martes, 27 de agosto de 2024

TALLER DE ORACIÓN


¿Cómo habéis aprendido a orar? ¿Alguien os enseñó? ¿Quién fue vuestro maestro de oración? ¿Quién os enseñó a orar? ¿Simplemente habéis oído a otros y habéis ido reproduciendo su manera de orar? Parece que en el contexto evangélico damos por supuesto que todo lo que tiene que ver con la espiritualidad “viene de fábrica”, no hace falta que nadie nos enseñe. En muchas facultades evangélicas de teología no existe siquiera una asignatura de “espiritualidad cristiana”, como si fuera algo transversal que se aprende solo, y todo se fía a la espontaneidad.

Sin embargo, los discípulos de Jesús le rogaron expresamente: “Señor, enséñanos a orar” (Lc.11,1). Siendo que los judíos eran enseñados a orar desde su infancia, en esa petición estaba implícita la convicción de aquellos hombres de que Jesús oraba con un sentido distinto al que estaban acostumbrados a ver y que esa manera peculiar de entender y vivir la oración modelaba el estilo de vida de Jesús.

La oración cristiana no es un hábito religioso. La oración cristiana es un arte, lleno de vida. Todo arte requiere del conocimiento de cierta “técnica” pero lo fundamental es implicarse en un proceso de aprendizaje de dicho arte. En ese itinerario vital disponemos de la enseñanza del texto bíblico, también de maestros de la oración que viven entre nosotros. Y disponemos felizmente también de una gran cantidad de maestros y maestras del pasado que nos han dejado sus escritos, desde el siglo II hasta nuestros días. Celebrar la experiencia de dos mil años de historia de la Iglesia de Jesucristo para aprender y nutrirnos de herramientas que otros en el pasado nos han legado para fortalecer esta oración, esta espiritualidad que es tan peculiar, única.

 

I. ¿QUÉ ES LA ORACIÓN CRISTIANA?

No toda oración es oración cristiana. No toda espiritualidad es espiritualidad cristiana. “Espiritualidad de espiritualidades, todo es espiritualidad”. Nuestra sociedad postmoderna asocia espiritualidad con “sentirse bien”, bienestar privado, una espiritualidad relajante, de autoservicio, que cada individuo diseña a la carta, tomando elementos de distintas religiones o tradiciones, a la medida de su particular satisfacción. En consecuencia, suele ser también una espiritualidad egocéntrica, en la que el prójimo no cabe, de espaldas al rostro del necesitado, que “nos roba la paz” reclamando compasión.

La espiritualidad cristiana es bien distinta. Su propósito no es conectar con el Cosmos o disolverse en la nada; su propósito es cultivar una relación personal con un Dios personal del que nos da testimonio fiel la Biblia; una relación personal con el Dios de Jesucristo, bajo la guía del Espíritu Santo y que, como extensión nos acerca a nuestros semejantes con el mismo corazón compasivo de Dios. En palabras de Teresa de Jesús: “que no es otra cosa oración mental –a mi parecer-, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama.”[1]

Para dibujar con más detalle el perfil de la oración cristiana, podemos mencionar cuatro características básicas[2]:

En primer lugar, advertir que la oración cristiana no es una iniciativa nuestra, a la búsqueda de Dios. Bien al contrario, nuestra oración es siempre una respuesta a la iniciativa primera de Dios, quien decide entrar en comunicación y relación con los seres humanos (“Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, …” Heb.1,1-2). Por eso definimos la oración como un diálogo; un diálogo que parte de Dios tal como nos muestra la Biblia desde Génesis (“Y oyeron la voz de Jehová Dios que se paseaba en el huerto, al aire del día (…) Mas Jehová llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú?” - 3,8-9) hasta Apocalipsis (“He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” -3,20). Es sorprendente pero ese es el Evangelio: Dios se nos muestra llamando al hombre, pidiéndonos ser escuchado y recibido; desea “tratar amistosamente con cada uno de nosotros”. Por eso la oración cristiana es en primer lugar “escucha”: no acción sino reposo, no palabra sino silencio atento, obediente.

Probablemente esta es su característica más propia y más sorprendente. Basten dos ejemplos de esta verdad esencial: la oración básica que Dios enseñó a Israel era sencilla: “Escucha, Israel” (Deut.6,4-9) y la exhortación de Dios a los discípulos de Jesús fue: “Este es mi Hijo amado; a él oíd.” (Mr.9,7). Dios se revela al hombre, Dios nos habla. Lo hace a través de la Biblia, su Palabra escrita, y a través de Jesús, la Palabra encarnada. Y nos llama a escucharle, como humanidad y a cada uno de nosotros.

En segundo lugar, la escucha de Dios, revelada en su Palabra, nos hace conscientes de su Presencia, la presencia ante nosotros del Dios viviente, Emmanuel, el “Dios con nosotros”. Escuchar la Palabra, “recibir” a Jesús, “la Palabra hecha carne” (y así recibir la adopción de hijos de Dios -Jn.1,12), significa experimentar su vida en nosotros. Esta es la exhortación de la Palabra de Dios: “que habite Cristo por la fe en vuestros corazones” (Ef.3,17), abriéndonos a la expectativa de una vida transformada a semejanza de Jesús: “ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gál.2,20). No es retórica religiosa, es una vivencia real.

En tercer lugar, a partir de la conciencia de la Presencia divina en nosotros, “experiencia de Presencia”, nos abrimos a una comunión personal, íntima, con el Señor. No es una relación entre “iguales”, de colegas, sino asimétrica, una relación entre un Dios santo y nosotros que somos pecadores. Una relación que ilustra Jesús, no a la manera del fariseo que “oraba consigo mismo” (un monólogo, no había diálogo), sino a la manera del avergonzado publicano (Lc.18,9-14), consciente de su condición de pecador.

Paradójicamente, enseña Jesús, esta es la única disposición interior que nos da acceso a la comunión con Dios. Paradójicamente también, en esta actitud, sabiéndonos conocidos por Dios tal y como somos, y también aceptados plenamente al amparo de su amor en Jesús, podemos estar ante el Padre, en diálogo libre y confiado, sin nada que esconder o excusar, y así acercarnos “confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Heb.4,16).

Por último, en cuarto lugar, esta comunión entrañable con el Dios que es amor en Cristo, nos lleva a la “contemplación”, no entendida como una mera experiencia de auto-satisfacción interior sino como el regalo que Dios nos obsequia de percibirlo todo y a todos con sus mismos ojos de misericordia. Así es como la vida de oración, la intimidad privada con Dios se proyecta en apertura compasiva para con nuestros semejantes: “Para esto es la oración, hijas mías; de esto sirve este matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras.” (Teresa de Jesús). Puesto que Cristo habita en nuestra vidas podemos ir desarrollando hacia toda la realidad que nos rodea el mismo corazón que tiene el Señor.


II. ORAR CON EL CUERPO

La teología cristiana ha mirado tradicionalmente al cuerpo con sospecha, cuando no con desprecio. En este punto ha sido más deudora de la filosofía platónica (“el cuerpo es la cárcel del alma”) que del texto bíblico. Hemos sobre-espiritualizado tanto nuestra relación con Dios que a menudo olvidamos que no sólo tenemos cuerpo sino que somos cuerpo; no somos, almas sin hueso (René Padilla), sino personas corporales. Por eso tiene sentido integrar nuestros cuerpos en nuestra vida de oración, personal y comunitaria, tiene sentido ayudarnos de nuestro cuerpo, aprender a orar con nuestros cuerpos. Orar, pues, con el espíritu, orar con el entendimiento (1ªCor.14,15 m) y orar también con el cuerpo. No siempre encontramos las palabras adecuadas para expresar lo que sentimos, no sabemos qué decir ni cómo decirlo, y el cuerpo nos ayuda a hacerlo, también a reforzar el sentido de nuestras palabras. De esto se trata, pues, de una forma de expresión, sin más trascendencia (como si gesto fuese sagrado) pero tampoco menos porque comunica sentimientos genuinos del alma. Y, si bien no es el tema que nos ocupa, otro tanto podría decirse también acerca de la integración del cuerpo en la alabanza.

Curiosamente, mientras que no hallamos rastro alguno en la Biblia de nuestra manera habitual de orar (ojos cerrados, cabeza inclinada, manos unidas), la Escritura recoge no pocas maneras de expresarnos corporalmente en oración:

1. Caminando. Como el profeta Eliseo, mientras oraba para que volviera la vida al hijo de la mujer sunamita (2 R.4,35).

2. De pie. Como Nehemías, los levitas y todo el pueblo, para escuchar la lectura de la Ley y para confesar sus pecados (Neh.9,1-5).

