Para Lucky,
In Memoriam
Perfuman el aire de la estancia las notas del
“Cántico de San Francisco de Asís”, compuesto por Joaquín Rodrigo como un eco
del entusiasmo de aquel “poverello d’Assisi” quien “no sólo amaba sino que
reverenciaba a Dios en todas sus criaturas”[1],
cuya aparición “señaló el momento en que los hombres pudieron reconciliarse no
solo con Dios sino con la naturaleza”[2].
Al cobijo de la música y de un par de fotografías, añoro
a mi perro que ha muerto. Por once años nos acompañó fielmente y se hizo un
hueco en el corazón de la familia. Si sólo era un perro, ¿por qué me duele
tanto? Aún Miguel de Unamuno, de habitual tan adusto en su expresión, desnudaba
su ternura ante la ausencia de su perro:
Descansa en paz, mi pobre
compañero,
descansa en paz; más triste
la suerte de tu dios que no la
tuya.
Los dioses lloran,
los dioses lloran cuando muere el
perro
que les lamió las manos,
que les miró a los ojos,
y al mirarles así les preguntaba:
¿adónde vamos?[3]
“¿Adónde
vamos?” ¿Acaso los perros van a algún sitio? ¿No es un disparate imaginar
siquiera alguna forma de trascendencia para nuestros perros, para los animales
en general? Tradicionalmente, la teología cristiana occidental ha ignorado esta
cuestión porque tampoco se ha ocupado de nada que no fuera la relación entre
Dios y el ser humano. Esa reflexión teo-antropocéntrica ha dejado de lado
cuestiones no menores como la relación entre el hombre y el resto de la creación
o, el significado enigmático de las palabras del apóstol Pablo acerca del
gemido de la creación, de su anhelo ardiente por la manifestación de los hijos
de Dios a la espera de su propia liberación de la esclavitud de corrupción,
para participar de la libertad gloriosa de los hijos de Dios (Rom.8,18-21).
I. ECOLOGICISMOS NO,
GRACIAS
El
ser humano es imagen de Dios (Gén.1,27), el resto de la creación sólo es
portadora de la huella de Dios. ¿Pero qué quiere decir “sólo”? La teología de
la creación ha quedado lastrada por los debates clásicos en torno a la
evolución, dejando en penumbra cuestiones teológicas fundamentales como la
relación del hombre con el resto de lo creado, que en la enseñanza bíblica pasa
por el principio de responsabilidad. La teología cristiana ha pasado de
puntillas sobre cualquier afirmación que pudiera hacerse sospechosa de coqueteo
con forma alguna de panteísmo o panenteísmo. Sólo las reivindicaciones de los
movimientos ecologistas a lo largo del siglo XX han forzado esa reflexión
teológica pendiente.
Dicha
reflexión no es nada fácil en nuestros días porque el ecologicismo mayoritario en
nuestros días es incompatible con la teología de la creación en general y con
la antropología bíblica en especial. Su discurso puede definirse como un “cosmocentrismo
panvitalista”[4]: el
establecimiento de una relación hombre-naturaleza en términos de igualdad, un
reduccionismo biologista que en última instancia “tendería a homogeneizar el
universo adscribiendo el mismo valor a la ameba y al hombre.”[5]
Esta mirada peculiar de los humanos hacia “los demás animales no humanos”,
hacia “las personas no humanas”, implica un igualitarismo zoologicista a la
baja que para honrar a los animales deshonra a los humanos.
La
teología cristiana de la creación subraya por el contrario “el primado
axiológico y ontológico de la persona humana; sólo el hombre es imagen de Dios,
sólo el hombre es fin y no medio, sólo el hombre es valor absoluto.”[6]
Muy a menudo el mandato divino de “sojuzgar y señorear” lo creado en términos
de responsabilidad respetuosa (Gén.1,28), ha sido manipulado para convertirlo
en una coartada inmoral que justificara su expolio más irresponsable. Sin
embargo, la superación de ese entendimiento perverso de la relación hombre-naturaleza
no puede llevarnos a una comprensión opuesta, igualmente perniciosa para todos.
