No soy psicólogo ni terapeuta familiar. Mi intención es recordar algunos principios bíblicos acerca del tema que nos ocupa. Y hacerlo en sintonía con las afirmaciones de alguien que sí es psicólogo y terapeuta cristiano, Josep Araguàs, y su libro: La familia, un lugar de sanidad y crecimiento[1]
1. LA FAMILIA, UN LUGAR DE SANIDAD Y CRECIMIENTO. La familia es un sistema de relaciones que está llamado a ser un sistema terapéutico de sanidad y crecimiento para todos sus miembros. Punto de partida inexcusable. “En la familia, se generan corrientes de transmisión de generación a generación, que pueden ser viciosas, provocando angustia, tristeza, depresión, miedo, agresividad, etc. Pero también se generan corrientes que emergen desde el amor y cuando una persona aprende el lenguaje del amor, será capaz de transmitirlo a otras generaciones porque se ama a sí misma. Estas corrientes que existen en cada familia se transmiten de padres a hijos.[2]
Por cierto, el número creciente
de familias monoparentales y de familias reconstruidas, participan igualmente, aunque
con mayor dificultad, de la misma naturaleza y llamamiento como ámbito de
sanidad y crecimiento de todos sus miembros.
2. EL MATRIMONIO ES EL EJE CENTRAL DE LA FAMILIA. La familia como sistema de relaciones gira en torno a un subsistema central: el matrimonio. La declaración de Génesis, repetida a lo largo de todas las secciones de la Biblia, describe de forma normativa la relevancia prioritaria del matrimonio sobre las demás relaciones familiares. “El matrimonio es la relación que fundamenta y da consistencia a todo el sistema familiar. El otro miembro de la pareja siempre debe ser la persona más cercana en términos de comunicación, de amistad y de intimidad. Ningún hijo, ningún padre, ningún trabajo, ninguna afición o ninguna persona fuera del matrimonio pueden nutrir y enriquecer más la vida que la propia pareja, pues de lo contrario la formación del triángulo [involucrar de forma insana a otras personas en la relación] estará servida.”[3]
Esa centralidad prioritaria forma
parte del diseño ideal de Dios para los seres humanos, previo a la Caída del
pecado. “Hay un orden o
institución matrimonial que es sagrado, divino, porque está fundado en la
Creación, y, por eso, no puede ser modificado por el hombre a su arbitrio, sin
que la vida humana caiga en degeneración.”[4]
Desde esa perspectiva, me atrevo a decir que es pecado (“errar el blanco”) la prioridad que se concede a la familia de origen sobre el cónyuge en la cultura española, y que se refuerza tras la emancipación de los hijos, con la coartada del cuidado de los padres ancianos. “A partir de este momento [llegado el tiempo del “nido vacío”], la pareja deberá escoger entre elaborar su propia agenda y continuar creciendo como matrimonio, o seguir hipotecando su matrimonio para cuidar de forma disfuncional a otros miembros de la familia.”[5]
Desde esa perspectiva, me atrevo a decir que es pecado (“errar el blanco”) la prioridad que se concede a los hijos sobre el cónyuge en la cultura latina (sobre todo por parte de las madres), más aún cuando estos son hijos de relaciones anteriores. “La nueva pareja tiene que llegar a ser prioritaria con respecto a los hijos. (…) de no ser así, el matrimonio siempre estará contra las cuerdas.”[6]
3. PROYECCIÓN DEL MATRIMONIO EN LOS HIJOS. Fijada la centralidad del cuidado del vínculo matrimonial es momento de considerar cómo cuidar de los hijos, fruto de dicho vínculo, porque es imposible exagerar el efecto de ese buen o mal cuidado: “La mayoría de los síntomas que presentan los hijos son una metáfora del matrimonio de sus padres.”[7]
3.1. Amor. “Soy amado,
luego existo” (Carlos Díaz). “Si al final de nuestro cometido como padres, y a
pesar de nuestras muchas imperfecciones, nuestros hijos han sido y se han
sentido amados, ello significa que se ha alcanzado el objetivo esencial en
la relación padres-hijos. (…) Cuando los hijos son amados de tal forma [amor
incondicional, inagotable e imperfecto], con tal consistencia, esto produce en
sus vidas seguridad, afirmación y aceptación.”[8]
3.2. Amor como responsabilidad.
La ausencia de compromiso de los padres hacia los hijos toma formas monstruosas
como la “violencia vicaria” o descuidos mortales. Pero de manera más frecuente
se expresa en una práctica de prioridades que relega la práctica del amor
responsable a un lugar secundario.
