sábado, 12 de enero de 2013

COMPROMISOS



Las invocaciones a la presencia pública, relevancia social o compromiso solidario son hoy comunes entre los evangélicos españoles. Me agradan. No siempre fue así. Pero la satisfacción inicial pronto se transforma en confusión porque esos conceptos cobran significados muy distintos según quien los enarbola. Ciertas implicaciones me resultan ajenas y de alguna no puedo estar más distante. Necesito clarificar(me) en qué sentido y perspectiva tiene valor para mi seguir invocando y viviendo esos conceptos.


I. TODOS TENEMOS UN PASADO

Creo en la importancia de la presencia pública, la relevancia, el compromiso social de los cristianos evangélicos. Llegué a la Universidad de Valencia, apenas un adolescente, en Octubre de 1975. Un mes más tarde moría Franco y viví con pasión los primeros años de la transición política a la democracia, sumergido en debates, lecturas, análisis, … Qué difícil era entonces encontrar elementos de ayuda para la reflexión desde la óptica de mi fe evangélica; apenas nada, salvo aquellos hermosos cuadernos ciclostilados de G.B.U. sobre la energía nuclear, la pena de muerte o el cine de Woody Allen. Tuve que recurrir a las aportaciones católicas sobre el diálogo marxismo-cristianismo (Giulio Girardi, Roger Garaudy). En 1983 descubrí la revista MISION, que editaban en Argentina Samuel Escobar, René Padilla y Orlando Costas entre otros. De aquella combinación de teología neo-evangélica y sensibilidad social me he alimentado hasta hoy, con aportes posteriores de la tradición anabautista no-violenta actualizada por John Yoder o Ronald Sider y, de la mano de Carlos Díaz, del personalismo comunitario: autores judíos (Buber, Levinas), católicos (Mounier, Ebner) y protestantes (Ricoeur, Ellul) que me ofrecieron una antropología de raíz bíblica que fructificaba en un acercamiento crítico, lúcido, contra el desorden establecido.

En 1986 inicié mi ministerio pastoral y en los años siguientes menudearon mis colaboraciones escritas sobre “compromiso y misión”, “personalismo y compromiso cristiano”, racismo o terrorismo, al amparo de la sección del Pacto de Lausana acerca de la relación entre evangelización y compromiso social. Participé de eventos como los Conciertos y Manifiestos por Somalia (1992) o Sudán (1993) y en la creación de INICIATIVA EVANGELICA en 1996, organizando encuentros mensuales de oración por los secuestrados de ETA (Ortega Lara, Cosme Delclaux), y concentraciones de oración cuando se cometían atentados en Madrid, acudiendo al lugar de los hechos el mismo día en que se producían para orar arrodillados por el cese de la violencia.

Sigo creyendo en la importancia del compromiso público de los evangélicos pero no comparto el entusiasmo de algunos por la participación en partidos políticos ni, menos aún, la fascinación de otros por la creación de partidos ni, en absoluto, el equívoco de confundir testimonio y poder político. Creo que no es el camino y, desde luego, no es mi camino. Hoy sólo me atraen opciones que tomen como punto de partida ciertos parámetros básicos que esbozo a continuación.


II. LA CRUZ DE CRISTO.

“Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores” (1ªTim.1,15). ¿Cómo soslayar esta declaración? Si la cruz y su mensaje salvador de Jesús no están en el centro de nuestra acción cualquier iniciativa resultará desenfocada. La realidad del pecado, el juicio y la salvación para la eternidad ofrecida gratuitamente por Dios en Jesucristo son el eje del Evangelio. Desde la cruz todo cobra sentido, con la cruz en la periferia todo se desenfoca. “Todo el propósito de la predicación del Evangelio tal como lo entiendo, todo el propósito del mensaje de este Libro que llamamos Biblia, es dirigir nuestra atención a la pregunta más esencial de todas. Hay quienes querrían hacernos creer que el propósito de la Iglesia en la actualidad es pronunciarse sobre las preguntas que hacen otras personas. Os resultan familiares: preguntas sobre economía, sobre las condiciones sociales, preguntas sobre la guerra y la paz y mil cosas más. Hay quienes querrían hacernos creer que el propósito de la Iglesia es expresar su opinión acerca de este gran cúmulo de preguntas. Ahora bien, quisiera demostrar que esto es una falsificación de todo el propósito de la Iglesia y del mensaje de la Iglesia. En mi opinión, la primera función fundamental de la Biblia y de la Iglesia es plantear una pregunta especial y hacer la pregunta más pertinente [Lloyd-Jones se refiere a la pregunta de Job: “¿Y cómo se justificará el hombre con Dios?” (9,1), texto que sirve de referencia a su sermón]. Es dirigir la atención de hombres y mujeres a las cosas que tienden a olvidarse y ahogarse en este remolino y vórtice en que el ser humano ha convertido el mundo y su vida a causa de su pecado”[1]