Existe una sima ontológica, un salto cualitativo, que separa al ser humano del
resto de lo creado por más que, en efecto, todos procedamos del mismo Autor. “En
cuanto a lo infinito el abismo está entre Dios y todo lo demás, entre el
Creador y todo lo creado. Pero hay otra parte –la personal. (…) por parte de su
personalidad Dios ha creado al hombre a su propia imagen.”[7]
El
entendimiento cristiano del hombre y de la creación no permite sintonía con
ecologismos cuyos adeptos pierden a la persona queriendo hallarla entre
animales y vegetales, todos en pie de igualdad.[8]
En breve, esta es la crítica que la teología cristiana hace a semejante ecologicismo:
. Es fisicalista reduccionista, de ahí la
primacía que concede a las ballenas y a las águilas sobre el hombre.
. Es fisiocrático, al alentar el retorno
milenarista a la Tierra, un poco por cansancio de la civilización industrial y
otro poco por miedo al futuro.
. Deshistoriza al hombre al situarlo dentro
del eterno retorno: que todo vuelva a la naturaleza, que se recicle el hombre
mismo, con cuyos huesos difuntos se obtendrá abono para que con ese abono
crezcan buenos tomates que comerá el hombre para que a su vez abone …
. El universo no es tomado ni como creación
de Dios, ni como regalo divino al hombre, su criatura, sino como despensa
amenazada de saqueo, de ahí que cuente más la trofología (la alimentación) que
la antropología (el hombre), cerrando al hombre a las grandes cuestiones del
sentido.[9]
Por
el contrario: “Mientras hablemos del hombre y la naturaleza en el horizonte de
Dios, tenemos sólidamente emplazados al hombre, a la naturaleza y a Dios en una
escala de valores. Desaparecido Dios del horizonte, la escala se torna
automáticamente confusa, porque ha desaparecido la unidad de medida; la
frontera hombre-naturaleza se desdibuja y acaba disolviéndose; quien sale
ganando es, sin duda, la naturaleza, no el hombre.”[10]
No
sería justo descargar todas las iras sobre este ecologismo que penaliza a la
persona sin descalificar también cierta teología de la creación, despiadadamente
economicista que manipula los conceptos para reducirlos a justificación de
intereses mezquinos. Para que la ecología (conocimiento de la naturaleza) sea
como Dios desea, ecodulía (respeto de la naturaleza), es necesario recuperar el
verdadero sentido de nobles palabras tantas veces invocadas torpemente. Por
ejemplo, “respeto” como bene-volencia, “interés” (inter-esse, estar-entre) como
ocasión de encuentro, “beneficio” (bene facere) como hacer bien, …Cualquier
otro enfoque resultará maléfico para la naturaleza y por ende también para el
hombre como imagen de Dios[11].
II. PROMESA DE LIBERTAD
PARA TODA LA CREACIÓN
Siguen
sonando las notas del maestro Rodrigo; ante mis ojos, fotografías y objetos de
mi perro, definitivamente ausente. ¿Qué esperanza puede haber para él, para mi
viejo compañero, tras su muerte? En términos más teológicos: ¿qué significado concreto
tienen las palabras del apóstol Pablo en Romanos cap. 8 para el conjunto de la
creación? Más específicamente: ¿puedo abrigar alguna esperanza para mi perro
más allá de la muerte? ¿De qué clase? ¿En qué términos? Antes de descalificar
el asunto como una muestra impropia de infantilismo sentimentaloide conviene
recordar que, en voz baja, es una pregunta formulada mil veces y que algunos
teólogos más que respetables se han acercado a la cuestión sin complejos y han
ensayado respuestas, nunca definitivas pero dignas de consideración.
