Carlos Díaz es cristiano: “Hallándome, pues, en la convicción de que nada encuentro más racional que creer razonablemente en el Logos de Dios –que se ha adelantado creyendo en mí-, y no explicándome tampoco (a pesar de haberlo intentado fervientemente muchas veces: lo siento) cómo sería posible creer en Dios pero pensar como si no creyera en Dios, por todo ello me considero anima naturaliter christiana.”[1]. Pero siendo contundente, esa declaración no es suficiente para descubrir y describir la verdad más propia de una fe personal.
“¿En qué crees tú
verdaderamente, Carlos?”[2] La
dificultad de la respuesta nace en buena medida de la formulación desenfocada
de la pregunta porque en última instancia, ¿creemos, como un logro consolidado,
definitivo, o más bien estamos a diario aprendiendo a creer y en ese proceso
vital vamos conociendo vitalmente al Jesús en quien creemos? El apóstol Pablo
en una de sus últimas epístolas, décadas después de su conversión, afirma que sigue
inmerso de pies a cabeza en el apasionante empeño de conocer mejor a Jesús
(Filipenses 3,8ss). El creer de Carlos Díaz responde a este perfil procesual común
a todo verdadero creyente[3]
pero que pocos como él viven, padecen y celebran de cara al público a través de
sus escritos.
El creer de
Carlos Díaz es (¿sólo el suyo?) un creer difícil: “percibo por paradoja con
meridiana claridad que amanece, que aun siendo de todo punto necesario que yo
crea en Dios, lo verdaderamente fundante y primero está en persuadirme de que
es Dios quien cree en mí y en empaparme de que –antes de que yo le invocase a él-
él ya había susurrado quedamente mi nombre al crearme”[4] La
fe de Carlos Díaz responde a la historia de una tensión nunca resuelta del todo
entre la confesión intelectual de la verdad y la vivencia personal de dicha
verdad: la verdad gozosamente encarnada y celebrada del amor incondicional de
Dios hacia todos a través de su Hijo Jesucristo. “¡A mí al menos me cuesta
tanto, tanto, ponerme en las manos de Dios, permitirle (a duras penas, sin
lograrlo nunca) ser mi abogado, fiarme absoluta e incondicionalmente y sin
contrapartida de él!”[5]
Demasiado a
menudo el Dios-Padre revelado en Jesucristo, Dios de misericordia entrañable,
es sustituido en la percepción humana por un Dios-Juez de modo que la
invocación de su nombre sólo inspira un miedo enfermizo que puede apoderarse de
la percepción de todas las cosas, sobre todo de Dios mismo. En tales
condiciones la fe se vive como condena, como una responsabilidad culpable ante
todo, huyendo de Dios en esta vida y temiendo ser rechazado por Él en la
eternidad. A impulsos del miedo o de un sentido desequilibrado del deber, la
relación con Dios queda reducida a un esfuerzo torturante y tortuoso por “satisfacer”
a Dios, aplacar su ira, un esfuerzo que en último grado acaba por decantarse en
cualquier forma de neurosis obsesiva que ya no es religión en absoluto sino
malsana superstición.
