¿Habla Dios?
El Dios cristiano es un Dios que habla: está en su
naturaleza, se comunica con el ser humano, desea hacerlo: “[Dios] La sabiduría
clama en las calles, alza su voz en las plazas; clama en los principales
lugares de reunión; en las entradas de las puertas de la ciudad, dice sus
razones.” (Prov.1,20-22)[1]
El Dios cristiano no es un enigma oculto que la intrepidez humana conquista y
desvela, es Dios mismo quien se revela, se auto-revela. Nos habla en la
naturaleza (“Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la
obra de sus manos” -Sal.19,1), y nos habla de manera diáfana en Jesús de
Nazaret, el Verbo de Dios (Jn.1,1), de quien la Biblia ofrece testimonio inspirado
(2ªTim.3,16). “El cristianismo es esencialmente una religión histórica, basada
en la afirmación de que la encarnación de Dios en Jesucristo fue un evento
histórico que tuvo lugar en Palestina cuando Augusto era emperador de Roma. (…)
En Jesús de Nazaret Dios tomó la naturaleza humana una vez y por todo y para
siempre; su encarnación en Jesús fue decisiva, permanente e irrepetible, el
momento decisivo de la historia humana y el principio de una nueva era.”[2]
Dicho en las palabras del texto bíblico: “Dios,
habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres
por los profetas, en estos potreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien
constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo; el cual
siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien
sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, habiendo efectuado la
purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra
de la majestad en las alturas, hecho tanto superior a los ángeles, cuanto
heredó más excelente nombre que ellos.” (Heb.1,1-4)
Esta verdad puede ilustrarse con una imagen muy
descriptiva, que vincula Antiguo y Nuevo Testamento. Cuando una persona se
acercaba al Tabernáculo en el Antiguo Testamento (Ex.26-40) se encontraba en
primer lugar con el atrio, donde ofrecía una víctima inmolada en un altar de
bronce. Se lavaba en una fuente de bronce y entraba en el lugar santo,
alumbrado tan sólo por un candelabro de siete brazos y donde se guardaban la
mesa de los panes y el altar de oro donde se quemaba incienso continuamente.
Otro velo separaba este espacio del lugar santísimo donde se hallaba el arca
del pacto y sobre su tapa (propiciatorio) se manifestaba la gloria de Dios.
Sólo el sumo sacerdote podía entrar en aquel lugar, sólo una vez al año, el día
de la Expiación, y sólo después de un sacrificio por sus propios pecados y los
de todo el pueblo (Lev.16). Como narran los tres Evangelios sinópticos, el
equivalente de ese velo en el templo de Jerusalén se rasgó en dos tras la
muerte expiatoria de Jesús en la cruz (Mt.27,51; Mr.15,38; Lc.23,45). Mateo y
Marcos precisan que el velo se rasgó “de arriba abajo”, una precisión
significativa para sus primeros lectores, de cultura hebrea: sólo Dios podía
romperlo. El sacrificio expiatorio de Jesús, la Palabra de Dios, destruye para
siempre la barrera de incomunicación entre Dios y los hombres; por medio de su
sangre es definitivamente posible el diálogo (“[Cristo] por su propia sangre,
entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna
redención.” Heb.9,12); por medio de la fe en su sacrificio es definitivamente
posible un diálogo entre Dios y los hombres, adoptados como hijos (Gál.4,5-6) y
reconciliados, por medio de la fe en el sacrificio de Jesús: “teniendo libertad
para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo” (Heb.10,19).
Habla Dios. ¿Y a mí, qué?
