Etimológicamente, la palabra
dignidad deriva de la voz latina dignitas-atis,
cuyo origen se remonta al sánscrito dec,
y significa excelencia, realce, decoro,
gravedad. Sin embargo, el uso práctico del concepto dignidad puede llevarnos a cierta confusión porque nuestro idioma
vincula la dignidad humana al comportamiento moral de la persona (cfr.
Diccionario de la Lengua Española), de modo que parece establecerse una
identificación entre la dignidad personal (óntica) y el comportamiento moral.
De hecho, esa fue la convicción de una parte importante de la teología
escolástica medieval, incluído santo Tomás. Pero, si así fuera, tendríamos que
concluir que unas personas son ónticamente
más dignas que otras.
Para evitar esa confusión algunos
autores proponen hablar diferenciadamente de dignidad moral y digneidad
ontológica. La primera se da en la praxis
de la persona y depende de su comportamiento moral, pero la segunda es
pre-moral, describe la dignidad de la persona en sí misma, en su mismidad, y
advierte que la persona es digna por el solo hecho de ser persona, aún al
margen de su comportamiento moral: “(…) sostenemos que la persona puede
degradarse en su dignidad moral en
tanto actúe inmoralmente, pero jamás puede ser tratado como una bestia, pues
conserva siempre su dignidad óntica,
ya que el inmoral no deja de tener racionalidad y libertad, ni de ser persona;
no por el hecho de hacer mal uso de su autonomía deja de ser autónomo.”[1] En
base a esta convicción podemos afirmar que la
persona es un valor fundamental y que es portadora de una dignidad/digneidad
irrenunciable e inviolable, incondicionada y absoluta. Sólo esta definición
de digneidad permite reconocer como
portadores de plena dignidad humana al ser humano todavía no nacido, al enfermo
en coma profundo, al deficiente psíquico o, en otro orden de cosas, al hombre
inmoral. Todos ellos son portadores de dignidad absoluta, no por su praxis racional o moral, sino por su
dignidad intrínseca, por su digneidad.
La afirmación de la sublime
dignidad de la persona humana es constante en los textos de las grandes
constituciones democráticas modernas y es recurrente en textos jurídicos y
legales de carácter nacional e internacional como la Declaración Universal
de los Derechos del Hombre proclamada por la Organización de las
Naciones Unidas en 1948. Con todo, no es suficiente con proclamar grandes
declaraciones a favor de la dignidad humana si a continuación no somos capaces
de fundamentarlas debidamente. En caso contrario, porque las palabras se las lleva el viento, cualquier declaración quedará
reducida a papel mojado, a merced de las circunstancias y los intereses
particulares.
Podemos señalar cuatro
posibilidades básicas para fundamentar la absoluta dignidad humana, de la que,
a nuestro parecer, sólo una da cumplida respuesta a su reivindicación.
