La Reforma protestante del siglo XVI fue plural en sus protagonistas:
Lutero, Calvino o Zuinglio, pero también los anabautistas de la reforma
radical, los no violentos como Menno Simons e incluso los más belicistas de Münster.
La realidad plural del protestantismo actual, también en España, es un eco de
aquella pluralidad de ayer.
Plurales fueron también las consecuencias de la Reforma en ámbitos sociales,
políticos, culturales y, desde luego, teológicos. Por lo que hace a este último
aspecto, en esencia, la Reforma no hizo sino subrayar el elemento básico de la
fe cristiana: el encuentro entre cada individuo y Dios, un encuentro con
proyección comunitaria pero personal en su origen. Ese encuentro, del lado
divino se resume en su autorevelación, del lado humano lo llamamos conversión.
El Evangelio afirma que motor inmóvil de Aristóteles o el Dios no
conocido de los griegos (Hch.17,23), irrumpe en la vida de los seres humanos, en
el tiempo y el espacio, se nos da a conocer a sí mismo en Jesucristo. Cristo es
el Verbo de Dios, no un sustantivo ni un mero adjetivo sino Verbo, acción
divina a favor de todos los seres humanos sin excepción. “El cristianismo es esencialmente una religión
histórica, basada en la afirmación de que la encarnación de Dios en Jesucristo
fue un evento histórico que tuvo lugar en Palestina cuando Augusto era
emperador de Roma. (…) En Jesús de
Nazaret Dios tomó la naturaleza humana
una vez y por todo y para siempre; su encarnación en Jesús fue decisiva,
permanente e irrepetible, el momento decisivo de la historia humana y el
principio de una nueva era”[1].
Las buenas nuevas del Evangelio anuncian que Dios se acerca a los
hombres y lo hace a impulsos del amor: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó
entre nosotros … lleno de gracia y de verdad” (Jn.1,14); que el Hijo del Hombre
se hace menor que el más pequeño de nosotros: “se despojó a sí mismo, tomando
forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de
hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte
de cruz.” (Filip.2,7-8); que todas las intenciones de Dios hacia el ser humano
se resumen en esa cruz en la que el Hijo del Hombre hizo suya nuestra rebeldía
contra Dios, pagó nuestras culpas, y en su resurrección garantizó nuestra
reconciliación con Dios y nuestra propia resurrección. Por esto y a pesar de
los asombros o las burlas, el apóstol Pablo resume el Evangelio como “la
palabra de la cruz” (1ªCor.1,18) y esencia la locura de su predicación
(1ªCor.1,21) en esta rotunda declaración de intenciones: “nosotros predicamos a
Cristo crucificado” (1ªCor.1,23).
Tal Evangelio, añade el apóstol es “poder de Dios para salvación a
todo aquel que cree” (Rom.1,16); poder para hacer nuevas todas las cosas. El
diagnóstico de Eclesiastés en términos humanos es que “nada hay nuevo debajo del
sol” (1,9): “Así piensa el Eclesiastés. No existe el progreso del hombre. Éste
puede tener instrumentos cada vez más perfectos. Puede manipular más cosas.
Puede hacer más. Pero el hombre no es
más. Su vida no es distinta.”[2]
Sin embargo el Evangelio es el anuncio de
algo radicalmente nuevo, no mejorado ni evolucionado sino distinto, radiante:
Cristo, “la estrella resplandeciente de la mañana” (Apoc.22,16). Lo anuncian los
profetas: “He aquí que yo hago cosa nueva; pronto saldrá a luz” (Is.43,19).
(Id. 42,9; 65,17; Ez.11,19; 18,31; 36,26). Lo anuncia Jesús: “vino nuevo y
odres nuevos” (Mt.9,17; un “nuevo pacto en su sangre” (Mt.26,28); un “nuevo
nacimiento del Espíritu” (Jn.3,7). Lo anuncian los apóstoles: “una vida nueva”
(Rom.6,4); “el régimen nuevo del Espíritu” (Rom.7,6), ser hechos “nuevas
criaturas” (2Co.5,17), ser “vestidos del nuevo hombre” (Ef.4,24).
En Jesucristo, Dios recrea todas las cosas, las hace nuevas. Jesucristo
es la novedad de Dios. Por eso el apóstol Pablo proclama: “si alguno está en
Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas
nuevas.” (2ªCor.5,17). Dios invita en Jesucristo a todos los seres humanos a
participar de esa recreación, de un nuevo nacimiento, un nacer del Espíritu (Jn.3,5)
que se ofrece a todos sin excepción: “[Dios nuestro Salvador] quiere que todos
los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1ªTim.2,5).
