A las aladas almas de las
rosas
del almendro de nata te
requiero,
que tenemos que hablar de
muchas cosas,
compañero del alma,
compañero.
(Miguel Hernández)
León Felipe, ya anciano, tituló “Perdón”[1]
a uno de sus últimos poemas:
Soy ya tan viejo,
y se ha muerto tanta gente a la que yo he ofendido
y ya no puedo encontrarla
para pedirla perdón.
Ya no puedo hacer otra cosa
que arrodillarme ante el primer mendigo
y besarle la mano.
Yo no he sido bueno …
quisiera haber sido mejor.
Estoy hecho de un barro
que no está bien cocido todavía.
¡Tenía que pedir perdón a tanta gente! …
Pero todos se han muerto.
¿A quién le pido perdón ya?
(….)
Yo también tengo que pedirle perdón a mucha gente pero tengo que darle
las gracias a muchos más a quienes debo todo lo bueno que pueda haber en mí,
que lo hay porque la huella de esas buenas gentes en mis entrañas ha sido más
fecunda que la dureza de mi corazón. Debo darles las gracias, debo hacerlo
antes que sea tarde para ellos o para mí.
Y necesito comenzar hoy, sin más dilación, con urgencia, para dar las gracias a mi hermano
Jesús Millán, compañero del alma, compañero, por casi cuarenta años.
Le conocí, me cautivó, cuando apenas contaba yo quince años y él unos
pocos más. Fui bendecido muy pronto con su amistad, su pedagogía para la vida,
nutrida en su fe cristiana que le impregnaba por completo. Su afecto ha
caldeado mi alma aún en la distancia física, a la sombra de una amistad que me
ha cobijado año tras año hasta hoy, cuando descubro que sin yo saberlo ni
pretenderlo él ha jugado en mi vida el papel de un amante hermano mayor. No es hermano
“mío” porque su tierno afecto tiene impulso de universalidad y nadie como él ha
cumplido el anhelo que Roberto Carlos cantaba, de tener “un millón de amigos y
así más fuerte poder cantar” pero, en lo que a mí concierne, ha bendecido y
bendice mi vida mucho más de lo que podría describir.
Paseé mi adolescencia y primera juventud junto a él por las
callejuelas del viejo barrio del Carmen valenciano, saboreando menús de arroz
al horno y huevos fritos más bebida y pan por
ochenta pesetas, saboreando también los tiempos de silencio, uno junto
al otro, sentados en algún banco a la sombra de las Torres de Serranos, o sufriendo
insomne alguna noche en su piso, junto a la vía del “trenet”, que tenía la
orden silbar debajo de mi ventana. “Temps era temps”: tiempo de aquellas cintas
de cassette que me grababa, con su propia voz intercalada en la música de “La
muerte tenía un precio”; tiempo de Serrat, Al Tall, con el alma llena de
banderas en la voz de Víctor Jara; tiempo de aquellos jóvenes de la Iglesia
Evangélica del Cabañal, desbordantes de entusiasmo, ingenuidad y pasión por
causas eternas; tiempo de encuentros los miércoles por la noche en casa de Ana
Smith para descubrir un Evangelio vivo, cálido, restaurador. Tiempo que aún me
trae el aroma del azahar, o el bullicio de las noches de verano junto al mar, convocados
por el “sopar de sobaquillo”. Es hermoso dejarse acariciar por la memoria
cálida de los recuerdos, que son un legado de valor incalculable que nos van
dejando los años, como las olas entregan objetos llegados de todas partes,
mientras se desvanecen suavemente en la orilla.
Le debo algunas de las verdades para la vida que arraigaron a tiempo
en mi alma adolescente y me han librado en buena medida de males mayores de los
que me ha causado mi necedad. De él aprendí a desvelar la mentira que esconde
el amor al dinero, el ansia de éxito, la competencia con nadie que no sea yo
mismo; me enseñó el valor de la gozosa conformidad –que no conformismo-, la
belleza sublime que esconde lo sencillo o la eternidad que cabe en un instante,
tal como advertía Antonio Machado, su admirado compatriota por exilio.
Me enseñó el significado de la amistad; me descubrió la amistad, sin
adjetivos ni estruendos pero desmedida en su verdad. “Amigo: alguien que camina
junto a otro y se identifica con él”, me escribió en una carta de Enero de
1979. Ajeno a barroquismos líricos o intelectualismos huecos –alma castellana
al fin y al cabo- prefería difuminar su profundidad con tonos sencillos,
menores; así nació su personaje literario más hermoso: Pedrusquito, que
aparecía regularmente en “Piedras Vivas”, aquel heroico boletín ciclostilado que
elaboraba con Vicky, la mujer de su vida, mi querida amiga de sonrisa verdadera
y generosa. Dedicado a E.B.C. escribió en 1986 un breve cuento en el que
Pedrusquito ideaba un pacto para mantener siempre el afecto con un amigo:
Yo puedo cambiar, olvidarme de ti, a veces
soy como un globo que empieza a hincharse y sin darse cuenta se sube a las
nubes, incluso por encima de ellas. Pero el pacto será este pequeño hilo, que
simbolizará nuestra amistad. Cuando me veas lejos, por las nubes, dame pequeños
tirones y yo recordaré que eres tú y entonces recordaré nuestro pacto de
amigos. Pero por favor, no me des tirones bruscos, porque este hilo es muy
fino, casi invisible y se puede romper con facilidad, y eso sería terrible.
Recuerda muy bien, cuando sin querer me haya ido y pienses que ya no te
recuerdo, que estoy muy alto, lejos de tu alcance. Entonces, por favor, bájame
lentamente, porque quiero estar siempre cerca, aún a pesar de la distancia, por
encima del silencio o del ruido. Y soñaré que puedo sentarme a tu lado junto a
ti, y podré mirar tus ojos, y escuchar palabras como las que dicen los amigos.
(….) Dando un pequeño tirón tendría a
Pedrusquito cerca, ese hilo casi invisible para los demás sería para nosotros
el símbolo de un “pacto de amigos”.
Ahora mi hermano llora el desgarro más devastador que el corazón de un
padre puede sufrir. Con él sufre Vicky, con la intensidad propia de una madre
separada de su hijo. ¿Qué decir contra el horror de estos momentos? Recuerdo un
texto que incluyó en PIEDRAS VIVAS, en 1982, ajenos todos al estremecimiento de
hoy:
ASÍ ES LA MUERTE. Estoy a la orilla del mar.
Una nave iza sus velas blancas en la brisa matutina y navega hacia el océano.
La miro hasta que se desvanece en el horizonte y a mi lado alguien se apresura
a comentar: “Ha desaparecido”.
¿Desaparecido? ¿Dónde? La pérdida de vista
está en mí, no en ella. En el momento en que alguien menciona su
“desaparición”, hay otros que la ven arribar y entonces el siempre alegre
grito: “¡Allá viene!”
Así es la muerte.
Amigo mío, hermano mayor, busca en algún rincón de tu alma hoy herida
aquel pequeño hilo casi invisible que compartimos un día. Tira de él, mi
corazón está al otro lado, abierto para ti, compañero del alma, compañero.
Turís – Madrid
Mayo 2.013