Existe en mi opinión una
forma de concebir la autoayuda, omnipresente en librerías de aeropuerto y
comercios del ramo, que puede definirse como un ejercicio de masturbación en
chándal.
1. Decía Woody Allen en su
buena época que masturbarse le parecía una práctica respetable porque supone
proporcionar placer a alguien a quien se ama mucho, a uno mismo. Me recuerda al
protagonista despechado de una película que recriminaba a la novia que le había
abandonado: “Te quiero mucho y sé que tú sientes lo mismo: tú también te
quieres mucho”. Esto nos pasa, que nos queremos mucho, cada uno a sí mismo; por
eso la autoayuda se entiende a menudo como una práctica onanista, un volverse
sobre uno mismo para mirarse el ombligo o un poco más abajo, pretendiendo salir
del pozo de las crisis tirándose hacia arriba de la coleta, como hacía el barón
Münchhausen. Este es su mayor error y la razón de su fracaso: pretende que cada
persona crezca de espaldas a las demás personas cuando en realidad sólo podemos
ser plenamente personas si somos en relación, entre personas; cualquier vía de humanización
personal que ignore al otro nos despersonaliza, nos deshumaniza.
Esa concepción mezquina de
la autoayuda es una reedición postmoderna del viejo: “sálvese quien pueda” - y
como pueda, cabría añadir. Su himno podría ser algo así como: “masturbémonos
todos, en la lucha final”, porque parte del individuo mismo, apunta a sí mismo
como meta y aspira a recorrer el camino por uno mismo. La autoayuda así
entendida es puro reflejo del individualismo agresivo de nuestro tiempo. Si no
fuera además tan inculto se diría heredero del viejo anarquismo individualista de
Stirner en El Único y su propiedad
(1845): “¡Cada uno es para sí mismo el prójimo! (…); mi prójimo, como todos los
demás seres, es un objeto por el cual tengo o no tengo simpatía, un objeto que
me interesa o que no me interesa, que puedo o no puedo utilizar.” No vivimos en
la era de Acuario sino en la era de Narciso, encantado de conocerse, enamorado
de sí mismo al punto de morir ahogado por embelesamiento. Narciso ha devaluado la ética en estética y ésta en
dietética, ocupado en su propio bienestar a falta de mejor objeto al que
dedicarse.[1]
¡”Ciencia del bienestar”, llaman algunos a la autoayuda! Semejante fascinación
por uno mismo sólo puede producir un menosprecio del otro, reducido a instrumento
en forzado favor del yo, cuando no percibido directamente como estorbo: “El
infierno son los otros” (Jean-Paul Sartre).
Esa autoayuda egoísta ignora,
repetimos, que sólo nos descubrimos a nosotros mismos en el encuentro con los
otros, que el yo existe solamente en el “entre” de la relación yo-tú, que sólo
la apertura al tú posibilita el reconocimiento del yo. No hay autoayuda sin apertura al tú y no hay
crecimiento personal sin encuentro con el tú. El narcisismo empeñado en
reducir al otro a cosa, un “ello” con precio pero sin valor, ignora que al
privarse de un tú, él mismo se cosifica, aborta su crecimiento como persona, a
merced de un espíritu pequeño-burgués que
produce personas débiles y sociedades enfermas en las que todos “se piden” el
papel de víctimas porque no quieren ser responsables de nada[2]. No es
de extrañar que hasta el concepto de “resiliencia”[3] resulte
extraño en nuestros días, como incómodos sus parientes menores: resistencia o
valentía. Ser “hombre maduro”[4] (Romano
Guardini), es decir, resistir las dificultades, superarlas creciendo
personalmente en medio de las crisis se antoja un imposible para Narciso, cuyo
único esfuerzo aceptado son los ejercicios del gimnasio. La auténtica
resiliencia, “convertir el sufrimiento en una fuente de riqueza para su vida y
para los otros”[5], es una
propuesta tan incomprensible para los oídos de Narciso como sería pedirle a
Paris Hilton que renunciara dos horas a su tarjeta de crédito.
2. La modalidad de autoayuda que criticamos semeja un ejercicio de
masturbación “en chándal” porque se inspira en una antropología de andar por
casa, con muy pobre andamiaje teórico y con una mirada “de tejas abajo” de
espaldas a la trascendencia. Se nutre de tópicos de la wikipedia, no aspira a
transformar el mundo sino a protegerse de él, cerrado al tú. Cualquier
antología del refranero popular tiene más solidez reflexiva que algunos libros
de éxito sobre autoayuda; somos herederos de una larga tradición de reflexiones
morales (baste recordar los aforismos estoicos de Séneca o Marco Aurelio) pero
muchos se dejan hoy deslumbrar por frasecitas ingeniosas, pálidos reflejo de
aquellos.