Esta es la declaración cumbre del Evangelio: “De tal manera amó Dios al mundo,
que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se
pierda, mas tenga vida eterna.” (Jn.3,16)
El Dios que se acerca a los seres humanos en Jesucristo sólo espera de
cada uno de nosotros una respuesta. Dios nos ha creado con capacidad de
responder y por tanto responsables de nuestra respuesta[3].
Dios espera tan sólo una respuesta de fe, entendida al modo hebreo (confianza
obediente), para hacer efectiva en cada persona esa obra de restauración, de recreación,
de reconciliación en todas las dimensiones de la existencia. Esa es la
predicación de la Iglesia: “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al
mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a
nosotros la palabra de la reconciliación. Así que, somos embajadores en nombre
de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de
Cristo: Reconciliaos con Dios.” (2ªCor.5,19-20). Esa respuesta-experiencia que
salva, recrea y reconcilia la llamamos conversión.
Convertirse es convertirse a Jesús por medio de la fe, y a través de
Jesús convertirse a Dios (Jn.14:1,6), y en Dios convertirse al semejante. Por
medio de la conversión el ser humano queda bajo la soberanía de Dios y la vida
es transformada en su totalidad de manera que adquiere un nuevo contenido y una
nueva dirección. Los conceptos de arrepentimiento, penitencia y conversión
están estrechamente vinculados en el Nuevo Testamento. Tres grupos de palabras
caracterizan los distintos aspectos de esta realidad: “epistrépho”
“metamélomai” y “metanoéo”. Los dos primeros especialmente aluden a la
conversión de la persona, entendida como transformación total de la existencia
humana por la acción del Espíritu Santo.[4]
En su uso profano, “Epistrépho” y “metamélomai” designan un movimiento de
volverse, dar la vuelta, cambiar de dirección, y por extensión cambiar de modo
de pensar y de comportamiento. Calvino escribe que la verdadera conversión
consiste en la “vivificación del Espíritu”[5]
y es que en el contexto neotestamentario el énfasis determinante está en el
protagonismo del Espíritu Santo en ese proceso, en su dimensión sobrenatural,
en la intervención “tangible” de Dios a favor de la persona por el Espíritu
Santo.
Por ese ingrediente esencial sobrenatural, la autorevelación de Dios
al hombre y la conversión del hombre a Dios en Jesucristo se concretan no sólo
en dogmas precisos sino, sobre todo, en novedad de vida, para que toda persona
pueda llegar a ser en Cristo todo lo que Él diseñó en la Creación y que se
completará al final de los tiempos. Todas estas declaraciones son vitales,
existenciales y confirman su verdad (o mentira) por la experiencia (o su
ausencia) en la vida concreta, de personas concretas, en sus vivencias
concretas.
Las palabras confunden a veces e invocar conceptos como corazón,
experiencia o sobrenatural, puede hacer suponer a algunos que el Evangelio de
Jesucristo tiene que ver con misterios para iniciados o “fantasías espirituales
animadas de ayer y hoy”. Nada más lejos de la verdad. En este sentido puede
ayudarnos el modelo y el testimonio de Blas Pascal, hombre de ciencia , hombre
de pensamiento, y hombre de fe. Vivió en la Francia racionalista del siglo XVII
y fue un ejemplo sobresaliente de aquella época.[6]
Pero Pascal señala que existen dos modos de saber y frente
(además de) al “orden de la razón”, invoca el “orden del corazón”, una intuición dinámica,
vital de los principios del conocimiento. La parte de la realidad que
corresponde al orden del corazón se escudriña con un “espíritu de
sutileza” (ésprit de finesse), una intuición
viva que alcanza a la esencia misma de las cosas, en un modo propio del que la
razón no participa: “El corazón tiene razones que la razón no conoce.”[7]
Pascal advierte que Dios no puede ser conocido por la “razón” sino por el
“corazón”: “Es el corazón el que siente a Dios y no la razón. He ahí lo que es
la fe. Dios sensible al corazón, no a la razón.”[8] El resultado de esta
perspectiva es mucho más que una ordenada composición de dogmas teológicos, es
una experiencia vital con Dios en Jesucristo por el Espíritu Santo: “El Dios de
los cristianos no consiste en un Dios autor simplemente de las verdades
geométricas y del orden de los elementos; esta es la parte de los paganos y de
los epicuros. No consiste solamente en un Dios que ejerce su Providencia sobre
la vida y sobre los bienes de los hombres, para dar una feliz sucesión de años
a los que le adoran; esta es la arte de los judíos. Pero el Dios de Abraham, el
Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios de los cristianos, es un Dios de amor
y de consolación; es un Dios que llena el alma y el corazón de los que El
posee; es un Dios que les hace sentir interiormente la propia miseria, y su
misericordia infinita; que se une al fondo de su alma; que la llena de
humildad, de gozo, de confianza, de amor; que les hace incapaces de otro fin
que no sea El mismo.”[9]
A la
muerte de Pascal se encontró cosido al forro de su abrigo un sencillo Memorial que daba cuenta de su propia
experiencia y que comenzaba así:
AÑO DE GRACIA DE 1654
Lunes, 23 de noviembre, día
de san Clemente, papa y mártir, y otros mártires.
