viernes, 17 de marzo de 2017

FRATERNIDAD DISCREPANTE (reloaded)

Para Jorge Fernández y Ani Ruiz


Hace algo más de veinte años escribí un sencillo artículo para El Eco Bautista titulado “fraternidad discrepante”, que definía como: “esa actitud propia del Cuerpo de Cristo por la que los miembros se escuchan atenta y cordialmente en sus diferencias, y el diálogo plural, libre y sincero, les permite reconocer con más claridad la voz de Dios; que libera a unos de enemistades con quienes discrepan (o conmigo, o contra mí), y salva a otros de la amargura y la desmesura en sus críticas (o yo o el caos).”

Echaba de menos entonces en el contexto evangélico español mayores dosis de tal fraternidad discrepante, de esa capacidad de recibirse mutuamente más allá de las diferencias, ese talante de acogida para quien mantiene criterios distintos, de modo que es posible abrir los brazos al hermano aunque se discrepe de sus criterios. Jürgen Moltmann lo llamaba “diversidad reconciliada” porque, en definitiva, fraternidad “no define un sinónimo de la uniformidad sino el modo cristiano de abordar y resolver las diferencias para convertirlas en instrumento de mutua edificación.” Citaba en aquel artículo a Karl Barth, quien lamentaba ese: “… pensar y hablar unos de otros con tanta dureza, con tanta acritud, con tanto desprecio, dedicarnos esas recensiones tan agridulces, esos comentarios tan malignos, y que más parecen obras de las tinieblas.”[1] Y terminaba invocando una conocida frase de Juan Wesley: “Por el amor de Dios, si fuese posible evitarlo, no nos provoquemos los unos a otros a la ira; no encendamos mutuamente este fuego del infierno ... si al calor de esa terrible luz pudiésemos descubrir la verdad, ¿no sería más bien pérdida que ganancia? Porque cuánto más debe preferirse el amor, aún mezclando con opiniones, que la misma verdad sin el amor.”[2]

Veinte años después de aquel artículo, las muestras de esa posible fraternidad discrepante me parecen aún más escasas que entonces. Tengo la impresión de que en el contexto evangélico español prevalece la descalificación inmisericorde, que una nebulosa gris de testosterona pseudo-teológica lo inunda todo, lo contamina todo, y crea una atmósfera irrespirable donde nadie está a salvo, porque en cualquier momento puede caer bajo la mirada implacable de algún exaltado defensor de la verdadera doctrina, empeñado en otorgar (poco) o negar (mucho) el sello de excelencia, de denominación de origen evangélico y aún de hijo de Dios entre sus semejantes. Esos apologetas airados suelen repetir el mismo patrón: primero señalan un asunto que les parece esencial, después afirman su punto de vista como el único bíblico, y por último decretan la descalificación o el aislamiento de quienes piensan de distinto modo.

Las diferencias podrían abordarse de un modo más bíblico, con apertura al otro, sin por ello abdicar de las convicciones propias. Son muy sugerentes (y autorizadas) las recomendaciones que ofreció el apóstol Pablo en el grave conflicto entre cristianos judíos “conservadores” y gentiles “progresistas” (cfr. Romanos 14-15): no condenar ni juzgar a quienes Dios mismo ha aceptado, no menospreciar a otros con quienes compartimos un mismo Señor a quien desean igualmente agradar, no forzar a unos ni a otros a actuar en contra de sus convicciones y, sobre todo, “recibíos los unos a los otros, como también Cristo nos recibió, para gloria de Dios” (15,7)

