lunes, 8 de junio de 2015

¿DE QUÉ EVANGELIO SOMOS MINISTROS?



I. EVANGELIO: ANUNCIO DE SALVACION.

1. Evangelio vs. efectos del Evangelio. ¿Qué define al Evangelio? ¿Cuál es su esencia? Para unos el Evangelio de Jesucristo es un movimiento liberador, para otros es un elemento de desarrollo moral de la sociedad, otros lo ven como un factor de civilización, para muchos es un producto de farmacopea espiritual que aporta bienestar personal, emocional o incluso material. Pero esos enfoques nacen de un error: confunden el Evangelio con los frutos del Evangelio. “Estoy convencido de que la creencia en el evangelio nos lleva a cuidar del pobre y a participar activamente en nuestra cultura, (…) pero los resultados del evangelio nunca deben separarse del evangelio mismo ni confundirse con él.”[1] Debemos tener cuidado de no confundir lo que el evangelio es en su esencia con los efectos benéficos que produce en la vida de los individuos y de las sociedades.

Corremos el riesgo de desenfocar la esencia del Evangelio, procurando dar respuesta a preguntas e inquietudes, personales o sociales, que oscurecen la centralidad del anuncio más propio: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores.” (1ªTim.1,15). “Todo el propósito del mensaje de este Libro que llamamos Biblia, es dirigir nuestra atención a la pregunta más esencial de todas. (…) hay quienes querrían hacernos creer que el propósito de la Iglesia es expresar su opinión acerca de este gran cúmulo de preguntas [sobre economía, condiciones sociales, la guerra y la paz, …]. Ahora bien, quisiera demostrar que esto es una falsificación de todo el propósito de la Iglesia y del mensaje de la Iglesia.”[2]. ¿Cuál es la pregunta esencial que responde la Iglesia con su predicación del Evangelio? En palabras de Job: “Cómo se justificará el hombre con Dios?” (9,2). En palabras del carcelero de Filipos: “¿Qué debo hacer para ser salvo?” (Hch.16,30).

2. Evangelio de salvación. En esencia “el cristianismo es una religión de salvación”[3] “Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida.” (1ªJn.5,11-12). La sociedad postmoderna se edifica sobre la indiferencia de las opiniones pero el Evangelio declara con rotundidad por boca del apóstol Pedro: “En ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.” (Hch.4,12)

En esta sociedad nihilista no hay verdad sino apariencias, no hay conceptos sino metáforas (Nietzsche). La reivindicación de verdad se percibe como agresión intolerante. En este contexto la “palabra de la cruz” (1ªCor.1,18) siempre resultará escandalosa pero la iglesia de Jesucristo no tiene otra. “El cristianismo es esencialmente una religión histórica, basada en la afirmación de que la encarnación de Dios en Jesucristo fue un evento histórico que tuvo lugar en Palestina cuando Augusto era emperador de Roma. (…) En Jesús de Nazaret Dios  tomó la naturaleza humana una vez y por todo y para siempre; Su encarnación en Jesús fue decisiva, permanente e irrepetible, el momento decisivo de la historia humana y el principio de una nueva era.”[4] “Por muy incómoda que nos resulte esta confesión de que Dios ha declarado su Palabra final en un evento histórico particular, no podemos tomarnos la libertad de suavizar o moderar esta afirmación básica del cristianismo del Nuevo Testamento en aras del pluralismo religioso. Nos guste o no, el carácter absoluto de Jesucristo es esencial para la fe cristiana. Negarlo en cualquier forma convierte al Cristianismo en algo diferente del Cristianismo apostólico.”[5]

3. Centralidad de la cruz. Esa salvación está unida esencialmente a la muerte de Jesús en la cruz. Tan rotundo es ese enfoque que Pablo escribe: “me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado” (1ªCor.2,2), e insiste: “nosotros predicamos a Cristo crucificado.” (1ªCor.1,22-23). Es interesante que el apóstol se exprese con tal rotundidad en Corinto, una ciudad griega, amante de la elocuencia, Pablo podría haber exhibido su dominio de la fe judía y la filosofía griega, pero no quería que nada distorsionara su mensaje. Advirtió a los cristianos que no cabía otra definición del Evangelio: “Si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema [caiga bajo maldición]” (Gál.1,8). Dio su vida en martirio por aquel Evangelio: “todo lo soporto por amor de los escogidos, para que ellos también obtengan la salvación que es en Cristo Jesús con gloria eterna” (2ªTim.2,10). ¿Qué define al Evangelio? Pablo lo llama, la palabra de la cruz (1ªCor.1,18). ¿Qué predicaba él y los demás apóstoles?: el pecado del hombre, la salvación en el crucificado y la vida eterna en el resucitado (1ªCor.15,3-5). Esa es la esencia del Evangelio.


