¿Se puede amar por
obligación? ¿no es acaso imposible hacer que vayan de la mano términos tan
antagónicos? El sentir mayoritario en nuestros días afirma que nadie puede dictar
sus propios sentimientos ni menos aún gobernarlos; más bien al contrario, ellos
son los que a impulsos conducen nuestras vidas. Sorprendentemente Dios establece
en la Biblia el mandamiento del amor. Aún más extraordinario, Jesús nos manda
que amemos a todos sin excepción, incluso a quienes no merecen nuestro amor ni
lo corresponden, aún a nuestros enemigos (Mt.5,44). El seguimiento de Jesús no
nos deja otra opción que el amor: voluntario, comprometido y gratuito, como el
amor de Dios por nosotros. En relación con mis semejantes, como discípulo de
Jesús sólo me cabe esta pauta de vida: “yo quiero quererte porque Dios lo
quiere y porque Dios me quiere”. Merece la pena considerar esta perspectiva, descabellada
para muchos y en las antípodas de los pseudo-valores establecidos en nuestra
sociedad. La trilogía saber-querer-poder es una buena estructura para este
propósito.
1. SABER. Amar a Dios y al prójimo es,
entre otras cosas, un acto de obediencia. Santiago escribe que: “amarás a tu
prójimo como a ti mismo” es “la ley real” (2,8). Pablo escribe: “Toda la ley en
esta sola palabra se cumple: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gál.5,14).
Jesús lo llamó “un mandamiento nuevo” (Jn.13,34). Cuando se le preguntó cuál
era el gran mandamiento en la Ley citó a Deut.6,5: “Amarás a Jehová tu Dios de
todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas”; y a continuación
citó Lev.19,18: “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt.22,34-40). Así que
amar es un mandamiento de Dios que, en Jesús, alcanza la desmesura porque
incluye aún a nuestros enemigos: “Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos”
(Mt.5,44).
¿De qué habla el
Nuevo Testamento cuando habla de amor? En sus páginas descubrimos que Dios
quiere que amemos a todos del mismo modo que Él nos ama a nosotros en Jesús. El
amor ágape (ciento doce veces citado en las epístolas de Pablo y ciento trece
en los escritos de Juan) es distinto a cualquier otro: es un amor-dádiva[1],
es un amor incondicionado que se expresa en términos de abnegación, sacrificio,
que no está motivado por ninguna virtud del que es amado ni depende de su
respuesta. Sólo Dios puede mostrar de manera perfecta ese amor (Jn.3,16; 15,13;
Ef.5,25): así lo ha hecho en la Cruz de Jesús (1ªJn.4,9-10); pero esa es la
dirección en la que somos llamados a vivir con todos.
2. QUERER. Al mandamiento de Dios estamos
llamados a responder en obediencia comenzando con una decisión, un ejercicio de
la voluntad, que dice: “yo quiero, yo quiero querer”, renunciando
conscientemente a toda forma de desamor para decidir amar a todos, en toda circunstancia.
Amar es una decisión de quien ama, previa a la relación, a la actitud o
virtudes del otro. Quien ama, decide hacerlo antes que el otro pueda merecerlo.
Este ejercicio de voluntad no violenta la suficiencia de la gracia divina ni la
absoluta dependencia del Espíritu Santo. Job puso su voluntad en acción y tomó
una decisión: “Hice pacto con mis ojos (RV60): no mirar con lujuria a ninguna
mujer (NVI) (31,1). El salmista puso su voluntad en acción y tomó una decisión:
“He resuelto que mi boca no haga transgresión” (17,3b). ¿Y no podemos nosotros
“querer querer”?, ¿no podemos decidir amar a los demás por encima de todo, tal
como Dios nos ama y nos manda? ¿Por qué no decidir que queremos ser bene-volentes
(buena voluntad) con todos, y no desesperar de nadie (E. Mounier)?
Sólo hay un impulso
suficiente para ese “querer querer”: sabernos amados así por Dios (Rom.5,7-8).