A partir de tales principios bíblicos debería ser fácil establecer unos criterios mínimos con los que “gestionar las diferencias” (Ani Ruiz dixit) civilizadamente, cristianamente: centrar en Jesús las opiniones propias con prudencia y oración; sostenerlas con humildad, abiertos a la posibilidad de que los otros puedan tener en sus puntos de vista alguna medida de verdad; respetarles en sus convicciones, mostrando el amor de Jesús, sin condenarles ni menospreciarles ya que comparten el mismo Salvador y Señor; escucharles antes de hablar, procurando entender las circunstancias que han modelado sus convicciones; compartir abiertamente las convicciones propias, con vehemencia incluso, pero con respeto a los otros, en el amor de Jesús; siempre que sea posible dialogar cara a cara, compartiendo argumentos, vivencias personales, oraciones; procurar la unanimidad pero, si no es posible, al menos asegurarse de que la minoría sea escuchada y que ésta respeta la decisión mayoritaria; y en la base de todo, permitir que Jesús inspire con su carácter todas las relaciones, de modo que nunca prevalezca, ni aún de forma solapada, el orgullo, la vanidad propia de la vieja naturaleza.[3]

No escribo estos párrafos para convencer a nadie. Los muchos que interpretan el diálogo entre diferentes como una muestra de buenismo timorato, de falta de convicciones sólidas, de rendición al relativismo, los despreciarán. Hoy se aplaude, se jalea, se promueve el trazo grueso, el blanco o negro, las cosas claras, “al pan, pan y al vino, vino”, los productores de gametos masculinos sobre la mesa. Tiempos de estridencia al grito de “anatema el último”, una defensa de la verdad bíblica que no entiende de matices ni deja lugar a la escala de grises, que se ejerce de forma violenta, insultante contra toda forma de heterodoxia, real o supuesta, y contra las personas que las representan. No hay tiempo ni ganas para la reflexión compartida, la escucha mutua, ni menos aún para el desacuerdo cordial, respetuoso, que salva la fraternidad más allá de las discrepancias por fuertes que sean. Y de vez en cuando se aprovechan esas justas teológicas para ajustar cuentas nada justas de vendettas personales. Aquel anciano Gamaliel del libro de los Hechos de los apóstoles, el de los consejos de prudencia, hoy sería despreciado por cobarde.

Los protagonistas de ese peculiar ejercicio apologético lo justifican por la necesidad de defender el verdadero Evangelio. Olvidan que la verdad es poderosa en sí misma, que la verdad de Dios en Jesucristo es tan poderosa que nada ni nadie puede debilitarla, ni los errores de sus enemigos ni las torpezas de algunos de sus defensores. Y olvidan que esa verdad no merece ser defendida con un espíritu contrario al Espíritu que la habita, con un talante que el propio Evangelio descalifica porque está desprovisto de la necesaria cor-dialidad (corazón) con las personas, por distantes que sean sus criterios. Se ha dicho que una tarea urgente del pueblo de Dios es “recoser un mundo que se rompe”[4] ¿Cómo podría contribuir a semejante objetivo si en su seno no existe capacidad de encuentro, de reconciliación? ¿Cómo ofrecerá un ejemplo inspirador sin la calidez del afecto fraternal, aunque sea discrepante? ¿Cómo, si olvida que “la mayor interpretación del otro es el amor” (Carlos Díaz)?

Escribo para unos pocos hoy. Con la esperanza de que mañana sean más. Y de que esos, cuando mañana vuelvan sus ojos sobre el pasado, encuentren al menos algunos vestigios que les resulten familiares. Quiero creer que no siempre serán las cosas como son hoy, que no siempre prevalecerá el aullido vociferante sobre el diálogo, la ocurrencia sobre la reflexión, la amenaza sobre el respeto. Para quienes se ejercerán así mañana, escribo. Para quienes hoy anhelan ese mañana, escribo. Escribo sobre todo para quienes se esfuerzan en hacer posible ese sueño futuro, con su siembra presente.
Puerto Sagunto (Valencia), Marzo 2017



[1] Karl Barth: “El don de la libertad”. In Ensayos teológicos. Barcelona: Editorial Herder, 1978. Pg. 144.
[2] Citado por Alfonso Ropero: “Lutero y el principio caridad”. In revista La Luz. Abril-Junio 1996. Pg. 5.
[3] Cfr. Michael W. Pahl: “When Everyone’s Biblical and We All Disagree. https://michaelpahl.com/2013/09/23/when-everyones-biblical-and-we-all-disagree/
[4] Suplemento del Cuaderno nº 202 de CJ (nº 236). Barcelona: Cristianisme i justicia, Diciembre 2016.