La palabra de la cruz, tropezadero y locura (1ªCor.1,18-23), podrá parecer a algunos un mensaje medieval, descontextualizado, pero las páginas del Nuevo Testamento giran alrededor del Cristo crucificado para nuestra salvación. Ese Evangelio tiene una vitalidad expansiva, no autocancelante, de la que se derivan implicaciones prácticas en todas las áreas de la existencia humana, individual y comunitaria. Pero soslayar la centralidad de la cruz, quedar absorbidos por las “cosas penúltimas” sin la perspectiva de las “cosas últimas”, debilita la identidad del Evangelio y diluye la relevancia de la acción de los cristianos en un magma difuso de inmanencia difuminada.


III. “CUATRO PODERES”

Cuando lo “penúltimo” absorbe nuestro enfoque no es de extrañar que sólo pensemos en recursos demasiado humanos, que menospreciemos “cuatro poderes”[2] que brotan del Evangelio y que dan a nuestra acción verdadera identidad cristiana y auténtico poder sobrenatural.

1. El poder de la oración. No existe activismo social propiamente cristiano que no esté bañada en oración de una manera real y convencida. De hecho, el primer deber del pueblo de Dios para con la sociedad y sus líderes es la oración: “Exhorto ante todo, a que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias, por todos los hombres; por los reyes y por todos los que están en eminencia, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad.” (1ªTim.2,1-2). Esta no es una cuestión protocolaria o de estética religiosa sino un verdadero ministerio influyente y benéfico que los cristianos deben ejercer en obediencia a la exhortación de nuestro Señor y a la necesidad de nuestros semejantes.

2. El poder de la verdad. El Evangelio es “poder de Dios para salvación” (Rom.1,16) y toda palabra que viene de Dios es poderosa, más poderosa que cualquier palabra o falsa verdad que proceda del Maligno. En este sentido, nada más influyente y más benéfico que la proclamación de la verdad mostrada por Dios en Jesucristo a través de su Palabra. Este es el lugar para una forma de expresión y persuasión por una apologética de la verdad del Evangelio en medio de la sociedad, no cargada de soberbia pero tampoco timorata ni acomplejada.

3. El poder del ejemplo. La verdad nunca es más poderosa que cuando se muestra en términos prácticos. El vivir cotidiano de los hijos de Dios en obediencia a su Señor, como individuos y como comunidad,  ofrece la confirmación más vigorosa e influyente del poder del Evangelio y su valor en todos los ámbitos de la vida humana.

4. El poder del grupo. Un grupo que vive solidariamente sostenido por una visión clara y firme de sus valores, por pequeño que sea numéricamente, puede cambiar una sociedad entera. Según algunos sociólogos, toda una cultura puede ser transformada cuando un dos por ciento de sus miembros tienen una nueva visión y están realmente comprometidos con ella. Eso fue lo que logró aquel puñado de doce discípulos que acompañaron a Jesús por tres años: trastornar el mundo entero (Hch.17,6)


IV. NI PODER NI PARLAMENTO, SOCIEDAD CIVIL

En palabras del filósofo católico Emmanuel Mounier: “Nuestra acción no está dirigida esencialmente al éxito, sino al testimonio.”[3] Ser testimonio, fermento, sal, luz, … esa es la auténtica misión de los cristianos y de la iglesia, anunciando y encarnando los valores del Reino, invitando a otros a hacerlos suyos. “Esto no es una política, ya lo sé. Pero es un cuadro previo a toda política y una razón suficiente para rechazar ciertas políticas.”[4]

