miércoles, 28 de enero de 2015

FUNDAMENTAR LA DIGNIDAD HUMANA



Etimológicamente, la palabra dignidad deriva de la voz latina dignitas-atis, cuyo origen se remonta al sánscrito dec, y significa excelencia, realce, decoro, gravedad. Sin embargo, el uso práctico del concepto dignidad puede llevarnos a cierta confusión porque nuestro idioma vincula la dignidad humana al comportamiento moral de la persona (cfr. Diccionario de la Lengua Española), de modo que parece establecerse una identificación entre la dignidad personal (óntica) y el comportamiento moral. De hecho, esa fue la convicción de una parte importante de la teología escolástica medieval, incluído santo Tomás. Pero, si así fuera, tendríamos que concluir que unas personas son ónticamente más dignas que otras.

Para evitar esa confusión algunos autores proponen hablar diferenciadamente de dignidad moral y digneidad ontológica. La primera se da en la praxis de la persona y depende de su comportamiento moral, pero la segunda es pre-moral, describe la dignidad de la persona en sí misma, en su mismidad, y advierte que la persona es digna por el solo hecho de ser persona, aún al margen de su comportamiento moral: “(…) sostenemos que la persona puede degradarse en su dignidad moral en tanto actúe inmoralmente, pero jamás puede ser tratado como una bestia, pues conserva siempre su dignidad óntica, ya que el inmoral no deja de tener racionalidad y libertad, ni de ser persona; no por el hecho de hacer mal uso de su autonomía deja de ser autónomo.”[1] En base a esta convicción podemos afirmar que la persona es un valor fundamental y que es portadora de una dignidad/digneidad irrenunciable e inviolable, incondicionada y absoluta. Sólo esta definición de digneidad permite reconocer como portadores de plena dignidad humana al ser humano todavía no nacido, al enfermo en coma profundo, al deficiente psíquico o, en otro orden de cosas, al hombre inmoral. Todos ellos son portadores de dignidad absoluta, no por su praxis racional o moral, sino por su dignidad intrínseca, por su digneidad.

 La afirmación de la sublime dignidad de la persona humana es constante en los textos de las grandes constituciones democráticas modernas y es recurrente en textos jurídicos y legales de carácter nacional e internacional como la Declaración Universal de los Derechos del Hombre proclamada por la Organización de las Naciones Unidas en 1948. Con todo, no es suficiente con proclamar grandes declaraciones a favor de la dignidad humana si a continuación no somos capaces de fundamentarlas debidamente. En caso contrario, porque las palabras se las lleva el viento, cualquier declaración quedará reducida a papel mojado, a merced de las circunstancias y los intereses particulares.

Podemos señalar cuatro posibilidades básicas para fundamentar la absoluta dignidad humana, de la que, a nuestro parecer, sólo una da cumplida respuesta a su reivindicación.


1. Fundamentación antropocéntrica (racional).

Desde Aristóteles nos hemos acostumbrado a definir lo más propio del ser humano por su racionalidad: “el hombre es un ser racional”, decimos; o en los términos de Boecio, la persona como “sustancia individual de naturaleza racional”. No puede extrañar, pues, que esa capacidad racional aparezca como el elemento constituyente de la dignidad humana y de su más alto valor: “pienso, luego existo” (Descartes). La formulación más elaborada de este enfoque nos la ofrece Emmanuel Kant en base al imperativo categórico de la ley moral: sólo si el hombre es moralmente racional, sólo si se comporta moralmente, cabe señalarle como persona (y) digna de respeto. En otras palabras, un ser humano podrá identificarse como persona sólo si posee y muestra autoconciencia y racionalidad en acto