Confiesa Santa
Teresa de Jesús que por veinte años su creer estuvo basado en el temor del
castigo y el anhelo de los premios eternos, pero no en el amor agradecido a
Dios. Para algunos de nosotros también, crecer en el conocimiento del Dios
auto-revelado en Jesucristo es en buena medida un ejercicio de desaprender: de
la avergonzada huida adánica (Génesis 3,8) a la gozosa entrega en los brazos
del Padre perdonador (Lucas 15,20) al amparo del Crucificado. Ese proceso
podría ser menos angustioso, mucho más gozoso, festivo, de no ser por la necia tozudez
humana: “porque hay almas que, en vez de dejarse a Dios y ayudarse, antes
estorban a Dios por su indiscreto obrar o repugnar, hechas semejantes a los
niños que, queriendo sus madres llevarlos en brazos, ellos van pateando y
llorando, porfiando por se ir ellos por su pie, para que no se pueda andar
nada, y si se anduviere, sea al paso del niño.”[6]
Pero, “gracias a Dios”, mayor que nuestra torpeza es su paciente amor, que
nunca desespera. “Mas Vos, Señor mío, quisisteis ser –casi veinte años que usé
mal de esta merced- el agraviado, porque yo fuese mejorada.”[7]
Dios derrota
nuestros miedos, nos conquista con su amor perdonador, gratuito, y todo porque
a Dios le hemos caído “en gracia” y en Jesús nos ha agraciado a todos sin
excepción. Las tinieblas de la culpa, la vergüenza, todas ellas bien fundadas
por cierto pero insoportables, se diluyen a la luz de Cristo, “la estrella
resplandeciente de la mañana”[8]
(Apocalipsis 22,16). El ser humano no es fruto del azar; cualquiera haya sido
el “procedimiento” de su creación, procede en última instancia del aliento y de
las manos de Dios: “Ha sido pensado, querido y producido directamente por Dios
con un amor personal. Todos los hombres y cada hombre han sido amados por Dios
en la creación. El Señor Dios se hace responsable de la más perfecta realidad
creada, la identidad humana, una identidad traída a la realidad para siempre y
desde siempre por el infinito querer divino. Desde el primer instante Dios mira
su futuro creatural con un amor infinito. Al crearle, le salva, y al salvarle
le crea.”[9]
La revelación de
Dios acerca del hombre incluye la verdad de nuestra culpa pero, sobre todo, la
verdad del perdón (“cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia” –Romanos
5,20) y la invitación a la reconciliación a través de su Hijo Jesucristo: “os
rogamos en nombre de Cristo: reconciliaos con Dios” (2ª Corintios 5,20). Es,
pues, el Evangelio buena nueva, “buena voluntad para con los hombres” (Lucas
2,14), dádiva divina que precede a cualquier iniciativa o mérito humano: “Dios
muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió
por nosotros.” (Romanos 5,8); es un amor tan poderoso que ni aún la muerte
puede impedir que Dios nos siga amando (Romanos 8,38-39). Es un amor que ama a
quien no lo merece, a quien no es digno de ser amado; que ama a quien ignora
que está siendo amado, que ni siquiera reclama ser amado. Es un amor que ama a
quien no corresponde con amor, es un amor no correspondido, no recompensado, no
reconocido ni apreciado. Es un amor que ama a quien no “mejora”, a quien no
avanza a su vez en el camino del amor, a quien parece un pozo sin fondo en el
que se pierde todo empeño de amor ofrecido. A los ojos humanos este amor se
percibe como pérdida, como exceso, como valioso perfume que podría ser vendido
y dado a los pobres, en lugar de ser derramado gratuitamente; no le falta razón
a ese juicio porque este amor, en efecto, “no busca lo suyo” (1ªCorintios 13,5).
Pero porque no busca lo suyo, paradójicamente, este amor permanece; nunca deja
de ser (1ª Corintios 13,8) porque viene de Dios y Dios es amor (1ªJuan 4,8).
Jesucristo es la encarnación de ese amor (Juan 1,17), la cruz es el testimonio
de ese amor (Juan 3,16), el Espíritu Santo planta la semilla de ese amor en las
entrañas del cristiano (Romanos 5,5).