1. Fundamentación antropocéntrica (racional).
Desde Aristóteles nos hemos
acostumbrado a definir lo más propio del ser humano por su racionalidad: “el
hombre es un ser racional”, decimos; o en los términos de Boecio, la persona
como “sustancia individual de naturaleza racional”. No puede extrañar, pues,
que esa capacidad racional aparezca como el elemento constituyente de la
dignidad humana y de su más alto valor: “pienso, luego existo” (Descartes). La
formulación más elaborada de este enfoque nos la ofrece Emmanuel Kant en base
al imperativo categórico de la ley moral: sólo si el hombre es moralmente
racional, sólo si se comporta moralmente, cabe señalarle como persona (y) digna
de respeto. En otras palabras, un ser humano podrá identificarse como persona
sólo si posee y muestra autoconciencia y racionalidad en acto
Paradójicamente, y pese a la
grandilocuencia de sus declaraciones, esta perspectiva finalmente es excluyente
y despoja a muchos individuos de su condición de persona y de su dignidad ya
que no ampara a quienes no pueden (tampoco a quien no desea) comportarse
racional-moralmente, los minus-racionales: “La vía de la autonomía moral, que
pretendió fundamentar la dignidad de la persona, ha fracasado –al menos
parcialmente- en su proyecto, si nos situamos desde la perspectiva de los
oprimidos, desde los incultos, los tontos, los deficientes psíquicos, así como
desde el ser humano todavía no nacido, que pareciera, al no ser todavía
autónomo, no tener los derechos propios del ser humano racional, autónomo y
libre en acto.”[2] El listado de los
“marginados del paraguas racional” puede ampliarse considerando a las personas
en coma irreversible, enfermos de Alzheimer, y otras situaciones al final de la
vida. ¿Qué de ellos? El escándalo de la minus-racionalidad y la reivindicación
de la dignidad absoluta de quienes la ¿padecen? ha sido expresado de forma
conmovedora por León Felipe en su poema al Niño
de Vallecas, pintado por Velázquez, que introduce con las siguientes
palabras: “Y he aquí que de repente puedo decir otra vez quien soy. Este Niño
de Vallecas, pintado por Velázquez (…) soy yo. Y tú también.”[3]
Unamuno se rebelaba contra la
identificación esencial del ser humano con su capacidad racional. Para el
pensador español la declaración cartesiana debía ser corregida en términos bien
distintos: “sufro, luego existo”. “El hombre, dicen, es un animal racional. No
sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo
que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón.
Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría
por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de
segundo grado.”[4]
2. Fundamentación naturalista.
Se abre paso en nuestros días,
cada vez con más facilidad, una distinción cada vez más habitual entre “ser
humano” y “persona”, términos que hasta hace bien poco parecían sinónimos. Por
el contrario, una mezcla de argumentos racionalistas y naturalistas ha generado
una confusión creciente, al punto que se habla con frecuencia de “seres humanos
que ya no son personas” (perdida su capacidad racional) y, al tiempo, de
“personas no humanas” como los delfines dada su notable inteligencia.[5] En
efecto, algunos científicos insisten en que los delfines, sobre todo los
delfines nariz de botella, son más inteligentes que los chimpancés y por su
grado de inteligencia deben ser considerados como “personas no humanas” y tener
sus propios derechos.
Este lema de “la igualdad más
allá de la humanidad” se ha encarnado, por ejemplo, en la organización
internacional Proyecto Gran Simio que, fundada en 1993, reclama una ampliación
del igualitarismo moral para que incluya a los grandes simios como chimpancés,
gorilas, bonobús y orangutanes, de modo que se les incluya en la categoría de
personas- El propósito de PGS es conseguir de Naciones Unidas una Declaración
de los Derechos de los Grandes Simios que les reconozca ciertos derechos
morales y legales incluyendo el derecho a la vida, la protección de la libertad
individual y la prohibición de la tortura. Peter Singer, Richard Dawlins y
otros afirman que, siendo los seres humanos animales inteligentes y con vida
social, los grandes simios deben participar de dignidad similar ya que también
ellos muestran esos mismos atributos.[6]
Evidentemente no es suficiente
esta perspectiva racional-ecologista, que hace de la vida humana un eslabón
más, aunque sea el más complejo y superior, en una cadena cósmica; el