Paradójicamente, y pese a la grandilocuencia de sus declaraciones, esta perspectiva finalmente es excluyente y despoja a muchos individuos de su condición de persona y de su dignidad ya que no ampara a quienes no pueden (tampoco a quien no desea) comportarse racional-moralmente, los minus-racionales: “La vía de la autonomía moral, que pretendió fundamentar la dignidad de la persona, ha fracasado –al menos parcialmente- en su proyecto, si nos situamos desde la perspectiva de los oprimidos, desde los incultos, los tontos, los deficientes psíquicos, así como desde el ser humano todavía no nacido, que pareciera, al no ser todavía autónomo, no tener los derechos propios del ser humano racional, autónomo y libre en acto.”[2] El listado de los “marginados del paraguas racional” puede ampliarse considerando a las personas en coma irreversible, enfermos de Alzheimer, y otras situaciones al final de la vida. ¿Qué de ellos? El escándalo de la minus-racionalidad y la reivindicación de la dignidad absoluta de quienes la ¿padecen? ha sido expresado de forma conmovedora por León Felipe en su poema al Niño de Vallecas, pintado por Velázquez, que introduce con las siguientes palabras: “Y he aquí que de repente puedo decir otra vez quien soy. Este Niño de Vallecas, pintado por Velázquez (…) soy yo. Y tú también.”[3]

Unamuno se rebelaba contra la identificación esencial del ser humano con su capacidad racional. Para el pensador español la declaración cartesiana debía ser corregida en términos bien distintos: “sufro, luego existo”. “El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado.”[4]


2. Fundamentación naturalista.

Se abre paso en nuestros días, cada vez con más facilidad, una distinción cada vez más habitual entre “ser humano” y “persona”, términos que hasta hace bien poco parecían sinónimos. Por el contrario, una mezcla de argumentos racionalistas y naturalistas ha generado una confusión creciente, al punto que se habla con frecuencia de “seres humanos que ya no son personas” (perdida su capacidad racional) y, al tiempo, de “personas no humanas” como los delfines dada su notable inteligencia.[5] En efecto, algunos científicos insisten en que los delfines, sobre todo los delfines nariz de botella, son más inteligentes que los chimpancés y por su grado de inteligencia deben ser considerados como “personas no humanas” y tener sus propios derechos.

Este lema de “la igualdad más allá de la humanidad” se ha encarnado, por ejemplo, en la organización internacional Proyecto Gran Simio que, fundada en 1993, reclama una ampliación del igualitarismo moral para que incluya a los grandes simios como chimpancés, gorilas, bonobús y orangutanes, de modo que se les incluya en la categoría de personas- El propósito de PGS es conseguir de Naciones Unidas una Declaración de los Derechos de los Grandes Simios que les reconozca ciertos derechos morales y legales incluyendo el derecho a la vida, la protección de la libertad individual y la prohibición de la tortura. Peter Singer, Richard Dawlins y otros afirman que, siendo los seres humanos animales inteligentes y con vida social, los grandes simios deben participar de dignidad similar ya que también ellos muestran esos mismos atributos.[6]

Evidentemente no es suficiente esta perspectiva racional-ecologista, que hace de la vida humana un eslabón más, aunque sea el más complejo y superior, en una cadena cósmica; el naturalismo deviene fatalmente en zoologismo y en terracentrismo.  Si la diferencia entre el hombre y los demás seres fuera únicamente cuantitativa, si sólo fuéramos “amebas complejas”, nada cabría decir de forma determinante en favor de aquel: “¿por qué habría de extrañarnos que, dadas las leyes de la oferta y demanda al uso, se valorarse más a los animales en vías de extinción (especies protegidas), que a los seres humanos?”[7]


3. Fundamentación contractualista.[8]

Para resistirse a la decadencia absoluta, los últimos años han conocido la elaboración y propuesta de una “ética cívica mínima”, que se ofrece como un modo concreto de ejercer un cierto deber ético, lejos de éticas uniformes (imposibles en sociedades plurales) pero lejos también de un politeísmo axiológico (Weber) que haga imposible la vida social. Se ofrece como una ética universalista, ya que siendo mínima en sus caracteres pretende ser máxima por su extensión comunicativa al incluir a todo racional humano. Se trata de establecer un núcleo mínimo de instituciones y valores compartidos por sus miembros, una ética de mínimos consensuados y compartidos, de carácter normativo, que sirvan de base para la convivencia. El método para llegar a esa moral cívica es el diálogo ético. “Los valores que componen una ética cívica son fundamentalmente la libertad, la igualdad, la solidaridad, el respeto activo y el diálogo, o mejor dicho, la disposición a resolver los problemas comunes a través del diálogo.”[9] El diálogo deliberativo debe, eso sí, desarrollarse en un marco determinado: ausencia de restricciones externas, buena voluntad de los participantes, capacidad de dar razones, respeto a los otros en desacuerdo, deseo de entendimiento y colaboración, etc. A la privacidad de cada ciudadano queda su particular “ética de máximos” con la que pretenda alcanzar su propia felicidad y perfección. De esta ética comunicativa o discursiva dan cuenta sus paladines, K.O. Apel, J. Habermas, J. Rawls, y Adela Cortina en nuestro país.

