“Sin conocimiento no avanzamos” (Dr. Fernando Bandrés). No hay riqueza
mayor que el entusiasmo. Ningún argumento lo despierta, ninguna coacción,
ningún sentido del deber es suficiente para mantenerlo vivo. El entusiasmo en
la relación de ayuda, en el sentido que nos ocupa en esta reflexión, viene de
lo Alto. Por eso es inimitable, no puede comprarse porque no tiene precio. Pero
es necesario añadir conocimiento al entusiasmo. De otro modo, su impulso
bienintencionado pero desbocado puede dañar en lugar de ayudar. En el ámbito de
la bioética se insiste en el principio de “no maleficencia”: ante todo, no
dañar, no sumar daño al que ya sufre el doliente. La buena intención, como
sabemos en todos los ámbitos de la vida, no basta. Hay que añadir conocimiento,
reflexión, para que el entusiasmo encuentre la mejor manera de expresarse y
producir su mejor fruto. Lo diremos con un poco de humor, recordando a aquel
entrenador de fútbol desesperado con la torpeza del portero de su equipo y a
quien, en un momento de rabia incontenible, le gritó: “¡No le pido que pare los
balones que van adentro pero, por favor, no se meta usted los que van fuera!”
Las notas que siguen pretenden aportar elementos de reflexión al entusiasmo para
así seguir avanzando.
ENCUENTROS. Dios se nos
revela como Dios Trino, una comunión de tres personas. No es de extrañar que al
crear al ser humano, hombre y mujer, a su imagen y semejanza, nos haya creado
como seres-en-relación. Decididamente: “no es bueno que el hombre esté sólo”
(Gén.2,18). Desde ese enfoque personalista cristiano, la categoría que esencia
las relaciones humanas y más si cabe las relaciones de ayuda es el “encuentro”,
a tal punto que podemos afirmar que sólo existimos de manera plenamente humana
en el encuentro. El rasgo esencial del encuentro, a su vez, es el reconocimiento
del otro como “otro yo”, un “tú” que posee igual dignidad, igual valor que yo,
un tú que es alguien y no algo que puedo manipular o malbaratar como un objeto.
Ese otro yo, ese tú que es como yo me demanda en primer lugar y sobre todo respeto,
es decir, un tipo de relación donde no tenga cabida la posesión, la dominación,
o la utilización interesada por mi parte. El otro, así como lo reivindico para
mí, es portador de la imagen de Dios, un fin en sí mismo nunca un medio o un
instrumento para mi provecho personal en ningún sentido.
Siendo creados para la relación y el encuentro podemos definir la
dinámica del existir humano no “para sí” sino “para otro”, en total apertura,
de modo que la auténtica relación, más aún toda relación de ayuda, profesional
o espontánea, en cualquier ámbito de necesidad en que se ofrezca (la “tercera
planta” de un hospital, de una prisión, o del bloque donde uno vive), se funda
en una actitud sincera de ilimitada disponibilidad, de acogida, de apertura al
otro en respuesta a su requerimiento, su
demanda de favor, de gracia. Toda relación, más aún la relación de ayuda, es
responsabilidad activa ante el rostro del otro que me interpela en su
necesidad, su fragilidad, su vulnerabilidad. En consecuencia, todo encuentro
con el otro, y sobre todo la relación de ayuda, es infinitamente más que un
asunto emocional o de “buenos sentimientos”, tan intensos como volátiles; es
una experiencia humana esencial portadora de honda significación moral: “heme
aquí”; “sí, soy guarda de mi hermano” (Gén.4,9), y de honda significación
espiritual: “La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta:
visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin
mancha del mundo.” (Stg.1,27)
ENCUENTRO CON DIOS. En términos de
relaciones de ayuda como cristianos, el primer encuentro no es con el otro-doliente
sino con Jesús. La relación con Dios en Jesucristo no es una prolongación
última de las relaciones humanas sino todo lo contrario: en su trato personal
con cada uno de nosotros, Jesús nos provee el modelo, la inspiración y la gracia
necesaria para toda relación de ayuda, si ha de ser ofrecida en su nombre y en
semejanza a la suya. Preguntaron en una ocasión a la Madre Teresa de Calcuta
por su vocación por los pobres. Ella corrigió dulcemente al periodista: “Mi
vocación no son los pobres; mi vocación es Jesucristo y Él me ha puesto entre
los pobres.” La vocación de todo discípulo de Jesús es Jesús mismo. Lo que
hacemos, también la ayuda que podamos ofrecer, lo hacemos “de corazón, como
para el Señor y no para los hombres” (Col.3,23). “Todo lo que hacéis, sea de
palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a
Dios Padre por medio de él” (Col.3,17).