naturalismo deviene fatalmente en zoologismo y en terracentrismo. Si la diferencia entre el hombre y los demás
seres fuera únicamente cuantitativa, si sólo fuéramos “amebas complejas”, nada
cabría decir de forma determinante en favor de aquel: “¿por qué habría de
extrañarnos que, dadas las leyes de la oferta y demanda al uso, se valorarse
más a los animales en vías de extinción (especies protegidas), que a los seres
humanos?”[7]
3. Fundamentación contractualista.[8]
Para resistirse a la decadencia
absoluta, los últimos años han conocido la elaboración y propuesta de una
“ética cívica mínima”, que se ofrece como un modo concreto de ejercer un cierto
deber ético, lejos de éticas uniformes (imposibles en sociedades plurales) pero
lejos también de un politeísmo axiológico (Weber) que haga imposible la vida
social. Se ofrece como una ética universalista, ya que siendo mínima en sus
caracteres pretende ser máxima por su extensión comunicativa al incluir a todo
racional humano. Se trata de establecer un núcleo mínimo de instituciones y
valores compartidos por sus miembros, una ética de mínimos consensuados y
compartidos, de carácter normativo, que sirvan de base para la convivencia. El
método para llegar a esa moral cívica es el diálogo ético. “Los valores que
componen una ética cívica son fundamentalmente la libertad, la igualdad, la
solidaridad, el respeto activo y el diálogo, o mejor dicho, la disposición a
resolver los problemas comunes a través del diálogo.”[9] El
diálogo deliberativo debe, eso sí, desarrollarse en un marco determinado:
ausencia de restricciones externas, buena voluntad de los participantes,
capacidad de dar razones, respeto a los otros en desacuerdo, deseo de
entendimiento y colaboración, etc. A la privacidad de cada ciudadano queda su
particular “ética de máximos” con la que pretenda alcanzar su propia felicidad
y perfección. De esta ética comunicativa
o discursiva dan cuenta sus paladines, K.O. Apel, J. Habermas, J. Rawls, y
Adela Cortina en nuestro país.
En su propósito último, la ética
dialógica aspira a que el acuerdo sobre la corrección de una norma sea un
consenso, fruto de un diálogo sincero, en el que se respeta al otro como
persona, fin en sí misma, buscando intereses universalizables de racionalidad
comunicativa. Sin embargo, a nuestro parecer, la ética dialógica se limita a
desarrollar un discurso procedimental
(reducido al establecimiento de la metodología previa al diálogo), y formal (ajeno a los contenidos
concretos), un discurso dependiente de una “situación ideal de diálogo” muy
poco realista. Esta fundamentación dialógica siempre será preferible a
cualquier forma de violencia o tiranía pero es insuficiente porque hace del
diálogo un fin en sí mismo, más preocupada por la precisión del procedimiento
deliberativo que por la conclusión del diálogo. Es una racionalidad que se da
por satisfecha con conclusiones “prudentes”, múltiples y distintas pero
igualmente válidas si pueden justificar un correcto itinerario procedimental.
Esta fascinación por un diálogo ideal y melifluo no oculta la mediocridad de
sus resultados, inocuos por incoloros, inodoros e insípidos; quieren una
fundamentación ética que supere la descreída postmodernidad pero apenas
alumbran consensos y éticas mínimas
que acaban en vacuas declaraciones de buena voluntad.
Aplicada a nuestra pregunta por
la dignidad humana, la fundamentación contractualista sólo nos deja un cimiento
endeble, variable, inquietante, situando la línea fronteriza en un punto
fluctuante según el juego de mayorías y minorías en cada momento.
4. Fundamentación teocéntrica.
El mejor modo de acercarnos a la
comprensión cristiana de la dignidad de la vida es hacerlo a la luz de los
cuatro momentos que la Biblia
enseña a propósito de la historia de la humanidad: la creación, la caída, la
redención y la consumación futura.[10]
El ser humano aparece en la Biblia como “corona” de la
creación y Dios como su Diseñador. En otras palabras, el hombre es “criatura”
y, por tanto, se halla a sí mismo sólo en una relación de
dependencia-independencia con su creador. Esta condición de criatura es el
primer elemento clave para fijar su identidad y dignidad. El segundo tiene que
ver con su relación peculiar con el creador; en efecto, sólo él ha sido creado
a imagen de Dios: “a su imagen, conforme a su semejanza” (Gén.1,27). Un abismo
separa a Dios de todo lo creado (vs. panteísmo) pero, en otro sentido, un
abismo separa a Dios y al hombre, por ser Su imagen, respecto del resto de la
creación (F. Schaeffer).