La
Biblia no se expresa al respecto con rotundidad, de modo que nada rotundo puede
decirse. Muchos aspectos de la realidad no han sido alumbrados por la
revelación de Dios en su Palabra porque el foco está puesto en el Verbo, quien
trae salvación a todos los hombres (Jn.3,16). El propósito de la Escritura, en
palabras de San Agustín, no es decirnos cómo es el Cielo sino cómo llegar a él.
Pero Romanos cap. 8 enseña con claridad que la restauración prometida en la
consumación de los tiempos no es sólo para el ser humano sino para la creación
entera: “Si nosotros hemos de participar en la gloria de Cristo, la creación
participará en la nuestra.”[12]
La creación aguarda con ansiedad la
revelación de los hijos de Dios, porque fue sometida a la frustración. Esto no
sucedió por su propia voluntad, sino por la del que así la dispuso. Pero queda
la firme esperanza de que la creación misma ha de ser liberada de la corrupción
que la esclaviza, para así alcanzar la gloriosa libertad de los hijos de Dios.
Sabemos que toda la creación todavía gime a una, como si tuviera dolores de
parto. Y no sólo ella, sino también nosotros mismos, que tenemos las primicias
del Espíritu, gemimos interiormente, mientras aguardamos nuestra adopción como
hijos, es decir, la redención de nuestro cuerpo. (Rom.8,19-23 –NVI)
Cosmología
y antropología encuentran su síntesis en la esperanza que brota de la cruz
vacía de Jesucristo. “La suerte del universo está ligada a la del hombre; éste
arrastró a aquél en su destino de corrupción (v.20-21) y lo hará partícipe de
su liberación (v.21)”[13]
No es posible extraer de estos versículos declaraciones precisas pero ofrecen,
desde luego, una perspectiva general cargada de aliento y esperanza que
impulsan a la creación a anhelar ardientemente su cumplimiento definitivo.
¿Cómo
será la participación de los animales en esa liberación? Fue un niño quien
enfrentó a un joven Dietrich Bonhoeffer de veintidós años con esta cuestión,
durante su estancia en Barcelona en 1928. Desolado tras la muerte de su
mascota, el pequeño le preguntó: “¿Volveré a ver a mi perro en el cielo?” Así
resumía Bonhoeffer su respuesta a un amigo, al que refería por carta aquella
anécdota: “Mira, Dios creó a los seres humanos y también a los animales; estoy
seguro de que también los ama a ellos. Y yo creo que, en lo que respecta a
Dios, todos los que se han amado en la tierra –que se han amado de verdad-
permanecerán juntos en Dios, porque amar es parte de él. Ahora, debemos
reconocer que no sabemos cómo ocurre.”[14]
Karl
Barth advierte que sólo el ser humano ha sido objeto de la alianza de gracia
con Dios porque sólo el ser humano es pecador, rebelde a Dios su creador. Pero
por cuanto el pecado humano contaminó a la creación entera también su restauración
alcanzará a la naturaleza toda y, desde luego, a los animales que le han
acompañado a su lado desde el inicio de la creación. Así lo expresa el teólogo
suizo: “El animal, no en cuanto socio autónomo de la alianza [de gracia, con
Dios], sino en cuanto acompañante del ser humano en la alianza, será
copartícipe de su promesa y también de su maldición, que sigue de cerca a su
promesa. Lleno de miedo, pero también de certidumbre, aguardará con el ser
humano su cumplimiento y respirará hondo con él, cuando se produzca
provisionalmente y acontezca definitivamente.”[15]
C.
S. Lewis ofrece una reflexión tan arriesgada como sugerente acerca de este
asunto asumiendo la falta de conocimiento suficiente al respecto, el carácter
especulativo de sus propuestas e incluso el riesgo de debilitar la diferencia
cualitativa entre hombre y animales, que en términos espirituales es abismal.
