martes, 4 de febrero de 2014

ENCUENTROS EN LA TERCERA PLANTA. Apuntes pastorales sobre la relación de ayuda.



“Sin conocimiento no avanzamos” (Dr. Fernando Bandrés). No hay riqueza mayor que el entusiasmo. Ningún argumento lo despierta, ninguna coacción, ningún sentido del deber es suficiente para mantenerlo vivo. El entusiasmo en la relación de ayuda, en el sentido que nos ocupa en esta reflexión, viene de lo Alto. Por eso es inimitable, no puede comprarse porque no tiene precio. Pero es necesario añadir conocimiento al entusiasmo. De otro modo, su impulso bienintencionado pero desbocado puede dañar en lugar de ayudar. En el ámbito de la bioética se insiste en el principio de “no maleficencia”: ante todo, no dañar, no sumar daño al que ya sufre el doliente. La buena intención, como sabemos en todos los ámbitos de la vida, no basta. Hay que añadir conocimiento, reflexión, para que el entusiasmo encuentre la mejor manera de expresarse y producir su mejor fruto. Lo diremos con un poco de humor, recordando a aquel entrenador de fútbol desesperado con la torpeza del portero de su equipo y a quien, en un momento de rabia incontenible, le gritó: “¡No le pido que pare los balones que van adentro pero, por favor, no se meta usted los que van fuera!” Las notas que siguen pretenden aportar elementos de reflexión al entusiasmo para así seguir avanzando.


ENCUENTROS. Dios se nos revela como Dios Trino, una comunión de tres personas. No es de extrañar que al crear al ser humano, hombre y mujer, a su imagen y semejanza, nos haya creado como seres-en-relación. Decididamente: “no es bueno que el hombre esté sólo” (Gén.2,18). Desde ese enfoque personalista cristiano, la categoría que esencia las relaciones humanas y más si cabe las relaciones de ayuda es el “encuentro”, a tal punto que podemos afirmar que sólo existimos de manera plenamente humana en el encuentro. El rasgo esencial del encuentro, a su vez, es el reconocimiento del otro como “otro yo”, un “tú” que posee igual dignidad, igual valor que yo, un tú que es alguien y no algo que puedo manipular o malbaratar como un objeto. Ese otro yo, ese tú que es como yo me demanda en primer lugar y sobre todo respeto, es decir, un tipo de relación donde no tenga cabida la posesión, la dominación, o la utilización interesada por mi parte. El otro, así como lo reivindico para mí, es portador de la imagen de Dios, un fin en sí mismo nunca un medio o un instrumento para mi provecho personal en ningún sentido.

Siendo creados para la relación y el encuentro podemos definir la dinámica del existir humano no “para sí” sino “para otro”, en total apertura, de modo que la auténtica relación, más aún toda relación de ayuda, profesional o espontánea, en cualquier ámbito de necesidad en que se ofrezca (la “tercera planta” de un hospital, de una prisión, o del bloque donde uno vive), se funda en una actitud sincera de ilimitada disponibilidad, de acogida, de apertura al otro en respuesta  a su requerimiento, su demanda de favor, de gracia. Toda relación, más aún la relación de ayuda, es responsabilidad activa ante el rostro del otro que me interpela en su necesidad, su fragilidad, su vulnerabilidad. En consecuencia, todo encuentro con el otro, y sobre todo la relación de ayuda, es infinitamente más que un asunto emocional o de “buenos sentimientos”, tan intensos como volátiles; es una experiencia humana esencial portadora de honda significación moral: “heme aquí”; “sí, soy guarda de mi hermano” (Gén.4,9), y de honda significación espiritual: “La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo.” (Stg.1,27)


ENCUENTRO CON DIOS. En términos de relaciones de ayuda como cristianos, el primer encuentro no es con el otro-doliente sino con Jesús. La relación con Dios en Jesucristo no es una prolongación última de las relaciones humanas sino todo lo contrario: en su trato personal con cada uno de nosotros, Jesús nos provee el modelo, la inspiración y la gracia necesaria para toda relación de ayuda, si ha de ser ofrecida en su nombre y en semejanza a la suya. Preguntaron en una ocasión a la Madre Teresa de Calcuta por su vocación por los pobres. Ella corrigió dulcemente al periodista: “Mi vocación no son los pobres; mi vocación es Jesucristo y Él me ha puesto entre los pobres.” La vocación de todo discípulo de Jesús es Jesús mismo. Lo que hacemos, también la ayuda que podamos ofrecer, lo hacemos “de corazón, como para el Señor y no para los hombres” (Col.3,23). “Todo lo que hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él” (Col.3,17).