Es importante precisar el
significado de este ser “imagen de Dios”. La teología tradicional ha entendido
esta “imagen” como la participación (a escala reducida) del hombre de los
atributos divinos, particularmente la racionalidad. Desde San Agustín, y al
amparo de las filosofías griegas, esta capacidad racional ha sido el elemento
esencial que funda la peculiaridad del ser humano y, por tanto, su dignidad.
Dicho al modo de Santo Tomás: “el hombre es imagen de Dios en cuanto es
principio de sus obras por estar dotado de libre albedrío y dominio de sus
actos”. Sin embargo, en esencia, este enfoque no se halla muy distante de la
fundamentación antropocéntrica (racional) ya apuntada y criticada más arriba.
En última instancia, más allá de
enfoques antropocéntricos, naturalistas o contractualistas, el cristianismo
reivindica y funda la dignidad humana desde una perspectiva de pura gratuidad,
que es la perspectiva propia del amor; no por la razón de la racionalidad si no por el misterio de la gratuidad. A tal punto nos anima a entendernos a
nosotros mismos en base al amor divino, que todo el edificio antropológico
puede construirse sobre el lema: “Soy amado, luego existo”[11].
Quien nos ama nos dignifica (Cant.8,10) y Dios nos mira “con buenos ojos”, nos
reconoce como personas sean cuales sean nuestras carencias o limitaciones; a
Dios “le nace” querernos. Ese es el carácter absoluto del amor de Dios, que
funda así absolutamente la dignidad humana (Jn.3,16; 1ªJn.3,2; 4,8). Su amor
nos dignifica incondicionalmente, porque incondicionalmente nos ama.
La racionalidad nada aporta a
esta comprensión de la dignidad humana que se hace fuerte al amparo de la
gratuidad divina que nos agracia, que nos hace agraciados. Podría yo llegar a
olvidar el nombre de quienes me rodean y a quienes amo, podría incluso olvidar
mi propio nombre por la debilidad de mi razón, pero Dios nunca se olvidará de
mí, nunca dejará de llamarme por mi nombre porque “le hemos caído en gracia”.
“A la luz del Salmo 8,5 podemos declarar: “El hombre es el ser de quien Dios se
acuerda siempre. (…) El hombre es el ser de quien Dios nunca se olvida.”[12]
Antes de seguir conviene recordar
otro elemento básico de la antropología bíblica: la relacionalidad. “En el
pensamiento bíblico, la humanidad se define no tanto por la racionalidad
como por la relacionalidad. (....) en términos bíblicos, la
característica definitoria de lo humano no es tanto nuestra capacidad de pensar
como la red de relaciones en la que somos creados, como personas-en-comunidad.”[13] En
efecto, el Dios trino crea al hombre a su imagen también en esta dimensión
relacional. El Dios trino “es” en relación
de amor y comunión eterna entre Padre, Hijo y Espíritu Santo. Puesto que el ser
de Dios se manifiesta como un “ser en
relación”, también el hombre ha sido creado para ser en comunidad, y se
halla a sí mismo en la relación yo-tú; Dios es el Tú del hombre por excelencia pero
también sus semejantes. En ese encuentro relacional, especialmente en el
encuentro varón-mujer, manifiesta el ser humano su semejanza con Dios.[14]
El ser humano, creado a imagen y
semejanza de Dios es capaz de responder relacionalmente a su Creador y es
responsable ante Él de su respuesta. La caída (Génesis 3) es el rechazo del
hombre al orden espiritual y moral establecido por Dios; supone la ruptura de
su (buena) relación con Dios, la negación de su independencia-dependiente de
Dios, y esa ruptura acarrea como frutos fatales el pecado y la muerte. Pese a
todo, el amor creador de Dios se hace amor redentor en Cristo Jesús para
restaurar esa relación quebrada por la rebeldía humana. Su resurrección
anticipa la plena restauración del orden divino para la Creación y para la
criatura diseñada a imagen y semejanza de Dios.
