I. EVANGELIO: ANUNCIO DE SALVACION.
1. Evangelio vs. efectos del Evangelio. ¿Qué define al Evangelio?
¿Cuál es su esencia? Para unos el
Evangelio de Jesucristo es un movimiento liberador, para otros es un elemento
de desarrollo moral de la sociedad, otros lo ven como un factor de civilización,
para muchos es un producto de farmacopea espiritual que aporta bienestar
personal, emocional o incluso material. Pero esos enfoques nacen de un error:
confunden el Evangelio con los frutos del Evangelio. “Estoy convencido de que
la creencia en el evangelio nos lleva a cuidar del pobre y a participar
activamente en nuestra cultura, (…) pero los resultados del evangelio nunca
deben separarse del evangelio mismo ni confundirse con él.”[1]
Debemos tener cuidado de no confundir lo que el evangelio es en su esencia con
los efectos benéficos que produce en la vida de los individuos y de las
sociedades.
Corremos el
riesgo de desenfocar la esencia del Evangelio, procurando dar respuesta a
preguntas e inquietudes, personales o sociales, que oscurecen la centralidad del
anuncio más propio: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo
Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores.” (1ªTim.1,15). “Todo el
propósito del mensaje de este Libro que llamamos Biblia, es dirigir nuestra
atención a la pregunta más esencial de todas. (…) hay quienes querrían hacernos
creer que el propósito de la Iglesia es expresar su opinión acerca de este gran
cúmulo de preguntas [sobre economía, condiciones sociales, la guerra y la paz,
…]. Ahora bien, quisiera demostrar que esto es una falsificación de todo el
propósito de la Iglesia y del mensaje de la Iglesia.”[2].
¿Cuál es la pregunta esencial que responde la Iglesia con su predicación del
Evangelio? En palabras de Job: “Cómo se justificará el hombre con Dios?” (9,2).
En palabras del carcelero de Filipos: “¿Qué debo hacer para ser salvo?”
(Hch.16,30).
2. Evangelio de salvación. En esencia “el
cristianismo es una religión de salvación”[3]
“Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al
Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida.”
(1ªJn.5,11-12). La
sociedad postmoderna se edifica sobre la indiferencia de las opiniones pero el
Evangelio declara con rotundidad por boca del apóstol Pedro: “En ningún otro
hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en
que podamos ser salvos.” (Hch.4,12)
En esta sociedad
nihilista no hay verdad sino apariencias, no hay conceptos sino metáforas
(Nietzsche). La reivindicación de verdad se percibe como agresión intolerante.
En este contexto la “palabra de la cruz” (1ªCor.1,18) siempre resultará
escandalosa pero la iglesia de Jesucristo no tiene otra. “El cristianismo es
esencialmente una religión histórica, basada en la afirmación de que la
encarnación de Dios en Jesucristo fue un evento histórico que tuvo lugar en
Palestina cuando Augusto era emperador de Roma. (…) En Jesús de Nazaret
Dios tomó la naturaleza humana una vez y
por todo y para siempre; Su encarnación en Jesús fue decisiva, permanente e
irrepetible, el momento decisivo de la historia humana y el principio de una
nueva era.”[4]
“Por muy incómoda que nos resulte esta confesión de que Dios ha declarado su
Palabra final en un evento histórico particular, no podemos tomarnos la
libertad de suavizar o moderar esta afirmación básica del cristianismo del
Nuevo Testamento en aras del pluralismo religioso. Nos guste o no, el carácter
absoluto de Jesucristo es esencial para la fe cristiana. Negarlo en cualquier
forma convierte al Cristianismo en algo diferente del Cristianismo apostólico.”[5]
3. Centralidad de la cruz. Esa salvación
está unida esencialmente a la muerte de Jesús en la cruz. Tan rotundo es ese
enfoque que Pablo escribe: “me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino
a Jesucristo, y a éste crucificado” (1ªCor.2,2), e insiste: “nosotros
predicamos a Cristo crucificado.” (1ªCor.1,22-23). Es interesante que el
apóstol se exprese con tal rotundidad en Corinto, una ciudad griega, amante de
la elocuencia, Pablo podría haber exhibido su dominio de la fe judía y la
filosofía griega, pero no quería que nada distorsionara su mensaje. Advirtió a
los cristianos que no cabía otra definición del Evangelio: “Si aun nosotros, o
un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos
anunciado, sea anatema [caiga bajo maldición]” (Gál.1,8). Dio su vida en
martirio por aquel Evangelio: “todo lo soporto por amor de los escogidos, para
que ellos también obtengan la salvación que es en Cristo Jesús con gloria
eterna” (2ªTim.2,10). ¿Qué define al Evangelio? Pablo lo
llama, la palabra de la cruz (1ªCor.1,18). ¿Qué predicaba él y los demás apóstoles?:
el pecado del hombre, la salvación en el crucificado y la vida eterna en el
resucitado (1ªCor.15,3-5). Esa es la esencia del Evangelio.