3. Sentados (1 Cr.17,16-NTV). Como el rey David, cuando hizo un pacto con Dios después que Él rechazara su deseo de construirle un templo. La espalda recta (apoyada en el respaldo de la silla), los pies en el suelo (no de piernas cruzadas), las manos abiertas apoyadas en las rodillas.

4. Brazos levantados, con las palmas de las manos hacia arriba. Como Moisés intercediendo en favor de la victoria de Israel contra Amalec, ayudado por Aarón y Hur para que no se cansaran sus brazos (Ex.17,11). Como enseña el apóstol Pablo a Timoteo (1ª Tim.2,8-NTV).

5. Arrodillados. Como Salomón en la dedicación del templo de Jerusalén (1 R.8,54). Como Esdras, arrodillado y con las manos extendidas, confesando el pecado del pueblo (Es.9,5). Como Jesús en Getsemaní (Lc.22,41). Como Pedro, orando para devolver la vida a Dorcas (Hch.9,40)

6. Postrados por completo, con los brazos extendidos. Como Josué a causa del pecado de Acán (Jos.7,6). Como Esdras, postrado y llorando mientras confesaba el pecado del pueblo (Esd.10,1). Como Jesús en Getsemaní (Mt.26,39). Esta es la postura que con más frecuencia aparece en la Biblia.

7. Danzando. Como David delante del pueblo al traer el arca de la Alianza a Jerusalén (2º Sam.6,14). Como enseñan los Salmos (“Alaben su nombre con danza; con pandero y arpa a él canten” -149,3)[3]. Una práctica recuperada de forma creciente en nuestros días en los cultos de iglesias evangélicas de distintas denominaciones (danza de adoración, danza profética, danza de celebración, danza de intercesión o guerra espiritual)[4].

Siendo la oración cristiana un “trato de amistad”, nos expresamos corporalmente ante el Padre como hacemos con las personas que amamos, también con gestos como un abrazo, unas lágrimas compartidas en conduelo, una ovación, etc. Cada una de las posturas corporales mencionadas pueden asociarse fácilmente con nuestros diferentes estados de ánimo. Pueden, por tanto, reforzar las palabras de nuestras oraciones y, más aún, reemplazarlas cuando éstas se revelan insuficientes para canalizar los sentimientos que deseamos comunicar a nuestro Dios.

 

III. ORAR CON MÉTODO

Los cristianos evangélicos, al menos en España, parecemos fiarlo todo en el ámbito espiritual a la espontaneidad, a los impulsos del “corazón”. Cualquier práctica que parezca “preparada” nos suena a ritual, a falsedad. Así, a menudo dejamos el ejercicio de las prácticas espirituales a los impulsos del “corazón”. Nos equivocamos. De hecho, la tradición cristiana no habla de prácticas espirituales sino de “disciplinas” espirituales. Y es que disponemos de tres capacidades: pensamiento (intelecto), sentimiento y voluntad; en ocasiones estamos intelectualmente cansados o anímicamente desalentados y necesitamos que la voluntad “tire” de nosotros para buscar a Dios, de la manera que un enfermo inapetente se “obliga” a alimentarse para recuperar la salud.[5]

Un matrimonio no se mantiene unido con el paso de los años, sólo a impulsos de los sentimientos, los padres no cuidan de sus bebés sólo cuando “sienten el deseo” de hacerlo. En realidad, todas las esferas de la existencia requieren de determinadas pautas, disciplinas, “reglas de vida”; también en el ámbito espiritual.

La disciplina en cuanto a los ritmos en nuestra vida de oración nos resulta en buena medida familiar. Muchos cristianos evangélicos practican habitualmente su “devocional”: un tiempo diario, a solas, dedicado a la meditación de un texto bíblico y la oración. Convendría caminar una milla más, por ejemplo, a la manera sugerida por Henri Nouwen, dedicando a ese periodo devocional una hora cada día, una mañana cada semana, un día cada mes y una semana cada año[6].

En cualquier caso, es importante subrayar que Dios nos pide que le busquemos de forma intencional, a la manera de Daniel: “se arrodillaba tres veces al día, y oraba y daba gracias delante de su Dios, como lo solía hacer antes” (6,10). Y, más aún, tal es el ejemplo de Jesús, “disciplinado” en la práctica de la oración (Mt.14,23; Mr.1,35; Lc.6,12), la lectura de la Escritura y la enseñanza (Mt.11,1; 26,55; Lc.4,15-16; 13,10).

 

IV. ORAR CON LOS OJOS: Oraciones guiadas, leídas

Otra herramienta a la que estamos poco acostumbrados es el uso de oraciones guiadas, oraciones pensadas y escritas por otros que nosotros repetimos y las hacemos nuestras. No acostumbramos a verlo en otros, no nos enseñan esa herramienta y, en consecuencia, no la aprovechamos. Pero pueden ser tan valiosas como aquellas que pronunciamos “cuando nos nace”. “La idea de que la alabanza y la oración espontáneas son en alguna manera mejores, y más reales, que las meditadas y bien ‘trabadas’ es pura tontería. Los salmistas, de hecho, todos los grandes autores de himnos, no estarían en absoluto de acuerdo.”[7]

1. QUÉ ES. Esta oración es un «apoyarse» en oraciones ya compuestas (ej. Padrenuestro, Salmo 23, oraciones escritas de distintos autores, …) de las que la persona se apropia y hace suyas como vehículo de expresión en su diálogo con Dios.

La Biblia está repleta de señales que muestran el uso de estas oraciones “litúrgicas”. Los salmos del Antiguo Testamento son en buena medida liturgias para el templo, muchos de sus títulos son instrucciones para los músicos del templo (¿cómo serían aquellas melodías originales?). Jesús mismo participó de la vida litúrgica de su pueblo y era su costumbre acudir cada sábado a la sinagoga (Lc.4,16). Los eruditos bíblicos están de acuerdo en señalar en las epístolas del Nuevo Testamento algunos himnos primitivos e incipientes confesiones de fe que se usaban en los cultos de las primeras iglesias (1ªTim.1,17; 3,16b), junto a expresiones mucho más espontáneas (1ªCor.12,26; Ef.5,19-20)

2. PROVECHO. Ciertamente este tipo de oración puede convertirse en mera verbalización mecánica, un ejercicio hueco de vana repetición contra el que Jesús advierte (Mt.6,7) y los maestros de oración previenen: “la que no advierte con quién habla y lo que pide y quién es quien pide y a quién, no la llamo yo oración, aunque mucho menee los labios” (1M.1,7). Pero esa misma oración puede también cobrar plena intensidad y carácter personal en la medida que la persona se sirve de esas “fórmulas” para encontrar las palabras adecuadas con las que expresar su interioridad. De la persona depende: será auténtica y “eficaz” en la medida que el entendimiento y el corazón de la persona son conscientes de a quién se ora, qué se pretende con la oración y no se trata sólo de un ejercicio mecánico, sea realizado en voz alta o en silencio.

Hoy disponemos de multitud de recursos en papel y en internet, libros de oraciones para cada mañana y cada noche del año (importante asegurarnos de la teología del autor). Por lo demás el modo de realizarlas es bien sencillo: leyendo lentamente, saboreando cada frase, considerando su significado, apropiándonos de él y llevándolo ante Dios como nuestro.

Seguimos a Richard Foster en su mención de varios aspectos provechosos de esta manera de orar[8].

1) Todos pasamos por momentos de desierto espiritual, tiempos de crisis personal o de fe, en los que no tenemos facilidad para expresar en palabras nuestros sentimientos. Estas oraciones sirven como guía, son una mano amiga de la que podemos dejarnos llevar mientras se aclara el corazón o la crisis interior se sosiega.

2) Estas oraciones recogen un amplio abanico de necesidades y situaciones, personales, comunitarias, nacionales o mundiales. De ese modo, esta oración nos libra de la mirada egoísta para mirar más allá de nuestras propias necesidades, y hacernos sensibles a la realidad doliente de la humanidad, así los semejantes más cercanos como aquellos que sufren al otro lado del planeta.

