1. DIAKONÍA DEVALUADA. Decía el
poeta Gabriel Celaya que la poesía, la palabra, es un arma cargada de futuro.
Pero también se dice que las armas las carga el diablo. Lo cierto es que las
palabras no son inocentes. Quienes las nombran y definen aún menos. Un ejemplo doloroso
es la manipulación que ha sufrido el concepto de “diakonía” a manos de
perezosos morales, profetas de la mínima ética mínima que gobierna este tiempo,
en un proceso devaluador de su significado e implicaciones.
Diakonía como “materialización del amor”[1],
es respuesta necesaria a la conciencia de responsabilidad mutua entre los seres
humanos. Esa responsabilidad de todo ser humano hacia sus semejantes estaba
recogida en la vieja reivindicación de la revolución francesa, al grito de “libertad,
igualdad, fraternidad”. Aquella fraternidad reivindicada resultaba de saberse
miembros de un mismo linaje humano, por encima de cualquier diferencia. En los
años revolucionarios, junto con La Marsellesa, las multitudes cantaban la Oda a
la Alegría de Schiller publicada en 1786, que sirvió de base a Beethoven pocos
años después para componer su Novena Sinfonía, expresando el sueño de
fraternidad entre todos los seres humanos: “¡Abrazaos, Millones de seres! / Que ese beso alcance
al mundo entero! / ¡Hermanos!, sobre la bóveda estrellada / habita un Padre
amoroso.”
Esa fraternidad consciente genera responsabilidad, que es
disponibilidad ilimitada. Pero imperceptiblemente se ha producido el hurto de
aquel anhelo, devaluando su exigencia como mera “solidaridad”. Así, la recia
responsabilidad mutua entre quienes se reconocen como hermanos queda reducida a
una difusa invitación a no se sabe qué ni sobre todo hasta dónde. Consecuencia
de ese gesto trilero, descendiendo un peldaño más en la apología del bostezo
moral, el concepto y el modelo del viejo militante ha sido sustituido por el de
voluntario, un concepto difuso, confuso e inconcluso que le queda muy estrecho
a corazones militantes de voluntad enamorada de la causa del semejante y
demasiado grande a otros, dispuestos a dar de su dinero o su tiempo pero no a darse
a sí mismos, siendo la suya una diakonía mediocre que no se complica porque no
implica el corazón. Las consecuencias de semejante “descendimiento” se suceden
a diario: estos días una prestigiosa entidad que hace de la “cáritas” el eje de
su acción, en esta apología del mínimo esfuerzo, ha lanzado una campaña a la
búsqueda de voluntarios sin voluntad al grito de: “… porque ayudar no cuesta
nada”. De aquellos polvos, estos lodos: la fraternidad se diluye en vaga
solidaridad, cada vez más vaga, que alumbra en un parto sin dolor un sucedáneo
de responsabilidad, eso sí, clara como el agua: incolora, inodora y, sobre
todo, insípida.
2. DIAKONÍA FUERTE. El
cristianismo tiene una concepción muy distinta de la diakonía, de la responsabilidad
fraterna de todo ser humano con sus semejantes, Concibe la diakonía como un
compromiso absoluto por el otro cuyo rostro nos reclama, que se traduce en una
disponibilidad ilimitada, y que nace de la propia condición humana, puestos que
todos hemos sido creados a “imagen y semejanza” de Dios (Génesis 1,26). Ese
igual origen funda nuestra igual dignidad y, por razón de tal origen fraterno,
nuestra mutua responsabilidad. La pregunta de Dios a Caín: “¿Dónde está Abel tu
hermano?” (Génesis 4,9a) nos alcanza a todos y nos hace responsables de todos.
El apóstol Pablo anunció en la elitista Atenas que Dios “de una sangre ha hecho
todo el linaje de los hombres” (Hechos 17,26). Mucho antes Job advirtió las
consecuencias morales de esa dignidad igual: “Si hubiera tenido en poco el
derecho de mi siervo y de mi sierva, cuando ellos contendían conmigo, ¿qué
haría yo cuando Dios se levantase? Y cuando él preguntara, ¿qué le respondería
yo? El que en el vientre me hizo a mí, ¿no lo hizo a él? ¿Y no nos dispuso uno
mismo en la matriz?” (31,13-15). Sólo un corazón endurecido, deshumanizado,
puede responder a Dios como lo hizo Caín: “No sé. ¿Soy yo acaso guarda de mi
hermano?” (Génesis 5,9b).