La cuestión no es sólo si Dios existe o si Dios
habla; la cuestión más pertinente es saber si su existencia y palabras tienen
relevancia para los seres humanos y para mí. De hecho, a propósito de hablar y
escuchar, una de las razones de la indiferencia actual hacia Dios es que parece
una “hipótesis irrelevante”, no sólo para la ciencia sino para la vida, que sus
supuestas verdades carecen de interés. Sin embargo la palabra que Dios habla,
la auténtica sana doctrina (1ªTim.1,10), tiene efectos higiénicos (lit.) para
la persona. Dios anuncia en el Verbo la completa restauración del ser humano a
su verdadera humanidad, a imagen de Jesús, el Hijo del Hombre; la plenitud
humana presente y eterna. Dios se da a conocer en Jesucristo como “el verdadero
tú del verdadero yo en el hombre. (…) La autoconciencia del hombre se concreta
y se constituye en la ‘relación con Dios’, en esa relación irrumpe por primera
vez la realidad personal del hombre y llega el yo a su vida plena, que es una
vida del espíritu.”[3]
El Verbo de Dios dice desvelarnos en Él nuestro
auténtico valor, nuestras verdaderas posibilidades. La presentación que el
Evangelio hace del Verbo no corresponde a la tradición de la sabiduría griega
sino a través de su manifestación en la carne; el Verbo es en sí mismo anuncio
de gracia (Jn.1,14), de “camino, verdad, y vida” (Jn.14,6), anuncio de libertad
(Jn.8,31-32). El Verbo nos anuncia que Dios, el benefactor, nos agracia porque
le hemos caído en gracia. De manera que: “a todos los que le recibieron, a los
que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”
(Jn.1,12). El Verbo nos anuncia que nada hay que temer: “Dios es amor”
(1ªJn.4,8). La voz de Dios encarnada en el Verbo es amistosa, cargada de
ternura, de amor incondicional: “Con amor eterno te he amado; por tanto, te
prolongué mi misericordia” (Jer.31,3). En consecuencia, si Dios habla y lo hace
en semejantes términos, nada puede ser más relevante para el ser humano.
Todos, además, podemos oír la voz de Dios porque no
está lejos de nosotros: “Ciertamente [Dios] no está lejos de cada uno de
nosotros. Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos” (Hch.17,27-28). La
Palabra pronunciada por Dios en Jesucristo se ofrece a todos: “Porque de tal
manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel
que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.” (Jn.3,16)
Esta palabra verdadera se nos ofrece como
“encuentro”, dado su carácter personal, relacional[4].
Ese es el sentido del Memorial de Pascal, haciéndose eco de un encuentro vital
con Dios más allá del Dios abstracto elaborado tan sólo a golpes de riñón
filosófico: “Dios de Abraham, Dios de
Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos ni de los sabios. Certidumbre.
Certidumbre. Sentimiento. Alegría. Paz. Dios de Jesucristo”. Esa palabra que se
nos ofrece como encuentro es, por tanto, de carácter personal y de
número singular: Dios se acerca a cada hombre, a quien conoce por su nombre.
“Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú
formaste, digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del
hombre, para que lo visites?” (Sal.8,3-4). Bien podemos decir, pues, que “el
hombre es el ser de quien Dios se acuerda siempre. (…) El hombre es el ser de
quien Dios nunca se olvida.”[5]
Dios nos ofrece su palabra, audible en Jesucristo, llamándonos a cada uno por
nuestro nombre para invitarnos a entrar en su intimidad. De hecho, podría
decirse también a la inversa, que Él viene a nosotros porque somos el “topos
tou theou” (el sitio de Dios), “el lugar en el que Dios ha elegido establecer
su morada.”[6]
“He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta,
entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Apoc.3,20)
¿Dónde podemos escuchar a
Dios?