“Acuérdate, Señor, de todos los infantes, los niños, los jóvenes, los de mediana edad y también del anciano, del hambriento, del enfermo, del sediento, del desnudo, del cautivo y el desvalido de este mundo. Auxilia a los que son tentados al suicidio, a los enfermos del alma y al desesperado. Acuérdate de los que están en prisión y de los que están bajo sentencia de muerte. Acuérdate de las viudas y los viudos, los huérfanos y los que viajan a tierra extranjera. Recuerda a los que en este día trabajan bajo condiciones opresivas. Acuérdate del solitario.”[9]

3) Estas oraciones nos ponen a salvo de cualquier tentación de lucimiento personal, de toda forma de “santa vanidad”. Y del mismo modo, nos aleja de la fascinación por la elocuencia de otros. Servirnos de oraciones que ya otros elaboraron nos ayuda a centrarnos más en Dios y menos en nosotros mismos o en otros.

4) Estas oraciones nos ayudan a no confundir la familiaridad con Dios con el compadreo irreverente. Él mismo nos invita a llamarle “Abba, Padre” al tiempo que nos recuerda su Majestad. La formalidad de esta oración nos ayuda a recordar esa doble dimensión de nuestro trato con Dios.

A estos argumentos ofrecidos por R. Foster podríamos añadir muchos otros. Pero nos limitaremos a destacar una práctica que podríamos situar a medio camino de la oración espontánea y la previamente escrita: aquellos textos que nosotros hemos escrito dirigidos a Dios en oración a modo de una carta. Para algunas personas esta práctica les ayuda a concentrarse en la oración, les facilita el sentir de intimidad con el Padre, les permite meditar en el propósito de cada frase, … Volviendo a estas oraciones pasado un tiempo, guardadas a modo de Diario/Correspondencia, les muestra el progreso de su relación más personal con Dios y pueden hacerlas suyas de nuevo cuando sea necesario.


V. ORAR CON LA BIBLIA: Lectio divina

La referencia primera y obligada de la espiritualidad cristiana así como de la práctica de la oración es la Biblia, la palabra de Dios. Sin ella, toda espiritualidad deviene mera subjetividad, cuerpo sin esqueleto que lo sostenga (von Balthasar). Pero no cualquier estudio de la Escritura nos acerca a su Autor, ni abre la puerta al diálogo vital con Él. Hablamos de “oración meditativa” para referirnos a una lectura de la Biblia cuyo propósito es experimentar a Dios en la lectura, un “conocimiento que genera amor”[10]. Se trata de “leer espiritualmente”, permitiendo que Dios nos lea a nosotros mientras leemos su Palabra. Para ello, centrados en Jesús, Palabra encarnada, es menester dar lugar a la intervención del Espíritu Santo, quien convierte el logos siempre objetivo, verdadero, de valor universal, en rhema, palabra dirigida por el Espíritu, de aplicación personal y concreta.

La Lectio divina ofrece desde hace siglos una práctica de meditación cristiana que alienta el diálogo íntimo y transformador con Dios a través del texto bíblico. El método más conocido de lectio divina es del monje cartujo Guigo II, del siglo XII, con sus cuatro momentos característicos de lectio, meditatio, oratio, contemplatio.

 

Lectio. Me pregunto qué dice el texto, leyendo de manera atenta y sin prisa. Para comprender la Palabra y descubrir lo que Jesús quiere enseñarme a través del texto.

 

Meditatio. Me pregunto qué me dice el Señor con su Palabra para interiorizar su mensaje, y aplicarlo a mi propia vida.

 

Oratio. Me pregunto qué quiero decirle al Señor después de haber escuchado su Palabra para dialogar con Dios en términos de alabanza, arrepentimiento, súplica, ...

 

Contemplatio. En palabras de Guigo: “la contemplación es como la elevación del alma sobre sí misma, que, suspendida en Dios, saborea las delicias de la dulzura eterna.”[11] Es disfrutar de la presencia de Dios, en términos de adoración. No aceptemos la idea de que esta vivencia está reservada a espíritus selectos. No es muy distinta de la que todos hemos vivido en ocasiones, sentados al lado de nuestra pareja o un buen amigo, después de haber conversado de lo divino y de lo humano, y nos entregamos a un silencio compartido, disfrutando “simplemente” de la cercanía cordial de su presencia.

 

Pongamos un ejemplo de esta actitud contemplativa. Estoy en casa solo y tengo toda la tarde por delante. Me siento en un sillón y tomo en mis manos un álbum de fotos antiguas. En una primera pasada voy mirando las fotos una tras otra, reconociendo las personas que allí aparecen y las situaciones en que nos encontrábamos.

   De repente hay una foto que llama poderosamente mi atención. Dejo ya de pasar las hojas del álbum y me detengo en esa foto especial. Me quedo mirándola largamente. Recuerdo alguna anécdota de lo que pasó ese día en que se tomó la foto. Me fijo en los detalles, la sonrisa de uno, la cara de disgusto de otro, las modas ridículas que se usaban entonces.

   Conforme voy “meditando” en esa foto, me empieza a invadir un sentimiento de ternura y bienestar. ¡Qué bien lo pasamos! ¡Qué gente tan magnífica! ¡Qué suerte haberles conocido! ¡Cuánto tiempo sin verles! Dejo ya de fijarme en los detalles, para captar la imagen en su globalidad. Mi mente se queda en blanco y me entrego a ese vago sentimiento de añoranza que me hace sentirme en paz y alegre. He alcanzado la fase de contemplación.

   (….)

   Pero este momento de contemplación no nos aleja de la realidad, no nos sumerge en un mundo de fantasías, sino que nos devuelve más lúcidos a la realidad, más conscientes de quiénes somos y de cuál es el sentido de nuestra vida.

   Volviendo al ejemplo de la fotografía, es muy probable que al acabar la contemplación sienta unas ganas muy grandes de coger el teléfono y llamar a alguna de esas personas de la foto a quienes no veía hace tiempo. La contemplación me ha dinamizado y me ha cargado de motivos para entrar en contacto con ellas.[12]


VI. ORACIÓN CON EL SILENCIO: ORACIÓN DE ESCUCHA

 

La doctrina de la luz interior no ha sido enseñada de modo suficiente.

Al creyente individual, que por el mismo hecho

de su relación con Cristo, está revestido del Espíritu Santo de Dios,

se le concede la impresión directa del Espíritu de Dios

sobre el espíritu del hombre, impartiendo el conocimiento

de su voluntad en materias de importancia pequeña

y grande. Esto es lo que hay que buscar y aguardar.

(G. Campbell Morgan)[13]

 

1. REIVINDICACIÓN DEL SILENCIO – PARA ESCUCHAR A DIOS. El silencio no tiene mucho lugar en nuestra vida cúltica ni en la vida devocional privada. La tradición evangélica gira en torno a la palabra, sea pronunciada, escuchada, cantada, …Sin embargo el silencio es imprescindible para introducirnos a su vez en la oración contemplativa, la oración de escucha de Dios en nuestro “santuario del alma”.

Ciertamente, no todo silencio nos ayuda a oír la voz de Dios. En muchas de las llamadas espiritualidades contemporáneas el silencio tiene como propósito vaciar la mente, la anulación de la conciencia en cualquiera de sus muchas variantes. Por el contrario, el silencio cristiano es un silencio lleno de vida, de diálogo, porque su expectativa es disfrutar de un encuentro personal con el Dios que nos habla: “… el alma gusta de estarse a solas con atención amorosa a Dios sin particular consideración, en paz interior y quietud y descanso, y sin actos y ejercicios de las potencias, memoria, entendimiento y voluntad -a lo menos discursivos, que es ir de uno en otro-; sino sólo con atención y noticia general amorosa que decimos, sin particular inteligencia y sin entender sobre qué.”[14]

S. Kierkegaard señala que la ventaja del hombre respecto de los animales es la de poder hablar pero respecto de Dios y de la oración, es vital que el hombre aprenda el arte de poder callar. “Rezar no es oírse hablar a sí mismo, sino llegar a callarse y, permaneciendo callado, aguardar: hasta que el orante oiga a Dios.”[15] Este arte de guardar silencio para permanecer a la escucha obediente es la expresión más elocuente de que buscamos primeramente el reino de Dios, la sabiduría de Dios: “el temor de Dios es el comienzo de la sabiduría, y el silencio es el comienzo del temor de Dios.”[16]

Dietrich Bonhoeffer, en un contexto teológico y social bien distintos, advierte en el mismo sentido: “Del mismo modo que existen en la jornada del cristiano determinadas horas para la palabra, especialmente las horas de meditación y de oración, deben existir también ciertos momentos de silencio, a partir de la palabra.”[17]

Tampoco oiremos la voz de Dios si meramente permanecemos callados. Se requiere pureza de corazón (Sal.24,3-4; Mt.5,8). “La pureza de corazón es querer una sola cosa” (Kierkegaard). “Solo tengo una pasión; es Él, y sólo Él” (Zinzendorf). En definitiva, un anhelo intenso de intimidad con Dios, aunque ante su luz quede manifiesto nuestro pecado, nuestra carnalidad, … y precisamente por esto, porque el anhelo de nuestro ser es la intimidad con el Dios santo y puro.[18]

2. ORACIÓN DE ESCUCHA. Podemos señalar tres “momentos” en el proceso vital de esta oración.[19] Así como hablamos de RCP en medicina (Reanimación Cardio Pulmonar), podemos en este contexto hablar de RCE (Recogimiento, Contemplación, Escucha).

