Las invocaciones a la presencia pública, relevancia social o
compromiso solidario son hoy comunes entre los evangélicos españoles. Me agradan.
No siempre fue así. Pero la satisfacción inicial pronto se transforma en
confusión porque esos conceptos cobran significados muy distintos según quien
los enarbola. Ciertas implicaciones me resultan ajenas y de alguna no puedo
estar más distante. Necesito clarificar(me) en qué sentido y perspectiva tiene valor
para mi seguir invocando y viviendo esos conceptos.
I. TODOS TENEMOS UN PASADO
Creo en la importancia de la presencia pública, la relevancia, el
compromiso social de los cristianos evangélicos. Llegué a la Universidad de
Valencia, apenas un adolescente, en Octubre de 1975. Un mes más tarde moría
Franco y viví con pasión los primeros años de la transición política a la
democracia, sumergido en debates, lecturas, análisis, … Qué difícil era entonces
encontrar elementos de ayuda para la reflexión desde la óptica de mi fe
evangélica; apenas nada, salvo aquellos hermosos cuadernos ciclostilados de
G.B.U. sobre la energía nuclear, la pena de muerte o el cine de Woody Allen.
Tuve que recurrir a las aportaciones católicas sobre el diálogo
marxismo-cristianismo (Giulio Girardi, Roger Garaudy). En 1983 descubrí la
revista MISION, que editaban en Argentina Samuel Escobar, René Padilla y
Orlando Costas entre otros. De aquella combinación de teología neo-evangélica y
sensibilidad social me he alimentado hasta hoy, con aportes posteriores de la
tradición anabautista no-violenta actualizada por John Yoder o Ronald Sider y, de
la mano de Carlos Díaz, del personalismo comunitario: autores judíos (Buber,
Levinas), católicos (Mounier, Ebner) y protestantes (Ricoeur, Ellul) que me
ofrecieron una antropología de raíz bíblica que fructificaba en un acercamiento
crítico, lúcido, contra el desorden establecido.
En 1986 inicié mi ministerio pastoral y en los años siguientes menudearon
mis colaboraciones escritas sobre “compromiso y misión”, “personalismo y
compromiso cristiano”, racismo o terrorismo, al amparo de la sección del Pacto
de Lausana acerca de la relación entre evangelización y compromiso social. Participé
de eventos como los Conciertos y Manifiestos por Somalia (1992) o Sudán (1993)
y en la creación de INICIATIVA EVANGELICA en 1996, organizando encuentros
mensuales de oración por los secuestrados de ETA (Ortega Lara, Cosme Delclaux),
y concentraciones de oración cuando se cometían atentados en Madrid, acudiendo
al lugar de los hechos el mismo día en que se producían para orar arrodillados
por el cese de la violencia.
Sigo creyendo en la importancia del compromiso público de los
evangélicos pero no comparto el entusiasmo de algunos por la participación en
partidos políticos ni, menos aún, la fascinación de otros por la creación de
partidos ni, en absoluto, el equívoco de confundir testimonio y poder político.
Creo que no es el camino y, desde luego, no es mi camino. Hoy sólo me atraen
opciones que tomen como punto de partida ciertos parámetros básicos que esbozo
a continuación.
II. LA CRUZ DE CRISTO.
“Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores” (1ªTim.1,15).
¿Cómo soslayar esta declaración? Si la cruz y su mensaje salvador de Jesús no
están en el centro de nuestra acción cualquier iniciativa resultará
desenfocada. La realidad del pecado, el juicio y la salvación para la eternidad
ofrecida gratuitamente por Dios en Jesucristo son el eje del Evangelio. Desde
la cruz todo cobra sentido, con la cruz en la periferia todo se desenfoca. “Todo
el propósito de la predicación del Evangelio tal como lo entiendo, todo el
propósito del mensaje de este Libro que llamamos Biblia, es dirigir nuestra
atención a la pregunta más esencial de todas. Hay quienes querrían hacernos
creer que el propósito de la Iglesia en la actualidad es pronunciarse sobre las
preguntas que hacen otras personas. Os resultan familiares: preguntas sobre
economía, sobre las condiciones sociales, preguntas sobre la guerra y la paz y
mil cosas más. Hay quienes querrían hacernos creer que el propósito de la
Iglesia es expresar su opinión acerca de este gran cúmulo de preguntas. Ahora
bien, quisiera demostrar que esto es una falsificación de todo el propósito de
la Iglesia y del mensaje de la Iglesia. En mi opinión, la primera función
fundamental de la Biblia y de la Iglesia es plantear una pregunta especial y
hacer la pregunta más pertinente [Lloyd-Jones se refiere a la pregunta de Job:
“¿Y cómo se justificará el hombre con Dios?” (9,1), texto que sirve de
referencia a su sermón]. Es dirigir la atención de hombres y mujeres a las
cosas que tienden a olvidarse y ahogarse en este remolino y vórtice en que el
ser humano ha convertido el mundo y su vida a causa de su pecado”[1]
La palabra de la cruz, tropezadero y locura (1ªCor.1,18-23), podrá
parecer a algunos un mensaje medieval, descontextualizado, pero las páginas del
Nuevo Testamento giran alrededor del Cristo crucificado para nuestra salvación.