II. EVANGELIO: SU CONTENIDO. ¿Qué Evangelio predicamos?

El mejor antídoto contra cualquier distorsión del Evangelio es la escucha humilde y obediente del propio Evangelio. El apóstol Pablo nos previene contra el uso de la Palabra como coartada para amparar necedades, contra la “vanidad de la mente” (Ef.4,17) y las ocurrencias particulares (1ªTim.1:4, 6). Nos previene también contra la facilidad de algunos de ser cautivados por dichas ocurrencias “ingeniosas”. No estamos autorizados a usar la Palabra como el que amasa una pizza, haciendo piruetas en el aire, o el que hace malabarismos lanzando bolas al aire. A menudo lo ingenioso “es herejía antigua vestida con traje nuevo”[6]; si una supuesta verdad es “nueva” después de 2000 años o muy compleja, accesible sólo a una élite, no puede venir de Dios. Por eso Pablo nos exhorta a fortalecernos en la “sana doctrina” (1ªTim.1,10) y para eso pagar el precio del estudio y del esfuerzo, a condición, eso sí, de que no convirtamos la sana doctrina en un estropajo reseco que uno traga y se le atraganta; la sana doctrina no es ortodoxia muerta, es lit. “higiénica” porque trae salud espiritual, es letra vivificada por el Espíritu (2ªCor.3,6). De otro modo, la dogmática sola es “huesos sin carne” y la espiritualidad sola es “carne sin huesos” (Von Balthasar). El Evangelio de Jesucristo se resume en los cuatro momentos de la historia de la salvación: creación, caída, redención, consumación.

1. Creación. Al margen del procedimiento biológico de la creación, el hecho fundamental es que no somos fruto del azar; somos “criaturas” de Dios, creados por Él y para Él, para vivir en dependencia de amor con Él, para vivir en comunión dependiente de su Creador (Gén.3,8 -paseando juntos en el Jardín “a la fresca de la tarde”); sólo en esa relación de amor dependiente llegamos a ser todo lo que podemos ser, para todo lo que fuimos creados como seres humanos en plenitud.

2. Caída. Todos nosotros somos rebeldes a Dios, ajenos a nuestra dependencia de Él, y por eso hemos caído de nuestra condición original. Ese es nuestro pecado y la raíz de nuestros pecados. “No somos simplemente criaturas imperfectas que deben ser mejoradas: somos, como dijo Newman, rebeldes que debemos deponer las armas.”[7] El problema no es que seamos “muy malos” sino que somos rebeldes a Dios; hemos sido creados en El y para El pero escogemos volverle la espalda y seguir nuestro propio camino. Ese es nuestro pecado-raíz: somos auto-latras. “Por pecado el Nuevo Testamento no entiende los errores sociales o los fracasos, en primera instancia, sino la rebelión  contra el Dios Creador, el desafío a su soberanía, el alejamiento del Señor, y la consiguiente culpabilidad ante él; y el pecado, dice el Nuevo Testamento, es el mal principal del cual necesitamos ser liberados.”[8] Dios nos creó con capacidad para responderle y somos responsables de nuestra respuesta. Por eso somos también culpables ante Él, en esta vida y en la eternidad. La expectativa de “rendir cuentas” a Dios tras la muerte es una enseñanza básica de la Biblia (Rom.3,23).

3. Redención. Dios es amor (1ªJn.4,8). Dios nunca ha dejado de amarnos. Más aún: ¡no podemos convencer a Dios de que deje de amarnos! “Primero me cansé de ofenderle que su Majestad dejó de perdonarme” (Teresa Jesús: Libro de la Vida. 19.14). En palabras de san Agustin: “La medida del amor de Dios es amar sin medida”. Dios no quiere “que ninguno perezca” (2ªP.3,9), Él quiere “que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1ªTim.2,4). Por eso su propio Hijo se hizo uno como nosotros (encarnación); por eso también murió como maldito en la cruz, llevando nuestra maldición, nuestra culpa (sustitución), para nuestra salvación. Todo quien renuncia a su rebeldía y entrega su vida a Dios, al amparo de la muerte de Jesús en su lugar, es perdonado por Dios, adoptado como hijo, y asegurada su eternidad con Dios. Esa salvación supone la redención cuya idea básica es “liberación”, liberar, soltar (Col.1,13-14). “La redención es la liberación de la muerte y la corrupción (Rom.8,21), de la debilidad y miseria de las criaturas (Rom.7,24ss), de la maldición de la ley (Gál.3,13) y del presente siglo malo (Gál.1,4).”[9] Es el triunfo del amor de Dios (Rom.5,8), es el triunfo de la misericordia sobre el juicio (Stg.2,13b)

4. Consumación. Finalmente, Dios restaurará todas las cosas que el pecado quebró, hará prevalecer su justicia y santidad, su reino eterno por los siglos de los siglos. Un día Jesucristo regresará, no en debilidad sino en poder, no como cordero sino como león; regresará para juzgar al mundo y poner fin a toda forma de maldad, de sufrimiento y muerte (Rom.8,19-21; 2ªP.3,13). Esa esperanza de consumación y restauración final es individual y es general porque la restauración será absoluta, afectará a toda la Creación. En términos generales supondrá la realización de toda plenitud en la creación (Rom.8,18-22) y la realización de toda justicia: el León de Judá desatará los sellos que sólo El puede desatar y Dios establecerá su Reino en justicia para siempre (Apoc.20,11-13). En términos individuales esa esperanza consuela por la ausencia de los que ya partieron (1ªTes.4,13-18), trae esperanza de eternidad porque nos sabemos en camino a la casa del Padre (Jn.14,1.-4), y una expectativa sublime porque veremos a Jesús tal como El es y llegaremos a ser semejantes a El (1ªJn.3,2). Esa esperanza futura trae frutos ya en el presente porque nos libra de los espejismos del mundo (1ªJn.2,15-17), de miedos por amenazas actuales que se disipan a la luz de la eternidad gloriosa (2ªCor.4,17), y nos motiva para vivir volcados en la única causa que permanece: la causa del reino de Dios; impulsados en esta vida por el único impulso que permanece: el impulso del amor (Col.3,1.3)