2.1. RECOGIMIENTO. Es necesario que nos “centremos”[20], “estar presentes en el lugar donde estamos”, “retirarnos interiormente”, según expresiones habituales de los primeros cuáqueros o, como decimos nosotros: “estar a lo que estamos”: desatender cualquier distracción, pensamiento o emoción, para ser completamente conscientes de la presencia de Dios: “En Dios solamente está acallada mi alma” (Sal.62,1). “Si quieres oír en ti la palabra paterna, misteriosa y confidencial, que se te dice en un secreto susurro en lo más íntimo del alma, es preciso que en ti y a tu alrededor se haya calmado toda tormenta: que seas una oveja dulce, tranquila, sumisa; que pierdas tus furores y escuches con tranquila dulzura esta voz amable.”[21]

Ese “recogernos” en su presencia trae sobre nosotros un sentimiento gozoso de entrega, de rendición de nuestras vidas en sus manos amorosas. A menudo traerá también una conciencia más clara de nuestros pecados y nos moverá felizmente al arrepentimiento y la confesión, de modo que nuestra intimidad con Él quedará libre de impedimentos.

No hace falta decir qué difícil resulta conseguir ese “recogimiento” cuando estamos acostumbrados más bien a una vida de ruido y dispersión; apenas buscamos un mínimo reposo, nos asaltan multitud de pensamientos que demandan nuestra atención. Pero cierta constancia en la práctica nos ayudará a llegar al punto en que podamos decir con San Juan de la Cruz: “estando ya mi casa sosegada” (Noche oscura del alma). “El susurra tierna y serenamente. Sólo el alma que se queda tranquila en la presencia de Dios puede percibir su voz y dirección.”[22] Es imprescindible disciplinarnos para buscar reposo y guardar silencio ante el Señor y así oír Su voz: Párate y oye a Cristo. / Párate y escucha su tierna voz, / acalla el ruido que silencia sus palabras. Párate y oye su voz.[23]

2.2. CONTEMPLAR DENTRO AL SEÑOR. Cuando estamos “centrados”, podemos ya dedicar nuestra atención enteramente al Señor. ¿Dónde hallarle? Dentro de nosotros, en el “santuario interior del alma”. Dicho en términos habituales de los primeros cuáqueros: “vueltos internamente al Señor”[24]. Él mora en nosotros, esa es su promesa. “El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Jn.14,23); “… que habite Cristo por la fe en vuestros corazones” (Ef.3,17); “Cristo en vosotros, la esperanza de gloria” (Col.1,27).

“Dios sólo puede ser hallado en lo profundo del interior, en el centro de nosotros mismos que es el Sancta Sanctorum donde Él habita.”[25] “Vuelve tu mirada hacia tu corazón, y tu corazón encontrará a su Salvador, su Dios, en su propio interior. No ves, oyes ni sientes nada de Dios, porque lo buscas fuera con tus ojos externos; lo buscas en libros, en controversias, en el templo y en ejercicios exteriores, pero ahí no lo encontrarás, en tanto no lo hayas encontrado en tu corazón. Búscale en tu corazón, y nunca buscarás en vano, pues ahí mora, ahí está la sede de su Luz y de su Espíritu.”[26] Así cantamos: “No busques a Cristo en lo Alto / ni tampoco en la multitud /Muy dentro de ti / en tu corazón/ puedes alabar a tu Señor.”

“Contemplar al Señor habla de una mirada del corazón constante y hacia adentro, enfocada hacia Dios, el centro divino. Nos complacemos en la calidez de la presencia de Dios. Nos sumergimos en el amor y el cuidado de Dios. El alma, introducida en el lugar santo, se asombra por lo que ve.”[27] 

2.3. ESCUCHA. Al amparo de la gracia del Padre en su Hijo Jesucristo, podemos “prestar atención hacia adentro”, quedar a la escucha de su voz, libres de todo temor. Su perdón y nuestra adopción nos permiten estar ante su presencia en intimidad sin miedo a su santa Majestad.

Quedamos, pues, a la escucha, en palabras de los primeros cuáqueros: “esperando en Dios”. En palabras del salmista: “Oh Jehová, de mañana oirás mi voz; de mañana me presentaré delante de ti, y esperaré.” (5,3). Se trata ahora de discernir la voz viviente de Dios para cada uno en particular. Desde luego, no es fácil. En este ámbito de subjetividad nuestros propios pensamientos o deseos pueden ocupar la verdadera voz del Padre. Y, desde luego, no hay “técnicas” que resuelvan esa dificultad. La Palabra revelada en la Escritura nos ayudará en ocasiones a discernir la autenticidad del contenido que escuchemos: no puede ser contradictorio con lo que Dios ya nos ha revelado en la Biblia. Pero no siempre será suficiente. Más bien se trata de ir aprendiendo con el ejercicio, la práctica, a la manera que un bebé aprende a reconocer la voz de sus padres, a la manera de Samuel, desde su torpeza juvenil a su experiencia madura (1ª Sam. 3,4-7; 8,7-10). El Padre quiere comunicarse con cada uno de nosotros de manera que si somos humildes de corazón, Él nos ayudará a oír su voz.

Dallas Willard sugiere varios factores que nos ayudan a reconocer la voz de Dios[28], en alguna medida del mismo modo que aprendemos a reconocer la voz de una persona en particular: la calidad de su voz (timbre, volumen, fluidez, …), su “espíritu”, su personalidad (apasionado, frío, quejoso, tímido, …) y, por último, su contenido (el tipo de información que transmite).

La voz de Dios nos llega normalmente en forma de pensamientos o percepciones que vienen a nosotros con una calidad especial, una autoridad que no presiona sino convence serenamente. El “espíritu” de la voz de Dios refleja su carácter y nos transmite paz, confianza; es dulce y sereno, no atropella ni espanta. Su contenido, en cualquier caso estará en sintonía con la verdad de la Escritura, el carácter de Dios y los valores de su reino.


VIII. ORACIÓN DE EXAMEN

“En la quietud del descanso nocturno examinaos el corazón” (Sal.4,4b–NVI)

El sentido más habitual de esta oración es el “examen de conciencia”, a menudo menospreciado en el contexto evangélico por sus resonancias católicas. Cuando el examen de conciencia se realiza a la luz de la Palabra de Dios, iluminada por el Espíritu Santo, es un ejercicio reparador y bendecido, nos ayuda a conocernos mejor, aún en nuestro pecado que, ante el Dios de toda gracia, perdonado y limpiado.: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno” (Sal.139,23-24). De otro modo, el examen de conciencia es mera introspección que a menudo peca por exceso o por defecto, por indulgencia o por condena enfermiza.

Personajes tan dispares como Martin Lutero o Ignacio de Loyola recomendaban pautas similares para el examen de conciencia: considerar las experiencias del día a la luz de los Diez Mandamientos o de la oración del Padre Nuestro, dejando que cada mandamiento, o cada frase de la Oración sirvan de espejo ante el que mirarnos, guiados por el Espíritu Santo.

Otra sencilla pauta de preguntas personales puede ayudarnos en la reflexión:

 Reflexionando en el día que termina, muéstrame Señor:

1. Dónde has estado trabajando en mi vida.

2. En qué maneras he experimentado tu bondad, tu cuidado.

3. Cuándo he oído tu voz.”[29]



[1] Teresa de Jesús: Libro de la vida, V 8,5. In Obras completas. Madrid: Editorial de Espiritualidad, 2000. Pg. 46.