En su propósito último, la ética dialógica aspira a que el acuerdo sobre la corrección de una norma sea un consenso, fruto de un diálogo sincero, en el que se respeta al otro como persona, fin en sí misma, buscando intereses universalizables de racionalidad comunicativa. Sin embargo, a nuestro parecer, la ética dialógica se limita a desarrollar un discurso procedimental (reducido al establecimiento de la metodología previa al diálogo), y formal (ajeno a los contenidos concretos), un discurso dependiente de una “situación ideal de diálogo” muy poco realista. Esta fundamentación dialógica siempre será preferible a cualquier forma de violencia o tiranía pero es insuficiente porque hace del diálogo un fin en sí mismo, más preocupada por la precisión del procedimiento deliberativo que por la conclusión del diálogo. Es una racionalidad que se da por satisfecha con conclusiones “prudentes”, múltiples y distintas pero igualmente válidas si pueden justificar un correcto itinerario procedimental. Esta fascinación por un diálogo ideal y melifluo no oculta la mediocridad de sus resultados, inocuos por incoloros, inodoros e insípidos; quieren una fundamentación ética que supere la descreída postmodernidad pero apenas alumbran consensos y éticas mínimas que acaban en vacuas declaraciones de buena voluntad.

Aplicada a nuestra pregunta por la dignidad humana, la fundamentación contractualista sólo nos deja un cimiento endeble, variable, inquietante, situando la línea fronteriza en un punto fluctuante según el juego de mayorías y minorías en cada momento.


4. Fundamentación teocéntrica.

El mejor modo de acercarnos a la comprensión cristiana de la dignidad de la vida es hacerlo a la luz de los cuatro momentos que la Biblia enseña a propósito de la historia de la humanidad: la creación, la caída, la redención y la consumación futura.[10]

El ser humano aparece en la Biblia como “corona” de la creación y Dios como su Diseñador. En otras palabras, el hombre es “criatura” y, por tanto, se halla a sí mismo sólo en una relación de dependencia-independencia con su creador. Esta condición de criatura es el primer elemento clave para fijar su identidad y dignidad. El segundo tiene que ver con su relación peculiar con el creador; en efecto, sólo él ha sido creado a imagen de Dios: “a su imagen, conforme a su semejanza” (Gén.1,27). Un abismo separa a Dios de todo lo creado (vs. panteísmo) pero, en otro sentido, un abismo separa a Dios y al hombre, por ser Su imagen, respecto del resto de la creación (F. Schaeffer).

Es importante precisar el significado de este ser “imagen de Dios”. La teología tradicional ha entendido esta “imagen” como la participación (a escala reducida) del hombre de los atributos divinos, particularmente la racionalidad. Desde San Agustín, y al amparo de las filosofías griegas, esta capacidad racional ha sido el elemento esencial que funda la peculiaridad del ser humano y, por tanto, su dignidad. Dicho al modo de Santo Tomás: “el hombre es imagen de Dios en cuanto es principio de sus obras por estar dotado de libre albedrío y dominio de sus actos”. Sin embargo, en esencia, este enfoque no se halla muy distante de la fundamentación antropocéntrica (racional) ya apuntada y criticada más arriba.

En última instancia, más allá de enfoques antropocéntricos, naturalistas o contractualistas, el cristianismo reivindica y funda la dignidad humana desde una perspectiva de pura gratuidad, que es la perspectiva propia del amor; no por la razón de la racionalidad si no por el misterio de la gratuidad. A tal punto nos anima a entendernos a nosotros mismos en base al amor divino, que todo el edificio antropológico puede construirse sobre el lema: “Soy amado, luego existo”[11]. Quien nos ama nos dignifica (Cant.8,10) y Dios nos mira “con buenos ojos”, nos reconoce como personas sean cuales sean nuestras carencias o limitaciones; a Dios “le nace” querernos. Ese es el carácter absoluto del amor de Dios, que funda así absolutamente la dignidad humana (Jn.3,16; 1ªJn.3,2; 4,8). Su amor nos dignifica incondicionalmente, porque incondicionalmente nos ama.