II. EVANGELIO: SU CONTENIDO. ¿Qué Evangelio
predicamos?
El
mejor antídoto contra cualquier distorsión del Evangelio es la escucha humilde
y obediente del propio Evangelio. El apóstol Pablo nos previene contra el uso de la Palabra como coartada para
amparar necedades, contra la “vanidad de la mente” (Ef.4,17) y las ocurrencias
particulares (1ªTim.1:4, 6). Nos previene también contra la facilidad de
algunos de ser cautivados por dichas ocurrencias “ingeniosas”. No estamos
autorizados a usar la Palabra como el que amasa una pizza, haciendo piruetas en
el aire, o el que hace malabarismos lanzando bolas al aire. A menudo lo
ingenioso “es herejía antigua vestida con traje nuevo”[6]; si
una supuesta verdad es “nueva” después de 2000 años o muy compleja, accesible
sólo a una élite, no puede venir de Dios. Por eso Pablo nos exhorta a
fortalecernos en la “sana doctrina” (1ªTim.1,10) y para eso pagar el precio del
estudio y del esfuerzo, a condición, eso sí, de que no convirtamos la sana
doctrina en un estropajo reseco que uno traga y se le atraganta; la sana
doctrina no es ortodoxia muerta, es lit. “higiénica” porque trae salud
espiritual, es letra vivificada por el Espíritu (2ªCor.3,6). De otro modo, la
dogmática sola es “huesos sin carne” y la espiritualidad sola es “carne sin
huesos” (Von Balthasar). El Evangelio de Jesucristo se resume en los cuatro
momentos de la historia de la salvación: creación, caída, redención,
consumación.
1. Creación. Al margen del procedimiento
biológico de la creación, el hecho fundamental es que no somos fruto del azar;
somos “criaturas” de Dios, creados por Él y para Él, para vivir en dependencia
de amor con Él, para vivir en comunión
dependiente de su Creador (Gén.3,8 -paseando juntos en el Jardín “a la fresca
de la tarde”); sólo en esa relación de amor dependiente llegamos a ser todo lo
que podemos ser, para todo lo que fuimos creados como seres humanos en plenitud.
2. Caída. Todos nosotros somos rebeldes a
Dios, ajenos a nuestra dependencia de Él, y por eso hemos caído de nuestra
condición original. Ese es nuestro pecado y la raíz de nuestros pecados. “No
somos simplemente criaturas imperfectas que deben ser mejoradas: somos, como
dijo Newman, rebeldes que debemos deponer las armas.”[7] El problema no es que seamos “muy malos” sino que
somos rebeldes a Dios; hemos sido creados en El y para El pero escogemos
volverle la espalda y seguir nuestro propio camino. Ese es nuestro pecado-raíz:
somos auto-latras. “Por pecado el Nuevo Testamento no entiende los errores
sociales o los fracasos, en primera instancia, sino la rebelión contra el Dios Creador, el desafío a su
soberanía, el alejamiento del Señor, y la consiguiente culpabilidad ante él; y
el pecado, dice el Nuevo Testamento, es el mal principal del cual necesitamos
ser liberados.”[8]
Dios nos creó con capacidad para responderle y somos
responsables de nuestra respuesta. Por eso somos también culpables ante Él, en esta
vida y en la eternidad. La expectativa de “rendir cuentas” a Dios tras la
muerte es una enseñanza básica de la Biblia (Rom.3,23).
3. Redención. Dios es amor (1ªJn.4,8). Dios
nunca ha dejado de amarnos. Más aún: ¡no podemos convencer a Dios de que deje
de amarnos! “Primero me cansé de ofenderle que su Majestad dejó de perdonarme”
(Teresa Jesús: Libro de la Vida.