[3] “Durante mil años los cristianos tuvieron una danza llamada tripudium que acompañaba a muchos de sus himnos. Conforme los participantes del culto cantaban, entrelazaban sus brazos y daban tres pasos hacia adelante, uno hacia atrás, tres hacia adelante, uno para atrás. Al hacerlo proclamaban en realidad una teología con sus pies. Declaraban la victoria de Cristo en un mundo malo, una victoria que avanza, sin retrocesos.” Richard Foster: La oración. Miami: Editorial Caribe, 1994. Pg. 145.

[5] Son reflexiones inspiradas en textos de Evelyn Underhill. Cfr. Richard Foster y Bryan Smith: Devocionales clásicos. El Paso, TX.: Editorial Mundo Hispano, 2004. Pgs. 132-139.

[7] Michael Wilcock: Salmos 1 – 72. Barcelona: Publicaciones Andamio, 2012. Pg. 51. El autor escribe a propósito de su comentario al Salmo 6, que está redactado aprovechando los recursos literarios del paralelismo y del quiasmo (lit. cruce). Es anglicano evangélico.

[8] Richard Foster: La oración. Miami: Editorial Caribe, 1994. Pgs. 131-133.

[9] Oración de Lancelot Andrews (1555-1626). Citado por Richard Foster y Bryan Smith: Devocionales clásicos. El Paso, TX.: Editorial Mundo Hispano, 2004. Pg. 93.

[10] M. HERRÁIZ GARCÍA, “Oración mental (meditación)”, en C. Rossini-P. Sciadini (eds.) Enciclopedia de la oración, San Pablo, Madrid 2014, pg. 267.

[11] Juan Manuel Martín-Moreno: Orar con los Salmos. Bilbao: Ediciones Mensajero, 2011. Pg. 110.

[13] G. Campbell Morgan: La perfecta voluntad de Dios. Terrassa: Clie, 1984. Pg. 103.

[14] San Juan de la Cruz: Subida del Monte Carmelo II, 13, 4. In Obras completas. Madrid: B.A.C, 1994. Pg. 327.

[16] Soren Kierkegaard: Los lirios del campo y las aves del cielo. Madrid: Editorial Trotta, 2007. Pg. 172.

[17] Dietrich Bonhoeffer: Vida en comunidad. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1982. Pg. 61.

[18] “Este recogimiento siempre va acompañado por una renovación de pureza, de luz, de gracia y de virtudes. ¡Qué delicia es este recogimiento! A él sirven todas las prácticas y obras exteriores; en él desembocan; sin él tienen poco poder y no mucha virtud, porque aunque en todo tiempo haya que ejercitarse en toda clase de buenas prácticas y obras, ante todo ha de estar la mira puesta en este recogimiento interior. Entonces es cuando se lleva a cabo plenamente la verdadera Dedicación [renovación del alma].” Johannes Tauler (hacia 1300-1361): Sermones. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2010. Pg. 107.

[19] Cfr. Richard Foster: Santuario del alma. El Paso, TX.: Editorial Mundo Hispano, 2012.

[20] “En un contexto cuáquero, ‘centrarse’ significa liberarse de todas las distracciones y sentimientos; llegar a estar plenamente presentes en lo que está sucediendo aquí y ahora; silenciar nuestra mente que está divagando por senderos serpenteantes y silenciar nuestra boca que está llena de muchas palabras.” Richard Foster: Santuario del alma. El Paso, TX.: Editorial Mundo Hispano, 2012. Pg. 45.

[22] Andrew Murray: La nueva vida del cristiano. Betania 1989, pg. 103.

[23] Edwin T. Childs, 1984.

[24] Robert Barclay: Esperando en el Señor. La Biblioteca de los Amigos: www.bibliotecadelosamigos.org. Pg. 38.

[25] Madame Guyon (1648-1717): El modo breve y muy sencillo de orar. Madrid: MARRONYAZUL, 2021. Pg. 28.

[26] William Law (1686-1761): El espíritu de oración. Madrid: Yatay Ediciones, 1999. Pg. 53.

[27] Richard Foster: Santuario del alma. El Paso, TX.: Editorial Mundo Hispano, 2012. Pg. 59.

[28] Dallas Willard: Escuchar a Dios. Buenos Aires: Editorial Peniel, 2016. Capítulo 8. Pgs. 249-289.

[29] Cfr. https://www.24-7prayer.com/dailydevotional Consultado el 2 de Noviembre de 2021.

miércoles, 26 de junio de 2024

CAÍDOS EN LA GRACIA, PARA AGRACIAR

1. LA HISTORIA DE “LOS MISERABLES”: JEAN VALJEAN y JAVERT. Jean Valjean fue huérfano siendo un niño, adoptado por unos familiares cargados de niños y sumidos en la pobreza. Robó un pan para darles de comer y fue llevado a prisión. Durante 19 años se sucedieron prisiones y fugas. Acogido por un obispo piadoso (“No estudiaba a Dios; dejaba que lo deslumbrase”[1]) para pasar una noche, le robó unos cubiertos de plata y huyó. Fue detenido y llevado a presencia del obispo que afirmó no sólo que le había regalado los cubiertos, sino que le recordó que “se había olvidado” dos candelabros de plata y se los entregó también. Aquel gesto de gracia comenzó a quebrarle por dentro y aunque poco después robó a un niño, a los pocos instantes se quebró para siempre: el impacto de la gracia le transformó: “Andando el tiempo, me salvaron la indulgencia y la bondad, igual que me había perdido la severidad.”[2]

Javert en cambio era un hombre justo. Para consigo mismo y para con los demás sin excepción. Encarnaba la expresión: “Fiat iustitia, pereat mundus” (“Hágase la justicia aunque perezca el mundo”). Una interpretación benévola de la frase la ofreció Kant[3] pero a menudo se ha interpretado como un ejercicio inflexible, implacable, de la ley. Así era el inspector de policía Javert: un hombre de una “honradez implacable”[4], un hombre convencido de que: “ser bueno es muy fácil; lo difícil es ser justo”[5]. “El ideal de Javert no era ser humano, ser grande, ser sublime; era ser irreprochable.”[6] Javert persiguió a Jean Valjean toda la vida y le dañó todo lo que pudo. Pero cuando Jean Valjean pudo matar a Javert, le perdonó la vida. Esa gracia recibida era incomprensible para Javert: “Prefiero que me mate.”[7] Poco más tarde, aturdido por el impacto de la gracia recibida también Javert dejó escapar a Jean Valjean pero aquellos dos gestos eran “para su conciencia rectilínea, algo semejante al descarrilamiento de trenes”[8]: “Su alma presenciaba la aparición de todo un mundo nuevo: la buena obra aceptada y devuelta; la abnegación; la misericordia; la compasión violentando a la austeridad; la aceptación de personas; no más condenas definitivas; no más condenados a los infiernos; la posibilidad de una lágrima en los ojos de la justicia, una justicia no sabida, una justicia según Dios, en sentido inverso de la justicia de los hombres. Divisaba entre las tinieblas el amedrentador amanecer de un sol ético desconocido; lo espantaba y lo deslumbraba. Búho forzado a mirar con ojos de águila.”[9] Finalmente, no pudo soportar el colapso que la gracia había producido en él y desesperado, se quitó la vida lanzándose al río Sena.

 

2. LA HISTORIA DE LOS DOS HERMANOS (Lucas 15,11-32). Esta historia la contó Jesús: la historia del hijo pródigo que volvió a la casa del padre y, a pesar de sus muchas culpas, fue amparado por el abrazo acogedor de su padre, a quien no le importó manchar su ropa con el barro que cubría a su hijo. Esa historia tiene un segundo protagonista, que me recuerda mucho a Javert: el hermano mayor. 

El hermano mayor era impermeable a la gracia que reinaba en el hogar. No percibía la gracia que le rodeaba, no se daba cuenta que también era amado con generosidad: “Hijo, tú siempre estás conmigo [y yo contigo], y todas mis cosas son tuyas.” (Lc.15,31). ¡Qué triste! Sumergido en una atmosfera de misericordia no era capaz de percibirla, ni tampoco de disfrutarla. Era un agraciado desgraciado porque ignoraba que lo era.

