Para Jorge
Fernández y Ani Ruiz
Hace
algo más de veinte años escribí un sencillo artículo para El Eco Bautista titulado
“fraternidad discrepante”, que definía como: “esa actitud propia del
Cuerpo de Cristo por la que los miembros se escuchan atenta y cordialmente
en sus diferencias, y el diálogo plural, libre y sincero, les permite reconocer
con más claridad la voz de Dios; que libera a unos de enemistades con quienes
discrepan (o conmigo, o contra mí),
y salva a otros de la amargura y la desmesura en sus críticas (o
yo o el caos).”
Echaba
de menos entonces en el contexto evangélico español mayores dosis de tal
fraternidad discrepante, de esa capacidad de recibirse mutuamente más allá de
las diferencias, ese talante de acogida para quien mantiene criterios
distintos, de modo que es posible abrir los brazos al hermano aunque se
discrepe de sus criterios. Jürgen Moltmann lo llamaba “diversidad reconciliada”
porque, en definitiva, fraternidad “no define un sinónimo de la uniformidad sino el modo cristiano de abordar
y resolver las diferencias para convertirlas en instrumento de mutua
edificación.” Citaba en aquel artículo a Karl Barth, quien lamentaba ese: “… pensar y hablar unos de otros con tanta
dureza, con tanta acritud, con tanto desprecio, dedicarnos esas recensiones tan
agridulces, esos comentarios tan malignos, y que más parecen obras de las
tinieblas.”[1]
Y
terminaba invocando una conocida frase de Juan Wesley: “Por
el amor de Dios, si fuese posible evitarlo, no nos provoquemos los unos a otros
a la ira; no encendamos mutuamente este fuego del infierno ... si al calor de
esa terrible luz pudiésemos descubrir la verdad, ¿no sería más bien pérdida que
ganancia? Porque cuánto más debe preferirse el amor, aún mezclando con
opiniones, que la misma verdad sin el amor.”[2]
Veinte años después de aquel artículo, las
muestras de esa posible fraternidad discrepante me parecen aún más escasas que
entonces. Tengo la impresión de que en el contexto evangélico español prevalece
la descalificación inmisericorde, que una nebulosa gris de testosterona
pseudo-teológica lo inunda todo, lo contamina todo, y crea una atmósfera
irrespirable donde nadie está a salvo, porque en cualquier momento puede caer
bajo la mirada implacable de algún exaltado defensor de la verdadera doctrina,
empeñado en otorgar (poco) o negar (mucho) el sello de excelencia, de
denominación de origen evangélico y aún de hijo de Dios entre sus semejantes.
Esos apologetas airados suelen repetir el mismo patrón: primero señalan un
asunto que les parece esencial, después afirman su punto de vista como el único
bíblico, y por último decretan la descalificación o el aislamiento de quienes
piensan de distinto modo.
Las
diferencias podrían abordarse de un modo más bíblico, con apertura al otro, sin
por ello abdicar de las convicciones propias. Son muy sugerentes (y autorizadas)
las recomendaciones que ofreció el apóstol Pablo en el grave conflicto entre
cristianos judíos “conservadores” y gentiles “progresistas” (cfr. Romanos
14-15): no condenar ni juzgar a quienes Dios mismo ha
aceptado, no menospreciar a otros con quienes compartimos un mismo Señor a
quien desean igualmente agradar, no forzar a unos ni a otros a actuar en contra
de sus convicciones y, sobre todo, “recibíos los unos a los otros, como también
Cristo nos recibió, para gloria de Dios” (15,7)
A
partir de tales principios bíblicos debería ser fácil establecer unos criterios
mínimos con los que “gestionar las diferencias” (Ani Ruiz dixit)
civilizadamente, cristianamente: centrar en Jesús las opiniones propias con
prudencia y oración; sostenerlas con humildad, abiertos a la posibilidad de que
los otros puedan tener en sus puntos de vista alguna medida de verdad;
respetarles en sus convicciones, mostrando el amor de Jesús, sin condenarles ni
menospreciarles ya que comparten el mismo Salvador y Señor; escucharles antes