Lo que hacemos, también la ayuda que podamos ofrecer, lo hacemos además a imagen del modo en que Él lo hace por nosotros. Nuestro modelo para la relación de ayuda no es exactamente el Buen Samaritano (Lc.10,25-37) sino Dios mismo, el amor “ágape” con que el Padre nos trata en Jesús. Ese amor no es sentimentalismo ni meras palabras bienintencionadas; es un amor que se traduce en acción, una acción desprendida, gratuita, sacrificada, paciente, permanente. La acción por excelencia de Dios a favor nuestro se nos ofrece en la Cruz de su Hijo, entregado gratuitamente para nuestra salvación aún antes de que fuéramos conscientes de nuestra necesidad y antes de que pensáramos siquiera en agradecerlo (Rom.5,8). La vivencia personal de ese trato amoroso motiva y modela nuestros encuentros con los semejantes y toda relación de ayuda que, eso sí, sólo será posible expresar por la acción del Espíritu Santo, haciendo brotar su fruto en nosotros y en nuestras relaciones (Gál.5,22-23).

Servir a Jesús y (sólo) en su nombre servir a los semejantes libera al servidor de compromisos humanos que coartan la libertad. Servir a Jesús y (sólo) en su nombre servir a los semejantes, vacuna al servidor contra las decepciones o amarguras propias de las relaciones humanas. Las personas no siempre “merecen” la ayuda, en ocasiones son ingratos con quienes se gastan en ayudarles; si el ayudador es bien consciente de por Quién y para Quién hace las cosas en primer lugar, podrá guardar el ánimo, mantener la integridad, proteger su libertad a pesar de las exigencias de su ministerio.


ENCUENTRO CON EL OTRO, DOLIENTE. Quien sufre, por cualquier motivo, es otro como yo. No es menos que yo. En ningún sentido. Recordarlo nos guardará de la tentación de superioridad, de cierto orgullo latente que merodea en toda relación de ayuda, nos guardará de una práctica que gira alrededor del ministerio para centrarlo en la persona que sufre. Así lo advierte Norbert Elías, médico, psicólogo, filósofo y sociólogo, referido al contexto sanitario pero aplicable a todas las relaciones de ayuda: “el cuidado de los órganos de las personas se antepone a veces al cuidado de las personas mismas.”[1] Esa práctica limitada supone una merma en el desarrollo vocacional del ayudador y en la atención que el doliente necesita.

Reconocer y ayudar al otro con respeto transforma cualquier forma mezquina de limosneo en auténtica compasión (del latín cumpassio, traducción del vocablo griego sympathia), que significa “sufrir juntos”: un compromiso práctico por aliviar el sufrimiento del otro cuyo rostro nos demanda ayuda, a diferencia del que se quiere proteger en su egoísmo mirando hacia otro lado. La parábola del Buen Samaritano ilustra la compasión como un proceso de reconocimiento del sufriente, de responsabilidad por él y no sólo por su necesidad específica, y de acompañamiento.[2]

La más elemental muestra de respeto por el semejante y también el modelo compasivo de Jesús nos exige respetar su dolor. Eso significa no banalizarlo, no quitarle importancia como si pudiera así aliviarse la angustia, no compararlo con el dolor de otros, no invocar versículos bíblicos como píldoras analgésicas, no ofrecer oraciones como ungüentos mágicos. Esa obsesión por el alivio instantáneo es una ofensa al otro en su necesidad, una herida a quien nos reclama sobre todo: “respeta mi dolor”. Ofrecer “curas” fáciles a los difíciles dolores del ser humano no sólo es muestra de ignorancia de la condición humana y de las verdades divinas. A menudo oculta también la pereza vergonzante del presunto ayudador. Así como el asalariado huye cuando el lobo amenaza las ovejas, el falso ayudador cede a la tentación de lo fácil: buenas palabras, promesas huecas, y un hasta luego. Pretende algo imposible: aliviar la herida sin implicarse con el herido, cortar la hemorragia sin que le salpique la sangre, curar sin que le cueste nada. Cuando el dolor del otro se hace agudo, mira alrededor buscando una salida de emergencia, algo o alguien a quien trasladarle la responsabilidad como el médico protagonista de esta triste anécdota:

-        Doctor, ¿por qué estoy enfermo?
-        Padece una insuficiencia mitral.
-        Sí, ¿pero por qué yo?
-        Espere, que voy a llamar al sacerdote.[3]