La racionalidad nada aporta a esta comprensión de la dignidad humana que se hace fuerte al amparo de la gratuidad divina que nos agracia, que nos hace agraciados. Podría yo llegar a olvidar el nombre de quienes me rodean y a quienes amo, podría incluso olvidar mi propio nombre por la debilidad de mi razón, pero Dios nunca se olvidará de mí, nunca dejará de llamarme por mi nombre porque “le hemos caído en gracia”. “A la luz del Salmo 8,5 podemos declarar: “El hombre es el ser de quien Dios se acuerda siempre. (…) El hombre es el ser de quien Dios nunca se olvida.”[12]

Antes de seguir conviene recordar otro elemento básico de la antropología bíblica: la relacionalidad. “En el pensamiento bíblico, la humanidad se define no tanto por la racionalidad como por la relacionalidad. (....) en términos bíblicos, la característica definitoria de lo humano no es tanto nuestra capacidad de pensar como la red de relaciones en la que somos creados, como personas-en-comunidad.”[13] En efecto, el Dios trino crea al hombre a su imagen también en esta dimensión relacional. El Dios trino “es” en relación de amor y comunión eterna entre Padre, Hijo y Espíritu Santo. Puesto que el ser de Dios se manifiesta como un “ser en relación”, también el hombre ha sido creado para ser en comunidad, y se halla a sí mismo en la relación yo-tú; Dios es el Tú del hombre por excelencia pero también sus semejantes. En ese encuentro relacional, especialmente en el encuentro varón-mujer, manifiesta el ser humano su semejanza con Dios.[14]

El ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios es capaz de responder relacionalmente a su Creador y es responsable ante Él de su respuesta. La caída (Génesis 3) es el rechazo del hombre al orden espiritual y moral establecido por Dios; supone la ruptura de su (buena) relación con Dios, la negación de su independencia-dependiente de Dios, y esa ruptura acarrea como frutos fatales el pecado y la muerte. Pese a todo, el amor creador de Dios se hace amor redentor en Cristo Jesús para restaurar esa relación quebrada por la rebeldía humana. Su resurrección anticipa la plena restauración del orden divino para la Creación y para la criatura diseñada a imagen y semejanza de Dios.

El amor divino, que sustenta la dignidad humana, es eterno y nada puede oponerse a él; por eso ni aún la muerte puede impedir que Dios nos siga amando (Rom.8,38-39). No porque la eternidad sea una cualidad inherente de la persona sino porque participamos de ella también como un don divino; no porque el alma sea inmortal, según la creencia pagana, sino porque el amor de Dios manifestado en Jesucristo provee de la promesa de la resurrección y de la eternidad vivida ante su rostro (Apoc.22,4), en plena comunión con Él, que es verdadero tú del verdadero yo del hombre[15]. La muerte es nuestro mayor enemigo (1ªCor.15,26) pero en Cristo resucitado la muerte ha sido definitivamente vencida (1ªCor.15:20,54-55) y en Él, el hombre se descubre como el ser-para-la-vida (E. Brunner).

En cuanto a nuestros semejantes, el amor incondicional de Dios universaliza la igual dignidad de todas las personas sin distinción porque Dios, en su amor, no hace acepción de personas (Deut.10,17; Hch.10,34; Gál.2,6). “El que en el vientre me hizo a mí, ¿no lo hizo a él (siervo)? ¿y no nos dispuso uno mismo en la matriz?” (Job 31,15); “El rico y el pobre se encuentran; a ambos los hizo Jehová” (Prov.22,2); “(Dios) de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres” (Hch.17,26). La conciencia de ser criatura amada por Dios, abre los ojos del hombre para reconocer en los demás hombres a sus prójimos-próximos, portadores todos ellos de su misma dignidad (una percepción que jamás alcanzaron los griegos, que sólo llegaron a un concepto restrictivo de ciudadano). “El prójimo es lo equitativo. (…) amar al prójimo es equidad. (…) Es tu prójimo en la igualdad contigo ante Dios. Mas esta igualdad la tiene incondicionalmente cada ser humano y la tiene de manera incondicional.”[16] Ese es el fundamento que permite proclamar el principio de responsabilidad del hombre para con su prójimo, sin restricción alguna: “Y si Dios se acuerda de nosotros, ¿cómo no nos vamos a acordar nosotros de nuestro prójimo?”[17]