Ese Evangelio tiene una vitalidad expansiva, no autocancelante, de la que se
derivan implicaciones prácticas en todas las áreas de la existencia humana,
individual y comunitaria. Pero soslayar la centralidad de la cruz, quedar
absorbidos por las “cosas penúltimas” sin la perspectiva de las “cosas
últimas”, debilita la identidad del Evangelio y diluye la relevancia de la
acción de los cristianos en un magma difuso de inmanencia difuminada.
III. “CUATRO PODERES”
Cuando lo “penúltimo” absorbe nuestro enfoque no es de extrañar que sólo
pensemos en recursos demasiado humanos, que menospreciemos “cuatro poderes”[2]
que brotan del Evangelio y que dan a nuestra acción verdadera identidad
cristiana y auténtico poder sobrenatural.
1. El poder de la oración. No existe activismo social propiamente
cristiano que no esté bañada en oración de una manera real y convencida. De
hecho, el primer deber del pueblo de Dios para con la sociedad y sus líderes es
la oración: “Exhorto ante todo, a que se hagan rogativas, oraciones, peticiones
y acciones de gracias, por todos los hombres; por los reyes y por todos los que
están en eminencia, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y
honestidad.” (1ªTim.2,1-2). Esta no es una cuestión protocolaria o de estética religiosa
sino un verdadero ministerio influyente y benéfico que los cristianos deben
ejercer en obediencia a la exhortación de nuestro Señor y a la necesidad de
nuestros semejantes.
2. El poder de la verdad. El Evangelio es “poder de Dios para
salvación” (Rom.1,16) y toda palabra que viene de Dios es poderosa, más
poderosa que cualquier palabra o falsa verdad que proceda del Maligno. En este
sentido, nada más influyente y más benéfico que la proclamación de la verdad
mostrada por Dios en Jesucristo a través de su Palabra. Este es el lugar para
una forma de expresión y persuasión por una apologética de la verdad del
Evangelio en medio de la sociedad, no cargada de soberbia pero tampoco timorata
ni acomplejada.
3. El poder del ejemplo. La verdad nunca es más poderosa que cuando se
muestra en términos prácticos. El vivir cotidiano de los hijos de Dios en
obediencia a su Señor, como individuos y como comunidad, ofrece la confirmación más vigorosa e
influyente del poder del Evangelio y su valor en todos los ámbitos de la vida
humana.
4. El poder del grupo. Un grupo que vive solidariamente sostenido por
una visión clara y firme de sus valores, por pequeño que sea numéricamente,
puede cambiar una sociedad entera. Según algunos sociólogos, toda una cultura
puede ser transformada cuando un dos por ciento de sus miembros tienen una
nueva visión y están realmente comprometidos con ella. Eso fue lo que logró
aquel puñado de doce discípulos que acompañaron a Jesús por tres años:
trastornar el mundo entero (Hch.17,6)
IV. NI PODER NI PARLAMENTO, SOCIEDAD CIVIL
En palabras del filósofo católico Emmanuel Mounier: “Nuestra acción no
está dirigida esencialmente al éxito, sino al testimonio.”[3]
Ser testimonio, fermento, sal, luz, … esa es la auténtica misión de los
cristianos y de la iglesia, anunciando y encarnando los valores del Reino,
invitando a otros a hacerlos suyos. “Esto no es una política, ya lo sé. Pero es
un cuadro previo a toda política y una razón suficiente para rechazar ciertas
políticas.”[4]
Tal como advirtió Karl Barth[5]
hace décadas, la vía para la influencia social de los cristianos no debiera ser
un partido político confesional. Porque
la Iglesia, a priori, nunca debe mostrarse en contra de nadie
sino a favor de todos, de la causa común de toda la comunidad civil. Por
definición, un partido parte la sociedad, se aliena del resto; por el
contrario, la Iglesia tiene vocación universal. Porque cada decisión del
partido cristiano compromete a toda la Iglesia y su mensaje,
identificándola con su acción política y el testimonio de sus miembros, siempre
imperfectos. Porque la dinámica del partido cristiano no puede
sustraerse a la propia de la democracia parlamentaria con sus “juegos” de
mayorías y minorías, propaganda propia, descalificación de lo ajeno, demanda de
simpatizantes y aún dirigentes no cristianos, etc. La eficacia política
se construye a costa del testimonio profético. Porque no cabe un
programa político cristiano-evangélico que, además de criterios sobre las
grandes cuestiones morales, ofrezca además una ideología evangélica
diferenciada sobre las innumerables cuestiones de la vida comunitaria.