Merece la pena recordar que la noción de prójimo, exigente moralmente
sin excepciones, es fruto de la Ley del Antiguo Testamento, mientras que la
Grecia clásica, tan orgullosa de sí misma, sólo dio a luz al “ciudadano”, un concepto restrictivo que
excluía a mujeres, siervos o extranjeros. El Evangelio de Jesucristo convierte
la diakonía, expresión práctica de la fraternidad responsable, en una cuestión
de intenciones interiores además de acciones exteriores. Por eso no se deja
reducir a una mero asunto de cómo, cuándo o cuánto dar sino de cómo darse, en
un reflejo del modo en que Dios mismo se nos da a todos en Jesucristo, gratuita
y completamente, a impulsos de una voluntad enamorada cuya única expectativa de
recompensa es el hecho mismo de saber, querer y poder amar. Así cuando el
apóstol Pablo celebra la generosidad de los cristianos de Macedonia a favor de
los cristianos de Jerusalén en tiempo de necesidad, aprecia que a pesar de su
pobreza dieran “conforme a sus fuerzas, y aun más allá de sus fuerzas”
(2ªCor.8,3) pero destaca sobre todo que se dieran primeramente a sí mismos
(v.5).
Ese dar-se diakónico de los cristianos se manifiesta en varios niveles,
al menos tres. El primero es el de la acción práctica ante las necesidades
específicas, un “tocar pobre” de rostro y nombre concretos; el asistencialismo
puede no ser suficiente pero es un primer paso necesario que, a su vez,
desenmascara a quienes miran la realidad mísera de los otros desde la lejanía aséptica
de sus escritorios. El segundo nivel tiene que ver con el análisis, la denuncia
y transformación de las estructuras sociales que causan los males concretos; la
sucesión de rostros dolientes que parece nunca acabar obliga a preguntarse por
qué son tantos, por qué sucede así y cómo se podría evitar. Existe todavía otro
nivel, el más propio del Evangelio de Jesucristo, más radical, que pasa por el anuncio
de la miseria de la condición humana a espaldas de su Creador, del ser humano
rebelde a Dios como un ser-en-pecado que se expresa con actos, hábitos y
caracteres marcados por el mal; un anuncio que no es sólo denuncia sino canción
porque celebra “la buena voluntad de Dios para con los hombres” (Lucas 2,14). La
responsabilidad fraterno-social del cristiano sólo se ejerce de manera integral
cuando es también anuncio encarnado de la voluntad benefactora de Dios en
Jesucristo en quien desea reconciliar consigo al mundo (2ª Corintios 5,19), recrear
a cada persona (2ª Corintios 5,17), restaurar a la humanidad, a toda la
creación.
3. UN EJEMPLO. Martin Luther
King y su esposa Coretta son un ejemplo notable de esta concepción de la
responsabilidad diakónica cristiana. Conocida es su militancia a favor de los
derechos civiles de los negros estadounidenses en las décadas de los cincuenta
y sesenta del pasado siglo en Estados Unidos. Es menos conocida la raíz
cristiana evangélica de su militancia voluntarista o voluntariado militante.
Él era pastor evangélico, como su padre y su abuelo materno. Ella era
maestra. Se conocieron en Boston (Massachusetts) donde ambos se habían trasladado
para continuar sus estudios. Allí Martin Luther King se doctoró en Filosofía y
en Teología Sistemática; Coretta realizó estudios universitarios de Música. Pudieron
establecerse en los cómodos Estados del norte, en un ambiente muy diferente al
clima social asfixiante del Sur, ya que Martin Luther King recibió ofertas de
varias universidades e iglesias. Sin embargo eligieron regresar al Sur e
involucrarse activamente enfrentando de manera pacífica una injusticia
concreta: la segregación de los negros por causa del color de su piel.
“Cualquier religión que se preocupe por los hombres y deje de preocuparse por las condiciones sociales que corrompen y las condiciones económicas que paralizan el alma, es una religión
inactiva, falta de sangre.”[2]
En muy pocos años, Martin Luther King fue consciente que el problema que
aquejaba a su país era más hondo que la falta de derechos civiles: aquella
injusticia era fruto de un sistema social y económico radicalmente injusto. Para
Luther King el verdadero problema era el sistema en su conjunto y en esa
dirección fue dirigiendo su acción. “Estamos llamados a desempeñar el papel del
Buen Samaritano, pero esto sólo será el comienzo, porque el camino de Jericó ha
de ser transformado, quedando limpio de bandidos, para que ni los hombres, ni
las mujeres, ni los niños vuelvan a ser robados y golpeados como lo fueron en
épocas pasadas. La verdadera compasión consiste en algo más que en arrojarle
una moneda al mendigo. Una sociedad que produce mendigos es indudable que
necesita ser restaurada.”[3]
Como era de suponer, pronto dejaron de llamarle “Gandhi negro” para insultarle
como “pastor rojo”. Sus críticas siguieron creciendo en calado, denunciando la
guerra de Vietnam a la que veía como “un enemigo del pobre”[4],
y denunciando un capitalismo que producía discriminación en el Sur pero también
ghettos en los estados del Norte (ya en 1968 afirmaba: “esta no es una guerra
de razas, es ya una guerra de clases”[5]).