Víspera de san Crisógeno,
mártir, y otros.
Después de las diez y media
de la tarde hasta alrededor de las doce y media de la noche.
FUEGO
“Dios de Abraham, Dios de
Isaac, Dios de Jacob”, no de los filósofos ni de los sabios.
Certidumbre. Certidumbre.
Sentimiento. Alegría. Paz.
Dios de Jesucristo.
Deum deum et Deum vestrum
“Tu Dios será mi Dios”.
Olvido del mundo y de todo
lo que no sea Dios.
Él sólo puede ser
encontrado por los caminos que enseña el Evangelio.
Grandeza del alma humana.
“Padre justo, el mundo no
te ha conocido, pero yo te he conocido”.
Alegría, alegría, alegría,
llantos de alegría. ….[10]
La Reforma protestante supuso, entre otras cosas, la descalificación
de una experiencia religiosa reducida a “letra muerta”, de un escolasticismo que
después de siglos fructíferos había quedado limitado a un mero ejercicio de
malabarismo especulativo, un recitado autojustificativo de autoridades humanas
que citaban a otras autoridades humanas y así, de cita en cita, reduciendo la
Iglesia, la teología y la experiencia cristianas a una casa de citas. Frente a
semejante estado de cosas los reformadores regresaron firmemente a la autoridad
de la Biblia pero también a la vitalidad del Espíritu Santo, que hace viva, eficaz,
y más cortante que toda espada de dos filos a la Palabra de Dios en el ser
humano (Heb.4,12). Desde esta perspectiva reformada-renovada Menno Simons escribió:
“La Palabra de Dios no reconoce otros cristianos sino aquellos a quienes se les
ha predicado la pura doctrina de Cristo en el poder del espíritu y que la han
aceptado en verdadera fe por la obra del Espíritu, y que por la vida simiente
de Dios han nacido de nuevo en Cristo Jesús y que, por el poder de ese
nacimiento, han sepultado en verdadera penitencia la pecaminosa vida antigua y
se han levantado resucitando en Cristo.”[11]
Esta es la verdadera apuesta y propuesta del Evangelio de Jesucristo
que la Reforma protestante iluminó rescatándola de reducciones humanas,
demasiado humanas. Este es el verdadero Evangelio que los hijos de la Reforma
protestante oscurecieron de nuevo, apenas unas décadas después de su
nacimiento, al reducir sus intuiciones a una nueva escolástica, ahora luterana,
reformada, pero de nuevo humana, demasiado humana. La “sana doctrina” no es ortodoxia muerta: la sana doctrina es literalmente
“higiénica” (1ªTim.1,10) porque trae salud espiritual. La advertencia reformada de “ecclesia reformata
semper reformanda” (que apareció probablemente por primera vez en el siglo XVII en alguna de las
declaraciones de las iglesias de los Países Bajos) debe aplicarse a todos los
aspectos de la fe cristiana, cuidando de mantener viva la conciencia y la
experiencia de la intervención concreta de Dios en la vida de los seres
humanos, en el nombre de Jesucristo por el poder del Espíritu Santo, que hace
nuevas todas las cosas. Todo lo demás son convenciones.