Tal como advirtió Karl Barth[5] hace décadas, la vía para la influencia social de los cristianos no debiera ser un partido político confesional. Porque la Iglesia, a priori, nunca debe mostrarse en contra de nadie sino a favor de todos, de la causa común de toda la comunidad civil. Por definición, un partido parte la sociedad, se aliena del resto; por el contrario, la Iglesia tiene vocación universal. Porque cada decisión del partido cristiano compromete a toda la Iglesia y su mensaje, identificándola con su acción política y el testimonio de sus miembros, siempre imperfectos. Porque la dinámica del partido cristiano no puede sustraerse a la propia de la democracia parlamentaria con sus “juegos” de mayorías y minorías, propaganda propia, descalificación de lo ajeno, demanda de simpatizantes y aún dirigentes no cristianos, etc. La eficacia política se construye a costa del testimonio profético. Porque no cabe un programa político cristiano-evangélico que, además de criterios sobre las grandes cuestiones morales, ofrezca además una ideología evangélica diferenciada sobre las innumerables cuestiones de la vida comunitaria.

Tampoco espero mucho de la presencia de cristianos en los partidos políticos porque están blindados contra toda forma de independencia de criterio en su seno y son deudores de intereses que nada tienen que ver con sus votantes. Me sorprende que ese ámbito de participación resulte tan fascinador a algunos cuando, además, cada día más ciudadanos les vuelven la espalda para crear espacios alternativos de participación directa y autogestión.

Es un reduccionismo simplista “reducir la vida pública a la vida política (…), que lo societario, lo público y lo pre-político de nuestras sociedades sea devorado por lo administrativo, lo político y partidista”[6] A mi parecer los cristianos encontraremos mejor acomodo y más eficaces cauces de participación pública a través de la sociedad civil, de la que somos parte como ciudadanos y en la que hay amplio espacio para nuestro testimonio, para el diálogo y, en determinadas circunstancias, la cooperación.


V. IGLESIA LOCAL

Sobre todo, creo en el valor irremplazable de la iglesia local. Creo en la “parroquia” a pesar de las críticas que sufre, a pesar de que algunos la califiquen de “experimento fallido”, a pesar de ensayos alternativos innecesariamente excluyentes. Creo en la iglesia local, comunidad de creyentes, expresión concreta y palpable aunque imperfecta del reino de Dios; comunidad de la que Jesucristo es el Señor, único y suficiente vínculo entre los creyentes, distintos en tantas maneras. Creo en una comunidad que no es sólo comunidad de fe y de culto sino comunidad de vida, según las circunstancias de cada caso. Creo que esa comunidad es el testimonio más poderoso del Evangelio en su poder transformador y reconciliador. La iglesia local como “comunidad de contraste”[7]: ese es su ministerio más propio y la aportación más benéfica e influyente que puede dar a la sociedad. Comunidades de hombres y mujeres de toda condición social, cultural, racial o económica que testifican del poder de Dios, suficiente para romper barreras, derribar prejuicios y edificar un único Pueblo al amparo del sacrificio de Jesucristo. Comunidades integradas en la vida ciudadana, compartiendo necesidades y esfuerzos con sus semejantes, procurando la bendición de la ciudad (Jer.29,7).

Esa comunidad de creyentes es un verdadero “contra poder”, sazonadora de vida en medio de la oscuridad y la miseria. Algunos lo llamarán “despolitización” pero en ningún caso es “desocialización” sino auténtico testimonio cristiano, ministerio eficaz de una comunidad que en medio de la sociedad obedece a otros valores, los valores del reino de Dios que ha venido en Jesucristo.[8]