“Herencia de Jehová son los hijos; cosa de estima el fruto del vientre.” (Sal.127,3). Ya desde la Ley, Dios asigna a los padres el protagonismo en el cuidado de los hijos. Para los judíos la familia siempre ha sido el centro de toda la vida, aun la religiosa (Prov 1,8; 4,1-3; 6,20; Ecl 7,23-30; 30,1-13). Según la tradición judía el quinto mandamiento concluye la primera Tabla (Éxodo 20,12). Los primeros cinco mandamientos exigen reverencia a Dios, autor de la vida, y a los padres que la transmiten; los cinco segundos se refieren al prójimo y a la defensa de sus derechos. Los padres son “compañeros de Dios en la procreación” y por eso los insultos y las ofensas a los padres son considerados como ofensas a Dios.
3.3. Amor como Pacto. En la revelación de Dios en la Biblia, la responsabilidad se expresa como Pacto. “A través del pacto, Dios se convierte en el paradigma de esposo/esposa o padre/madre. Su forma de amarnos, de sostenernos a lo largo de la vida y de tratarnos a pesar de nuestras muchas limitaciones y errores es el poderoso modelo a seguir, a partir del cual construimos nuestra forma de actuar con los hijos.”[9]
3.4. Amor como educación. La educación como transmisión de valores humanos y espirituales corresponde a los padres, no al Estado, la escuela o la iglesia; estos podrán ayudar más o menos pero nunca reemplazar la responsabilidad de los padres (Deut.6,6-7).
Esta función educadora no se realiza tanto de manera reglada como “atmosférica”, no como en las Academias (civiles o militares) a base de transmisión de conceptos y conocimientos sino por el testimonio coherente de los padres, creando una “atmósfera” de valores encarnados que impregna a los hijos con el mismo “aroma”: “Los padres educan menos a sus hijos por sus órdenes y mandatos que por el ambiente que crean, por las relaciones que mantienen y por la mentalidad que desarrollan.”[10]
3.5. Amor como testimonio de fe. El llamado de Dios a los padres es nítido: Deut.6,6-7. Pero somos imprecisos cuando hablamos de la “transmisión de la fe”: siendo estrictamente personal, la fe no se transmite, sólo se comparte. “Educar en y desde la fe significa dejar en el corazón de los hijos algo vital que les puede servir como un poderoso recurso a lo largo de toda la vida.”[11]
Ese testimonio de fe se ofrece por encima de todo, con un testimonio cotidiano de vida coherente con la fe y sus valores que se dice creer, haciendo de la familia una “iglesia doméstica”. Esa fe: “se cultiva a lo largo de la vida y se transmite no con imposición, sino de forma natural con espontaneidad y ejemplaridad.”[12]
El testimonio de fe sólo puede ser eso, testimonio. Más allá sólo el Espíritu Santo puede convencer “de pecado, …” (Jn.16,8). Los padres no deben convertir el dolor de la ausencia de fe en sus hijos en culpabilidad. Sí pueden proyectar su tristeza en términos de intercesión delante de Dios: “No aceptamos la derrota con nuestros hijos, peleamos por ellos ante el Señor en oración y ayuno”.
[1] Josep Araguàs: La familia, un lugar de
sanidad y crecimiento. Barcelona: Publicaciones Andamio, 2013.
[2]
Josep Araguàs: Ibid. Barcelona: Publicaciones
Andamio, 2013. Prólogo de Jorge J. Pastor Mut. Pg. 14.
[3]
Josep Araguàs: Ibid. Barcelona: Publicaciones Andamio, 2013. Pg. 116.
[4]
Emil Brunner: La justicia. Doctrina de
las leyes fundamentales del orden social. Universidad Nacional Autónoma de
México, 1961. Pg. 67.
[5]
Josep Araguàs: Op. Cit. Barcelona: Publicaciones Andamio, 2013. Pg. 110.
[7]
James Framo: Familia de origen y psicoterapia. Barcelona: Editorial
Paidos, 1996. Pg. 23. Citado por Josep Araguàs: Op. Cit. Barcelona:
Publicaciones Andamio, 2013. Pg. 102.
[10]
Jean Lacroix: Fuerza y debilidades de la
familia. Madrid: Acción Cultural Cristiana, 1993. Pg. 47.
[11]
Josep Araguàs: Op. Cit. Barcelona: Publicaciones Andamio, 2013. Pg. 235.
[12]
Josep Araguàs: Ibid. Barcelona: Publicaciones Andamio, 2013. Pg. 39.