“El
mundo está hecho de opuestos … pero al final no quedará nada
de esos
contrastres. Sólo
quedará el gran amor.
¿Cómo iba a ser si no?”
Edith Stein
Merece la
pena recordar que la Ley, el texto fundacional de Israel, no comienza con la
historia de Abraham, padre de los judíos, sino con Adán, padre de la humanidad;
Génesis no comienza en el Sinaí sino en Edén[1].
La Biblia comienza mostrando a un único Dios creando una única humanidad y
todos los seres humanos sin distinción a Su imagen y semejanza. Así lo
recordará el apóstol Pablo: “[Dios] de una sangre a hecho todo el linaje de los
hombres” (Hch.17,26). Por eso, todos los seres humanos poseen igual dignidad.
Por eso: “Dios no hace acepción de personas” (Deut.10,17; Job 34,19; Lc.20,21;
Hch.10,34; Rom.2,11; Gál.2,6; Ef.6,9; Col.3,25; 1ªP.1,17).
Merece la
pena recordar que Apocalipsis ofrece una visión de la culminación de la
Historia, con el triunfo de Dios y del Cordero. La imagen es impresionante: “Una
gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos
y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero,
vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos; y clamaban a gran voz,
diciendo: la salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y
al Cordero.” (Apoc.7,9-10). El hecho de la diversidad en sus múltiples
expresiones no oscurece la verdad que se quiere enfatizar: un solo pueblo, con
una misma canción.
Es
imprescindible reivindicar una vez más que en el centro de la voluntad de
Jesucristo para su Iglesia está la visión de una nueva y única humanidad. Sirva
como base de esta declaración el texto de Efesios 2,11-22: los versículos 11-12
narran nuestra separación de Dios y las barreras humanas que nos separan los unos
de los otros pero en los versículos 19-22 se declara la reconciliación entre
judíos y gentiles a pesar de sus hondas diferencias religiosas, culturales y
raciales. La clave de este giro radical está en los versículos 13-18:
Jesucristo dio su sangre para reconciliar a judíos y gentiles en un solo cuerpo
y en Él anular todas las barreras: “Porque él es nuestra paz, que de ambos
pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación (…) y mediante
la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las
enemistades.” (v.14,16).
Una y otra
vez a lo largo de la historia los hombres se han empeñado en convertir las
diferencias en fuente de conflicto. Sean fronteras físicas o idiomáticas, sean
diferencias culturales, económicas, raciales, … el proceso siempre pasa por
subrayar lo propio y levantarlo como muro de separación frente al otro y lo
otro. Convertida la diferencia en frontera, el camino al conflicto egoísta
tiene vía libre. El Evangelio de Jesucristo es pura revolución en el sentido
más auténtico del término y lo es en todos los planos de la existencia,
personal y social. También en lo que hace a la manera de abordar las
diferencias, destruyendo las barreras que los hombres levantan con ellas como
pretexto: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni
mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.” (Gál.3,28).
“Dios quiere
crear un nuevo pueblo en Cristo donde las personas estén reconciliadas unas con
las otras por encima de las divisiones raciales [o cualquier otra]. Que no sean
extraños. Que no sean extranjeros. Que no haya enemistad. Que no estén
distanciados. Que sean conciudadanos de una ‘ciudad de Dios’ cristiana, un
templo donde habite Dios. (…) Dios ordenó la muerte de su Hijo para reconciliar
entre sí a grupos de personas extranjeras en un cuerpo en Cristo.”[2]
Cristo ha
creado, al precio de su sangre, una sola comunidad con gentes de todo linaje,
lengua y nación. De ahí que la misión de la Iglesia pase por afirmar que todas
las diferencias “han sido trascendidas en la unidad de la familia de Dios”[3]
(Stott,253). Ese anuncio solo es creíble con el ejemplo, en la medida que la
Iglesia misma encarna en su práctica cotidiana los valores del Reino, a
contracorriente de los anti-valores egoístas de este mundo de pecado. “Hubo una
época en que la iglesia fue muy poderosa [los cristianos primitivos]. (…) En aquella época, la iglesia no era mero
termómetro que medía las ideas y los principios de la opinión pública. Era más
bien un termostato que transformaba las costumbres de la sociedad.”[4] La
iglesia está llamada a proclamar los valores del Reino encarnándolos en su
seno, ejerciendo de termostato –marcando la temperatura moral de la sociedad- y
no conformándose con la humilde tarea del termómetro -reproduciendo la (gélida)
temperatura ambiente.
Esa vivencia
tangible de los valores del Reino por parte de la Iglesia la convierte en
testimonio palpitante del poder de Dios para salvación y reconciliación en
todos los seres humanos, en todos los ámbitos: “De una u otra manera en la
variedad y el encuentro de personas muy diferentes dentro de su experiencia
común de haber sido aceptadas por Cristo, en la convivencia mutua y la
receptividad recíproca, hay un testimonio del poder de Dios para crear una
nueva humanidad.”[5]
Cuando la Iglesia cede a la reivindicación de lo igual, sea cual sea su forma,
cuando bendice lo homogéneo como criterio de comunidad y se ampara en el
pretexto de facilitar la comunicación del Evangelio, está traicionando a Cristo
y renunciando a la misión que su Señor le ha encomendado: proclamar
reconciliación con Dios y entre los hombres, cualesquiera sean sus
características y circunstancias.
“Me pregunto
si hay otra cosa que sea más urgente hoy, por el honor de Cristo y por la
extensión del Evangelio, que la Iglesia sea lo que debe ser; y que se la vea
así, como lo que ya es por el propósito de Dios y la obra de Cristo: una única
humanidad nueva, un modelo de comunidad humana, una familia de hermanos y
hermanas reconciliados que aman a su Padre y se aman unos a otros, la morada
evidente de Dios por su Espíritu. Sólo entonces el mundo creerá que Cristo es
el pacificador. Sólo entonces Dios recibirá la gloria debida a su nombre.”[6]
Emmanuel Buch Camí
Madrid, Octubre 2012
[1] Hermann Cohen: El
prójimo. Barcelona: Editorial Anthropos, 2004.
[2] John Piper: Hermanos,
no somos profesionales. Terrassa: Clie, 2010. Pg. 225.
[3] John Stott: La fe
cristiana frente a los desafíos contemporáneos. Grand Rapids: Libros
Desafío, 1999. Pg. 253.
[4] Martin Luther King: “Carta desde la prisión de
Birmingham”.
[5] Samuel Escobar: “Las migraciones y la misión de la
iglesia cristiana.” In VVAA. Las iglesias
y la migración. Consejo Evangélico de Madrid, 2003. Pg. 149.
[6] John Stott: La
nueva humanidad. El mensaje de Efesios. Certeza, 1987. Pg. 108.