III. CREER Y VIVIR EL EVANGELIO

1. “Gracia barata”. Este Evangelio (y no hay otro, a la luz de la Biblia) conforma una manera peculiar de entender y de vivir la fe cristiana: lo llamamos discipulado, seguimiento de Jesús (Mr.8,34-35). Por el contrario, cuando el Evangelio que se predica se centra en el bienestar inmediato de las personas o en algunos de sus efectos benéficos y no en la cruz, la vida del cristiano se contamina de la llamada “gracia barata”: “La gracia barata es la predicación del perdón sin arrepentimiento, el bautismo sin disciplina eclesiástica, la eucaristía sin confesión de pecados, la absolución sin confesión personal. La gracia barata es la gracia sin seguimiento de Cristo, la gracia sin cruz, la gracia sin Jesucristo vivo y encarnado.”[10]

La “gracia barata” es una perversión del Evangelio que elimina de la vida cristiana su eje, el seguimiento comprometido de Jesús: “Nos hemos reunido como cuervos alrededor del cadáver de la gracia barata y hemos chupado de él el veneno que ha hecho morir entre nosotros el seguimiento de Jesús.”[11] La genuina conversión no es un mero “recibir” a Cristo en nuestra vida como un recurso hermoso de ayuda en los problemas pero que nos permite seguir nuestro camino viviendo igual que antes. Dicho con una ilustración favorita de A.W. Tozer: “La salvación (…) no es poner una moneda en la ranura, tirar de la palanca, agarrar un paquete de salvación, y luego seguir nuestro propio camino.”[12] Ese entendimiento del Evangelio pervierte su naturaleza porque no gira en torno a Jesucristo sino al yo y su bienestar: “El cristianismo, según esta línea de pensamiento, es una especie de edición de lujo de la vida, y ayuda a mejorar los problemas de autoestima de fundamental importancia que pudiéramos tener. Nos ayuda a sentirnos mejor con nosotros mismos, (…) Este cristianismo ‘para sentirnos mejor’ ha promovido una nueva industria entera de autoayuda religiosa.”[13]

A pesar de algunas modas teológicas, el Evangelio no es una técnica de auto-ayuda para el confort del yo, ni tampoco la apología de la víctima que algunos pretenden según la cual todos somos víctimas que necesitamos comprensión y caricias; bien al contrario, la Biblia nos advierte que no somos víctimas sino culpables, que nuestra necesidad primera no son “palmaditas en la espalda” sino quebrantamiento y arrepentimiento de nuestros pecados, sin excusa alguna: “En aquellos días no dirán más: Los padres comieron las uvas agrias y los dientes de los hijos tienen la dentera, sino que cada cual morirá por su propia maldad; los dientes de todo hombre que comiere las uvas agrias, tendrá la dentera.” (Jer.31,29-30).

2. Morir al yo. El Evangelio de Jesucristo nada tiene que ver con ese sucedáneo “barato”; al contrario, involucra la vida entera de la persona, la pone a los pies del Maestro y la transforma por entero, para bendición, a un alto precio. Los anabautistas del siglo XVI enseñaban un triple bautismo: el bautismo interior del Espíritu, el bautismo de agua y el bautismo de sangre. Con este último hacían referencia a la experiencia de tribulación, sufrimiento, persecución e incluso martirio, a los que debían estar dispuestos todos los cristianos por causa de su fidelidad a Jesucristo, pero también hacían referencia a la mortificación diaria de la carne, la renuncia al yo, morir al yo.[14]

El mismo Jesús que nos llama a “vivir” nos llama también a “morir”; esa es una declaración esencial del Evangelio. La verdadera conversión pasa por “entregarle” a Jesús nuestra vida, morir al yo para vivir en Su voluntad, al amparo de su poder transformador. Los términos en que se enseña esta verdad en el N.T. no admiten duda: “negarse a uno mismo” (Mr.8,34), “sepultados con Cristo para muerte” (Rom.6,4), “crucificado juntamente con Cristo” (Gál.2,20a). El apóstol Pablo indica con absoluta claridad el sentido práctico de esas declaraciones. “Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios.” (1ªCor.6,20). Aquí se halla la encrucijada que divide el genuino seguimiento de Jesús de cualquier otra apariencia de fe cristiana. Aquí tiene lugar la batalla definitiva (y sin embargo diaria), aquí está la causa última por la que tantos cristianos viven en la periferia de la experiencia cristiana, sin vitalidad espiritual a pesar del paso de los años: la lucha contra el “yo” que se resiste a morir.

3. Vivir en Cristo. Paradójicamente, el bautismo de sangre, ese morir al yo para que Cristo sea glorificado en mi vida, no empobrece: es un morir transformador, dador de vida nueva: la vida del Hijo de Dios en nosotros por la acción real del Espíritu Santo. Y ese es el verdadero propósito de Dios para la vida de sus hijos en esta vida: “ser hechos conformes a la imagen de su Hijo” (Rom.8,29). Más aún. Sólo a la luz de esa declaración puede entenderse de forma cabal la declaración del versículo anterior: “a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien” (Rom.8,28), que nada tiene que ver con la extendida e inmadura opinión de que todas las duras circunstancias en la vida del cristiano serán mágicamente resueltas de manera grata más pronto que tarde. De una manipulación ramplona para extirpar del Evangelio la cruz, resultan vidas espirituales ramplonas, infantiles, carnales (1ªCor.3,1-3) “Pasarán por Cades-Barnea una vez por semana [culto dominical] durante años y luego darán la vuelta y volverán al desierto. Entonces se preguntarán por qué hay tanta arena en sus zapatos.”[15]