 Publicado en la revista SEMBRADORAS. Salamanca, Diciembre de 2.014





[1] Mariano Moreno Villa: “Dignidad de la persona”. In M. Moreno Villa (dir.): Diccionario de pensamiento contemporáneo. Madrid: San Pablo, 1997. Pg. 361. Cfr. Del mismo autor: El hombre como persona. Madrid: Caparrós Editores, 1995. Pgs. 161-194.
[2] Mariano Moreno Villa: “Dignidad de la persona”. Op. Cit. Pg. 362.
[3] León Felipe: Obra poética escogida. Madrid: Espasa-Calpe, 1980. Pg. 123. El poema comienza así: “De aquí no se va nadie. / Mientras esta cabeza rota / del Niño de Vallecas exista / de aquí no se va nadie. Nadie. / (…) Antes hay que deshacer este entuerto, / antes hay que resolver este enigma. / Y hay que resolverlo entre todos, / y hay que resolverlo sin cobardías/ (…)” Cfr. del mismo autor: “Auschwitz”. In ¡Oh, este viejo y roto violín! México: Colección Málaga, 1968. Pgs. 34-35.
[4] Miguel de Unamuno: Del sentimiento trágico de la vida. Madrid: Espasa-Calpe, 1980. Pg. 27.
[5] Cfr. T. Engelhardt: Fundamentos de Bioética. Barcelona, 1996.
[6] En Mayo de 2006, el Partido Socialista Obrero Español (a través de su diputado Francisco Garrido) y la Conferederación de Los Verdes, presentaron una proposición no de ley solicitando que el Congreso de los Diputados instara al gobierno español a declarar su adhesión al Proyecto Gran Simio, dada “la cercanía evolutiva yh la vecindad genética que tenemos con nuestros parientes, los grandes simios”. Dicha propuesta quedó desestimada al pasar dos años desde su presentación sin haber sido incluida en el orden del día de la Comisión de Medio Ambiente. En aquel debate, el arzobispo Fernando Sebastián mostraba su rechazo a la propuesta diciendo que sería “como pedir derechos taurinos para los humanos”.
[7] Carlos Díaz: Decir la persona. Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2004. Pg. 89. Cfr. del mismo autor Horizontes del hombre. Madrid: Editorial CCS, 1990, capítulo III. Id. Razón cálida. La relación como lógica de los sentimientos. Madrid: Escolar y Mayo Editores, 2010. Pgs. 445-479.
[8] Cfr. Emmanuel Buch: Ética bíblica. Valls: Ediciones Noufront, 2010. Pgs. 50-60.
[9] Adela Cortina: El mundo de los valores. Etica y educación. Santafé de Bogotá: Editorial El Buho, 1997. Pg. 70.
[10] John Wyatt: Asuntos de vida y muerte. Barcelona: Publicaciones Andamio, 2007. Pg. 71. Título original: Masters of Life and Death, 1998.
[11] Cfr. Carlos Díaz: Soy amado, luego existo. 4 volúmenes. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1999-2000.
[12] Olegario González de Cardedal: Madre y muerte. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1993. Pg. 63.
[13] John Wyatt: Asuntos de vida y muerte. Op. Cit. Pg. 78.
[14] Por cierto, en el orden de la creación de Dios la relacionalidad toma forma de dependencia al principio y al final de la vida: “No sólo hemos sido diseñados para depender de Dios; también hemos sido diseñados para depender unos de otros. No nacemos como ‘individuos autónomos’ sino como niños indefensos, dependiendo completamente del cuidado y cariño de otros. Y acabamos nuestra vida física dependiendo de otros. Tener que depender no es una situación extraña, infrahumana, indigna; forma parte de la narrativa de la vida de una persona.” (John Wyatt: Asuntos de vida y muerte. Op. Cit. Pg. 86).
[15] “Nuestro yo individual y concreto solamente llega a ser un yo infinito mediante la conciencia de que existe delante de Dios.” Sören Kierkegaard: La enfermedad mortal. Madrid: Sarpe, 1984 (traducción de Demetrio G. Rivero, cedida por ediciones Guadarrama). Pg. 123. “En el más profundo fundamento de nuestra vida espiritual es Dios el verdadero tú del verdadero yo en el hombre.” Ferdinand Ebner: La palabra y las realidades espirituales. Madrid: Caparrós editores, 1995. Pg. 27. “Cada Tú singular es una mirada hacia el Tú eterno. A través de cada Tú singular la palabra básica se dirige al Tú eterno. De esta acción mediadora del Tú de todos los seres procede el cumplimiento de las relaciones entre ellos, o en caso contrario el no cumplimiento. El Tú innato se realiza en cada relación, pero no se plenifica en ninguna. Unicamente se plenifica en la relación inmediata con el Tú que por su esencia no puede convertirse en Ello.” Martin Buber: Yo y Tú. Madrid: Caparrós editores, 1993. Pg. 71.
[16] Sören Kierkegaard: Las obras del amor. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2006. Pg. 85.
[17] Olegario González de Cardedal: Madre y muerte. Op. Cit. Pg. 65.