En buena medida su reflexión descansa en un sermón de John Wesley (s.XVIII)
sobre Romanos 8,19-22[16].
A la luz de dicho texto Wesley afirma que los gemidos de la creación no se
pierden en el vacío sino que llegan a los oídos de su Creador, a la espera de
“la manifestación de los hijos de Dios” cuando todos los seres creados serán
liberados de toda forma de corrupción, según la medida de la que cada uno de
ellos sea capaz. Wesley considera el texto de Romanos cap. 8 a la luz de la
visión de “cielo nuevo y tierra nueva” que ofrece Apocalipsis 21. Según Wesley,
la promesa de que “enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá
muerte, ni habrá más llanto, ni clamor ni dolor; porque las primeras cosas
pasaron” (v.4), no es sólo para “los hijos de los hombres” sino que alcanza a
todos los seres creados, a cada uno según su capacidad. Todos serán restaurados
a un plano aún mayor del que disfrutaron en el paraíso, recuperarán su
primitiva belleza y felicidad en una primavera perenne, se verán librados de
todos sus instintos y pasiones ahora ingobernables, de toda inclinación al mal
de modo que no quedará rastro alguno de fiereza, crueldad, o sed de sangre, tal
como Isaías profetizó (11,6-9). Como una recompensa divina por todo el
sufrimiento padecido sin culpa alguna en esta tierra, cuando sus cuerpos
corruptibles sean transformados en incorruptibles, todos los animales
disfrutarán de una dicha plena, sin interrupción ni final, adaptada, eso sí, a
su estado.
Lewis
por su parte, subraya la distinción entre sensibilidad (animal) y conciencia
(humana), para afirmar que los animales poseen sensibilidad al dolor, a una
sucesión de percepciones dolorosas, pero no conciencia de un yo que se
reconozca a sí mismo padeciendo esas sensaciones (aunque es difícil suponer que
los animales superiores y domésticos no posean en alguna medida un cierto grado
de conciencia que relacione sus experiencias y de lugar a una “rudimentaria
individualidad”). ¿Cabría aún con estas prevenciones considerar al menos alguna
forma de resurrección e inmortalidad animal? Lewis centra su análisis en los
animales domésticos, nuestras mascotas. Y parte de una convicción personal en
cuanto a una auténtica (aunque rudimentaria) personalidad de éstos. Esa
individualidad, no obstante, no la
poseerían en sí mismos sino a través de su relación con el hombre como sucede
con éste, “mutatis mutandis”, por su relación con Dios. El animal alcanzaría
una cierta personalidad “en” su amo: “Y en este sentido me parece posible que
ciertos animales puedan tener una inmortalidad, no en sí mismos, sino en la
inmortalidad de sus amos. (…) Si usted pregunta dónde reside la identidad de un
animal así criado como un miembro del cuerpo de tal hogar, yo le respondo:
‘Donde su identidad ha pertenecido siempre aun en la vida terrenal: en su
relación al Cuerpo [familia donde ha sido criado y ha vivido] y, especialmente,
al amo que es la cabeza de ese Cuerpo’. En otras palabras: el hombre conocerá a
su perro; el perro conocerá a su amo y, al conocerlo, será él mismo.”[17]
Lewis cree que su teoría mantiene a Dios en el centro del universo, al hombre
como criatura con un status único y a los animales no coordinados sino
subordinados al hombre y al destino de éste. “La inmortalidad derivativa que se
sugiere para los animales no es una mera enmienda o compensación sino parte
integrante del nuevo cielo y de la nueva tierra orgánicamente vinculados a todo
el proceso de sufrimiento de la caída y redención del mundo.”[18]
En
definitiva, nada definitivo podemos responder a aquel niño desconsolado que interpeló
a Dietrich Bonhoeffer con la misma pregunta que muchos adultos se hacen en
silencio, avergonzados de semejarse a un niño. ¿Qué podría decir yo? A estas
alturas apenas puedo hacer otra cosa que susurrar entre lágrimas, cargado de esperanza
pese a todo, este fragmento del citado poema de Miguel de Unamuno:
¡El otro mundo! …
¡El otro mundo es el del puro espíritu!