[1] Martyn Lloyd-Jones: Sermones evangelísticos. Editorial Peregrino, 2003. Pg. 122 (sermón predicado en Westminster Chapel en 1947).
[2] John Stott: “Salt and Light” in Christianity Today: Octubre, 2011. Artículo adaptado de un sermón del autor publicado en PreachingToday.com
[3] Emmanuel Mounier: Revolución personalista y comunitaria. Obras Completas, I. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1992. Pg. 184.
[4] Emmanuel Mounier: Las certidumbres difíciles. Obras Completas, IV. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1988. Pg. 209.
[5] Karl Barth: Comunidad cristiana y comunidad civil. Barcelona: Editorial Fontanella.
[6] Agustín Domingo Moratalla: “Presencia pública y poder político: de la militancia política a la perseverancia cultural”. In ACONTECIMIENTO, nº 100, 2011/3.
[7] Gerard Lohfink: El sermón de la montaña ¿para quién? Barcelona: Editorial Herder, 1989.
[8] Cfr. Jacques Ellul: Anarquía y cristianismo. México: Editorial Jus, 2005. Pg. 85.

viernes, 9 de noviembre de 2012

¿PERDONAR LO IMPERDONABLE? (Notas a la sombra de Auschwitz)





I. ACTUALIDAD DE LAS VÍCTIMAS

Dicho con palabras de Elie Wiesel, en Auschwitz no sólo murió el judío sino también el hombre, la humanidad del hombre. Aquel horror nos exige imperiosamente un ejercicio de memoria, que es un acto de justicia (W. Benjamin); aún más, no sólo un ejercicio de memoria sino de rememoración.[1] Memoria como ejercicio de resistencia contra el olvido, por más que sea memoria dolorida: “mis recuerdos consagrados y hasta santificados en la misa negra de la humanidad emanarían gas.”[2] De la mano de la memoria, el Holocausto nos demanda una reflexión radical en torno a conceptos morales como justicia, dignidad de las víctimas e incluso resentimiento, entendido al modo de Jean Améry como “una forma moral de protesta contra el olvido”[3].

Puesto que nuestro presente “se asienta sobre un olvido compuesto de ruinas y cadáveres”[4] algunos filósofos han hecho un esfuerzo vital e intelectual para responsabilizarse de las víctimas y su memoria. Emmanuel Lévinas, superviviente del Holocausto donde perdió a su familia, aspira a hacer de la Ética filosofía primera. Theodor Adorno coloca el sufrimiento en medio de su filosofía y propone un nuevo imperativo categórico que, dice, Hitler ha impuesto a los hombres: “orientar su pensamiento y su acción de modo que Auschwitz no se repita, que no vuelva a ocurrir nada semejante”; el nuevo imperativo es el deber de recordar, la concepción moral del recuerdo, declarar que la injusticia pasada sigue vigente, y actuar de manera que aquello no se repita.

Dado que el horror, pese a todo, ha vuelto a repetirse en los genocidios de Camboya o Ruanda, por ejemplo, esa justicia y esa filosofía anamnéticas siguen siendo imprescindibles: “Nuestra conciencia sobre la humanidad del hombre debe partir de la experiencia del sufrimiento que supuso el campo de exterminio. No podemos ya pensar el hombre, ni Europa, ni al hombre en general, desde la cultura del vencedor, ni siquiera desde el refugio abstracto que tan celosamente ha cultivado la filosofía. Hay que pensarle desde el horror y el absurdo de Auschwitz, erigido en símbolo de todo el sufrimiento por razones operativas.”[5]


II. PERDÓN: QUEBRAR LA DEUDA Y EL OLVIDO

Memoria de los vencidos, justicia de las víctimas cuyos rostros expresan una exigencia infinita, resentimiento como demanda de arrepentimiento del culpable, … ¿Tendría sentido incluir el perdón en este abanico de conceptos morales? En ninguna manera, si hablamos del perdón con frivolidad. A menudo se confunde el perdón con una disculpa perezosa innoble, una farsa de amnistías y prescripciones mezquinas, un ejercicio frívolo de olvido por mala conciencia, una forma cobarde de voluntad reblandecida.