domingo, 30 de noviembre de 2014

SOY ENCONTRADO POR LA ALEGRÍA, LUEGO EXISTO (Homenaje a Carlos Díaz)


Carlos Díaz es cristiano: “Hallándome, pues, en la convicción de que nada encuentro más racional que creer razonablemente en el Logos de Dios –que se ha adelantado creyendo en mí-, y no explicándome tampoco (a pesar de haberlo intentado fervientemente muchas veces: lo siento) cómo sería posible creer en Dios pero pensar como si no creyera en Dios, por todo ello me considero anima naturaliter christiana.”[1]. Pero siendo contundente, esa declaración no es suficiente para descubrir y describir la verdad más propia de una fe personal.

“¿En qué crees tú verdaderamente, Carlos?”[2] La dificultad de la respuesta nace en buena medida de la formulación desenfocada de la pregunta porque en última instancia, ¿creemos, como un logro consolidado, definitivo, o más bien estamos a diario aprendiendo a creer y en ese proceso vital vamos conociendo vitalmente al Jesús en quien creemos? El apóstol Pablo en una de sus últimas epístolas, décadas después de su conversión, afirma que sigue inmerso de pies a cabeza en el apasionante empeño de conocer mejor a Jesús (Filipenses 3,8ss). El creer de Carlos Díaz responde a este perfil procesual común a todo verdadero creyente[3] pero que pocos como él viven, padecen y celebran de cara al público a través de sus escritos.

El creer de Carlos Díaz es (¿sólo el suyo?) un creer difícil: “percibo por paradoja con meridiana claridad que amanece, que aun siendo de todo punto necesario que yo crea en Dios, lo verdaderamente fundante y primero está en persuadirme de que es Dios quien cree en mí y en empaparme de que –antes de que yo le invocase a él- él ya había susurrado quedamente mi nombre al crearme”[4] La fe de Carlos Díaz responde a la historia de una tensión nunca resuelta del todo entre la confesión intelectual de la verdad y la vivencia personal de dicha verdad: la verdad gozosamente encarnada y celebrada del amor incondicional de Dios hacia todos a través de su Hijo Jesucristo. “¡A mí al menos me cuesta tanto, tanto, ponerme en las manos de Dios, permitirle (a duras penas, sin lograrlo nunca) ser mi abogado, fiarme absoluta e incondicionalmente y sin contrapartida de él!”[5]

Demasiado a menudo el Dios-Padre revelado en Jesucristo, Dios de misericordia entrañable, es sustituido en la percepción humana por un Dios-Juez de modo que la invocación de su nombre sólo inspira un miedo enfermizo que puede apoderarse de la percepción de todas las cosas, sobre todo de Dios mismo. En tales condiciones la fe se vive como condena, como una responsabilidad culpable ante todo, huyendo de Dios en esta vida y temiendo ser rechazado por Él en la eternidad. A impulsos del miedo o de un sentido desequilibrado del deber, la relación con Dios queda reducida a un esfuerzo torturante y tortuoso por “satisfacer” a Dios, aplacar su ira, un esfuerzo que en último grado acaba por decantarse en cualquier forma de neurosis obsesiva que ya no es religión en absoluto sino malsana superstición.