19.14). En palabras de san Agustin: “La medida del amor de Dios es amar sin
medida”. Dios no quiere “que ninguno perezca” (2ªP.3,9), Él quiere “que todos
los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1ªTim.2,4). Por
eso su propio Hijo se hizo uno como nosotros (encarnación); por eso también murió
como maldito en la cruz, llevando nuestra maldición, nuestra culpa (sustitución),
para nuestra salvación. Todo quien renuncia a su rebeldía y entrega su vida a
Dios, al amparo de la muerte de Jesús en su lugar, es perdonado por Dios,
adoptado como hijo, y asegurada su eternidad con Dios. Esa salvación supone la redención cuya idea básica
es “liberación”, liberar, soltar (Col.1,13-14). “La redención es la liberación
de la muerte y la corrupción (Rom.8,21), de la debilidad y miseria de las
criaturas (Rom.7,24ss), de la maldición de la ley (Gál.3,13) y del presente
siglo malo (Gál.1,4).”[9]
Es el triunfo del amor de Dios (Rom.5,8), es el
triunfo de la misericordia sobre el juicio (Stg.2,13b)
4. Consumación. Finalmente, Dios
restaurará todas las cosas que el pecado quebró, hará prevalecer su justicia y
santidad, su reino eterno por los siglos de los siglos. Un día Jesucristo regresará, no en debilidad sino en
poder, no como cordero sino como león; regresará para juzgar al mundo y poner
fin a toda forma de maldad, de sufrimiento y muerte (Rom.8,19-21; 2ªP.3,13).
Esa esperanza de consumación y restauración final es individual y es general
porque la restauración será absoluta, afectará a toda la Creación. En términos
generales supondrá la realización de toda plenitud en la creación (Rom.8,18-22)
y la realización de toda justicia: el León de Judá desatará los sellos que sólo
El puede desatar y Dios establecerá su Reino en justicia para siempre
(Apoc.20,11-13). En términos individuales esa esperanza consuela por la
ausencia de los que ya partieron (1ªTes.4,13-18), trae esperanza de eternidad
porque nos sabemos en camino a la casa del Padre (Jn.14,1.-4), y una
expectativa sublime porque veremos a Jesús tal como El es y llegaremos a ser
semejantes a El (1ªJn.3,2). Esa esperanza futura trae frutos ya en el presente
porque nos libra de los espejismos del mundo (1ªJn.2,15-17), de miedos por
amenazas actuales que se disipan a la luz de la eternidad gloriosa (2ªCor.4,17),
y nos motiva para vivir volcados en la única causa que permanece: la causa del
reino de Dios; impulsados en esta vida por el único impulso que permanece: el
impulso del amor (Col.3,1.3)
III. CREER Y
VIVIR EL EVANGELIO
1. “Gracia barata”. Este Evangelio (y no
hay otro, a la luz de la Biblia) conforma una manera peculiar de entender y de
vivir la fe cristiana: lo llamamos discipulado, seguimiento de Jesús
(Mr.8,34-35). Por el contrario, cuando el Evangelio que se predica se centra en
el bienestar inmediato de las personas o en algunos de sus efectos benéficos y
no en la cruz, la vida del cristiano se contamina de la llamada “gracia
barata”: “La gracia barata es la predicación del perdón sin arrepentimiento, el
bautismo sin disciplina eclesiástica, la eucaristía sin confesión de pecados,
la absolución sin confesión personal. La gracia barata es la gracia sin
seguimiento de Cristo, la gracia sin cruz, la gracia sin Jesucristo vivo y
encarnado.”[10]
La “gracia
barata” es una perversión del Evangelio que elimina de la vida cristiana su eje,
el seguimiento comprometido de Jesús: “Nos hemos reunido como cuervos alrededor
del cadáver de la gracia barata y hemos chupado de él el veneno que ha hecho
morir entre nosotros el seguimiento de Jesús.”[11] La
genuina conversión no es un mero “recibir” a Cristo en nuestra vida como un
recurso hermoso de ayuda en los problemas pero que nos permite seguir nuestro
camino viviendo igual que antes. Dicho con una ilustración favorita de A.W.
Tozer: “La salvación (…) no es poner una moneda en la ranura, tirar de la
palanca, agarrar un paquete de salvación, y luego seguir nuestro propio
camino.”[12]
Ese entendimiento del Evangelio pervierte su naturaleza porque no gira en torno
a Jesucristo sino al yo y su bienestar: “El cristianismo, según esta línea de
pensamiento, es una especie de edición de lujo de la vida, y ayuda a mejorar
los problemas de autoestima de fundamental importancia que pudiéramos tener.