Jesús enseñó este principio espiritual de la muerte que trae verdadera vida con un ejemplo muy gráfico: (Jn.12,24-26); si no conociéramos anticipadamente el final del proceso, parecería absurdo enterrar una semilla y esperar nada; pero del “sepulcro” brota un pequeño tallo que llega a ser un enorme árbol lleno de fruto. Así opera también la vida espiritual. A los ojos del mundo Jesús y Pablo fueron débiles, hicieron mal negocio, perdieron la vida. Pero los ojos de la fe nos dejan ver una realidad muy distinta: sólo cuando vivimos para agradar a Dios, cualquiera sea el precio, vivimos de  verdad. No es masoquismo, tampoco es nada fácil en ocasiones, pero vivir para agradar a Dios en cada detalle da un valor y un calado únicos a la existencia en esta tierra y nos abre a la vida eterna. “El que se aferra a su vida tal como está, la destruye; en cambio, si la deja ir … la conservará para siempre, real y eterna” (Jn.12,25 –paráfrasis)


NOTA FINAL.

Hoy, como ya advertía A.W. Tozer hace más de cincuenta años: “La iglesia actual se enfrenta al peligro de un cristianismo sin cruz.”[16] Algunos creen como cristianos pero viven como los paganos, dicen abrazar las creencias bíblicas pero esas creencias no afectan sus vidas: sus valores, sus objetivos, son los mismos que la sociedad que les rodea. Por eso no tienen impacto en la sociedad. Jesús nos advierte sobre esta contradicción: “Tened cuidado, no sea que se os endurezca el corazón por el vicio, la embriaguez y las preocupaciones de esta vida” (Lc.21,34 -NVI). Los apóstoles nos advierten también: “no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas.” (2ªCor.4,18; 1ªJn.2,15-17). Lutero denunció en el siglo XVI la “cautividad babilónica de la iglesia”. John Stott denunciaba en el siglo XX la “cautividad de la respetable clase media de la iglesia”[17] las ataduras del conformismo, la autosatisfacción de la iglesia.

El Evangelio exhorta a los incrédulos pero también a los hijos de Dios, a la Iglesia de Jesucristo. Es necesario y urgente desafiar a los cristianos recordándoles una y otra vez, aún en este tiempo de sopor espiritual, precisamente en este tiempo de vagancia de las almas (E. Mounier), que el propósito de Dios para nuestras vidas en la tierra no es que nos “sintamos mejor” sino que nos parezcamos más a su Hijo (Rom.8,29). Y esto sin importar el precio porque todas las cosas ayudan a bien (v.28) cuando parecernos más a Jesús es el objetivo de la vida, no el mero bienestar material. Con esta convicción, con esta visión, se levantan hombres y mujeres, se levanta un pueblo “bien dispuesto” (Lc.1,17) para dar todo y darse del todo por la causa del Evangelio; un pueblo que vive una “cultura” alternativa, una contracultura cristiana que ayuda a desvelar la ceguera de esta sociedad, que alumbra a Jesús y la vida verdadera y eterna que Dios nos regala en Él; un pueblo que vuelve la espalda a lo pasajero y pone su corazón en las cosas eternas, hombres y mujeres que ofrecen sus vidas como servidores de sus semejantes en el nombre de Jesús.
Emmanuel Buch Camí
Madrid, Junio 2.015


Conferencia presentada en el Encuentro nacional de pastores de la Iglesia Evangélica Cuadrangular. Guadarrama, 6 de junio de 2.015



[1] Timothy Keller: Iglesia centrada. Miami: Editorial Vida, 2012. Pg. 34.
[2] Martyn Lloyd-Jones: Sermones evangelísticos. Moral de Calatrava: Editorial peregrino, 2003. Pg. 122.
[3] John Stott: Cristianismo básico. Certeza, 1997. Pg. 16.
[4] John Stott: The contemporary Christian. Leicester: Inter-Varsity Press, 1992. Pgs. 308-309.
[5] René Padilla: “La palabra de Dios y las palabras humanas”. In Pensamiento cristiano, nº 100, 1984.
[6] William Hendriksen: 1 y 2 Timoteo / Tito. Grand Rapids: SLC, 1979. Pg. 69.
[7] C.S. Lewis: El problema del dolor. Miami: Editorial Caribe, pg. 91.
[8] James I. Packer: El conocimiento del Dios santo. Miami: Editorial Vida, 2006. Pg. 244.
[9] Frank Stagg: Teología del Nuevo Testamento. El Paso: CBP, 1976. Pg. 97.
[10] Dietrich Bonhoeffer: El precio de la gracia. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1986. Pg. 16.
[11] Dietrich Bonhoeffer: El precio de la gracia. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1986. Pg. 23.
[12] A.W. Tozer: La verdadera vida cristiana. Citado por James Snyder en la Introducción. Grand Rapids: Editorial Portavoz, 2013. Pg. 6.
[13] A.W. Tozer: Intenso. Buenos Aires: Editorial Peniel, 2014. Pgs.215-216.
[14] Walter Klaasen: Selecciones teológicas anabautistas. Pensylvania: Herald Press, 1986. Cfr. Pgs. 130-136.
[15] A.W. Tozer: Intenso. Buenos Aires: Editorial Peniel, 2014. Pg.179.
[16] A.W. Tozer: La presencia de Dios en tu vida. Grand Rapids: Editorial Portavoz, 2014. Pg. 56.
[17] John Stott: The contemporary Christian. Leicester: Inter-Varsity Press, 1992. Pg. 363.

miércoles, 28 de enero de 2015

FUNDAMENTAR LA DIGNIDAD HUMANA



Etimológicamente, la palabra dignidad deriva de la voz latina dignitas-atis, cuyo origen se remonta al sánscrito dec, y significa excelencia, realce, decoro, gravedad. Sin embargo, el uso práctico del concepto dignidad puede llevarnos a cierta confusión porque nuestro idioma vincula la dignidad humana al comportamiento moral de la persona (cfr. Diccionario de la Lengua Española), de modo que parece establecerse una identificación entre la dignidad personal (óntica) y el comportamiento moral. De hecho, esa fue la convicción de una parte importante de la teología escolástica medieval, incluído santo Tomás. Pero, si así fuera, tendríamos que concluir que unas personas son ónticamente más dignas que otras.