Podemos oír a Dios en la Naturaleza, podemos vivir
experiencias subjetivas conmovedoras, pero definitivamente Dios ha hablado a
través de Jesús, el Hijo del hombre y no podemos conocer a otro Jesús que el
que se nos da a conocer en el texto bíblico. Esa palabra escrita es sencilla,
accesible a todos al menos en su significado esencial; su verdad sólo se
resiste a gnosticismos pedantes y elitistas porque la intención de Dios es
hacerse oír por todos y no fundar el club exclusivista de los que miran a la
humanidad por encima del hombro y del hombre, que se creen titanes, a medio
camino entre el resto de los mortales y la divinidad. Al contrario: “Basta con
que la palabra de Dios penetre y haga su morada en nosotros tal como nos llega
al leerla y comprenderla. De la misma manera que María ‘guardaba en su corazón’
la palabra de los pastores (…), así también la palabra de Dios intenta penetrar
y permanecer en nosotros, para actuar en nuestro corazón.”[7]
Oímos la voz de Dios en las páginas de la Biblia
cuando, por el Espíritu, la “graphé” se convierte en “rhema”: palabra de Dios
para mí. Otros pueden acercarse a la misma palabra como historiadores,
filólogos, o poetas, pero sólo quien recibe la palabra como “rhema” puede
percibir el verdadero valor existencial de declaraciones como: “El Señor es mi
pastor; nada me faltará” (Sal.23,1). Sólo desde este acercamiento a la palabra comprobamos
vivencialmente que: “la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que
toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas
y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón.”
(Heb.4,12).
¿Cómo es posible escuchar a
Dios?
QUEBRANTAMIENTO. “Sólo los que se ahogan pueden ver
a Jesús” (“Suzanne” - L. Cohen). Aquí se halla la puerta de entrada y el
obstáculo mayor para el presunto yo soberano de los hombres, que gusta decirse
a sí mismo “seré como Dios” (Gén.3,5). Ese es el pecado original: anhelo de
suficiencia, de emancipación, de sueño prometéico: “Soy el amo de mi destino,
soy el capitán de mi alma” (“Invictus”, de W. E. Henley). Sin embargo, el reino de Dios es
(sólo) de los “pobres en espíritu”(Mt.5,3), los que reconocen su “bancarrota
espiritual”[8]
(Sal.51,17).
Algunos se resisten a este camino de quiebra de la
autosuficiencia como si fuera un intento divino por humillarnos, empobrecernos:
“hay almas que, en vez de dejarse a Dios y ayudarse, antes estorban a Dios por
su indiscreto obrar o repugnar, hechas semejantes a los niños que, queriendo
sus madres llevarlos en brazos, ellos van pateando y llorando, porfiando por se
ir ellos por su pie, para que no se pueda andar nada, y si se anduviere, sea al
paso del niño.”[9]
Pero, bien al contrario, nada debemos
temer de las intenciones de Dios hacia todos los hombres, guiado por su amor
incondicional: “Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros,
dice el Señor, pensamientos de paz, y no de mal” (Jer.29,11). Esto vale incluso
para la experiencia del quebrantamiento: “la tristeza según Dios produce
arrepentimiento para salvación” (2ªCor.7,10), y arrepentimiento es
esencialmente “cambiar de dirección”, reemprender la vida con un rumbo
distinto, ahora hacia la plena humanidad de la mano del Hijo del Hombre.
FE. “Es necesario que el que se acerca a Dios crea
que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (Heb.11,6). En la
vivencia personal de diálogo espiritual con Dios, la línea que separa la
realidad de los esperpentos subjetivos es muy sutil. Por eso la confianza en
Dios según la verdad de las Escrituras resulta el mejor antídoto contra las
ocurrencias particulares, de cualquier signo. “Por fe andamos, no por vista”
(2ªCor.5,7). Ese es el valor de la llamada “teología arrodillada” (von
Balthasar), dispuesta humildemente a la escucha y la acogida en la fe de la
revelación de Dios.