 Al contrario de esas malas prácticas, ayudar significa nada más y nada menos que “saber estar”: comprometerse con el doliente, acompañarle, decirle: “me quedo contigo”. “El principio y el final de toda compasión es dar la vida por el tú. (…) ¿Quién puede salvar a un niño de una casa en llamas sin ponerse en peligro de ser abrasado por ellas? ¿Quién escuchar una historia de soledad y desesperación sin arriesgarse a experimentar penas semejantes en su propio corazón? Falsa ilusión es aquella que piensa que alguien puede ser sacado del desierto por quien nunca estuvo en él.”[4] El ayudador no puede cargar el quebranto del otro pero sí puede condolerse, sentirlo como propio y al compartir el sentir dolido, aliviarlo en el otro. Dicho en palabras concretas: “No sé qué decir, no sé qué puedo hacer, … pero aquí está mi teléfono, cuenta conmigo”[5].

La dignidad del doliente y el respeto que merece exige no convertir la ayuda en instrumento interesado, ni aún para buscar su conversión espiritual. Si se ayuda en nombre de Jesús, la ayuda sólo puede ser intencionalmente manifestación de amor servicial. El amor con que Dios nos ama es enteramente gratuito, nos amó “cuando aún éramos pecadores”. Los cristianos anhelamos que todo doliente conozca al único verdadero Sanador pero le ayudamos gratuitamente, sin demandar nada a cambio, ni aún la identificación con Quien nos impulsa a la ayuda. Si no es así, el doliente lo percibirá, se sentirá engañado, estafado, defraudado. Si algo podemos decirle al otro es esto: “Sólo en el nombre de mi Señor, te sirvo; sólo te sirvo por amor”.

Por cierto, la relación de ayuda integral al doliente incluye a sus otros “tú”, sus estimados, sus cercanos afectivamente, que participan de su dolor, se conduelen con él porque le aman pero, además, pelean con un dolor añadido, propio, menos visible pero igualmente terrible. “Tengo el alma sofocada de arena, la tristeza es un desierto estéril. No sé rezar, no logro hilar dos pensamientos, (….) Estoy en un callejón ciego, no hay puertas a la esperanza y no sé qué hacer con tanto miedo. (…) Soy una balsa sin rumbo navegando en un mar de pena.”[6] “No es que yo corra demasiado peligro de dejar de creer en Dios, o por lo menos no me lo parece. El verdadero peligro está en empezar a pensar tan horriblemente mal de Él.”[7] Descuidar a los que se duelen con el doliente es no cuidar a éste del todo.

           
ENCUENTRO CON UNO MISMO ANTE EL ROSTRO DEL OTRO. Ninguna Universidad me ha enseñado tanto como los dolientes que me han concedido el honor de dejarme estar a su lado, siendo testigo de su encuentro con el dolor. He visto de  cerca la angustia, la desesperación y la rabia pero también he conocido en dosis elevadas la dignidad en el sufrimiento, la generosidad  para con otros por encima del dolor propio (cómo olvidar a aquel matrimonio anciano, enfermos terminales de cáncer ambos, ingresados en distintas plantas del mismo hospital, ocultándose mutuamente la gravedad de sus dolencias para no preocupar al otro), la esperanza aún ante la muerte.

La primera pregunta que me hago después de una cita con algún doliente, cualquiera sea la causa de su herida, es: “¿Qué haría yo si estuviera en su lugar?” “¿Cómo reaccionaría, cómo soportaría?” Hago mía la respuesta de C.S. Lewis acerca de su propia actitud sobre el dolor mientras escribía del tema: “No tienen necesidad de hacer conjeturas puesto que yo mismo se lo voy a decir: soy un cobarde.”[8] No puede ser de otro modo. Si el ayudador tuviera que ser una persona superior a los demás, inasequible a las debilidades humanas de sus semejantes, no sería humano, su ayuda sería irrelevante por falta de sympathia. Jesús hombre, el Hijo del Hombre, se identificó con nuestra condición, con nuestras debilidades, las hizo suyas, las experimentó todas. Del mismo modo, la  verdadera relación de ayuda sólo puede ofrecerla un “sanador herido”, la persona que se ofrece al quebrantado desde su misma vulnerabilidad no disimulada, sin ocultar sus mismos temores[9], que aprende a ver el sufrimiento del otro a la luz del suyo propio y ambos “surgiendo del fondo de la condición humana que todos compartimos”.[10]