El amor divino, que sustenta la
dignidad humana, es eterno y nada puede oponerse a él; por eso ni aún la muerte
puede impedir que Dios nos siga amando (Rom.8,38-39). No porque la eternidad
sea una cualidad inherente de la persona sino porque participamos de ella
también como un don divino; no porque el alma sea inmortal, según la creencia
pagana, sino porque el amor de Dios manifestado en Jesucristo provee de la
promesa de la resurrección y de la eternidad vivida ante su rostro (Apoc.22,4),
en plena comunión con Él, que es verdadero tú del verdadero yo del hombre[15]. La
muerte es nuestro mayor enemigo (1ªCor.15,26) pero en Cristo resucitado la muerte
ha sido definitivamente vencida (1ªCor.15:20,54-55) y en Él, el hombre se
descubre como el ser-para-la-vida (E. Brunner).
En cuanto a nuestros semejantes,
el amor incondicional de Dios universaliza la igual dignidad de todas las
personas sin distinción porque Dios, en su amor, no hace acepción de personas
(Deut.10,17; Hch.10,34; Gál.2,6). “El que en el vientre me hizo a mí, ¿no lo
hizo a él (siervo)? ¿y no nos dispuso uno mismo en la matriz?” (Job 31,15); “El
rico y el pobre se encuentran; a ambos los hizo Jehová” (Prov.22,2); “(Dios) de
una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres” (Hch.17,26). La conciencia
de ser criatura amada por Dios, abre los ojos del hombre para reconocer en los
demás hombres a sus prójimos-próximos, portadores todos ellos de su misma
dignidad (una percepción que jamás alcanzaron los griegos, que sólo llegaron a
un concepto restrictivo de ciudadano). “El prójimo es lo equitativo. (…) amar
al prójimo es equidad. (…) Es tu prójimo en la igualdad contigo ante Dios. Mas
esta igualdad la tiene incondicionalmente cada ser humano y la tiene de manera
incondicional.”[16] Ese es el fundamento que
permite proclamar el principio de responsabilidad del hombre para con su
prójimo, sin restricción alguna: “Y si Dios se acuerda de nosotros, ¿cómo no
nos vamos a acordar nosotros de nuestro prójimo?”[17]
Publicado en la revista SEMBRADORAS. Salamanca, Diciembre de 2.014
[1]
Mariano Moreno Villa: “Dignidad de la persona”. In M. Moreno Villa (dir.): Diccionario de pensamiento contemporáneo.
Madrid: San Pablo, 1997. Pg. 361. Cfr. Del mismo autor: El hombre como
persona. Madrid: Caparrós Editores, 1995. Pgs. 161-194.
[2] Mariano Moreno Villa:
“Dignidad de la persona”. Op. Cit. Pg. 362.
[3] León
Felipe: Obra poética escogida.
Madrid: Espasa-Calpe, 1980. Pg. 123. El poema comienza así: “De aquí no se va
nadie. / Mientras esta cabeza rota / del Niño de Vallecas exista / de aquí no
se va nadie. Nadie. / (…) Antes hay que deshacer este entuerto, / antes hay que
resolver este enigma. / Y hay que resolverlo entre todos, / y hay que
resolverlo sin cobardías/ (…)” Cfr. del mismo autor: “Auschwitz”. In ¡Oh, este viejo y roto violín! México:
Colección Málaga, 1968. Pgs. 34-35.
[4]
Miguel de Unamuno: Del sentimiento
trágico de la vida. Madrid: Espasa-Calpe, 1980. Pg. 27.
[5] Cfr.
T. Engelhardt: Fundamentos de Bioética.
Barcelona, 1996.