de hablar, procurando entender las circunstancias que han modelado sus
convicciones; compartir abiertamente las convicciones propias, con vehemencia
incluso, pero con respeto a los otros, en el amor de Jesús; siempre que sea
posible dialogar cara a cara, compartiendo argumentos, vivencias personales,
oraciones; procurar la unanimidad pero, si no es posible, al menos asegurarse
de que la minoría sea escuchada y que ésta respeta la decisión mayoritaria; y
en la base de todo, permitir que Jesús inspire con su carácter todas las
relaciones, de modo que nunca prevalezca, ni aún de forma solapada, el orgullo,
la vanidad propia de la vieja naturaleza.[3]
No
escribo estos párrafos para convencer a nadie. Los muchos que interpretan
el diálogo entre diferentes como una muestra de buenismo timorato, de falta de
convicciones sólidas, de rendición al relativismo, los despreciarán. Hoy se
aplaude, se jalea, se promueve el trazo grueso, el blanco o negro, las cosas claras,
“al pan, pan y al vino, vino”, los productores de gametos masculinos sobre la
mesa. Tiempos de estridencia al grito de “anatema el último”, una defensa de la
verdad bíblica que no entiende de matices ni deja lugar a la escala de grises,
que se ejerce de forma violenta, insultante contra toda forma de heterodoxia,
real o supuesta, y contra las personas que las representan. No hay tiempo ni
ganas para la reflexión compartida, la escucha mutua, ni menos aún para el
desacuerdo cordial, respetuoso, que salva la fraternidad más allá de las
discrepancias por fuertes que sean. Y de vez en cuando se aprovechan esas
justas teológicas para ajustar cuentas nada justas de vendettas personales.
Aquel anciano Gamaliel del libro de los Hechos de los apóstoles, el de los consejos
de prudencia, hoy sería despreciado por cobarde.
Los protagonistas de ese peculiar ejercicio
apologético lo justifican por la necesidad de defender el verdadero Evangelio.
Olvidan que la verdad es poderosa en sí misma, que la verdad de Dios en Jesucristo
es tan poderosa que nada ni nadie puede debilitarla, ni los errores de sus
enemigos ni las torpezas de algunos de sus defensores. Y olvidan que esa verdad
no merece ser defendida con un espíritu contrario al Espíritu que la habita,
con un talante que el propio Evangelio descalifica porque está desprovisto de
la necesaria cor-dialidad (corazón) con las personas, por distantes que sean
sus criterios. Se ha dicho que una tarea urgente del pueblo de Dios es “recoser
un mundo que se rompe”[4]
¿Cómo podría contribuir a semejante objetivo si en su seno no existe capacidad
de encuentro, de reconciliación? ¿Cómo ofrecerá un ejemplo inspirador sin la
calidez del afecto fraternal, aunque sea discrepante? ¿Cómo, si olvida que “la
mayor interpretación del otro es el amor” (Carlos Díaz)?
Escribo
para unos pocos hoy. Con la esperanza de que mañana sean más. Y de que esos, cuando
mañana vuelvan sus ojos sobre el pasado, encuentren al menos algunos vestigios
que les resulten familiares. Quiero creer que no siempre serán las cosas como son
hoy, que no siempre prevalecerá el aullido vociferante sobre el diálogo, la
ocurrencia sobre la reflexión, la amenaza sobre el respeto. Para quienes se
ejercerán así mañana, escribo. Para quienes hoy anhelan ese mañana, escribo. Escribo
sobre todo para quienes se esfuerzan en hacer posible ese sueño futuro, con su
siembra presente.
Puerto Sagunto (Valencia), Marzo 2017
[1] Karl Barth: “El
don de la libertad”. In Ensayos
teológicos. Barcelona: Editorial Herder, 1978. Pg. 144.
[2] Citado por Alfonso
Ropero: “Lutero y el principio caridad”. In revista La Luz. Abril-Junio 1996. Pg. 5.
[3] Cfr. Michael W. Pahl: “When
Everyone’s Biblical and We All Disagree. https://michaelpahl.com/2013/09/23/when-everyones-biblical-and-we-all-disagree/
[4] Suplemento del Cuaderno nº 202 de
CJ (nº 236). Barcelona: Cristianisme i justicia, Diciembre 2016.