Confiesa Santa Teresa de Jesús que por veinte años su creer estuvo basado en el temor del castigo y el anhelo de los premios eternos, pero no en el amor agradecido a Dios. Para algunos de nosotros también, crecer en el conocimiento del Dios auto-revelado en Jesucristo es en buena medida un ejercicio de desaprender: de la avergonzada huida adánica (Génesis 3,8) a la gozosa entrega en los brazos del Padre perdonador (Lucas 15,20) al amparo del Crucificado. Ese proceso podría ser menos angustioso, mucho más gozoso, festivo, de no ser por la necia tozudez humana: “porque hay almas que, en vez de dejarse a Dios y ayudarse, antes estorban a Dios por su indiscreto obrar o repugnar, hechas semejantes a los niños que, queriendo sus madres llevarlos en brazos, ellos van pateando y llorando, porfiando por se ir ellos por su pie, para que no se pueda andar nada, y si se anduviere, sea al paso del niño.”[6] Pero, “gracias a Dios”, mayor que nuestra torpeza es su paciente amor, que nunca desespera. “Mas Vos, Señor mío, quisisteis ser –casi veinte años que usé mal de esta merced- el agraviado, porque yo fuese mejorada.”[7]

Dios derrota nuestros miedos, nos conquista con su amor perdonador, gratuito, y todo porque a Dios le hemos caído “en gracia” y en Jesús nos ha agraciado a todos sin excepción. Las tinieblas de la culpa, la vergüenza, todas ellas bien fundadas por cierto pero insoportables, se diluyen a la luz de Cristo, “la estrella resplandeciente de la mañana”[8] (Apocalipsis 22,16). El ser humano no es fruto del azar; cualquiera haya sido el “procedimiento” de su creación, procede en última instancia del aliento y de las manos de Dios: “Ha sido pensado, querido y producido directamente por Dios con un amor personal. Todos los hombres y cada hombre han sido amados por Dios en la creación. El Señor Dios se hace responsable de la más perfecta realidad creada, la identidad humana, una identidad traída a la realidad para siempre y desde siempre por el infinito querer divino. Desde el primer instante Dios mira su futuro creatural con un amor infinito. Al crearle, le salva, y al salvarle le crea.”[9]

La revelación de Dios acerca del hombre incluye la verdad de nuestra culpa pero, sobre todo, la verdad del perdón (“cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia” –Romanos 5,20) y la invitación a la reconciliación a través de su Hijo Jesucristo: “os rogamos en nombre de Cristo: reconciliaos con Dios” (2ª Corintios 5,20). Es, pues, el Evangelio buena nueva, “buena voluntad para con los hombres” (Lucas 2,14), dádiva divina que precede a cualquier iniciativa o mérito humano: “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.” (Romanos 5,8); es un amor tan poderoso que ni aún la muerte puede impedir que Dios nos siga amando (Romanos 8,38-39). Es un amor que ama a quien no lo merece, a quien no es digno de ser amado; que ama a quien ignora que está siendo amado, que ni siquiera reclama ser amado. Es un amor que ama a quien no corresponde con amor, es un amor no correspondido, no recompensado, no reconocido ni apreciado. Es un amor que ama a quien no “mejora”, a quien no avanza a su vez en el camino del amor, a quien parece un pozo sin fondo en el que se pierde todo empeño de amor ofrecido. A los ojos humanos este amor se percibe como pérdida, como exceso, como valioso perfume que podría ser vendido y dado a los pobres, en lugar de ser derramado gratuitamente; no le falta razón a ese juicio porque este amor, en efecto, “no busca lo suyo” (1ªCorintios 13,5). Pero porque no busca lo suyo, paradójicamente, este amor permanece; nunca deja de ser (1ª Corintios 13,8) porque viene de Dios y Dios es amor (1ªJuan 4,8). Jesucristo es la encarnación de ese amor (Juan 1,17), la cruz es el testimonio de ese amor (Juan 3,16), el Espíritu Santo planta la semilla de ese amor en las entrañas del cristiano (Romanos 5,5).