¡Del espíritu puro!
¡Oh, terrible pureza,
inanidad, vacío!
¿No volveré a encontrarte, manso amigo?
¿Serás allí un recuerdo,
recuerdo puro?
Y este recuerdo
¿no correrá a mis ojos?
¿No saltará, blandiendo en alegría
enhiesto el rabo?
¿No lamerá la mano de mi espíritu?
¿No mirará a mis ojos?
Ese recuerdo,
¿no serás tú, tú mismo,
dueño de ti, viviendo vida eterna?[19]
[1] G. K. Chesterton: San Francisco de Asís. Buenos Aires:
Ediciones Lohlé-Lumen, 1995. Pg. 90.
[2] G. K. Chesterton: San Francisco de Asís. Op. Cit. Pg. 140.
[3] Miguel de Unamuno: “Elegía en la
muerte de un perro”. In Antología poética.
Madrid: Espasa Calpe, 1999. Pg. 84.
[4] Juan Luis Ruiz de la Peña: Teología de la creación. Santander: Sal
Terrae, 1986. Pg. 196.
[5] Juan Luis Ruiz de la Peña: Teología de la creación. Op. Cit. Pg. 197.
[6] Juan Luis Ruiz de la Peña: Teología de la creación. Op. Cit. Pg. 197.
[7] Francis A. Schaeffer: Polución y la muerte del hombre. Enfoque
cristiano a la ecología. El Paso, Tx.: Editorial Mundo Hispano, 1973. Pg.
40.
[8] Rafael Chirbes: Crematorio. Barcelona: Editorial Anagrama, 2007. Pg. 194. . “Un
Adán posadamita. Ya que no vamos a salvarnos nosotros, salvemos la tierra. Era
el mensaje. Si el contenido está podrido, arrojémoslo y quedémonos con el
continente. (…) el hombre es sólo dañino artificio, incluido ese que dormita
mientras el industrioso castor prepara una presa en el río para alterar su
curso.”
[9] Carlos Díaz: Sustentabilidad ecológica y espiritualidad. Madrid: Fundación
Emmanuel Mounier, 2009. Pg. 31. Cfr. Carlos Díaz: Ecología y pobreza en Francisco de Asís. Madrid: Centro de
Franciscanismo, 1986. Pgs. 51-55.
[10] Juan Luis Ruiz de la Peña: Teología de la creación. Op. Cit. Pg.
198.
[11] Cfr. Carlos Díaz: Sustentabilidad ecológica y espiritualidad.
Op. Cit. Pgs. 62-72.
[12] J.R.W. Stott: Hombres nuevos. Un estudio de Romanos 5-8. Buenos Aires: Ediciones
Certeza, 1974. Pg. 122.
[13] Juan L. Ruiz de la Peña: La otra dimensión. Escatología cristiana.
Santander: Editorial Sal Terrae, 1986. Pg. 218.
[14] Eric Metaxas: Bonhoeffer: pastor, mártir, poeta, espía. Nashville: Grupo Nelson,
2012. Pg. 86. Carta de Dietrich Bonhoeffer a Walter Dress, 1 de Septiembre de
1928.
[15] Karl Barth: Instantes. (Textos para la reflexión escogidos por Eberhard Busch).
Santander: Sal Terrae, 2005. Pg. 51.
[17] C. S. Lewis: El problema del dolor. Miami: Editorial Caribe, 1977. Pg. 137.
[18] C. S. Lewis: El problema del dolor. Op. Cit. Pg. 138.
[19] Miguel de Unamuno: “Elegía en la
muerte de un perro”. In Antología poética.
Op. Cit. Pg. 82.