Puesto que no la percibía, tampoco la ofrecía a otros. No compartía la alegría del padre, era un agraciado sin gracia, un legalista implacable. Y ante el regreso del hermano “que ha consumido tus bienes con rameras” (v.30), su actitud fue de enojo y a pesar de los ruegos de su padre se negó a participar de aquella fiesta, que a su parecer era a todas luces excesiva, injusta, inmerecida (v.28). “Hay mucho resentimiento entre los ‘justos’ y los ‘rectos’. Hay mucho juicio, condena y prejuicio entre los ‘santos’.”[10]


3. ¿QUÉ DE NOSOTROS? Nosotros nos movemos entre la gravedad y la gracia: “Todos los movimientos naturales del alma están regidos por las leyes análogas a las de la gravedad material. La gracia es la única excepción.”[11] Sólo la gracia no “cae”, la gracia eleva y nos eleva.

Vivimos tiempos de confusión moral y ese clima despierta un anhelo de firmeza, rotundidad, “al pan, pan”. La misericordia no tiene buena prensa, tampoco en la Iglesia, donde se la descalifica a menudo como “buenismo”, debilidad, falta de amor a la verdad. Pero nosotros somos hijos de la gracia, llamados a agraciar a nuestros semejantes en nombre de la gracia recibida de Dios en su hijo Jesucristo.

Todos nosotros hemos sido agraciados por Dios en su Hijo Jesucristo. Vivimos a diario de su gracia, misericordia, perdón, compasión. Dios nos libre de olvidar sumergirnos a diario en esta asombrosa verdad para que, siempre conscientes, podamos desarrollar “la disciplina de la gratitud”[12], la disciplina de la alegría, para con nosotros mismos y para con los demás.

Dios nos libre de convertir el anhelo de pureza en una actitud de crudeza (Troadec). Dios nos libre de un legalismo que destruya a las personas, al viejo grito del “cúmplase la ley aunque perezca el mundo”. Dios nos libre de hacernos culpable del reproche que Dostoyveski pone en labios de un personaje: “No tiene usted ternura. Sólo busca la verdad y por ello se vuelve injusto.”[13]. Dios nos libre de confundir la gracia con el tiro de gracia.

Los hombres y mujeres de esta sociedad son culpables de muchas cosas pero nuestra mirada sólo puede ser compasiva, a la manera de Jesús, quien las veía “como ovejas que no tienen pastor” (Mt.9,36); a la manera de Jesús que compartía mesa con pecadores porque estaba interesado en los enfermos y no en los sanos, y que reclamaba a sus discípulos: “aprended lo que significa: misericordia quiero, y no sacrificio” (cfr. Mt.9,11-11).

Qué terrible verdad: “El número de personas que han huido de la iglesia debido a que es demasiado paciente o compasiva es insignificante; el número de personas que han huido porque les resulta demasiado implacable, es trágico.”[14]

 

Mi respuesta. Si tuviera que dejar a la iglesia un mensaje final de mi ministerio sería éste: el ejercicio de la misericordia para con nuestros semejantes, a impulso de la misericordia recibida de Dios en su Hijo Jesús. Jean Valjean siempre llevó consigo hasta el final de sus días los dos candelabros de plata que le regaló el obispo, para no olvidar la gracia recibida que cambió su vida. Nosotros debemos tener presente a diario la cruz donde la gracia de Dios se ha derramado sobre todos nosotros.

Como iglesia nos hallamos ante un tremendo desafío: “Vivir en la sabiduría de la ternura [de Dios]aceptada [por mí].”[15] En otras palabras: ser una comunidad restauradora, una iglesia-hospital, aceptar a las personas en transición, respetar el proceso de cada persona con Dios, mirar el rostro del otro como lo miraría Jesús.



[1] Victor Hugo: Los miserables. Volumen 1. Madrid: Alianza Editorial, 2022. Pg. 73.

[2] Victor Hugo: Los miserables. Volumen 1. Madrid: Alianza Editorial, 2022. Pg. 311.

[3] Immanuel Kant: “La paz perpetua” In: Contestación a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? Barcelona: Taurus, 2019. Pg. 63. “Y dicha frase es un principio jurídico muy valiente, principio que corta todo camino sinuoso trazado por la astucia o la fuerza. Es, sin embargo, necesario que se la entienda bien, no interpretándola como un permiso que se nos otorgue para que hagamos uso de nuestro derecho con el mayor de los rigores (cosa que contradiría todo deber ético), sino como la obligación que tienen los poderosos de no negar o disminuir a nadie su derecho por compasión o antipatía.”

[4] Victor Hugo: Los miserables. Volumen 1. Madrid: Alianza Editorial, 2022. Pg. 199.

[5] Victor Hugo: Los miserables. Volumen 1. Madrid: Alianza Editorial, 2022. Pg. 241.

[6] Victor Hugo: Los miserables. Volumen 2. Madrid: Alianza Editorial, 2022. Pg. 539.

[7] Victor Hugo: Los miserables. Volumen 2. Madrid: Alianza Editorial, 2022. Pg. 442.

[8] Victor Hugo: Los miserables. Volumen 2. Madrid: Alianza Editorial, 2022. Pg. 541.

[9] Victor Hugo: Los miserables. Volumen 2. Madrid: Alianza Editorial, 2022. Pg. 539.

[10] Henri Nouwen: El regreso del hijo pródigo. Madrid: PPC Editorial, 2011. Pg. 78.

[11] Simone Weil: La gravedad y la gracia. Madrid: Caparrós Editores, 1994. Pg. 23.

[12] Henri Nouwen: El regreso del hijo pródigo. Madrid: PPC Editorial, 2011. Pg. 93.

[13] F. Dostoyevski: El idiota. Barcelona: Editorial Juventud, 2007. Pg. 516.

[14] Brennan Manning: El impostor que vive en mí. Buenos Aires: Editorial Peniel, 2019. Pg. 165.

[15] Brennan Manning: El impostor que vive en mí. Buenos Aires: Editorial Peniel, 2019. Pg. 89.

sábado, 22 de junio de 2024

DE HIELES Y MIELES EN EL MINISTERIO CRISTIANO

Placer verdadero es servir al Señor,

no hay obra más noble

ni paga mejor

(Himnario de las iglesias evangélicas)

 

“Servid a Jehová con alegría”. Esto dice la Biblia. Esta es la invitación de Dios a sus siervos. Habrá que servirle, pues, con integridad, abnegación, renuncia y sacrificio, aún hasta la muerte si fuera necesario. Pero también con alegría, con agrado, de buen grado, “de buena gana” (1ªP.5,2 -Dhh).

 

1. ¿POBRE DE MÍ?

No comparto el tono victimista con que hablamos en ocasiones del ministerio cristiano, del ministerio pastoral en concreto. No es fácil el ministerio, bien lo sé tras casi cuarenta años de dedicación pastoral “a tiempo completo”. En iglesias pequeñas que no pueden sostener económicamente a su pastor, el esfuerzo se multiplica porque los pastores deben ser bi-empleados (bi-vocacionales es una expresión fallida: las personas podemos tener dos empleos pero sólo tenemos una vocación). En iglesias grandes que sostienen a su pastor, éste se siente en la permanente necesidad de justificar con mucho esfuerzo propio el esfuerzo económico de la iglesia. En estas iglesias grandes el cuidado de todos sus miembros resulta agotador por inabarcable. En las iglesias pequeñas no hay límite a la atención de los pocos miembros en sus necesidades. Podríamos seguir mencionando exigencias, desafíos, conflictos, …

Y con todo, el Padre celestial nos invita a servir con alegría. No hacerlo así lleva al agotamiento, la renuncia y, aún peor, la amargura o el cinismo que son, en última instancia, frutos de la incredulidad.

Quizás haya algo aún más lamentable: la imagen negativa que proyectamos a otros del ministerio pastoral. Cuando todo son lamentos, suspiros o quejas, ¿cómo pretendemos alentar a quienes comienzan a preguntarse si el Señor Jesucristo les llama a servirle en el ministerio pastoral? Deberíamos preguntarnos si la impresión que ofrecemos de nuestra experiencia ministerial alienta a otros o más bien les desanima.

 

2. NO ES EL COMPROMISO, ES EL ENTUSIASMO

De la percepción negativa de nuestro ministerio no nos librará por sí solo el sentido de compromiso, la severa responsabilidad. Ese es un estímulo insuficiente, se agota más o menos pronto. Algunos pastores “están comprometidos pero ya no ilusionados”. Sólo nos sostendrá el entusiasmo, la alegría.