[6] En
Mayo de 2006, el Partido Socialista Obrero Español (a través de su diputado
Francisco Garrido) y la
Conferederación de Los Verdes, presentaron una proposición no
de ley solicitando que el Congreso de los Diputados instara al gobierno español
a declarar su adhesión al Proyecto Gran Simio, dada “la cercanía evolutiva yh
la vecindad genética que tenemos con nuestros parientes, los grandes simios”.
Dicha propuesta quedó desestimada al pasar dos años desde su presentación sin
haber sido incluida en el orden del día de la Comisión de Medio
Ambiente. En aquel debate, el arzobispo Fernando Sebastián mostraba su rechazo
a la propuesta diciendo que sería “como pedir derechos taurinos para los
humanos”.
[7]
Carlos Díaz: Decir la persona.
Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2004. Pg. 89. Cfr. del mismo autor Horizontes del hombre. Madrid: Editorial
CCS, 1990, capítulo III. Id. Razón
cálida. La relación como lógica de los sentimientos. Madrid: Escolar y Mayo
Editores, 2010. Pgs. 445-479.
[8] Cfr.
Emmanuel Buch: Ética bíblica. Valls:
Ediciones Noufront, 2010. Pgs. 50-60.
[9] Adela
Cortina: El mundo de los valores. Etica y
educación. Santafé de Bogotá: Editorial El Buho, 1997. Pg. 70.
[10] John
Wyatt: Asuntos de vida y muerte. Barcelona: Publicaciones Andamio, 2007.
Pg. 71. Título original: Masters of Life and Death, 1998.
[11] Cfr.
Carlos Díaz: Soy amado, luego existo.
4 volúmenes. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1999-2000.
[12] Olegario
González de Cardedal: Madre y muerte.
Salamanca: Ediciones Sígueme, 1993. Pg. 63.
[13] John
Wyatt: Asuntos de vida y muerte. Op. Cit. Pg. 78.
[14] Por
cierto, en el orden de la creación de Dios la relacionalidad toma forma de
dependencia al principio y al final de la vida: “No sólo hemos sido diseñados
para depender de Dios; también hemos sido diseñados para depender unos de
otros. No nacemos como ‘individuos autónomos’ sino como niños indefensos,
dependiendo completamente del cuidado y cariño de otros. Y acabamos nuestra
vida física dependiendo de otros. Tener que depender no es una situación
extraña, infrahumana, indigna; forma parte de la narrativa de la vida de una
persona.” (John Wyatt: Asuntos de vida y muerte. Op. Cit. Pg. 86).
[15]
“Nuestro yo individual y concreto solamente llega a ser un yo infinito mediante
la conciencia de que existe delante de Dios.” Sören Kierkegaard: La enfermedad mortal. Madrid: Sarpe,
1984 (traducción de Demetrio G. Rivero, cedida por ediciones Guadarrama). Pg.
123. “En el más profundo fundamento de nuestra vida espiritual es Dios el
verdadero tú del verdadero yo en el hombre.” Ferdinand Ebner: La palabra y las realidades espirituales.
Madrid: Caparrós editores, 1995. Pg. 27. “Cada Tú singular es una mirada hacia
el Tú eterno. A través de cada Tú singular la palabra básica se dirige al Tú
eterno. De esta acción mediadora del Tú de todos los seres procede el
cumplimiento de las relaciones entre ellos, o en caso contrario el no
cumplimiento. El Tú innato se realiza en cada relación, pero no se plenifica en
ninguna. Unicamente se plenifica en la relación inmediata con el Tú que por su
esencia no puede convertirse en Ello.” Martin Buber: Yo y Tú. Madrid: Caparrós editores, 1993. Pg. 71.
[16]
Sören Kierkegaard: Las obras del amor.
Salamanca: Ediciones Sígueme, 2006. Pg. 85.
[17] Olegario González de
Cardedal: Madre y muerte. Op. Cit.
Pg. 65.