Para evitar esa confusión algunos autores proponen hablar diferenciadamente de dignidad moral y digneidad ontológica. La primera se da en la praxis de la persona y depende de su comportamiento moral, pero la segunda es pre-moral, describe la dignidad de la persona en sí misma, en su mismidad, y advierte que la persona es digna por el solo hecho de ser persona, aún al margen de su comportamiento moral: “(…) sostenemos que la persona puede degradarse en su dignidad moral en tanto actúe inmoralmente, pero jamás puede ser tratado como una bestia, pues conserva siempre su dignidad óntica, ya que el inmoral no deja de tener racionalidad y libertad, ni de ser persona; no por el hecho de hacer mal uso de su autonomía deja de ser autónomo.”[1] En base a esta convicción podemos afirmar que la persona es un valor fundamental y que es portadora de una dignidad/digneidad irrenunciable e inviolable, incondicionada y absoluta. Sólo esta definición de digneidad permite reconocer como portadores de plena dignidad humana al ser humano todavía no nacido, al enfermo en coma profundo, al deficiente psíquico o, en otro orden de cosas, al hombre inmoral. Todos ellos son portadores de dignidad absoluta, no por su praxis racional o moral, sino por su dignidad intrínseca, por su digneidad.

 La afirmación de la sublime dignidad de la persona humana es constante en los textos de las grandes constituciones democráticas modernas y es recurrente en textos jurídicos y legales de carácter nacional e internacional como la Declaración Universal de los Derechos del Hombre proclamada por la Organización de las Naciones Unidas en 1948. Con todo, no es suficiente con proclamar grandes declaraciones a favor de la dignidad humana si a continuación no somos capaces de fundamentarlas debidamente. En caso contrario, porque las palabras se las lleva el viento, cualquier declaración quedará reducida a papel mojado, a merced de las circunstancias y los intereses particulares.

Podemos señalar cuatro posibilidades básicas para fundamentar la absoluta dignidad humana, de la que, a nuestro parecer, sólo una da cumplida respuesta a su reivindicación.


1. Fundamentación antropocéntrica (racional).

Desde Aristóteles nos hemos acostumbrado a definir lo más propio del ser humano por su racionalidad: “el hombre es un ser racional”, decimos; o en los términos de Boecio, la persona como “sustancia individual de naturaleza racional”. No puede extrañar, pues, que esa capacidad racional aparezca como el elemento constituyente de la dignidad humana y de su más alto valor: “pienso, luego existo” (Descartes). La formulación más elaborada de este enfoque nos la ofrece Emmanuel Kant en base al imperativo categórico de la ley moral: sólo si el hombre es moralmente racional, sólo si se comporta moralmente, cabe señalarle como persona (y) digna de respeto. En otras palabras, un ser humano podrá identificarse como persona sólo si posee y muestra autoconciencia y racionalidad en acto

Paradójicamente, y pese a la grandilocuencia de sus declaraciones, esta perspectiva finalmente es excluyente y despoja a muchos individuos de su condición de persona y de su dignidad ya que no ampara a quienes no pueden (tampoco a quien no desea) comportarse racional-moralmente, los minus-racionales: “La vía de la autonomía moral, que pretendió fundamentar la dignidad de la persona, ha fracasado –al menos parcialmente- en su proyecto, si nos situamos desde la perspectiva de los oprimidos, desde los incultos, los tontos, los deficientes psíquicos, así como desde el ser humano todavía no nacido, que pareciera, al no ser todavía autónomo, no tener los derechos propios del ser humano racional, autónomo y libre en acto.”[2] El listado de los “marginados del paraguas racional” puede ampliarse considerando a las personas en coma irreversible, enfermos de Alzheimer, y otras situaciones al final de la vida. ¿Qué de ellos? El escándalo de la minus-racionalidad y la reivindicación de la dignidad absoluta de quienes la ¿padecen? ha sido expresado de forma conmovedora por León Felipe en su poema al Niño de Vallecas, pintado por Velázquez, que introduce con las siguientes palabras: “Y he aquí que de repente puedo decir otra vez quien soy. Este Niño de Vallecas, pintado por Velázquez (…) soy yo. Y tú también.”[3]

Unamuno se rebelaba contra la identificación esencial del ser humano con su capacidad racional. Para el pensador español la declaración cartesiana debía ser corregida en términos bien distintos: “sufro, luego existo”. “El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado.”[4]


2. Fundamentación naturalista.

Se abre paso en nuestros días, cada vez con más facilidad, una distinción cada vez más habitual entre “ser humano” y “persona”, términos que hasta hace bien poco parecían sinónimos. Por el contrario, una mezcla de argumentos racionalistas y naturalistas ha generado una confusión creciente, al punto que se habla con frecuencia de “seres humanos que ya no son personas” (perdida su capacidad racional) y, al tiempo, de “personas no humanas” como los delfines dada su notable inteligencia.[5] En efecto, algunos científicos insisten en que los delfines, sobre todo los delfines nariz de botella, son más inteligentes que los chimpancés y por su grado de inteligencia deben ser considerados como “personas no humanas” y tener sus propios derechos.

