Vino luego a Betsaida; y le trajeron un ciego, y le
rogaron que le tocase.
Entonces, tomando la mano del ciego, le sacó fuera
de la aldea;
y escupiendo en sus ojos, le puso las manos encima,
Y le preguntó si veía algo.
Él, mirando, dijo: Veo los hombres como árboles,
pero los veo que andan.
Luego le puso otra vez las manos sobre los ojos, y
le hizo que mirase;
y fue restablecido, y vio de lejos y claramente a
todos.
(Mr.8,22-25)
Los discípulos de Jesús somos llamados a vivir una
transformación progresiva de nuestra forma de mirar al semejante como parte del
proceso de renovación de nuestro entendimiento y de nuestro vivir (Rom.12,2);
un proceso que nos lleve de la in-diferencia a la de-ferencia, que sirva de
re-ferencia para nuestra relación con el prójimo, en especial con los
invisibles, los transparentes, los últimos, el “material sobrante” (G.E. Lensky).
Una mirada nueva que no sea mirar sin ver, opuesta a esa mirada que no se para
porque no repara en el otro; una mirada nueva que progresivamente se hace más
clara, de modo que alcanza a reconocer el rostro del semejante como icono de
Dios[1]. Una mirada que deja de estar vuelta sobre uno
mismo, narcisista mirada al ombligo propio, para convertirse en una mirada
compasiva hacia todos, según el modo en que Jesús a todos nos mira.
I. LA (COMPASIVA) MIRADA DIVINA
Dios nos mira en
nuestro pecado y se compadece de nosotros. Su mirada hacia todos los seres
humanos sin excepción, es una mirada compasiva (Sal.130,3). Dios miró a Israel
y se compadeció: “¿Cómo podré abandonarte, oh Efraín? ¿Te entregaré yo, Israel?
¿Cómo podré yo hacerte como Adma, o ponerte como a Zeboim? Mi corazón se conmueve
dentro de mí, se inflama toda mi compasión.” (Os.11,8). Dios mira al ser humano
y se compadece: “el Señor se compadece según las multitudes de sus
misericordias; porque no aflige ni entristece voluntariamente a los hijos de
los hombres” (Lam.3,32b-33); Dios se compadece como un padre: “Como el padre se
compadece de los hijos, se compadece el Señor de los que le temen. Porque él
conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo” (Sal.103,13-14;
Sal.135,14). Dios se compadece como una madre: “¿Se olvidará la mujer de lo que
dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide
ella, yo nunca me olvidaré de ti.” (Is.49,15; 54,8b-11). La mirada de Dios es
enfáticamente compasiva y comprometida hacia los últimos: viudas, extranjeros y
huérfanos (Deut.24,17).
Cuando nos preguntamos qué es el hombre, cómo debe
ser el hombre, los cristianos volvemos nuestra mirada a Jesús, el Hijo del
Hombre. Parafraseando el texto bíblico oímos a Jesús decirnos: “quien me ha
visto a mí ha visto al verdadero ser humano.”[2]
Jesús-hombre encarna perfectamente el diseño que Dios estableció para el ser
humano. Él nos muestra como modelo una vida vivida en apertura incondicional a
los demás, una vida de servicio basado en la compasión. Sacudido por la compasión,
veía las multitudes “desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor”
(Mt.9,36). Jesús por compasión predicó, por compasión alimentó (Mt.15,32), por
compasión sanó (Mt.14,14). El verbo griego (splagnizomai) es muy expresivo:
Jesús vivió así ante los hombres porque “se le conmovían las entrañas”
(Mr.1,41; Mt.20,34; Lc.7,13).
II. CONVERTIR NUESTRA MIRADA
En última
instancia vemos lo que queremos ver, de modo que la mirada descubre la verdad
más íntima que nos habita. ¡Qué distinta nuestra mirada de la mirada divina!
Somos miembros de una sociedad enferma de egoísmo que desconoce al semejante,
que sólo le reconoce como amenaza, que a lo sumo le dedica una ojeada aburrida,
que le mira sin ver. Respiramos un aire social viciado de yoísmo y aún los
discípulos de Jesús sufrimos la contaminación en nuestros pulmones espirituales
de modo que también nuestra mirada sufre de miopía egoísta.