OBEDIENCIA. No hay diálogo posible con Dios
concebido como investigación forense de parte humana, ni como tertulia de sobremesa
entre iguales. Dios sólo se deja oír de aquellos que están atentos para
obedecer. “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen” (Jn.10,27). A
la altivez humana, Dios responde con su silencio. Tal fue la experiencia de Job
interpelando a Dios, protestando, argumentando, hasta rendirse desfallecido, y
sólo entonces encontrarse de cerca con Dios (42,5-6). La escucha de Dios sólo
es posible para el hombre que ha vuelto sobre sus pasos, obediente a Dios. De
ahí que la prueba que certifica la verdadera escucha de Dios sea la
transformación del diario vivir, en semejanza al carácter de Hijo del Hombre.
Cuando Moisés descendió del Sinaí, “la piel de su rostro resplandecía, después
que hubo hablado con Dios (…) y al mirar los hijos de Israel el rostro de
Moisés, veían que la piel de su rostro era resplandeciente” (Ex.34:29,35). El
encuentro con Dios, la escucha auténtica de su voz a través del Verbo, tiene un
efecto vital transformador, renovador, o no es auténtico. El apóstol Pablo no
tiene reparos en advertir contra aquellos que: “profesan conocer a Dios, pero
con los hechos lo niegan” (Tito 1,16).
¿Dios escucha?
Escribe San Juan de la Cruz: “si el alma busca a
Dios, mucho más la busca su Amado a ella.”[10]
Ismael significa: “Dios escucha”. Un ángel dijo a Agar, esposa de Abraham: “He
aquí que has concebido, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Ismael,
porque el Señor ha oído tu aflicción” (Gén.16,11). No se trata de un caso
excepcional. Esta es la promesa comprometida de Dios: “Cercano está el Señor a
todos los que le invocan, a todos los que le invocan de veras” (Sal145,18). “Me
invocaréis, y vendréis y oraréis a mí, y yo os oiré; y me buscaréis y me
hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón” (Jer.29,12-13).
¿Cómo se hace eso de hablarle a Dios y ser escuchado
por Él? A la luz de los textos anteriores sólo hay una condición esencial:
sencillez, naturalidad y humildad de corazón: “Derrama como agua tu corazón
ante la presencia del Señor” (Lam.2,19). “Debemos acostumbrarnos a tener una
conversación continua con Él, con total libertad y de una manera sencilla. Para
dirigirnos a Dios en cada momento solo necesitamos reconocer que está presente
de manera íntima con nosotros. Que podemos pedir su ayuda para conocer su
voluntad con respecto a las cosas dudosas o inciertas, y las que claramente
vemos que Él requiere de nosotros.”[11]
Es verdad que, en ocasiones, Dios guarda silencio, parece
ausente, y esa es una experiencia
devastadora para el creyente que le invoca. “Tú eres Dios que te encubres”
(Is.45,15). A menudo los salmistas protestan contra ese silencio divino: “¿Por
qué estás lejos, oh Señor, y te escondes en el tiempo de la tribulación?”
(Sal.10,1); “¿Hasta cuándo esconderás tu rostro de mí?” (Sal.13,1); “¿Por qué
estás tan lejos de mi salvación, y de las palabras de mi clamor? Dios mío,
clamo de día, y no respondes; y de noche, y no hay para mí reposo.” (Sal.22,1-2).
Pero todos estos lamentos son reemplazados al final de cada salmo con una
declaración de confianza: “[Dios] no menospreció ni abominó la aflicción del
afligido, ni de él escondió su rostro; sino que cuando clamó a él, le oyó.”
(Sal.22,24).
“¿Y qué de éste?” (Jn.21,21)
La experiencia del diálogo con Dios no es auto-cancelante
o enclaustrada, no aboca al angelismo ni al escapismo. Todo lo contrario, así
como la llamada divina se expresa en acción dadivosa (Jn.3,16), así también el
hombre, respondiendo, se hace responsable; no de Dios, que no lo necesita (“Si yo
tuviese hambre, no te lo diría a ti; porque mío es el mundo y su plenitud”, Sal.50,12)
sino, por causa de Dios, responsable de sus semejantes, en especial de los más
débiles, de los que carecen de voz: “Abre tu boca por el mudo en el juicio de
todos los desvalidos. Abre tu boca, juzga con justicia, y defiende la causa del
pobre y del menesteroso” (Prov.31,8-9). “… En cuanto lo hicisteis a uno de
estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis”, Mt.25,40).