Este lema de “la igualdad más allá de la humanidad” se ha encarnado, por ejemplo, en la organización internacional Proyecto Gran Simio que, fundada en 1993, reclama una ampliación del igualitarismo moral para que incluya a los grandes simios como chimpancés, gorilas, bonobús y orangutanes, de modo que se les incluya en la categoría de personas- El propósito de PGS es conseguir de Naciones Unidas una Declaración de los Derechos de los Grandes Simios que les reconozca ciertos derechos morales y legales incluyendo el derecho a la vida, la protección de la libertad individual y la prohibición de la tortura. Peter Singer, Richard Dawlins y otros afirman que, siendo los seres humanos animales inteligentes y con vida social, los grandes simios deben participar de dignidad similar ya que también ellos muestran esos mismos atributos.[6]

Evidentemente no es suficiente esta perspectiva racional-ecologista, que hace de la vida humana un eslabón más, aunque sea el más complejo y superior, en una cadena cósmica; el naturalismo deviene fatalmente en zoologismo y en terracentrismo.  Si la diferencia entre el hombre y los demás seres fuera únicamente cuantitativa, si sólo fuéramos “amebas complejas”, nada cabría decir de forma determinante en favor de aquel: “¿por qué habría de extrañarnos que, dadas las leyes de la oferta y demanda al uso, se valorarse más a los animales en vías de extinción (especies protegidas), que a los seres humanos?”[7]


3. Fundamentación contractualista.[8]

Para resistirse a la decadencia absoluta, los últimos años han conocido la elaboración y propuesta de una “ética cívica mínima”, que se ofrece como un modo concreto de ejercer un cierto deber ético, lejos de éticas uniformes (imposibles en sociedades plurales) pero lejos también de un politeísmo axiológico (Weber) que haga imposible la vida social. Se ofrece como una ética universalista, ya que siendo mínima en sus caracteres pretende ser máxima por su extensión comunicativa al incluir a todo racional humano. Se trata de establecer un núcleo mínimo de instituciones y valores compartidos por sus miembros, una ética de mínimos consensuados y compartidos, de carácter normativo, que sirvan de base para la convivencia. El método para llegar a esa moral cívica es el diálogo ético. “Los valores que componen una ética cívica son fundamentalmente la libertad, la igualdad, la solidaridad, el respeto activo y el diálogo, o mejor dicho, la disposición a resolver los problemas comunes a través del diálogo.”[9] El diálogo deliberativo debe, eso sí, desarrollarse en un marco determinado: ausencia de restricciones externas, buena voluntad de los participantes, capacidad de dar razones, respeto a los otros en desacuerdo, deseo de entendimiento y colaboración, etc. A la privacidad de cada ciudadano queda su particular “ética de máximos” con la que pretenda alcanzar su propia felicidad y perfección. De esta ética comunicativa o discursiva dan cuenta sus paladines, K.O. Apel, J. Habermas, J. Rawls, y Adela Cortina en nuestro país.

En su propósito último, la ética dialógica aspira a que el acuerdo sobre la corrección de una norma sea un consenso, fruto de un diálogo sincero, en el que se respeta al otro como persona, fin en sí misma, buscando intereses universalizables de racionalidad comunicativa. Sin embargo, a nuestro parecer, la ética dialógica se limita a desarrollar un discurso procedimental (reducido al establecimiento de la metodología previa al diálogo), y formal (ajeno a los contenidos concretos), un discurso dependiente de una “situación ideal de diálogo” muy poco realista. Esta fundamentación dialógica siempre será preferible a cualquier forma de violencia o tiranía pero es insuficiente porque hace del diálogo un fin en sí mismo, más preocupada por la precisión del procedimiento deliberativo que por la conclusión del diálogo. Es una racionalidad que se da por satisfecha con conclusiones “prudentes”, múltiples y distintas pero igualmente válidas si pueden justificar un correcto itinerario procedimental. Esta fascinación por un diálogo ideal y melifluo no oculta la mediocridad de sus resultados, inocuos por incoloros, inodoros e insípidos; quieren una fundamentación ética que supere la descreída postmodernidad pero apenas alumbran consensos y éticas mínimas que acaban en vacuas declaraciones de buena voluntad.

Aplicada a nuestra pregunta por la dignidad humana, la fundamentación contractualista sólo nos deja un cimiento endeble, variable, inquietante, situando la línea fronteriza en un punto fluctuante según el juego de mayorías y minorías en cada momento.


4. Fundamentación teocéntrica.

El mejor modo de acercarnos a la comprensión cristiana de la dignidad de la vida es hacerlo a la luz de los cuatro momentos que la Biblia enseña a propósito de la historia de la humanidad: la creación, la caída, la redención y la consumación futura.[10]

El ser humano aparece en la Biblia como “corona” de la creación y Dios como su Diseñador. En otras palabras, el hombre es “criatura” y, por tanto, se halla a sí mismo sólo en una relación de dependencia-independencia con su creador. Esta condición de criatura es el primer elemento clave para fijar su identidad y dignidad. El segundo tiene que ver con su relación peculiar con el creador; en efecto, sólo él ha sido creado a imagen de Dios: “a su imagen, conforme a su semejanza” (Gén.1,27). Un abismo separa a Dios de todo lo creado (vs. panteísmo) pero, en otro sentido, un abismo separa a Dios y al hombre, por ser Su imagen, respecto del resto de la creación (F. Schaeffer).