La sanidad de esa
mirada patológica exige un verdadero
arrepentimiento, un auténtico cambio de dirección en nuestra manera de pensar,
de mirar, de vivir. Se trata de convertir el corazón para convertir la mirada
por un proceso que no es de partida intelectual, voluntarista o menos aún
sensiblero, sino espiritual. No es asunto de filantropía sino de cristología: nace
en la Cruz y alcanza al cristiano por el poder transformador del amor de Dios,
recibido de lo alto primero y compartido horizontalmente a continuación, porque
el amor genuino tiene carácter expansivo. De este modo el yo enclaustrado se
convierte en nosotros compasivo, compasión que nace a la sombra de amor
compasivo de Dios en la cruz de Cristo, amor gratuito, desmedido, que sacude el
corazón de quien lo recibe, para multiplicarlo ante los otros y para los otros
como un torrente caudaloso que se extiende imparable.
La cruz testimonia de la mirada infinitamente
compasiva de Dios hacia todos los seres humanos, certifica su gracia ilimitada
empeñada en restaurar al ser humano a su condición más plena, según el modelo
de Jesús, el Hijo del Hombre. Quien se descubre a sí mismo amado gratuitamente
por Dios a pesar de su “fealdad” (Rom.5,8), encuentra el estímulo para iniciar
un lento camino de reconstrucción personal que incluye un nuevo modo de mirar,
un reconocimiento de su prójimo, especialmente del más ignorado, dedicándole
una mirada nueva que refleja, siquiera parcialmente, el modo en que él mismo es
mirado por Dios desde la cruz; una mirada nacida de un corazón limpio que ve a
Dios (Mt.5,8).[3] La palanca que mueve las entrañas del mundo
interior y se vuelca al exterior no es el cartesiano “pienso, luego existo” sino
el cristiano “soy amado, luego existo.”[4]
III. PRÁCTICA DE LA MIRADA COMPASIVA
La compasión (del latín cumpassio, traducción del griego sympathia) significa “con-sentir”, una emoción humana que brota a
partir del sufrimiento del otro; que no es sólo entendimiento de su estado sino
verdadero compromiso práctico por aliviar su sufrimiento: “poner el corazón en
las manos” (Camilo de Lelis). Podemos hablar de “empatía compasiva” (Carl
Rogers) y definir la compasión como el arte de “leer” emocionalmente a las
personas, respondiendo responsablemente a su necesidad.[5]
La mirada
compasiva del discípulo de Jesús descubre al otro como “vulnerabilidad extrema”
(E. Lévinas). Su sola presencia nos re-clama, como Job a sus amigos: “¡Oh, vosotros mis amigos, tened compasión de mí,
tened compasión de mí!” (19,21). Su rostro ante mí me
exige: “favorézcame”, “cuando me mires, compadécete de mí”. Su ruego se
convierte en mi responsabilidad: debo “hacerme cargo” de él. La parábola del Buen Samaritano (Lc.10,25-37) muestra
la compasión como un proceso de tres momentos consecutivos y complementarios:
reconocimiento de la persona sufriente (momento del ir y del ver, que sólo es
posible desde el cultivo de la sensibilidad), responsabilidad ante la persona
sufriente (momento del quedarse
responsablemente, estableciendo morada donde habita el sufrimiento), y cargar
con la realidad de la persona sufriente (momento del salir, acompañando al otro en su proceso de sanación).[6] Sacerdote y levita miran al herido con una
no-mirada, miran sin ver, miran sin querer ver, hacen como que no ven y dan un
rodeo. El samaritano, en cambio, extiende una mirada compasiva hacia el herido
y dado que la compasión es uno de los nombres del amor y el amor genuino se
traduce en acción, el samaritano se acerca venciendo el temor a una posible
emboscada, venda las heridas, cede su cabalgadura, gasta y se gasta en favor
del herido.
La mirada
compasiva del discípulo de Jesús se traduce en acción amorosa, que no limosnera,
porque reconoce en el otro no sólo su necesidad de recibir sino su capacidad de
donar; descubre que a los “transparentes” les duele que nadie les quiera pero aún les duele más no tener a quien
querer, que su drama mayor es que tienen mucho cariño que ofrecer pero no
tienen a nadie a quien ofrecerlo (Angela P.)