Esa autoayuda de moda se cierra a la espiritualidad, la trascendencia
o, peor aún, la reduce a un encuentro virtual con echadores de cartas frente al
televisor, con un bastoncito de incienso quemando al lado. Ya lo advirtió
Georges Bernanos: “un sacerdote menos, mil pitonisas más”. La apertura a la trascendencia,
cuando se contempla, se reduce a un ejercicio individualista a la búsqueda de
sensaciones esotéricas cuando no sexotéricas, habida cuenta del programa de
algunas escuelas de “espiritualidad alternativa”.
A ese debilitamiento del espíritu oponemos una propuesta de plenificación
del yo por medio del encuentro con el tú, y todos abiertos al Tú cuyo ejemplo
de apertura dadivosa en Jesús de Nazaret inspira el mejor modelo para el
desarrollo humano y lo hace posible. No hay autoayuda más
saludable que la apertura y el encuentro con este Tú, a cuya imagen y semejanza fuimos creados. Él es “el verdadero Tú de mi
verdadero yo” (Ferdinand Ebner). Esa es la propuesta del personalismo
comunitario de raíz cristiana: una relación personal con Dios, una relación
cálida sostenida por Su amor gratuito en Jesús de Nazaret y, desde Él, con
nuestros semejantes; una relación que se expresa en la fórmula: “soy amado, luego existo”[6].
Presentación del libro “La personalidad resiliente”, de Lidia Martín.
Madrid, 10 de Diciembre de 2013.
[1] Carlos Díaz: De ilustrados a Narcisos. Madrid: PPC,
2013.
[2] Lidia Martín: La personalidad resiliente. Madrid:
Editorial Síntesis, 2013. Pg. 109.
[3] “El
término ‘resiliencia’ se refiere en ingeniería a la capacidad de un material
para volver a alcanzar su forma inicial después de soportar una presión que lo
deforme y por analogía se extiende a la capacidad de una persona o grupo para
volver a su estado previo a pesar de las dificultades vividas, e incluso tras
[sic] salir fortalecido por la superación de la prueba.” Carlos Díaz: Valores y logoterapia. México: La
Impresora, 2013. Pg. 133.
[4] “Comprende que en la vida no
existe lo inmediatamente infinito, que hay límites por doquier, que en todo hay
un final, que las insuficiencias son generales. La verdadera ‘infinitud’ no
reside en lo cuantitativo, sino en la entrega, en la autosuperación por un
propósito absoluto: una cosa, la persona amada, una idea. Asume que tampoco
existe la originalidad siempre nueva, sino que en el entorno inmediato todo se
gasta, que el frescor que busca tiene que estar en otra parte, en una
trascendencia. Si esto sucede, entonces comienza la figura vital del ‘hombre
maduro’, que asume los límites, insuficiencias y miseria de la existencia. Pero
eso no significa que qdé por bueno lo malo, ruin e inauténtico; que retoque y
maquille el inmenso desorden de la existencia, el sufrimiento, la falta de
salidas; que dé por rico lo mísero; por auténtica la apariencia, y por plenitud
lo vacío. Todo esto se conoce y se asume en el sentido de que es así y de que
hay que arreglarse con ello. Tampoco abandona el trabajo, sino que lo continúa
cumpliendo con las obligaciones que ha asumido, con las exigencias que le
plantean la familia, la profesión, la comunidad. Y lo hace con fidelidad y
exactitud, como antes, a pesar de todos los fracasos, porque el sentido de su
vida está en él mismo. Aporta su esfuerzo para poner orden y ayudar una y otra
vez, porque él sabe que, aunque el hombre hace constantemente cosas
aparentemente inútiles, se dan en él impulsos no controlables en cada caso
concreto, que mantienen la existencia humana tan profundamente amenazada. En
esta actitud hay una gran disciplina y renuncia. Un coraje, que no tiene tanto
de osadía como de determinación. Y además, el importante elemento de la
fidelidad y la paciencia con la vida. Se completa aquí lo que se llama carácter.
Es a esta clase de personas a las que se confía la existencia. Precisamente
porque ya no tienen la ilusión del gran éxito, del triunfo deslumbrante, pero
sí la fuerza de la resistencia; son capaces de realizar lo que tiene vigencia y
perduración. De esta naturaleza debería ser, especialmente, el verdadero
político, el médico, el trabajador social o el educador en todas sus formas. Es
el hombre soberano, capaz de dar garantía. Y tanto la suerte humana como la
cultural de una época podría valorarse por la cantidad de personas de esta
clase que se dan en ella, y por el influjo que tienen en la misma.” Romano
Guardini: Ética. Madrid: B.A.C.,
2006. In Carlos Díaz: Valores y
logoterapia. Op. Cit. Pgs. 169-170.
[5] Lidia Martín: La personalidad resiliente. Op. Cit. Pg.
13.
[6] Carlos
Díaz. Soy amado, luego existo. 4
volúmenes. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1999-2000.