Es importante precisar el significado de este ser “imagen de Dios”. La teología tradicional ha entendido esta “imagen” como la participación (a escala reducida) del hombre de los atributos divinos, particularmente la racionalidad. Desde San Agustín, y al amparo de las filosofías griegas, esta capacidad racional ha sido el elemento esencial que funda la peculiaridad del ser humano y, por tanto, su dignidad. Dicho al modo de Santo Tomás: “el hombre es imagen de Dios en cuanto es principio de sus obras por estar dotado de libre albedrío y dominio de sus actos”. Sin embargo, en esencia, este enfoque no se halla muy distante de la fundamentación antropocéntrica (racional) ya apuntada y criticada más arriba.

En última instancia, más allá de enfoques antropocéntricos, naturalistas o contractualistas, el cristianismo reivindica y funda la dignidad humana desde una perspectiva de pura gratuidad, que es la perspectiva propia del amor; no por la razón de la racionalidad si no por el misterio de la gratuidad. A tal punto nos anima a entendernos a nosotros mismos en base al amor divino, que todo el edificio antropológico puede construirse sobre el lema: “Soy amado, luego existo”[11]. Quien nos ama nos dignifica (Cant.8,10) y Dios nos mira “con buenos ojos”, nos reconoce como personas sean cuales sean nuestras carencias o limitaciones; a Dios “le nace” querernos. Ese es el carácter absoluto del amor de Dios, que funda así absolutamente la dignidad humana (Jn.3,16; 1ªJn.3,2; 4,8). Su amor nos dignifica incondicionalmente, porque incondicionalmente nos ama.

La racionalidad nada aporta a esta comprensión de la dignidad humana que se hace fuerte al amparo de la gratuidad divina que nos agracia, que nos hace agraciados. Podría yo llegar a olvidar el nombre de quienes me rodean y a quienes amo, podría incluso olvidar mi propio nombre por la debilidad de mi razón, pero Dios nunca se olvidará de mí, nunca dejará de llamarme por mi nombre porque “le hemos caído en gracia”. “A la luz del Salmo 8,5 podemos declarar: “El hombre es el ser de quien Dios se acuerda siempre. (…) El hombre es el ser de quien Dios nunca se olvida.”[12]

Antes de seguir conviene recordar otro elemento básico de la antropología bíblica: la relacionalidad. “En el pensamiento bíblico, la humanidad se define no tanto por la racionalidad como por la relacionalidad. (....) en términos bíblicos, la característica definitoria de lo humano no es tanto nuestra capacidad de pensar como la red de relaciones en la que somos creados, como personas-en-comunidad.”[13] En efecto, el Dios trino crea al hombre a su imagen también en esta dimensión relacional. El Dios trino “es” en relación de amor y comunión eterna entre Padre, Hijo y Espíritu Santo. Puesto que el ser de Dios se manifiesta como un “ser en relación”, también el hombre ha sido creado para ser en comunidad, y se halla a sí mismo en la relación yo-tú; Dios es el Tú del hombre por excelencia pero también sus semejantes. En ese encuentro relacional, especialmente en el encuentro varón-mujer, manifiesta el ser humano su semejanza con Dios.[14]

El ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios es capaz de responder relacionalmente a su Creador y es responsable ante Él de su respuesta. La caída (Génesis 3) es el rechazo del hombre al orden espiritual y moral establecido por Dios; supone la ruptura de su (buena) relación con Dios, la negación de su independencia-dependiente de Dios, y esa ruptura acarrea como frutos fatales el pecado y la muerte. Pese a todo, el amor creador de Dios se hace amor redentor en Cristo Jesús para restaurar esa relación quebrada por la rebeldía humana. Su resurrección anticipa la plena restauración del orden divino para la Creación y para la criatura diseñada a imagen y semejanza de Dios.

El amor divino, que sustenta la dignidad humana, es eterno y nada puede oponerse a él; por eso ni aún la muerte puede impedir que Dios nos siga amando (Rom.8,38-39). No porque la eternidad sea una cualidad inherente de la persona sino porque participamos de ella también como un don divino; no porque el alma sea inmortal, según la creencia pagana, sino porque el amor de Dios manifestado en Jesucristo provee de la promesa de la resurrección y de la eternidad vivida ante su rostro (Apoc.22,4), en plena comunión con Él, que es verdadero tú del verdadero yo del hombre[15]. La muerte es nuestro mayor enemigo (1ªCor.15,26) pero en Cristo resucitado la muerte ha sido definitivamente vencida (1ªCor.15:20,54-55) y en Él, el hombre se descubre como el ser-para-la-vida (E. Brunner).

En cuanto a nuestros semejantes, el amor incondicional de Dios universaliza la igual dignidad de todas las personas sin distinción porque Dios, en su amor, no hace acepción de personas (Deut.10,17; Hch.10,34; Gál.2,6). “El que en el vientre me hizo a mí, ¿no lo hizo a él (siervo)? ¿y no nos dispuso uno mismo en la matriz?” (Job 31,15); “El rico y el pobre se encuentran; a ambos los hizo Jehová” (Prov.22,2); “(Dios) de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres” (Hch.17,26). La conciencia de ser criatura amada por Dios, abre los ojos del hombre para reconocer en los demás hombres a sus prójimos-próximos, portadores todos ellos de su misma dignidad (una percepción que jamás alcanzaron los griegos, que sólo llegaron a un concepto restrictivo de ciudadano). “El prójimo es lo equitativo. (…) amar al prójimo es equidad. (…) Es tu prójimo en la igualdad contigo ante Dios. Mas esta igualdad la tiene incondicionalmente cada ser humano y la tiene de manera incondicional.”[16] Ese es el fundamento que permite proclamar el principio de responsabilidad del hombre para con su prójimo, sin restricción alguna: “Y si Dios se acuerda de nosotros, ¿cómo no nos vamos a acordar nosotros de nuestro prójimo?”[17]