Tal amor divino perdonador,
fundante de la plena humanidad de los humanos, ha ido abriéndose paso progresivamente
en la obra y, mejor aún, en la vida de Carlos Díaz, quien ha convertido en
bandera epistemológica el festivo “Soy
amado, luego existo” o, en expresión menos frecuente: “Soy encontrado por la
alegría, luego existo.”[10]
Así es cómo crece en vida y obra de Carlos Díaz el gozo sobre la agonía, el
perdón sobre la culpa, el amor sobre el temor, porque, en definitiva, a la luz
del Evangelio “Sólo el amor es digno de fe” (H. von Balthasar). Desde esta
perspectiva luminosa, no hay mejor proyecto vital e intelectual en el que
invertirse y desvivirse que dejarse convencer y dejarse transformar por este
amor: “No hay porque temer a quien tan perfectamente nos ama. Su perfecto amor
elimina cualquier temor. Si alguien siente miedo es miedo al castigo lo que
siente, y con ello demuestra que no está absolutamente convencido de su amor hacia
nosotros” (1ª Juan 4,18 –paráfrasis La
Biblia al día). Desde esta perspectiva liberadora y vivificante se afirma
una declaración de fe esencial, esenciada, suficiente, plena de sentido en sí
misma: “Sólo creo en Jesucristo, crucificado y resucitado.”[11]
Dado que el ágape del Nuevo Testamento es de origen
divino, su carácter es expansivo; no es posible dejarse impregnar de él sin que
se traduzca en acción enamorada y amante hacia Dios, hacia los semejantes y,
tal vez con más dificultad, para con uno mismo. El amor expansivo de Dios en
Cristo, recibido como humilde semilla de mostaza, renueva la voluntad humana que
ahora quiere agradecidamente por saberse querida anteriormente: “Afirmándose
como voluntad que quiere, se sabe la voluntad personalista afirmada como
voluntad querida, es decir, como agraciada por la gracia de una Gratuidad que
le ha agraciado queriéndola de antemano y sin concurso de mérito propio, a
partir de la cual ella misma quiere ya agradecidamente, por cuanto que se sabe
favorecida antecedente y consecuentemente, lo cual la convierte a la par en
fuerte (por recibir de Otro la fortaleza) y en débil (por no tenerla en sí
misma más que a través de la recepción del don), y todo ello no desde arriba
sino al lado de los rostros concretos y a su misma altura, porque solamente hay
rostro humano cuando existe altura compartida y distancia justa.”[12] Y
como diría Carlos Díaz: “el que esté libre de culpa que arroje el primer
Kierkegaard.”
Publicado en AAVV: Carlos Díaz, Testimonio y Pensamiento. Madrid: Instituto Emmanuel Mounier, 2014.
[1]
Carlos Díaz: Razón cálida. La relación
como lógica de los sentimientos. Madrid: Escolar y Mayo Editores, 2010. Pg.
147.
[2] Carlos
Díaz: Para venir a serlo todo.
Madrid: Editorial San Pablo, 1995. Pg. 7.
[3]
“Por lo general no se cree
de una vez por todas, antes al contrario se gana y se pierde insensiblemente a
lo largo de toda la existencia, y en ese proceso vital el no ganar puede
resultar una forma de enquistarse, en tanto que el no perder ciertas
convicciones puede impedir otras ganancias más verdaderas y más puras.” Carlos
Díaz: Para venir a serlo todo. Op.
Cit. Pg. 15.
[4] Carlos
Díaz: Para venir a serlo todo. Op.
Cit. Pg. 17.
[5] Carlos
Díaz: Para venir a serlo todo. Op.
Cit. Pg. 22.
[6]
San Juan de la Cruz: Noche oscura de la
subida del Monte Carmelo. Prólogo.3.
[7] Teresa de Jesús: Libro de la vida. 4.3.
[8]
Las citas bíblicas están tomadas de la versión Reina- Valera, 1960.
[9] Carlos
Díaz: La virtud de la humildad.
México D.F.: Editorial Trillas, 2002. Pg. 16.
[10]
Carlos Díaz: “Las buenas manos de la alegría”. In El protestantismo en España: pasado, presente y futuro. Madrid:
Consejo Evangélico de Madrid, 1997. Pg. 126.
[11]
Declaración pública de
Carlos Díaz en las Aulas del Instituto Emmanuel Mounier. Burgos: Julio de 2013.
[12] Carlos Díaz: Yo quiero. Salamanca: Editorial San
Esteban, 1991. Pg. 140.