Nos ayuda a sentirnos mejor con nosotros mismos, (…) Este cristianismo ‘para
sentirnos mejor’ ha promovido una nueva industria entera de autoayuda
religiosa.”[13]
A
pesar de algunas modas teológicas, el Evangelio no es una técnica de auto-ayuda
para el confort del yo, ni tampoco la apología de la víctima que algunos
pretenden según la cual todos somos víctimas que necesitamos comprensión y
caricias; bien al contrario, la Biblia nos advierte que no somos víctimas sino
culpables, que nuestra necesidad primera no son “palmaditas en la espalda” sino
quebrantamiento y arrepentimiento de nuestros pecados, sin excusa alguna: “En
aquellos días no dirán más: Los padres comieron las uvas agrias y los dientes
de los hijos tienen la dentera, sino que cada cual morirá por su propia maldad;
los dientes de todo hombre que comiere las uvas agrias, tendrá la dentera.”
(Jer.31,29-30).
2. Morir al yo. El Evangelio de Jesucristo
nada tiene que ver con ese sucedáneo “barato”; al contrario, involucra la vida
entera de la persona, la pone a los pies del Maestro y la transforma por
entero, para bendición, a un alto precio. Los anabautistas del siglo XVI
enseñaban un triple bautismo: el bautismo interior del Espíritu, el bautismo de
agua y el bautismo de sangre. Con este último hacían referencia a la
experiencia de tribulación, sufrimiento, persecución e incluso martirio, a los
que debían estar dispuestos todos los cristianos por causa de su fidelidad a
Jesucristo, pero también hacían referencia a la mortificación diaria de la
carne, la renuncia al yo, morir al yo.[14]
El mismo Jesús
que nos llama a “vivir” nos llama también a “morir”; esa es una declaración
esencial del Evangelio. La verdadera conversión pasa por “entregarle” a Jesús
nuestra vida, morir al yo para vivir en Su voluntad, al amparo de su poder
transformador. Los términos en que se enseña esta verdad en el N.T. no admiten
duda: “negarse a uno mismo” (Mr.8,34), “sepultados con Cristo para muerte”
(Rom.6,4), “crucificado juntamente con Cristo” (Gál.2,20a). El apóstol Pablo
indica con absoluta claridad el sentido práctico de esas declaraciones. “Porque
habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y
en vuestro espíritu, los cuales son de Dios.” (1ªCor.6,20). Aquí se halla la
encrucijada que divide el genuino seguimiento de Jesús de cualquier otra
apariencia de fe cristiana. Aquí tiene lugar la batalla definitiva (y sin
embargo diaria), aquí está la causa última por la que tantos cristianos viven
en la periferia de la experiencia cristiana, sin vitalidad espiritual a pesar
del paso de los años: la lucha contra el “yo” que se resiste a morir.
3. Vivir en Cristo. Paradójicamente, el
bautismo de sangre, ese morir al yo para que Cristo sea glorificado en mi vida,
no empobrece: es un morir transformador, dador de vida nueva: la vida del Hijo
de Dios en nosotros por la acción real del Espíritu Santo. Y ese es el
verdadero propósito de Dios para la vida de sus hijos en esta vida: “ser hechos
conformes a la imagen de su Hijo” (Rom.8,29). Más aún. Sólo a la luz de esa
declaración puede entenderse de forma cabal la declaración del versículo
anterior: “a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien”
(Rom.8,28), que nada tiene que ver con la extendida e inmadura opinión de que
todas las duras circunstancias en la vida del cristiano serán mágicamente
resueltas de manera grata más pronto que tarde. De una manipulación ramplona
para extirpar del Evangelio la cruz, resultan vidas espirituales ramplonas,
infantiles, carnales (1ªCor.3,1-3) “Pasarán por Cades-Barnea una vez por semana
[culto dominical] durante años y luego darán la vuelta y volverán al desierto.