 Publicado en la revista SEMBRADORAS. Salamanca, Diciembre de 2.014





[1] Mariano Moreno Villa: “Dignidad de la persona”. In M. Moreno Villa (dir.): Diccionario de pensamiento contemporáneo. Madrid: San Pablo, 1997. Pg. 361. Cfr. Del mismo autor: El hombre como persona. Madrid: Caparrós Editores, 1995. Pgs. 161-194.
[2] Mariano Moreno Villa: “Dignidad de la persona”. Op. Cit. Pg. 362.
[3] León Felipe: Obra poética escogida. Madrid: Espasa-Calpe, 1980. Pg. 123. El poema comienza así: “De aquí no se va nadie. / Mientras esta cabeza rota / del Niño de Vallecas exista / de aquí no se va nadie. Nadie. / (…) Antes hay que deshacer este entuerto, / antes hay que resolver este enigma. / Y hay que resolverlo entre todos, / y hay que resolverlo sin cobardías/ (…)” Cfr. del mismo autor: “Auschwitz”. In ¡Oh, este viejo y roto violín! México: Colección Málaga, 1968. Pgs. 34-35.
[4] Miguel de Unamuno: Del sentimiento trágico de la vida. Madrid: Espasa-Calpe, 1980. Pg. 27.
[5] Cfr. T. Engelhardt: Fundamentos de Bioética. Barcelona, 1996.
[6] En Mayo de 2006, el Partido Socialista Obrero Español (a través de su diputado Francisco Garrido) y la Conferederación de Los Verdes, presentaron una proposición no de ley solicitando que el Congreso de los Diputados instara al gobierno español a declarar su adhesión al Proyecto Gran Simio, dada “la cercanía evolutiva yh la vecindad genética que tenemos con nuestros parientes, los grandes simios”. Dicha propuesta quedó desestimada al pasar dos años desde su presentación sin haber sido incluida en el orden del día de la Comisión de Medio Ambiente. En aquel debate, el arzobispo Fernando Sebastián mostraba su rechazo a la propuesta diciendo que sería “como pedir derechos taurinos para los humanos”.
[7] Carlos Díaz: Decir la persona. Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2004. Pg. 89. Cfr. del mismo autor Horizontes del hombre. Madrid: Editorial CCS, 1990, capítulo III. Id. Razón cálida. La relación como lógica de los sentimientos. Madrid: Escolar y Mayo Editores, 2010. Pgs. 445-479.
[8] Cfr. Emmanuel Buch: Ética bíblica. Valls: Ediciones Noufront, 2010. Pgs. 50-60.
[9] Adela Cortina: El mundo de los valores. Etica y educación. Santafé de Bogotá: Editorial El Buho, 1997. Pg. 70.
[10] John Wyatt: Asuntos de vida y muerte. Barcelona: Publicaciones Andamio, 2007. Pg. 71. Título original: Masters of Life and Death, 1998.
[11] Cfr. Carlos Díaz: Soy amado, luego existo. 4 volúmenes. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1999-2000.
[12] Olegario González de Cardedal: Madre y muerte. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1993. Pg. 63.
[13] John Wyatt: Asuntos de vida y muerte. Op. Cit. Pg. 78.
[14] Por cierto, en el orden de la creación de Dios la relacionalidad toma forma de dependencia al principio y al final de la vida: “No sólo hemos sido diseñados para depender de Dios; también hemos sido diseñados para depender unos de otros. No nacemos como ‘individuos autónomos’ sino como niños indefensos, dependiendo completamente del cuidado y cariño de otros. Y acabamos nuestra vida física dependiendo de otros. Tener que depender no es una situación extraña, infrahumana, indigna; forma parte de la narrativa de la vida de una persona.” (John Wyatt: Asuntos de vida y muerte. Op. Cit. Pg. 86).
[15] “Nuestro yo individual y concreto solamente llega a ser un yo infinito mediante la conciencia de que existe delante de Dios.” Sören Kierkegaard: La enfermedad mortal. Madrid: Sarpe, 1984 (traducción de Demetrio G. Rivero, cedida por ediciones Guadarrama). Pg. 123. “En el más profundo fundamento de nuestra vida espiritual es Dios el verdadero tú del verdadero yo en el hombre.” Ferdinand Ebner: La palabra y las realidades espirituales. Madrid: Caparrós editores, 1995. Pg. 27. “Cada Tú singular es una mirada hacia el Tú eterno. A través de cada Tú singular la palabra básica se dirige al Tú eterno. De esta acción mediadora del Tú de todos los seres procede el cumplimiento de las relaciones entre ellos, o en caso contrario el no cumplimiento. El Tú innato se realiza en cada relación, pero no se plenifica en ninguna. Unicamente se plenifica en la relación inmediata con el Tú que por su esencia no puede convertirse en Ello.” Martin Buber: Yo y Tú. Madrid: Caparrós editores, 1993. Pg. 71.
[16] Sören Kierkegaard: Las obras del amor. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2006. Pg. 85.
[17] Olegario González de Cardedal: Madre y muerte. Op. Cit. Pg. 65.