Lo que hacemos, también la ayuda que podamos ofrecer, lo hacemos
además a imagen del modo en que Él lo hace por nosotros. Nuestro modelo para la
relación de ayuda no es exactamente el Buen Samaritano (Lc.10,25-37) sino Dios
mismo, el amor “ágape” con que el Padre nos trata en Jesús. Ese amor no es
sentimentalismo ni meras palabras bienintencionadas; es un amor que se traduce
en acción, una acción desprendida, gratuita, sacrificada, paciente, permanente.
La acción por excelencia de Dios a favor nuestro se nos ofrece en la Cruz de su
Hijo, entregado gratuitamente para nuestra salvación aún antes de que fuéramos
conscientes de nuestra necesidad y antes de que pensáramos siquiera en
agradecerlo (Rom.5,8). La vivencia personal de ese trato amoroso motiva y
modela nuestros encuentros con los semejantes y toda relación de ayuda que, eso
sí, sólo será posible expresar por la acción del Espíritu Santo, haciendo
brotar su fruto en nosotros y en nuestras relaciones (Gál.5,22-23).
Servir a Jesús y (sólo) en su nombre servir a los semejantes libera al
servidor de compromisos humanos que coartan la libertad. Servir a Jesús y
(sólo) en su nombre servir a los semejantes, vacuna al servidor contra las decepciones
o amarguras propias de las relaciones humanas. Las personas no siempre
“merecen” la ayuda, en ocasiones son ingratos con quienes se gastan en
ayudarles; si el ayudador es bien consciente de por Quién y para Quién hace las
cosas en primer lugar, podrá guardar el ánimo, mantener la integridad, proteger
su libertad a pesar de las exigencias de su ministerio.
ENCUENTRO CON EL OTRO,
DOLIENTE. Quien sufre, por cualquier motivo, es otro como yo. No es menos que
yo. En ningún sentido. Recordarlo nos guardará de la tentación de superioridad,
de cierto orgullo latente que merodea en toda relación de ayuda, nos guardará de
una práctica que gira alrededor del ministerio para centrarlo en la persona que
sufre. Así lo
advierte Norbert Elías, médico, psicólogo, filósofo y sociólogo, referido al
contexto sanitario pero aplicable a todas las relaciones de ayuda: “el cuidado
de los órganos de las personas se antepone a veces al cuidado de las personas
mismas.”[1] Esa
práctica limitada supone una merma en el desarrollo vocacional del ayudador y en
la atención que el doliente necesita.
Reconocer y ayudar al
otro con respeto transforma cualquier forma mezquina de limosneo en auténtica
compasión (del latín cumpassio,
traducción del vocablo griego sympathia),
que significa “sufrir juntos”: un compromiso práctico por aliviar el
sufrimiento del otro cuyo rostro nos demanda ayuda, a diferencia del que se
quiere proteger en su egoísmo mirando hacia otro lado.
La
parábola del Buen Samaritano ilustra la compasión como un proceso de
reconocimiento del sufriente, de responsabilidad por él y no sólo por su
necesidad específica, y de acompañamiento.[2]
La más elemental muestra de respeto por el semejante y también el
modelo compasivo de Jesús nos exige respetar su dolor. Eso significa no
banalizarlo, no quitarle importancia como si pudiera así aliviarse la angustia,
no compararlo con el dolor de otros, no invocar versículos bíblicos como
píldoras analgésicas, no ofrecer oraciones como ungüentos mágicos. Esa obsesión
por el alivio instantáneo es una ofensa al otro en su necesidad, una herida a
quien nos reclama sobre todo: “respeta mi dolor”. Ofrecer “curas” fáciles a los
difíciles dolores del ser humano no sólo es muestra de ignorancia de la
condición humana y de las verdades divinas. A menudo oculta también la pereza vergonzante
del presunto ayudador. Así como el asalariado huye cuando el lobo amenaza las
ovejas, el falso ayudador cede a la tentación de lo fácil: buenas palabras,
promesas huecas, y un hasta luego. Pretende algo imposible: aliviar la herida sin
implicarse con el herido, cortar la hemorragia sin que le salpique la sangre, curar
sin que le cueste nada. Cuando el dolor del otro se hace agudo, mira alrededor
buscando una salida de emergencia, algo o alguien a quien trasladarle la
responsabilidad como el médico protagonista de esta triste anécdota:
-
Doctor, ¿por qué
estoy enfermo?