Y el entusiasmo no lo alimentan la admiración o parabienes de quienes nos rodean. Todo eso es pasajero, fluctuante. A veces, simplemente tampoco los merecemos. El fuego del entusiasmo sólo lo aviva la intimidad personal con Jesús. No, no es una frase hecha ni un recurso fácil, ni una verdad elemental: es la esencia misma de la motivación ministerial si ha de ser sostenida en el tiempo, en todo tiempo. “En este mundo donde los hombres nos olvidan, cambian sus actitudes hacia nosotros según les dicten sus intereses privados, y revisan su opinión acerca de nosotros por la causa más banal, ¿no es acaso una fuente de maravillosa fortaleza el saber que el Dios con el que tenemos que ver no cambia, que su actitud hacia nosotros ahora es la misma que tenía en la eternidad pasada, y tendrá en la eternidad por venir?”[1]

Aún podemos ir un poco más lejos, sin faltar a la verdad: esencialmente, nuestro único ministerio es Jesús mismo. Él, conocerle a Él, ser transformados por Él, a semejanza suya, permaneciendo ante Él, centrados en Él; Él, única meta, único propósito y única y suficiente recompensa de todo ministerio. Cualquier otra motivación será como una llamita que el viento apagará al menor soplido. Por eso, una vez más merece la pena considerar la respuesta de la madre Teresa de Calcuta al periodista que le preguntó: “¿Dé dónde le viene su vocación por los pobres?” Aquella mujer menuda respondió sin vacilar: “No, mi vocación no son los pobres; mi vocación es pertenecer a Cristo …. y el trabajo que hago por los pobres es mi amor por Jesucristo puesto en acción.”[2]

“Cristo es mi pasión, Él es mi recompensa”, cantamos en nuestras iglesias. Este fue el lema del conde Zinzendorf y los hermanos moravos, allá por el siglo XVIII: “Solo tengo una pasión, es Él y sólo Él”. Eso es todo y es suficiente para mantener avivar la llama del entusiasmo, para mantener vivo el gozo de servirle a Él, cualquiera sea el ministerio que nos haya encomendado.

 



[1] A.W. Tozer:El conocimiento del Dios santo. Miami: Editorial Vida, 1996. Pg. 61.

martes, 18 de junio de 2024

¿CONVENCIDOS DE SU AMOR? 1ª Juan 4,16b-21

 

Como un perrito que, asustado, huye del abrazo de quienes le aman cuando le sobresalta un estruendo, así nos sucede a algunos de nosotros con nuestro Padre celestial: no confiamos del todo en su abrazo, en el abrazo incondicional del padre al hijo pródigo, al que mira como hijo mientras éste se siente como un cerdo. Es comprensible: qué difícil entender que Dios nos ama de manera perfecta, cuando las relaciones humanas dan motivo para temer y desconfiar y son causa de decepciones y desengaños. Pese a todo, podemos alcanzar una comprensión más honda y viva del amor de Dios, que nos llene de confianza y de paz, ante el presente y ante la eternidad.

 

1. LA VIDA EN EL AMOR. Muchos traductores y estudiosos inician un nuevo párrafo a partir del v.16b. “La razón de esta forma de dividir el capítulo es que hay cierto paralelismo en cuanto a la palabra amor en 4:7, 4:11 y 4:16b. Estos versículos, y las secciones que representan, desarrollan el tema del amor.”[1]

“Dios es amor” (v. 16b). Esa declaración ya ha sido dicha varias veces antes. Un amor gratuito, universal y eterno, ofrecido en Jesucristo a todos sin excepción (Jn.3,16; 1ªTim.2,4; Tit.2,11) Ahora tiene el propósito de afirmar la confianza en la ternura del Padre, echar fuera toda forma de miedo (para con Dios y con la vida) y exhortar a reproducir ese amor para con los semejantes.

“Se ha perfeccionado el amor en nosotros” (v. 17). El amor de Dios se ha manifestado en plenitud entre nosotros. ¿Cómo? En que Dios “nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (v.10). Esa es la base de nuestra confianza plena en el favor de Dios, ante el juicio y ante la vida: “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?” (Rom.8,31-32). La convicción del amor de Dios está en la Cruz de Jesucristo en favor de todos nosotros. No puede estar en las circunstancias que componen nuestra biografía porque el marco de esta vida terrenal es un marco de dolor por causa del pecado que la contamina: “Todos los días tienen su pena grande o su preocupación pequeña.”[2] Dicho por Jacob: “pocos y malos han sido los días de los años de mi vida” (Gén.47,9). O en palabras de Job: “El hombre nacido de mujer, corto de días, y hastiado de sinsabores” (14,1)

“El que ama a Dios, ame también a su hermano” (vv.19-21). El verdadero entendimiento de esta verdad no conduce a la autojustificación perezosa como algunos temen: una vida convencida, sumergida en el amor gratuito recibido de Dios, “inevitablemente” (aunque imperfectamente) extiende el mismo carácter a su alrededor: “de gracia recibisteis, dad de gracia” (Mt.10,8). Amar es cumplir la Ley, cumplir la voluntad de Dios: “el cumplimiento de la ley es el amor” (Rom.13,10). Dicho en términos poéticos: “el amor es la belleza del alma”[3].

 

2. ¿TEMOR EN EL AMOR?

“El que teme, no ha sido perfeccionado en el amor” (v. 18). ¿Qué significa esa frase tan enigmática? Algunas versiones enfatizan que debemos llegar a amar a Dios perfectamente: “Por eso, el que teme, no ha llegado a amar perfectamente” (Dios habla hoy); “La por i el càstig van junts; per això només té por el qui no estima Déu plenamente” (Biblia interconfesional, català).

La mayoría de las versiones, sin embargo, enfatizan la necesidad de entender plenamente el perfecto amor que Dios nos tiene. Ese es el énfasis más preciso considerando los versículos anteriores, en particular el v.17. Esta es la traducción (libre) que más me gusta: “No hay por qué temer a quien tan perfectamente nos ama. Su perfecto amor elimina cualquier temor. Si alguien siente miedo es miedo al castigo lo que siente, y con ello demuestra que no está absolutamente convencido de Su amor hacia nosotros” (v.18 paráfrasis: “La Biblia al día”).

“Juan nos dice cómo puede comprobar cada uno cómo ha progresado en el amor; mejor dicho, cómo el amor ha progresado en él”[4]. Porque: “cuanto más dentro penetra el amor, más fuera es arrojado el temor”[5]. Si temo, si dudo del perdón divino, de su plena aceptación, incondicional y universal, es que, aún no estoy plenamente convencido de su amor.

¿Cómo es posible que algunos (que son hijos de Dios) sigan teniendo miedo del Padre? ¿Cómo es posible que algunos duden de la aceptación, del abrazo del Padre, quien es amor? ¿Por qué permanece alguna medida de temor, de desconfianza práctica acerca de lo que Dios siente por mí? ¿Acaso no lo sabemos? ¿Acaso no lo creemos? Sí, pero todavía no como debemos saberlo y creerlo: en/por el Espíritu.

 

3. DEJARNOS CONVENCER POR EL ESPÍRITU.

En un ejercicio reflexivo podemos entender, creer, en el amor gratuito de Dios para con todos nosotros en Jesucristo; incluso la afirmación según la cual: “cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (Rom.5,20b). Pero si esa verdad no termina de calar en nuestras entrañas, sigue quedando un poso de desconfianza: “quizás Dios ame así a otros, ¿pero a mí? No lo puedo creer porque yo no lo merezco.”. Y es que, como alguien dijo, la distancia más grande es la que va de la cabeza al corazón, de la comprensión a la vivencia. Quizás por eso el Salmo 136 insiste machaconamente que “para siempre es su misericordia”.

Comprendo y experimento el amor que Dios me tiene, no por vías intelectuales, sino espirituales, por la manera en que somos enseñados y convencidos por el Espíritu Santo: “hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual” (1ªCor.2,13), Y es que las cosas que son del Espíritu de Dios “se han de discernir espiritualmente” (1ªCor.2,14b).

Por eso el apóstol Pablo ora al Padre para que “nos fortalezca con poder en el hombre interior por su Espíritu” y así comprendamos debidamente el amor que Dios tiene por nosotros (cfr. Ef.3,14-17). “Seréis así capaces de entender, en unión con todos los creyentes, cuán largo y ancho, cuán alto y profundo es el amor de Cristo; un amor que desborda toda ciencia humana y os colma de la plenitud misma de Dios” (Ef.3,18-19) (Biblia interconfesional).

