios.
La
mayor contribución social que la iglesia local puede hacer es ser ella misma,
ofreciéndose humildemente al mundo como testimonio profético, en palabra,
acción y presencia; una comunidad que anuncia y siembra, viviéndolos, los
valores del reino de Dios y al hacerlo se convierte en agente activo de
transformación social. “Una comunidad en que cada uno se da según sus posibilidades
y recibe según sus necesidades, puesto que ‘más feliz es el que da que el que
recibe’ (Hch.2,45, 4,34-35, 20,35). Una comunidad en que las barreras raciales,
culturales, sociales y aun sexuales desaparecen, puesto que ‘Cristo es todo y
está en todos’ (Col.3,11; Gá.3,28). Una comunidad de reconciliación con Dios y
reconciliación entre los hombres (Ef.2,11-22). Una comunidad, en fin, que sirve
como base de resistencia al condicionamiento del presente ‘siglo malo’ y hace
posible que los discípulos de Jesucristo vivan en el mundo sin ser del mundo.”[14]
En un tiempo como el nuestro, donde el extranjero se percibe como amenaza, es
particularmente relevante el ejemplo concreto que nos ofrece la iglesia
neotestamentaria de Roma, en el centro del Imperio, una ciudad habitada por
gentes de toda nación, lengua y color de piel; allí el apóstol Pablo insta a la
comunidad de cristianos a ser testimonio de una realidad nueva: “recibíos los
unos a los otros, como también Cristo nos recibió, para gloria de Dios.” (Rom.15,7)
“De una u otra manera en la variedad y el encuentro de personas muy diferentes
dentro de su experiencia común de haber sido aceptadas por Cristo, en la
convivencia mutua y la receptividad recíproca, hay un testimonio del poder de
Dios para crear una nueva humanidad.”[15]
La
presencia y el testimonio vital de la comunidad local visibiliza en su entorno el
carácter del reino de Dios al tiempo que desvela la vida evangélica en su
dimensión más plena, en su dimensión comunitaria. En las grandes ciudades esa
presencia requiere de una sinergia de comunidades cristianas locales para
hacerse visibles, sinergia de comunidades comprometidas y obedientes a su Señor
y, por amor a Él, comprometidas con sus semejantes en el poder del Espíritu
Santo. Esas comunidades son así presencia sanadora, anticipo del reino de Dios
en medio del mundo doliente y pecador, doliente por pecador. Parafraseando a
John Wesley, esas comunidades certifican con sus palabras y hechos que “el
dolor del mundo es su parroquia”.
Conferencia
pronunciada en la 59ª Asamblea general FIEIDE. Cullera (Valencia), 25
de Junio de 2.015. Versión revisada y actualizada (Octubre 2.015).
[2] Jacques
Ellul: La subversión del cristianismo.
Buenos Aires: Ediciones Carlos Lohlé, 1990. Pgs. 96, 115.
[3] Karl Rahner: Sobre la inefabilidad de Dios. Barcelona: Herder Editorial, 2005.
Pg. 29.
[4] Jacques
Ellul: “Sugerencias y reflexiones sobre una teología del estado”. In Los cristianos y el estado. Bilbao: Ed.
Mensajero, 1969. Pg. 222.
[5] Jacques Ellul: Présence au monde moderne: Problèmes de la
civilisation post-chrétienne. Ginebra: Roulet, 1948. Pg.
23. Agradecemos a Samuel Escobar su gentileza en la traducción de este texto.
[6] Carlos Díaz: Yo quiero. Salamanca: Editorial San Esteban, 1990. Pg. 140.
[7] Carlos Díaz: Soy amado, luego existo. 4 volúmenes. Bilbao: Desclée de Brouwer,
1999-2000.
[8] Carlos Díaz: De la razón dialógica a la razón profética. Móstoles: Ediciones
Madre Tierra, 1991. Pg. 66.
[9] Jacques Ellul: Contra los violentos. Madrid: Ediciones S.M., 1980. Pg. 174.
[10] Jacques
Ellul: La subversión del cristianismo.
Buenos Aires: Ediciones Carlos Lohlé, 1990. Pg. 213.
[11] Jacques Ellul: Contra los violentos. Madrid: Ediciones S.M., 1980. Pg. 166.
[12] Jacques Ellul: Contra los violentos. Madrid: Ediciones S.M., 1980. Pg. 173.
[13] Samuel Escobar: Evangelio y realidad social. El Paso:
Casa Bautista de Publicaciones, 1988. Pg.
16.
[15] Samuel Escobar: “Las migraciones y
la misión de la iglesia cristiana” In Las
iglesias y la migración. Madrid: Consejo Evangélico de Madrid, 2003.
Pg.149.