-
Padece una
insuficiencia mitral.
-
Sí, ¿pero por qué
yo?
-
Espere, que voy a
llamar al sacerdote.[3]
Al contrario de esas malas prácticas,
ayudar significa nada más y nada menos que “saber estar”: comprometerse con el
doliente, acompañarle, decirle: “me quedo contigo”. “El principio y el final de
toda compasión es dar la vida por el tú. (…) ¿Quién puede salvar a un niño de
una casa en llamas sin ponerse en peligro de ser abrasado por ellas? ¿Quién
escuchar una historia de soledad y desesperación sin arriesgarse a experimentar
penas semejantes en su propio corazón? Falsa ilusión es aquella que piensa que
alguien puede ser sacado del desierto por quien nunca estuvo en él.”[4]
El ayudador no puede cargar el quebranto del otro pero sí puede condolerse, sentirlo
como propio y al compartir el sentir dolido, aliviarlo en el otro. Dicho en palabras
concretas: “No sé qué decir, no sé qué puedo hacer, … pero aquí está mi
teléfono, cuenta conmigo”[5].
La dignidad del doliente y el respeto que merece exige no convertir la
ayuda en instrumento interesado, ni aún para buscar su conversión espiritual.
Si se ayuda en nombre de Jesús, la ayuda sólo puede ser intencionalmente
manifestación de amor servicial. El amor con que Dios nos ama es enteramente
gratuito, nos amó “cuando aún éramos pecadores”. Los cristianos anhelamos que
todo doliente conozca al único verdadero Sanador pero le ayudamos
gratuitamente, sin demandar nada a cambio, ni aún la identificación con Quien
nos impulsa a la ayuda. Si no es así, el doliente lo percibirá, se sentirá
engañado, estafado, defraudado. Si algo podemos decirle al otro es esto: “Sólo
en el nombre de mi Señor, te sirvo; sólo te sirvo por amor”.
Por cierto, la relación de ayuda integral al doliente incluye a sus
otros “tú”, sus estimados, sus cercanos afectivamente, que participan de su
dolor, se conduelen con él porque le aman pero, además, pelean con un dolor
añadido, propio, menos visible pero igualmente terrible. “Tengo el alma
sofocada de arena, la tristeza es un desierto estéril. No sé rezar, no logro
hilar dos pensamientos, (….) Estoy en un callejón ciego, no hay puertas a la
esperanza y no sé qué hacer con tanto miedo. (…) Soy una balsa sin rumbo
navegando en un mar de pena.”[6]
“No es que yo corra demasiado peligro de dejar de creer en Dios, o por lo menos
no me lo parece. El verdadero peligro está en empezar a pensar tan
horriblemente mal de Él.”[7]
Descuidar a los que se duelen con el doliente es no cuidar a éste del todo.
ENCUENTRO CON UNO MISMO ANTE
EL ROSTRO DEL OTRO. Ninguna Universidad me ha enseñado tanto como los
dolientes que me han concedido el honor de dejarme estar a su lado, siendo
testigo de su encuentro con el dolor. He visto de cerca la angustia, la desesperación y la
rabia pero también he conocido en dosis elevadas la dignidad en el sufrimiento,
la generosidad para con otros por encima
del dolor propio (cómo olvidar a aquel matrimonio anciano, enfermos terminales
de cáncer ambos, ingresados en distintas plantas del mismo hospital,
ocultándose mutuamente la gravedad de sus dolencias para no preocupar al otro),
la esperanza aún ante la muerte.