Tal amor divino perdonador, fundante de la plena humanidad de los humanos, ha ido abriéndose paso progresivamente en la obra y, mejor aún, en la vida de Carlos Díaz, quien ha convertido en bandera epistemológica el  festivo “Soy amado, luego existo” o, en expresión menos frecuente: “Soy encontrado por la alegría, luego existo.”[10] Así es cómo crece en vida y obra de Carlos Díaz el gozo sobre la agonía, el perdón sobre la culpa, el amor sobre el temor, porque, en definitiva, a la luz del Evangelio “Sólo el amor es digno de fe” (H. von Balthasar). Desde esta perspectiva luminosa, no hay mejor proyecto vital e intelectual en el que invertirse y desvivirse que dejarse convencer y dejarse transformar por este amor: “No hay porque temer a quien tan perfectamente nos ama. Su perfecto amor elimina cualquier temor. Si alguien siente miedo es miedo al castigo lo que siente, y con ello demuestra que no está absolutamente convencido de su amor hacia nosotros” (1ª Juan 4,18 –paráfrasis La Biblia al día). Desde esta perspectiva liberadora y vivificante se afirma una declaración de fe esencial, esenciada, suficiente, plena de sentido en sí misma: “Sólo creo en Jesucristo, crucificado y resucitado.”[11]

Dado que el ágape del Nuevo Testamento es de origen divino, su carácter es expansivo; no es posible dejarse impregnar de él sin que se traduzca en acción enamorada y amante hacia Dios, hacia los semejantes y, tal vez con más dificultad, para con uno mismo. El amor expansivo de Dios en Cristo, recibido como humilde semilla de mostaza, renueva la voluntad humana que ahora quiere agradecidamente por saberse querida anteriormente: “Afirmándose como voluntad que quiere, se sabe la voluntad personalista afirmada como voluntad querida, es decir, como agraciada por la gracia de una Gratuidad que le ha agraciado queriéndola de antemano y sin concurso de mérito propio, a partir de la cual ella misma quiere ya agradecidamente, por cuanto que se sabe favorecida antecedente y consecuentemente, lo cual la convierte a la par en fuerte (por recibir de Otro la fortaleza) y en débil (por no tenerla en sí misma más que a través de la recepción del don), y todo ello no desde arriba sino al lado de los rostros concretos y a su misma altura, porque solamente hay rostro humano cuando existe altura compartida y distancia justa.”[12] Y como diría Carlos Díaz: “el que esté libre de culpa que arroje el primer Kierkegaard.”


Publicado en AAVV: Carlos Díaz, Testimonio y Pensamiento. Madrid: Instituto Emmanuel Mounier, 2014.



[1] Carlos Díaz: Razón cálida. La relación como lógica de los sentimientos. Madrid: Escolar y Mayo Editores, 2010. Pg. 147.
[2] Carlos Díaz: Para venir a serlo todo. Madrid: Editorial San Pablo, 1995. Pg. 7.
[3] “Por lo general no se cree de una vez por todas, antes al contrario se gana y se pierde insensiblemente a lo largo de toda la existencia, y en ese proceso vital el no ganar puede resultar una forma de enquistarse, en tanto que el no perder ciertas convicciones puede impedir otras ganancias más verdaderas y más puras.” Carlos Díaz: Para venir a serlo todo. Op. Cit. Pg. 15.
[4] Carlos Díaz: Para venir a serlo todo. Op. Cit. Pg. 17.
[5] Carlos Díaz: Para venir a serlo todo. Op. Cit. Pg. 22.
[6] San Juan de la Cruz: Noche oscura de la subida del Monte Carmelo. Prólogo.3.
[7] Teresa de Jesús: Libro de la vida. 4.3.
[8] Las citas bíblicas están tomadas de la versión Reina- Valera, 1960.
[9] Carlos Díaz: La virtud de la humildad. México D.F.: Editorial Trillas, 2002. Pg. 16.
[10] Carlos Díaz: “Las buenas manos de la alegría”. In El protestantismo en España: pasado, presente y futuro. Madrid: Consejo Evangélico de Madrid, 1997. Pg. 126.
[11] Declaración pública de Carlos Díaz en las Aulas del Instituto Emmanuel Mounier. Burgos: Julio de 2013.
[12] Carlos Díaz: Yo quiero. Salamanca: Editorial San Esteban, 1991. Pg. 140.