Pero también el perdón “es inherente a la economía del renacimiento psíquico” (Julia Kristeva); así ejercido el perdón supone la invitación a ver las cosas de otra forma y a verse de otra forma. El perdón abre un porvenir, un camino libre: “El infierno, sería el pasado definitivamente impuesto, el pasado cerrado, mientras que en el perdón esta irreversibilidad está presente, y por ello no es un olvido, pero en ese pasado no deja de haber algo que se abre hacia un nuevo mundo.”[6] Ese era uno de los propósitos restauradores del año del Jubileo establecido (y nunca cumplido) en la Ley de Moisés (Levítico, 25): “El jubileo era como un gran borrador que, en plazos fijos, regulaba una vuelta a la igualdad para todos, para que cada generación (49 años) gozara de iguales oportunidades socio-económicas.”[7] El Jubileo suponía una vuelta del calendario de los hombres y las sociedades a un “año cero” en el que los esclavos eran puestos en libertad, la tierra volvía a sus propietarios originales, las deudas eran abolidas y la ley de la deuda quebrada. Este sentido es el que merece la pena considerar y reivindicar como un elemento incómodo, escandaloso, pero esencial en nuestra reflexión moral acerca del Holocausto.


III. PERDONAR LO IMPERDONABLE

El perdón cobra su sentido más auténtico precisamente cuando se pregunta si es posible perdonar lo imperdonable. Lévinas insiste en que el perdón sólo puede ser respuesta al arrepentimiento del culpable y a su petición expresa de perdón pero en el judaísmo y en el cristianismo existe otra figura del perdón radicalmente excéntrica, como don gratuito que se ofrece incluso allá donde no ha habido una expresión previa de arrepentimiento. El movimiento del perdón está tensado entre esas dos lógicas, heterogéneas entre sí pero a la vez indisociables. Por una parte el perdón sólo puede concederse de forma condicional, donde hay reconocimiento de falta, arrepentimiento, confesión y petición de perdón. Por otra parte, no hay perdón radical salvo  en la forma de don gratuito, incondicional, unilateral, sin círculo de reciprocidad.[8] Puestos a perdonar, mejor hacerlo sin reservas ni condiciones, en su sentido más excesivo, más desmesurado, no en vano la palabra “perdón” procede del latín per-donare: dar a alguien su deuda, dar totalmente, dar de más, anular todas las deudas.

Mencionaremos a dos pensadores que hacen del perdón un factor crucial en su reflexión sobre el Holocausto: Armand Abecassis y Jacques Ellul, uno judío y el otro protestante, ambos franceses, ambos comprometidos con la causa de la persona. Los dos nos introducen en la “economía del don” reivindicando a pesar de todo la centralidad del perdón para romper la tiranía del tiempo, para “quebrar la deuda y el olvido”.

Armand Abecassis eleva el listón al extremo cuando afirma que lo más propio del perdón es perdonar lo imperdonable.[9] Es preciso acordarse de la falta ya que si olvidamos no podemos perdonar realmente, pero se trata de acordarse de la falta para perdonarla y trascenderla. Abecassis señala que el crimen como tal es inexcusable e imperdonable pero, a la vez, advierte que una comunidad no puede construirse sobre el principio de lo imperdonable porque sin perdón no puede continuar la historia. Se perdona y, además, se perdona por nada.

Esa fue la lección que Dios enseñó a Jonás, tal como leemos en el Antiguo Testamento. Nínive, la capital asiria, hizo desaparecer en 722 a.C. a las diez tribus del reino del norte, cinco sextas partes del pueblo hebreo. Sin embargo, Dios envió a Jonás a predicar arrepentimiento a aquella ciudad, paradigma del mal y la violencia absoluta. El profeta se rebeló a aquella orden divina y huyó a Tarsis, en dirección opuesta a Nínive, porque estaba convencido de que  el mal que aquella ciudad había cometido contra sus hermanos era imperdonable. Arrojado al mar y rescatado por un gran pez, Jonás obedeció finalmente a Dios, predicó en Nínive y tal como “temía” aquellas gentes se arrepintieron y Dios les perdonó. Jonás tuvo que aprender que Dios es santo y es justo pero es sobre todo misericordioso y perdona lo imperdonable. La liturgia judía obliga a leer el libro de Jonás en el día del Kippur, día de la expiación, para aprender a perdonar lo imperdonable.  “Cuando los hombres son capaces de producir asirios, romanos, cruzados, inquisidores, Fernando e Isabel, ‘la muy católica’, cosacos y nazis, la historia solo se puede renovar si las víctimas judías, o más exactamente, los descendientes de estas víctimas, les otorgan su perdón, injusto, escandaloso e inadmisible. A lo impensable y a lo indecible de la catástrofe y de la Shoah, hay que responder con la categoría divina, indecible e impensable, del perdón.”[10] Si negamos el perdón, detenemos la historia porque el perdón es la condición fundamental de la historia.