La genuina espiritualidad cristiana nada tiene que
ver ni nada quiere saber de beaterías, sean rancias o de un rosa cursi, se
niega a servir de coartada a ninguna forma de indiferencia hacia el prójimo,
sabe que pretender acercarse a Dios dando la espalda al semejante (ese
“original cristianismo sin prójimo”[12])
es una forma de tomar el nombre de Dios en vano. Por su parte, aspira a un
diálogo “militante” con Dios (L. Capilla), un diálogo extrovertido y valiente (Mt.11,12
–R-V, 1909), un diálogo íntimo con Dios que comienza en las entrañas de cada
persona, “caballero solitario de la fe” (Kierkegaard), se extiende hasta lo
divino y se vuelve, cargada de eternidad, hacia los semejantes, en plena
disponibilidad ministerial. No puede ser de otro modo si tal espiritualidad es
genuina: “Si alguno dice: yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso.
Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a
quien no ha visto? Y nosotros tenemos este mandamiento de él: el que ama a
Dios, ame también a su hermano.” (1ªJn.4,20-21). Allá dónde aún la más noble
filantropía se agota, la intimidad con Dios renueva la apertura al otro, por
causa del Hijo de Dios: “sólo la fuerza de este diálogo [entre Dios y el hombre
por medio de la oración] impide que desaparezca por el desaliento el cuidado
humano por el prójimo, allí donde ‘no hay nada más que hacer’, porque en el
abandono a Dios actúa el amor que es capaz de soportar lo más duro del
sufrimiento y la impotencia por encima de la acción autosuficiente.”[13]
Conferencia pronunciada en la XXIV Aula de verano del Instituto Emmanuel Mounier. Burgos, 20 de Julio de 2.014
[1] Todas las referencias bíblicas
tomadas de la versión Reina-Valera, 1960.
[3] Ferdinand Ebner: La palabra y las realidades espirituales.
Madrid: Caparrós Editores, 1995. Pgs. 32, 47
[4] Emil Brunner: La verdad como encuentro. Barcelona: Editorial Estela, 1967. Dicho
a la manera de León Felipe: “Nadie fue ayer, / ni va hoy, / ni irá mañana /
hacia Dios / por este mismo camino / que yo voy. / Para cada hombre guarda / un
rayo nuevo de luz el sol … / y un camino virgen / Dios. “Versos y oraciones de
caminante”. In Poesías completas.
Madrid: Visor Libros, 2010. Pg. 61.
[8] John Stott: Contracultura cristiana: el Sermón del Monte. Buenos Aires:
Certeza, 1984. Pg. 43.
[9] San Juan de la Cruz: Noche oscura de la subida del Monte Carmelo.
Prólogo. 2. Obras Completas. Madrid: B.A.C., 1994. Pg. 255.
[10] San Juan de la Cruz: Llama de amor viva. Canc.3.28. Obras
Completas. Madrid: B.A.C., 1994. Pg. 987.
[11] Hermano Lorenzo: La
práctica de la presencia de Dios. Buenos Aires: Editorial Peniel, 2006. Pg.
26. (Carmelita Descalzo, 1605-1691). La “oración de Jesús” es un modelo
sencillo que aporta la ortodoxia rusa: “Jesús mío, ten misericordia de mí”Anónimo: El peregrino ruso. Madrid: Editorial de
espiritualidad, 1999. Pg. 53.
[12] Miguel Delibes: Madera de héroe. Barcelona: Ediciones
Destino, 1992. Pg. 150.
[13] Hans Urs
von Balthasar: Sólo el amor es digno de
fe. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2011. Pg. 116.