La mirada
compasiva del discípulo de Jesús está desprovista de superioridad. Ejercida como condescendencia, la compasión se
corrompe en una forma sutil de soberbia. Paradójicamente, sólo un “sanador
herido” (H. Nouwen) que reconoce su vulnerabilidad puede ofrecer una ayuda
relevante: “¿será quizá que tu debilidad te hace más vulnerable a la mía, y por
eso me entiendes tan rápida y profundamente?”[7] Dicho en términos unamunianos: “Los hombres
encendidos en ardiente caridad hacia sus prójimos, es porque llegaron al fondo
de su propia miseria, de su propia aparencialidad, de sus naderías, y volviendo
luego sus ojos así abiertos, hacia sus semejantes, los vieron también
miserables, aparienciales, anonadables, y los compadecieron y los amaron.”[8]
Conclusión
Dejarnos interpelar por el dolor ajeno nos devuelve
como un fruto añadido la sabiduría de ayudarnos a reconocernos a nosotros
mismos. Es cierto el humano: “duele, luego existo” (S. Kierkegaard) pero aún es
más cierto el cristiano: “me dueles, luego existo” y, por generalización,
“con-dolemus, ergo existimus”[9]. Algunos de nosotros no podemos reflexionar
honestamente sobre nuestro modo de mirar al semejante sin que brote un
sentimiento de vergüenza, de pesar. Esta evidencia mediocre nos exige volver
nuestra mirada al Invisible (siendo mirados por Él) para aprender de nuevo a ver
a los invisibles con una mirada compasiva que se traduzca en acción, ministerio
nacido del misterio vivido del amor divino. Esa mirada compasiva es la mirada
con que Dios nos mira a diario: una mirada que no desespera de nadie, que a
todos reconoce compasivamente. Suplicamos al Espíritu de Dios que nos capacite
para mirarnos y amarnos unos a otros con la misma mirada con que Dios nos mira,
con el mismo amor con que Dios nos ama.
Conferencia pronunciada en el Encuentro de Misiones Evangélicas Urbanas de España. El Escorial (Madrid), 15 de Noviembre de 2015.
[1] Un icono o ícono (griego: εἰκών, romanización: eikōn), literalmente imagen,
“Signo que mantiene una relación de semejanza con el objeto
representado” (RAE). El semejante es icono de Dios porque es “imagen de
Dios” (Gén.1,26-27)
[3] Sólo desde esta perspectiva, más allá
del voluntarismo inmanentista, puede hacerse plena realidad el bienintencionado
anhelo de transformar la identidad del yo humano, desde una posición del yo soberano en la conciencia de
sí a una deposición de ese yo en términos de responsabilidad para con el otro.
Cfr. Emmanuel Lévinas: Etica e infinito.
Madrid: Visor Distribuciones, 1991. Pg. 95.
[4] Cfr. Jean Lacroix: Fuerza y debilidades de la familia.
Madrid: Acción Cultural Cristiana, 1993. Pg. 68. Existe una edición anterior
española del mismo libro, Barcelona: Fontanella, 1962. Título original: Force et faiblesse de la famille, 1948.
Cfr. Carlos Díaz: Soy amado, luego existo.
4 volúmenes. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1999-2000.
[5] La respuesta compasiva va más allá
aún de la ausencia de petición de ayuda, porque sabe leer el rostro doliente
aún si guarda silencio. Resulta conmovedora y reveladora esta declaración
anónima: “Por favor, tiéndeme tu mano, / aunque parezca ser lo último que
deseo. / Tan solo tú puedes sacar a la luz mi vitalidad: / siempre que eres
amable, atento y solícito, / siempre que tratas de comprender, / porque me
quieres, / mi corazón palpita y renace. / (….) ¡No me ignores, por favor, no
pases de largo! / Ten paciencia conmigo. / A veces parece que, cuanto más te
acercas, / tanto más me rebelo contra tu presencia. / Es algo irracional, pero
es así: / lucho contra lo que necesito. / ¡Así es a menudo el ser humano! /
Pero el amor es más fuerte que toda resistencia, / y ésta es mi esperanza. / Mi
única esperanza.” José Carlos Bermejo: Empatía
terapéutica. La compasión del sanador herido. Bilbao: Desclée de Brouwer,
2012. Pgs. 26-28.
[6] L.A. Aranguren: “Compasión”. In Diccionario de pensamiento contemporáneo.
Madrid: Ediciones San Pablo, 1997. Pgs. 197-8.
[7] Carlos Díaz: Diez miradas sobre el rostro del otro. Madrid: Caparrós Editores,
1993. Pg. 101.
[8] Miguel de Unamuno: Del sentimiento trágico de la vida. Madrid:
Espasa-Calpe, 1980. Pg. 130.
[9] Carlos Díaz: Y porque me dueles te amo. Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2012.
Pg. 43.