Jacques Ellul afirma que en sentido estricto sólo cabe el perdón radical a la luz de la teología de la cruz, porque sólo puedo perdonar gratuitamente ante Aquel que gratuitamente me perdona, experimentando primero la gracia desmedida del perdón. Paul Ricoeur lo llama la “ley de la superabundancia”[11]: “cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (Rom.5,20). Por esto en última instancia el perdón es un asunto entre quien perdona y él mismo, no necesita de la confesión del otro. Puede perdonar quien vive gratuitamente en y bajo el perdón de Dios en Jesucristo. “Sólo puede perdonar (…) el que ha sido anteriormente perdonado, que vive por haber sido perdonado, que sabe, a partir del perdón recibido, el sentido que puede tener un verdadero perdón. Este perdón de los demás sólo puede ser la continuación, la consecuencia del perdón que he recibido. En Jesucristo, recibo un perdón gratuito, un perdón que no me ha costado nada, un perdón al que no tenía derecho.”[12] Toda mi culpa ha sido asumida por Jesucristo, que vino a la cruz para nuestra justicia: “Al que no cometió pecado alguno, por nosotros Dios lo trató como pecador, para que en él recibiéramos la justicia de Dios” (2ªCorintios 5,21 –NVI).

Una parábola de Jesús ilustra este principio de vivir bajo el perdón para aprender a perdonar: Un siervo debía a su rey una cuantiosa suma de dinero pero éste, movido a misericordia por sus súplicas, decidió perdonarle; el hombre, apenas salió de palacio tropezó con un consiervo que le adeudaba una pequeña cantidad y desatendiendo sus ruegos, quien había sido perdonado generosamente echó en la cárcel de forma implacable a su consiervo hasta que pagase la deuda; al enterarse el rey de lo sucedido se enojó y entregó al siervo antes perdonado a los verdugos (Mateo 18,23-35). Esta es la conclusión de Jesús: “Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas” (v.35). Se impone, pues, un principio radical: “Cuando encontramos al Dios de Jesucristo, lo encontramos en su perdón (imagen concreta de su amor) (…) en el espejo del perdón descubro la envergadura del daño que he hecho a Dios y al prójimo. Este daño queda, a partir de ese momento, cubierto. Si lo he recibido gratuitamente, a partir de entonces, tengo que conceder yo también, gratuitamente y sin cálculo, el perdón a aquel que me haya hecho daño.”[13] Nuestra parte es no olvidar que hemos sido perdonados y ejercer también la desmesura del perdón “hasta setenta veces siete” (Mateo 18,22).


Conferencia pronunciada en las Jornadas de la Facultad Protestante de Teología-UEBE sobre el Holocausto. Madrid, 8 Noviembre 2012.