Una representación gráfica de estas verdades la ofrecieron un grupo de
jóvenes en el Paraninfo de la Universidad de Valencia, un solemne salón del
siglo XVII, una tarde de invierno a finales de los años setenta. Entonaban con
más voluntad que acierto una sencilla canción. No formaban parte de una Coral
ni menos aún eran intelectuales, ni siquiera estudiantes. Eran jóvenes
heroinómanos ya rehabilitados. El texto de su canción estaba tomado de unos
versículos conmovedores del profeta Joel: “Os restituiré [promete Dios] los
años que comió la oruga, el saltón, el revoltón y la langosta” (2,25). El
profeta anunciaba al pueblo de Judá la promesa divina de restaurarles por
completo tras un tiempo ruinoso. Tal había sido también la experiencia de
aquellos jóvenes, de cuerpos todavía demacrados pero ya personas restauradas.
Este es en esencia el propósito del Dios de amor para todos los seres humanos a
través de Jesucristo: conversión para salvación, restauración, reconciliación.
Ese es el fruto de toda conversión genuina a Dios en Cristo: vida, vida abundante,
vida eterna (Jn.10,10).
Conferencia
pronunciada en la celebración del Día de la Reforma, organizada por el Consejo
Evangélico de Madrid, en el Paraninfo de la Facultad de Filosofía de la
Universidad Complutense. Madrid, 31 Octubre 2013.
[2] Jacques Ellul: La razón de ser. Meditaciones sobre el
Eclesiastés. Barcelona: Herder, 1989. Pg.72.
[3] Emil
Brunner: La verdad como encuentro.
Barcelona: Editorial Estela, 1967.
[4] L.Coenen, E.Beyreuther,
H.Bietenhard: Diccionario Teológico del
Nuevo Testamento, vol. I. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1985. Pgs. 331ss.
[5] Juan Calvino: Institución de la Religión Cristiana.
(III,iii,5)
[6] Físico: Siendo niño escribió un estudio sobre acústica: Tratado de los sonidos. Diez años
después realizó su mayor descubrimiento como físico: los experimentos en torno
al vacío. En sus Nuevos experimentos en
torno al vacío afirmó que los efectos que se atribuían al “horror al vacío”
se debían al peso y a la presión del aire. En el Tratado sobre el equilibrio de los líquidos y la pesadez del aire
(1654) formuló la teoría del equilibrio hidrostático y desarrolló algunas
aplicaciones prácticas, como la invención de la prensa hidráulica. Matemático: A los doce años, a modo de juego, descubrió
el teorema treinta y dos de Euclides: “la suma de los ángulos de un triángulo
es igual a dos ángulos rectos”. A los dieciséis años escribió un Tratado de cónicas, en el que exponía el
teorema que hasta hoy se conoce con su propio nombre (o exágono místico). Creó
la “geometría del azar”, contribuyó a sentar las bases del cálculo de
probabilidades. En 1658 resolvió el llamado problema de la ruleta (para
distraerse de un fuerte dolor de muelas) y puso las bases de lo que hoy
conocemos como cálculo integral. Ingeniero: Para ayudar
a su padre en su función de “comisario diputado para el impuesto”, tarea que le
exigía realizar largos y trabajosos cálculos, diseñó a los dieciséis años una
de las primeras calculadoras, siendo el primero en resolver las dificultades
técnicas que impedían su correcto funcionamiento. Suyo fue, como ya hemos
dicho, el invento de la prensa hidráulica. Urbanista: Para ayudar
a los pobres organizó lo que sería la primera compañía de ómnibus de Paris. Polemista: Sus Cartas
Provinciales, textos escritos en defensa del cristianismo jansenista de
Port-Royal, además de su valor teológico, se convirtieron en una obra maestra
de la literatura francesa, supusieron el nacimiento del francés moderno, e
inauguraron un nuevo género literario: el panfleto (se llegaron a tirar diez
mil ejemplares de esas cartas, repartidas por París). Apologista: Durante años fue recopilando una enorme cantidad
de notas con intención de elaborar una apología en favor de la fe cristiana que
moviera a los incrédulos a reconocer su necesidad de Dios. La compilación
póstuma de esos apuntes fragmentarios se conoce como Pensamientos, la obra más reconocida de Pascal. Además, escribió La oración para el buen uso de las
enfermedades y otros opúsculos de carácter piadoso.
[10] Citado
en Carmen Herrando: Blaise Pascal.
Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2010. Pgs. 98-99.
[11] Menno Simons: “Una patética
súplica a todos los magistrados” (1552). In Textos
escogidos de la Reforma radical. Compilador, John Yoder. Buenos Aires: La
Aurora, 2007. Pg. 367.