La primera pregunta que me hago después de una cita con algún
doliente, cualquiera sea la causa de su herida, es: “¿Qué haría yo si estuviera
en su lugar?” “¿Cómo reaccionaría, cómo soportaría?” Hago mía la respuesta de
C.S. Lewis acerca de su propia actitud sobre el dolor mientras escribía del
tema: “No tienen necesidad de hacer conjeturas puesto que yo mismo se lo voy a
decir: soy un cobarde.”[8]
No puede ser de otro modo. Si el ayudador tuviera que ser una persona superior
a los demás, inasequible a las debilidades humanas de sus semejantes, no sería
humano, su ayuda sería irrelevante por falta de sympathia. Jesús hombre, el Hijo del Hombre, se identificó con
nuestra condición, con nuestras debilidades, las hizo suyas, las experimentó
todas. Del mismo modo, la verdadera
relación de ayuda sólo puede ofrecerla un “sanador herido”, la persona que se
ofrece al quebrantado desde su misma vulnerabilidad no disimulada, sin ocultar
sus mismos temores[9],
que aprende a ver el sufrimiento del otro a la luz del suyo propio y ambos “surgiendo del fondo de la condición humana que todos
compartimos”.[10]
La cercanía al otro en su dolor nos invita a desprendernos de una
visión mezquinamente egoísta de la existencia, encorvados sobre nosotros
mismos; nos anima a relativizar nuestras propias quejas, olvidar la necia
creencia de que el universo gira alrededor de nuestro pequeño ombligo. El noble
ejemplo de tantos sufrientes es más fecundo que muchos sermones pronunciados en
cualquier púlpito, se convierte en la mejor formación para la vida que podamos
recibir, la enseñanza más lúcida acerca de su verdadero carácter y de cómo manejarnos
en ella, entre sus gozos y sus sombras. Se dice, y se dice con verdad, que no
hay bendición que se pueda ofrecer en la relación de ayuda comparable a las
bendiciones que el ayudador recibe del doliente a quien acompaña. Enfermos,
presos, emigrantes … nos hacéis mejores, nuestra deuda con vosotros es
infinita. Gracias.
Conferencia presentada en la Jornada de Capellanes Evangélicos. Madrid, 18 de Enero de 2.014
Conferencia presentada en la Jornada de Capellanes Evangélicos. Madrid, 18 de Enero de 2.014
[1] Norbert
Elías: La soledad de los moribundos. México: Fondo de Cultura Económica,
1987. Pgs. 111.
[2] Emmanuel
Buch: “Compasión. Del yo enclaustrado al nosotros condoliente y compasivo”.
Blog ALENAR. http://www.emmanuelbuch.blogspot.com.es/2012/03/compasion-del-yo-enclaustrado-al.html
[3] Bert
Keizer: Danzando con la muerte. Memorias de un médico. Barcelona:
Editorial Herder. Pg. 5.
[4] Carlos
Díaz: Del Hay al Doy. Salamanca: Editorial San
Esteban, 2013
[5] Esas
palabras no son imaginarias o imposibles, reproducen las que muchas veces he
oído pronunciar al buen
médico y hombre bueno Fernando Bandrés Moya, acompañadas de un hacer coherente
con ellas.
[6] Isabel Allende. Paula. Barcelona: DEBOLSILLO, 2007. Pg.
18, 216, 355.
[7] C.S.
Lewis: Una pena observada. Madrid:
Trieste, 1988. Pg. 11
[8] C.S.
Lewis: El problema del dolor. Miami:
Editorial Caribe, 1977. Pg. 103.
[9] “Observo al médico con la misma diligencia que él a la
enfermedad. Percibo que tiene miedo, y me atemorizo con él; le doy alcance, lo
excedo en su miedo, y voy más rápido, porque él va con paso mesurado. Siento
más temor porque él disfraza su miedo, y lo veo con más perspicacia porque él
no quiere que yo lo vea.” John Donne: Paradojas
y devociones. Valladolid: cuatro.ediciones, 1997. Pg. 55.
[10] Henri J.M. Nouwen: El sanador herido. Madrid: PPC, 2004.
Pg. 107.