Entonces se preguntarán por qué hay tanta arena en sus zapatos.”[15]
Jesús enseñó este
principio espiritual de la muerte que trae verdadera vida con un ejemplo muy
gráfico: (Jn.12,24-26); si no conociéramos anticipadamente el final del
proceso, parecería absurdo enterrar una semilla y esperar nada; pero del
“sepulcro” brota un pequeño tallo que llega a ser un enorme árbol lleno de
fruto. Así opera también la vida espiritual. A los ojos del mundo Jesús y Pablo
fueron débiles, hicieron mal negocio, perdieron la vida. Pero los ojos de la fe
nos dejan ver una realidad muy distinta: sólo cuando vivimos para agradar a
Dios, cualquiera sea el precio, vivimos de
verdad. No es masoquismo, tampoco es nada fácil en ocasiones, pero vivir
para agradar a Dios en cada detalle da un valor y un calado únicos a la existencia
en esta tierra y nos abre a la vida eterna. “El que se aferra a su vida tal
como está, la destruye; en cambio, si la deja ir … la conservará para siempre,
real y eterna” (Jn.12,25 –paráfrasis)
NOTA FINAL.
Hoy, como ya advertía A.W. Tozer
hace más de cincuenta años: “La iglesia
actual se enfrenta al peligro de un cristianismo sin cruz.”[16] Algunos
creen como cristianos pero viven como los paganos, dicen abrazar las creencias bíblicas
pero esas creencias no afectan sus vidas: sus valores, sus objetivos, son los
mismos que la sociedad que les rodea. Por eso no tienen impacto en la sociedad.
Jesús nos advierte sobre esta contradicción: “Tened cuidado, no sea que se os
endurezca el corazón por el vicio, la embriaguez y las preocupaciones de esta vida”
(Lc.21,34 -NVI). Los apóstoles nos advierten también: “no mirando nosotros las
cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son
temporales, pero las que no se ven son eternas.” (2ªCor.4,18; 1ªJn.2,15-17).
Lutero denunció en el siglo XVI la “cautividad babilónica de la iglesia”. John
Stott denunciaba en el siglo XX la “cautividad de la respetable clase media de
la iglesia”[17]
las ataduras del conformismo, la autosatisfacción de la iglesia.
El Evangelio exhorta
a los incrédulos pero también a los hijos de Dios, a la Iglesia de Jesucristo.
Es necesario y urgente desafiar a los cristianos recordándoles una y otra vez,
aún en este tiempo de sopor espiritual, precisamente en este tiempo de vagancia
de las almas (E. Mounier), que el propósito de Dios para nuestras vidas en la
tierra no es que nos “sintamos mejor” sino que nos parezcamos más a su Hijo
(Rom.8,29). Y esto sin importar el precio porque todas las cosas ayudan a bien
(v.28) cuando parecernos más a Jesús es el objetivo de la vida, no el mero
bienestar material. Con esta convicción, con esta visión, se levantan hombres y
mujeres, se levanta un pueblo “bien dispuesto” (Lc.1,17) para dar todo y darse
del todo por la causa del Evangelio; un pueblo que vive una “cultura”
alternativa, una contracultura cristiana que ayuda a desvelar la ceguera de
esta sociedad, que alumbra a Jesús y la vida verdadera y eterna que Dios nos
regala en Él; un pueblo que vuelve la espalda a lo pasajero y pone su corazón
en las cosas eternas, hombres y mujeres que ofrecen sus vidas como servidores
de sus semejantes en el nombre de Jesús.
Emmanuel Buch Camí
Madrid, Junio 2.015
Conferencia presentada en el Encuentro nacional de pastores de la Iglesia Evangélica Cuadrangular. Guadarrama, 6 de junio de 2.015
[2] Martyn Lloyd-Jones: Sermones evangelísticos. Moral de
Calatrava: Editorial peregrino, 2003. Pg. 122.
[4]
John Stott: The contemporary Christian.
Leicester: Inter-Varsity Press, 1992. Pgs. 308-309.
[5] René
Padilla: “La palabra de Dios y las palabras humanas”. In Pensamiento cristiano, nº 100, 1984.
[10] Dietrich Bonhoeffer: El precio de la gracia. Salamanca:
Ediciones Sígueme, 1986. Pg. 16.
[11] Dietrich Bonhoeffer: El precio de la gracia. Salamanca:
Ediciones Sígueme, 1986. Pg. 23.
[12] A.W.
Tozer: La verdadera vida cristiana.
Citado por James Snyder en la Introducción. Grand Rapids: Editorial Portavoz,
2013. Pg. 6.
[14] Walter
Klaasen: Selecciones teológicas
anabautistas. Pensylvania: Herald Press, 1986. Cfr. Pgs. 130-136.
[17]
John Stott: The contemporary Christian.
Leicester: Inter-Varsity Press, 1992. Pg. 363.