[1] Reyes Mate propone distinguir incluso entre memoria (mnemne) y rememoración (anamnesis), la primera especializada en el pasado recordado y la segunda en el pasado olvidado: Memoria de Auschwitz. Actualidad moral y política. Madrid: Editorial Trotta, 2003. Pg. 153.
[2] Imre Kertész: Kaddish por el hijo no nacido. Barcelona: Acantilado, 2001. Pg. 37.
[3] Jean Amery: Más allá de la culpa y la expiación. Valencia: Pre-textos, 2001. Citado por Reyes Mate: “En torno a una justicia anamnética” In José M. Mardones y Reyes Mate (eds.): La ética ante las víctimas. Barcelona: Anthropos, 2003. Pg. 101.
[4] Reyes Mate: Memoria de Auschwitz. Op. Cit. Pg. 257.
[5] Reyes Mate: Memoria de Auschwitz. Op. Cit. Pg. 183.
[6] Stanislas Breton: “La otra cara del mundo”. In Olivier Abel (ed.): El perdón. Quebrar la deuda y el olvido. Madrid: Ediciones Cátedra, 1992. Pg. 108.
[7] John Paul Lederach: El abecé de la paz y los conflictos. Madrid: Los libros de la Catarata, 2000. Pg. 28. Cfr. José Grau: “El Jubileo, máxima expresión de libertad y justicia”. In VVAA: Ser evangélico hoy. Terrassa: Clie, 1988. Christopher J.H. Wright: Viviendo como pueblo de Dios. La relevancia de la ética del Antiguo Testamento. Barcelona: Publicaciones Andamio, 1996.
[8] Jacques Derrida: “Confesar – Lo imposible. ‘Retornos’, arrepentimiento y reconciliación”. In Reyes Mate (ed.): La filosofía después del Holocausto. Barcelona: Riopiedras Ediciones, 2002. Pg. 173.
[9] Cfr. Armand Abecassis: “El acto de memoria”. In Olivier Abel (ed.): El perdón. Quebrar la deuda y el olvido. Op. Cit. Pgs. 133-148.
[10] Armand Abecassis: Op. Cit. Pg. 146.
[11] Cfr. Paul Ricoeur: Amor y Justicia. Madrid: Caparrós, 1993.
[12] Jacques Ellul: “Pues todo es gracia”. In Olivier Abel (ed.): El perdón. Quebrar la deuda y el olvido. Op. Cit. Pg. 120.
[13] Jacques Ellul: Op. Cit. Pg. 121.

sábado, 6 de octubre de 2012

CONTRA LAS FRONTERAS



“El mundo está hecho de opuestos … pero al final no quedará nada
de esos contrastres. Sólo quedará el gran amor.
¿Cómo iba a ser si no?”
Edith  Stein



Merece la pena recordar que la Ley, el texto fundacional de Israel, no comienza con la historia de Abraham, padre de los judíos, sino con Adán, padre de la humanidad; Génesis no comienza en el Sinaí sino en Edén[1]. La Biblia comienza mostrando a un único Dios creando una única humanidad y todos los seres humanos sin distinción a Su imagen y semejanza. Así lo recordará el apóstol Pablo: “[Dios] de una sangre a hecho todo el linaje de los hombres” (Hch.17,26). Por eso, todos los seres humanos poseen igual dignidad. Por eso: “Dios no hace acepción de personas” (Deut.10,17; Job 34,19; Lc.20,21; Hch.10,34; Rom.2,11; Gál.2,6; Ef.6,9; Col.3,25; 1ªP.1,17).

Merece la pena recordar que Apocalipsis ofrece una visión de la culminación de la Historia, con el triunfo de Dios y del Cordero. La imagen es impresionante: “Una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos; y clamaban a gran voz, diciendo: la salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero.” (Apoc.7,9-10). El hecho de la diversidad en sus múltiples expresiones no oscurece la verdad que se quiere enfatizar: un solo pueblo, con una misma canción.

Es imprescindible reivindicar una vez más que en el centro de la voluntad de Jesucristo para su Iglesia está la visión de una nueva y única humanidad. Sirva como base de esta declaración el texto de Efesios 2,11-22: los versículos 11-12 narran nuestra separación de Dios y las barreras humanas que nos separan los unos de los otros pero en los versículos 19-22 se declara la reconciliación entre judíos y gentiles a pesar de sus hondas diferencias religiosas, culturales y raciales. La clave de este giro radical está en los versículos 13-18: Jesucristo dio su sangre para reconciliar a judíos y gentiles en un solo cuerpo y en Él anular todas las barreras: “Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación (…) y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades.” (v.14,16).