Este es uno de los ministerios de la persona del Espíritu Santo en nuestras vidas, del Ayudador (parakletós, Jn.14,16): “él os enseñará todas las cosas” (Jn.14,26), “él os guiará a toda la verdad” (Jn.16,13). El Espíritu Santo es “la unción” que “os enseña todas las cosas” (1ªJn.2,27). Hay un tiempo para estudiar y hay un tiempo para dejarse enseñar, convencer en las entrañas (Teresa de Jesús): esa es labor del Espíritu Santo. Y nada ni nadie más puede hacerlo como Él lo hace. Por eso debemos aprender a callar y esperar confiadamente en Él y su acción en nuestro interior.


Mi respuesta. Una buena manera de medir nuestra comprensión real del amor gratuito de Dios es comprobar si podemos reproducir alguna medida de ese carácter en nuestra relación con los demás. El apóstol lo enseña a Tito (3,3-8): la experiencia del amor recibido tiene un impacto transformador como ningún otro estímulo puede producir (sea miedo, responsabilidad, etc). “Me di cuenta que era cristiana porque podía perdonar”, me dijo una hermana. Como decíamos al principio, una vida sumergida en el amor gratuito recibido de Dios, extiende el mismo carácter a su alrededor: “de gracia recibisteis, dad de gracia” (Mt.10,8).

Pero mucho más importante que este fruto es cuidar su raíz, su origen: la enseñanza del Espíritu Santo en nuestras entrañas, del universal, incondicional y gratuito amor de Dios en Jesucristo para con todos nosotros. No te apresures para pensar, razonar, o hacer: toma tiempo, todo el tiempo necesario, para venir delante del Espíritu del Señor, en silencio, confiadamente, para dejarte enseñar, para dejarte convencer por Él, para dejarte cautivar de su mano por el amor acogedor del Padre. El creciente “entendimiento espiritual” de esa verdad transformará tu vida de forma creciente: 1) te acercará en amor al Padre, 2) te acercará en amor a tus semejantes, y 3) te afirmará en Él ante las exigencias de la vida.



[1] S. Kistemaker: Santiago y 1-3 Juan. Grand Rapids, MI: Libros Desafío, 1992. Pg. 386.

[2] Victor Hugo: Los miserables. Madrid: Alianza Editorial, 2022. Volumen 2. Pg. 180.

[4] Agustín de Hipona: Comentario a la primera carta de San Juan. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2002. Pg. 160.

[5] Agustín de Hipona: Comentario a la primera carta de San Juan. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2002. Pg. 163.


martes, 11 de junio de 2024

SOÑAR LOS SUEÑOS DE DIOS (Joel 2,12-32)

 

El gran peligro del bienestar es la autocomplacencia, que se diagnostica por un síntoma definitivo: se pierde la capacidad de soñar. A veces en el contexto evangélico se invita a “visualizar” como una experiencia mágica; no comparto esa idea pero imaginar, soñar, son prácticas legítimas, si están bien orientadas. Yo quiero animaros a soñar sueños para vuestro futuro personal y, sobre todo, para el futuro de la iglesia; no cualquier sueño sino los sueños de Dios.


1. SOÑAR SUEÑOS, VER VISIONES. “Vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones” (Joel 2,28b).

El libro de Joel 1) describe un tiempo de grave necesidad del pueblo, en su caso por causa del pecado, 2) llama a clamar intensamente a Dios a toda la comunidad unida en asamblea, ancianos, bebés, niños y jóvenes, pueblo y liderazgo, y 3) promete de parte de Dios un tiempo futuro espléndidamente bendecido: “… hará descender sobre vosotros lluvia temprana y tardía como al principio. Las eras se llenarán de trigo, y los lagares rebosarán de vino y aceite. Y os restituiré los años que comió la oruga, el saltón, el revoltón y la langosta, …” (2,23-25).

Las promesas de bendición no sólo son para restaurar en el presente lo perdido en el pasado sino que se extienden al futuro: “Y después de esto derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones.” (2,28). Y sigue una enorme relación de prodigios y bendiciones futuras.

 

2. ATRÉVETE A SOÑAR. La Ilustración del siglo XVIII acuñó la expresión “sapere aude”: atrévete a saber, atrévete a pensar. Yo os animo: “atrévete a soñar”; de otro modo, perder la ilusión es comenzar a morir. Atrévete a soñar, a imaginar, realidades magníficas. Lo bueno de los sueños, de la imaginación, es que no conoce límites. “No tenemos sueños pequeños”, decía un anuncio de la lotería; es verdad.

“I have a dream”, gritó Martin Luther King: “Yo os digo hoy que, aun cuando nos enfrentamos a las dificultades de hoy y mañana, yo todavía tengo un sueño. (…) Yo tengo el sueño de que un día, en las rojas montañas de Georgia, los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos dueños de esclavos podrán sentarse juntos a la mesa de la hermandad. (…) Yo tengo el sueño de que mis cuatro hijos vivirán un día en una nación en la que no serán juzgados por el color de su piel, sino por el contenido de su personalidad. (…) Yo tengo el sueño de que, un día, todo valle será elevado, todo cerro y montaña será aplanado. Los lugares ásperos serán alisados, los torcidos serán enderezados. (…)” (Washington, 28 Agosto 1963)

Yo os animo a soñar un futuro magnífico para nuestra iglesia. Es la virtud de la imaginación, que hace parecer posible lo que aparentemente es imposible, más allá de las limitaciones presentes. Por eso la capacidad de soñar es pariente cercano de la fe, se alimentan mutuamente.

 

3. SOÑAR LOS SUEÑOS DE DIOS. Hay un límite a nuestros sueños para la iglesia, como para los sueños más personales, como hijos de Dios. Si queremos que nuestros sueños se hagan realidad, deben ser los mismos sueños que sueña Dios.

“Donde abundan los sueños, también abundan las vanidades y las muchas palabras; más tú, teme a Dios” (Ecl.5,7). “Hablar no cuesta nada, es como soñar despierto y tantas otras actividades inútiles. Tú, en cambio, teme a Dios” (NTV). En ocasiones confundimos los sueños con los antojos, los caprichos, la imitación a otros, la reproducción de estrategias leídas en un libro o escuchadas en una conferencia, …No queremos esos sueños, queremos hacer nuestros los sueños específicos que el Señor de la iglesia tiene para nosotros. “Queremos sumarnos a lo que Dios está haciendo y quiere hacer”.

Aquí Joel tiene también enseñanza para nosotros: esa actitud de búsqueda intensa, comunitaria, compartida por todos los círculos de la iglesia, búsqueda de la voluntad del Señor para nosotros, para hoy y para mañana.

Esa es nuestra parte, imprescindible en actitud y en intensidad: estar a la escucha de la dirección del Viento, para izar las velas en la posición adecuada para que el Viento impulse la nave. Y así “discernir los signos de los tiempos”: cambiar la orientación de las velas conforme cambie la dirección del Viento; de otro modo, si perdemos el impulso del Viento, la nave iría perdiendo velocidad y rumbo hasta quedar detenida en medio del océano.

 

4. EL SUEÑO PARA EL QUE LO TRABAJA (EN EL ESPÍRITU). Los sueños no son ensoñaciones que se agotan en suspiros melancólicos pero no mueven la voluntad; al contrario, se traducen en “acción que de forma activa llevan el sueño a su despertar” (Carlos Díaz).

Acción, sí, pero a impulsos del Espíritu Santo, no confiados en capacidades humanas. Desde la perspectiva del reino de Dios: “nadie será fuerte por su propia fuerza” (1ºSam.2,9). La presencia activa del Espíritu Santo en medio de la Iglesia, desde Pentecostés hasta hoy, marca la diferencia entre una organización humana y un organismo poderoso que manifiesta el poder de Dios.

 

Mi respuesta. “Cuando Jehová hiciere volver la cautividad de Sion, seremos como los que sueñan. Entonces nuestra boca se llenará de risa, y nuestra lengua de alabanza; entonces dirán entre las naciones: grandes cosas ha hecho Jehová con éstos. Grandes cosas ha hecho Jehová con nosotros; estaremos alegres.” ( Salmo 126,1-3)

No, no tenemos sueños pequeños. Los sueños de Dios para nosotros son grandes. Es tiempo de alentarnos a buscar el rostro del Señor, estar activamente a la escucha de Su voz para hacer nuestros esos sueños y conquistarlos en el poder del Espíritu. Amén.