Su denuncia se focalizó en la estructura social antihumana que flagelaba a su
país: “Si las ramas ejecutivas y legislativas estuvieran interesadas en la
protección de los derechos de los ciudadanos de toda la nación, … la transición
de una sociedad segregada a una integrada estaría más adelantada de lo que está
hoy. … La escasez de dirigentes positivos en Washington no se limita a un solo
partido político. Los dos principales partidos se han quedado atrás en el
servicio de la justicia.”[6]
Otras personas y movimientos compartían con Martin Luther King sus
análisis y prácticas en estos dos niveles. Pero sus denuncias y acciones estabas impregnadas de la
conciencia de un tercer nivel de conflicto aún más profundo: un nivel
espiritual, un anhelo de trascendencia que sin ser atendido condena al ser
humano a la impotencia. Para Martin Luther King, la causa última de todas las
ruinas humanas personales y sociales está en nuestra separación rebelde de Dios.
Por eso, al tiempo que se daba por entero en los dos niveles citados más
arriba, insistía en este tercer plano esencial: “Quisiera instaros para que
concedieseis prioridad a la búsqueda de Dios. (…) Sin Dios todos nuestros
esfuerzos se vuelven ceniza, y nuestros amaneceres noches oscuras. Sin Él, la
vida es un drama absurdo en el que faltan las escenas decisivas. Pero, con Él,
podemos levantarnos por encima de valles agitados hacia alturas sublimes de paz
interior y encontrar radiantes estrellas de esperanza en las profundidades de
las noches más deprimentes de la vida. Como muy bien dice San Agustín: ‘Nos
habéis creado para Vos, y nuestro corazón no descansará hasta que repose en
Vos.’ (…) ¿Dónde se encuentra este Dios? ¿En un tubo de ensayo? No. ¿Dónde, si
no en Jesucristo, Señor de nuestras vidas? Conociéndole a él, conocemos a Dios.
(…) Si debemos saber cómo es Dios y entender sus designios respecto a la
humanidad, debemos volvernos hacia Cristo. Abandonándonos totalmente a Cristo y
a su hacer, participaremos en un
maravilloso acto de fe que nos conducirá al verdadero conocimiento de Dios.”[7]
Del equilibrio de Martin Luther King en los distintos niveles de
análisis y acción comprometida da cuenta este párrafo de uno de sus sermones,
pronunciado pocos meses antes de ser asesinado y que fue reproducido en una
cinta magnetofónica en su funeral: “Si puedo ayudar a alguien durante mi paso
por la vida, si puedo alentar a alguien con una palabra o una canción, si puedo
mostrar a alguien que está siguiendo un camino equivocado, entonces mi vida no
habrá sido en vano. Si puedo cumplir con mi deber como debe hacerlo un
cristiano, si puedo traer salvación a un mundo descarriado, si puedo difundir
el mensaje enseñado por el maestro, entonces mi vida no habría sido en vano.”[8]
Sólo la ignorancia o los prejuicios impiden reconocer a la luz de la
práctica diakónica cristiana que la fe en Jesús no paraliza a sus discípulos ante
la vida y menos sus injusticias, que no adormece sus conciencias, que no les vuelve
insolidariamente de espaldas al mundo. Al contrario, no existe fuerza
transformadora tan poderosa como la que nace del Evangelio del crucificado,
Señor hoy de su Iglesia y al final de los tiempos del Universo entero, cuando “…
juzgará con justicia a los pobres, y argüirá con equidad por los mansos de la
tierra; y herirá la tierra con la vara de su boca, y con el espíritu de sus
labios matará al impío. Y será la justicia cinto de sus lomos, y la fidelidad
ceñidor de su cintura. Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el
cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos,
y un niño los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías se echarán
juntas; y el león como el buey comerá paja. Y el niño de pecho jugará sobre la
cueva del áspid, y el recién destetado extenderá su mano sobre la caverna de la
víbora. No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte; porque la tierra será
llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar.” (Isaías
11,4-9)
Conferencia pronunciada en la Gala de Premios DIACONIA al voluntariado social 2013. Madrid, 28 de Noviembre de 2013.
Conferencia pronunciada en la Gala de Premios DIACONIA al voluntariado social 2013. Madrid, 28 de Noviembre de 2013.
[1] Según
DIACONIA ESPAÑA, Diakonia es: “Compromiso Social, entendido como la expresión
visible de la fe cristiana y materialización del amor a Dios y al
prójimo.”
[2]Luther
King, Martin: La fuerza de amar.
Barcelona: Aymá Editora, 1965. Pg. 102.
[3] Luther King, Martin: A dónde vamos: ¿caos o comunidad?
Barcelona: Aymá Editora, 1967. Pgs. 196-197
[4] Luther King, Martin: El clarín de la conciencia. Barcelona:
Aymá Editora, 1968. Pg. 45.
[5] King, Coretta S.: Mi vida con Martin Luther King.
Barcelona: Plaza & Janés, 1970. Pg. 417.
[6] Luther King, Martin: Los viajeros de la libertad. Barcelona:
Editorial Fontanella, 1963. Pg. 237.
[7] Luther
King, Martin: La fuerza de amar. Op. Cit. Pgs. 87-89.
[8] King, Coretta S.: Mi vida con Martin Luther King. Op. Cit.
Pg. 460.