Más de treinta años después de escribir el texto que reproduzco más abajo*, mi sentir sigue siendo el mismo: mi amor por el pueblo de Israel es sincero pero no ciego, algunas de las prácticas del actual gobierno del estado de Israel me resultan de todo punto inaceptables.
Mi primer apellido, de origen judeo-alemán, me recuerda permanentemente el sufrimiento del pueblo judío: varios centenares de hombres y mujeres con mi mismo apellido, la mayoría originarios de la Europa oriental, fueron espantosamente asesinados en los campos de exterminio nazi. ¿Cómo olvidarlo? ¿Y cómo olvidar la diabólica monstruosidad cometida por los terroristas de Hamas el 7 de Octubre de 2023 contra más de 1.200 hombres y mujeres, ancianos y niños?
Y ¿cómo no decir en voz alta que me horroriza la respuesta del gobierno israelí que ha causado la muerte hasta ahora de más de 30.000 palestinos, hombres y mujeres, ancianos y niños. ¿Cómo no decirlo también?
Y esta afirmación, que es fruto de un mínimo espíritu de humanidad, no la escucho salvo muy contadas excepciones en el ámbito evangélico-protestante. Ni en declaraciones institucionales, ni medios de comunicación. Y me duele. Me duele por todas las víctimas. Me duele por los cristianos de la iglesia clandestina en Gaza, que también mueren bajo los bombardeos. Me duele por los misioneros que intentan explicar a los musulmanes que la fe cristiana no es su enemiga occidental. Me duele por nuestro propio testimonio.
Sólo quería dejarlo dicho. Un día, más o menos pronto, muchos preguntaran escandalizados por qué apenas se oyeron voces de cristianos evangélicos en este sentido. Y al menos quería dejar testimonio de la mía.
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* Boletín dominical de la Primera Iglesia Evangélica Bautista de Madrid (27 de Mayo de 1990)
LOS ATROPELLOS ISRAELÍES sobre palestinos, hombres, mujeres y niños, sobrecogen por su crueldad y la soberbia con que son cometidos. No importa que las cámaras de televisión sean testigos de sus apaleamientos a prisioneros o los disparos sobre niños, ni parece inmutarles las continuas condenas de todos los organismos internacionales, incluso de Estados Unidos, su mayor aliado. Son ya centenares las víctimas.
Mientras tanto muchos cristianos guardan un silencio que algo tiene de cómplice. Parecen olvidar que los mismos profetas fueron los críticos más rotundos que siempre tuvo Israel cuando su conducta era opuesta a la voluntad de Dios. Hoy, sin embargo, al socaire de determinadas interpretaciones parciales de profecías del Antiguo testamento, tienden a identificar el “pueblo elegido” con el actual Estado de Israel. Y miran hacia otro lado.
Los pactos de Dios son, efectivamente, eternos e irrevocables (Rom.11,29). Pero ello no significa que haya bula permanente para quien dice ser hijo de Abraham (Rom.9,8). El centro del nuevo Pacto es la Iglesia: los hijos de Abraham según la fe y no la carne (Gál.3,7). Sólo el arrepentimiento y el nuevo nacimiento nos convierten en hijos de Dios. Cualquiera que sea nuestra nacionalidad.
Es lamentable y habla con
claridad de la mísera naturaleza humana que las víctimas de ayer se tornen en
verdugos hoy. Para toda persona, del origen que sea, que se opone a la voluntad
de Dios y trata a sus semejantes como si apenas fueran bestias, sólo queda la
opción del arrepentimiento y la humillación para poder esperar después la
misericordia de Dios.