Él es la motivación perfecta para decidir amar. En última instancia, el
estímulo para amar en esa manera nace de la experiencia íntima del perdón inmerecido
recibido de Dios. “Cuando más clara sea nuestra conciencia de la gracia de Dios
que se expresa a través de su amor a nosotros, más profundo será nuestro deseo
de expresar su amor en relación a aquellos que nos rodean. En otras palabras,
cuanto más profundo sea nuestro sentido de perdón, más grande será nuestro amor
no solamente hacia él sino también hacia aquellos a los cuales él ama
(Jn.7,47). (…) Si somos conscientes de haber sido perdonados mucho por el
Señor, no solamente le amaremos en respuesta a su amor sino que permitiremos
también que su amor fluya a través nuestro para bendecir las vidas de otros.”[2]
3. PODER. No hay que ser cristiano para
creer en el amor: “Soy un ser humano, y la razón me revela la ley de la
felicidad de todos los seres. Yo debo seguir la ley de mi razón: debo amar a
los demás más de lo que me amo a mí mismo.”[3]
Pero una cosa es señalar el camino y otra bien distinta poderlo caminar, convertir
esa disposición del bien querer de la voluntad en experiencia amante que los
demás puedan experimentar. Para lograrlo debemos comenzar por saber que no
podemos fabricar esa clase de amor. “El agape
es el amor de Dios que actúa en el corazón del hombre.”[4]
La buena noticia es que sobre el suelo bien dispuesto del “querer querer” Dios
hace crecer la semilla de su amor, nos capacita para encarnarlo.
Cuando creemos en
Jesús nos identificamos con Él (Rom.6,1-6). Así como Él vive en nosotros
(Ef.3,17) también su amor mora en nosotros, de modo que podemos esperar que
crezca y se extienda hacia los demás. Ese es un ministerio del Espíritu Santo:
“el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo
que nos fue dado” (Rom.5,5), es fruto del Espíritu (Gál.5,22). El ministerio
del Espíritu Santo en nuestras vidas nos permite pasar del querer amar al poder
amar. Y si podemos, debemos. “Poder
obrar es deber obrar”[5].
Dicho en términos formales
a modo de resumen: “Afirmándose como voluntad que quiere, se sabe la voluntad
personalista afirmada como voluntad querida, es decir, como agraciada por la
gracia de una Gratuidad que le ha agraciado queriéndola de antemano y sin
concurso de mérito propio, a partir de la cual ella misma quiere ya
agradecidamente, por cuanto que se sabe favorecida antecedente y
consecuentemente, lo cual la convierte a la par en fuerte (por recibir de Otro
la fortaleza) y en débil (por no tenerla en sí misma más que a través de la
recepción del don), y todo ello no desde arriba sino al lado de los rostros
concretos y a su misma altura, porque solamente hay rostro humano cuando existe
altura compartida y distancia justa.”[6]
Amar es “un camino
más excelente…” (1ªCor.12,31). Amar a otros como somos amados por Dios en
Jesús, es el verdadero juez de una vida humana, la medida que descubre cuánto
de auténtico valor ha tenido y ha aportado. “Cuando una persona puede
orientarse siempre hacia el amor, es una persona feliz, porque el amor todo lo
sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta, sin fastidios de ninguna
clase. El que tiene fuerza para amar, incluso a su enemigo, manifiesta haber
aprendido mucho de Dios y de las mejores lecciones de los hombres, por lo que
puede caminar con fuerza y seguridad.”[7]
De todos nuestros logros en la vida, a la hora del balance final sólo quedará
el amor que hayamos sembrado en otros, haya sido o no correspondido. De amar
mucho no hay que arrepentirse nunca porque nunca se ama demasiado. Amar es la
recompensa; haber amado, el galardón. Todo comienza con una decisión: Querer
querer.
Emmanuel Buch Camí
Madrid, Junio 2013
[1] Cfr. C.S. Lewis: Los cuatro amores. Madrid: Ediciones Rialp, 2008. Pg. 27.
[2] T.B. Maston: Ética de la vida cristiana. El Paso: Casa Bautista de
Publicaciones, 1981. Pg. 141.
[3] León Tolstói: Sobre el poder y la vida buena. Madrid: Los Libros de la Catarata,
1999. Pg. 55.
[4] Martin Luther King: La fuerza de amar. Barcelona: Aymá Editora, 1970. Pg. 45.
[5] Pedro Kropotkin: “La moral anarquista”
In Panfletos revolucionarios. Madrid:
Editorial Ayuso, 1977. Pg. 204.
[6] Carlos Díaz: Yo quiero. Salamanca: Editorial San Esteban, 1990. Pg. 140.
[7] Juan Luis Rodrigo Marín: Fruta nueva. Madrid: Sociedad Bíblica,
1996. Pg. 26.