Una y otra vez a lo largo de la historia los hombres se han empeñado en convertir las diferencias en fuente de conflicto. Sean fronteras físicas o idiomáticas, sean diferencias culturales, económicas, raciales, … el proceso siempre pasa por subrayar lo propio y levantarlo como muro de separación frente al otro y lo otro. Convertida la diferencia en frontera, el camino al conflicto egoísta tiene vía libre. El Evangelio de Jesucristo es pura revolución en el sentido más auténtico del término y lo es en todos los planos de la existencia, personal y social. También en lo que hace a la manera de abordar las diferencias, destruyendo las barreras que los hombres levantan con ellas como pretexto: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.” (Gál.3,28).

“Dios quiere crear un nuevo pueblo en Cristo donde las personas estén reconciliadas unas con las otras por encima de las divisiones raciales [o cualquier otra]. Que no sean extraños. Que no sean extranjeros. Que no haya enemistad. Que no estén distanciados. Que sean conciudadanos de una ‘ciudad de Dios’ cristiana, un templo donde habite Dios. (…) Dios ordenó la muerte de su Hijo para reconciliar entre sí a grupos de personas extranjeras en un cuerpo en Cristo.”[2]

Cristo ha creado, al precio de su sangre, una sola comunidad con gentes de todo linaje, lengua y nación. De ahí que la misión de la Iglesia pase por afirmar que todas las diferencias “han sido trascendidas en la unidad de la familia de Dios”[3] (Stott,253). Ese anuncio solo es creíble con el ejemplo, en la medida que la Iglesia misma encarna en su práctica cotidiana los valores del Reino, a contracorriente de los anti-valores egoístas de este mundo de pecado. “Hubo una época en que la iglesia fue muy poderosa [los cristianos primitivos].  (…) En aquella época, la iglesia no era mero termómetro que medía las ideas y los principios de la opinión pública. Era más bien un termostato que transformaba las costumbres de la sociedad.”[4] La iglesia está llamada a proclamar los valores del Reino encarnándolos en su seno, ejerciendo de termostato –marcando la temperatura moral de la sociedad- y no conformándose con la humilde tarea del termómetro -reproduciendo la (gélida) temperatura ambiente.

Esa vivencia tangible de los valores del Reino por parte de la Iglesia la convierte en testimonio palpitante del poder de Dios para salvación y reconciliación en todos los seres humanos, en todos los ámbitos: “De una u otra manera en la variedad y el encuentro de personas muy diferentes dentro de su experiencia común de haber sido aceptadas por Cristo, en la convivencia mutua y la receptividad recíproca, hay un testimonio del poder de Dios para crear una nueva humanidad.”[5] Cuando la Iglesia cede a la reivindicación de lo igual, sea cual sea su forma, cuando bendice lo homogéneo como criterio de comunidad y se ampara en el pretexto de facilitar la comunicación del Evangelio, está traicionando a Cristo y renunciando a la misión que su Señor le ha encomendado: proclamar reconciliación con Dios y entre los hombres, cualesquiera sean sus características y circunstancias.

“Me pregunto si hay otra cosa que sea más urgente hoy, por el honor de Cristo y por la extensión del Evangelio, que la Iglesia sea lo que debe ser; y que se la vea así, como lo que ya es por el propósito de Dios y la obra de Cristo: una única humanidad nueva, un modelo de comunidad humana, una familia de hermanos y hermanas reconciliados que aman a su Padre y se aman unos a otros, la morada evidente de Dios por su Espíritu. Sólo entonces el mundo creerá que Cristo es el pacificador. Sólo entonces Dios recibirá la gloria debida a su nombre.”[6]

Emmanuel Buch Camí
Madrid, Octubre 2012


[1] Hermann Cohen: El prójimo. Barcelona: Editorial Anthropos, 2004.
[2] John Piper: Hermanos, no somos profesionales. Terrassa: Clie, 2010. Pg. 225.
[3] John Stott: La fe cristiana frente a los desafíos contemporáneos. Grand Rapids: Libros Desafío, 1999. Pg. 253.
[4] Martin Luther King: “Carta desde la prisión de Birmingham”.
[5] Samuel Escobar: “Las migraciones y la misión de la iglesia cristiana.” In VVAA. Las iglesias y la migración. Consejo Evangélico de Madrid, 2003. Pg. 149.         
[6] John Stott: La nueva humanidad. El mensaje de Efesios. Certeza, 1987. Pg. 108.