Tampoco espero mucho de la
presencia de cristianos en los partidos políticos porque están blindados contra
toda forma de independencia de criterio en su seno y son deudores de intereses
que nada tienen que ver con sus votantes. Me sorprende que ese ámbito de
participación resulte tan fascinador a algunos cuando, además, cada día más
ciudadanos les vuelven la espalda para crear espacios alternativos de
participación directa y autogestión.
Es un reduccionismo simplista “reducir la vida pública a la vida
política (…), que lo societario, lo público y lo pre-político de nuestras
sociedades sea devorado por lo administrativo, lo político y partidista”[6]
A mi parecer los cristianos encontraremos mejor acomodo y más eficaces cauces
de participación pública a través de la sociedad civil, de la que somos parte
como ciudadanos y en la que hay amplio espacio para nuestro testimonio, para el
diálogo y, en determinadas circunstancias, la cooperación.
V. IGLESIA LOCAL
Sobre todo, creo en el valor irremplazable de la iglesia local. Creo
en la “parroquia” a pesar de las críticas que sufre, a pesar de que algunos la
califiquen de “experimento fallido”, a pesar de ensayos alternativos
innecesariamente excluyentes. Creo en la iglesia local, comunidad de creyentes,
expresión concreta y palpable aunque imperfecta del reino de Dios; comunidad de
la que Jesucristo es el Señor, único y suficiente vínculo entre los creyentes,
distintos en tantas maneras. Creo en una comunidad que no es sólo comunidad de
fe y de culto sino comunidad de vida, según las circunstancias de cada caso.
Creo que esa comunidad es el testimonio más poderoso del Evangelio en su poder
transformador y reconciliador. La iglesia local como “comunidad de contraste”[7]:
ese es su ministerio más propio y la aportación más benéfica e influyente que
puede dar a la sociedad. Comunidades de hombres y mujeres de toda condición social,
cultural, racial o económica que testifican del poder de Dios, suficiente para
romper barreras, derribar prejuicios y edificar un único Pueblo al amparo del
sacrificio de Jesucristo. Comunidades integradas en la vida ciudadana,
compartiendo necesidades y esfuerzos con sus semejantes, procurando la
bendición de la ciudad (Jer.29,7).
Esa comunidad de creyentes es un verdadero “contra poder”, sazonadora
de vida en medio de la oscuridad y la miseria. Algunos lo llamarán
“despolitización” pero en ningún caso es “desocialización” sino auténtico
testimonio cristiano, ministerio eficaz de una comunidad que en medio de la
sociedad obedece a otros valores, los valores del reino de Dios que ha venido
en Jesucristo.[8]
[1] Martyn Lloyd-Jones: Sermones evangelísticos. Editorial
Peregrino, 2003. Pg. 122 (sermón predicado en Westminster Chapel en 1947).
[2] John Stott: “Salt and Light” in Christianity Today: Octubre, 2011. Artículo
adaptado de un sermón del autor publicado en PreachingToday.com
[3] Emmanuel Mounier: Revolución
personalista y comunitaria. Obras Completas, I. Salamanca: Ediciones
Sígueme, 1992. Pg. 184.
[4] Emmanuel
Mounier: Las
certidumbres difíciles. Obras Completas, IV. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1988. Pg. 209.
[5] Karl
Barth: Comunidad cristiana y comunidad civil. Barcelona: Editorial
Fontanella.
[6] Agustín
Domingo Moratalla: “Presencia pública y poder político: de la militancia
política a la perseverancia cultural”. In ACONTECIMIENTO,
nº 100, 2011/3.
[7] Gerard
Lohfink: El sermón de la montaña ¿para quién? Barcelona: Editorial
Herder, 1989.
[8] Cfr. Jacques Ellul: Anarquía y cristianismo. México:
Editorial Jus, 2005. Pg. 85.