La cercanía al otro en su dolor nos invita a desprendernos de una visión mezquinamente egoísta de la existencia, encorvados sobre nosotros mismos; nos anima a relativizar nuestras propias quejas, olvidar la necia creencia de que el universo gira alrededor de nuestro pequeño ombligo. El noble ejemplo de tantos sufrientes es más fecundo que muchos sermones pronunciados en cualquier púlpito, se convierte en la mejor formación para la vida que podamos recibir, la enseñanza más lúcida acerca de su verdadero carácter y de cómo manejarnos en ella, entre sus gozos y sus sombras. Se dice, y se dice con verdad, que no hay bendición que se pueda ofrecer en la relación de ayuda comparable a las bendiciones que el ayudador recibe del doliente a quien acompaña. Enfermos, presos, emigrantes … nos hacéis mejores, nuestra deuda con vosotros es infinita. Gracias.


Conferencia presentada en la Jornada de Capellanes Evangélicos. Madrid, 18 de Enero de 2.014 

 

[1] Norbert Elías: La soledad de los moribundos. México: Fondo de Cultura Económica, 1987. Pgs. 111.
[2] Emmanuel Buch: “Compasión. Del yo enclaustrado al nosotros condoliente y compasivo”. Blog ALENAR. http://www.emmanuelbuch.blogspot.com.es/2012/03/compasion-del-yo-enclaustrado-al.html
[3] Bert Keizer: Danzando con la muerte. Memorias de un médico. Barcelona: Editorial Herder. Pg. 5.
[4] Carlos Díaz: Del Hay al Doy. Salamanca: Editorial San Esteban, 2013
[5] Esas palabras no son imaginarias o imposibles, reproducen las que muchas veces he oído pronunciar al buen médico y hombre bueno Fernando Bandrés Moya, acompañadas de un hacer coherente con ellas.
[6] Isabel Allende. Paula. Barcelona: DEBOLSILLO, 2007. Pg. 18, 216, 355.
[7] C.S. Lewis: Una pena observada. Madrid: Trieste, 1988. Pg. 11
[8] C.S. Lewis: El problema del dolor. Miami: Editorial Caribe, 1977. Pg. 103.
[9] “Observo al médico con la misma diligencia que él a la enfermedad. Percibo que tiene miedo, y me atemorizo con él; le doy alcance, lo excedo en su miedo, y voy más rápido, porque él va con paso mesurado. Siento más temor porque él disfraza su miedo, y lo veo con más perspicacia porque él no quiere que yo lo vea.” John Donne: Paradojas y devociones. Valladolid: cuatro.ediciones, 1997. Pg. 55.
[10] Henri J.M. Nouwen: El sanador herido. Madrid: PPC, 2004. Pg. 107.

viernes, 13 de diciembre de 2013

MANUALES DE AUTOAYUDA: ¿MASTURBACIÓN EN CHÁNDAL?



Existe en mi opinión una forma de concebir la autoayuda, omnipresente en librerías de aeropuerto y comercios del ramo, que puede definirse como un ejercicio de masturbación en chándal.


1. Decía Woody Allen en su buena época que masturbarse le parecía una práctica respetable porque supone proporcionar placer a alguien a quien se ama mucho, a uno mismo. Me recuerda al protagonista despechado de una película que recriminaba a la novia que le había abandonado: “Te quiero mucho y sé que tú sientes lo mismo: tú también te quieres mucho”. Esto nos pasa, que nos queremos mucho, cada uno a sí mismo; por eso la autoayuda se entiende a menudo como una práctica onanista, un volverse sobre uno mismo para mirarse el ombligo o un poco más abajo, pretendiendo salir del pozo de las crisis tirándose hacia arriba de la coleta, como hacía el barón Münchhausen. Este es su mayor error y la razón de su fracaso: pretende que cada persona crezca de espaldas a las demás personas cuando en realidad sólo podemos ser plenamente personas si somos en relación, entre personas; cualquier vía de humanización personal que ignore al otro nos despersonaliza, nos deshumaniza.

Esa concepción mezquina de la autoayuda es una reedición postmoderna del viejo: “sálvese quien pueda” - y como pueda, cabría añadir. Su himno podría ser algo así como: “masturbémonos todos, en la lucha final”, porque parte del individuo mismo, apunta a sí mismo como meta y aspira a recorrer el camino por uno mismo. La autoayuda así entendida es puro reflejo del individualismo agresivo de nuestro tiempo. Si no fuera además tan inculto se diría heredero del viejo anarquismo individualista de Stirner en El Único y su propiedad (1845): “¡Cada uno es para sí mismo el prójimo! (…); mi prójimo, como todos los demás seres, es un objeto por el cual tengo o no tengo simpatía, un objeto que me interesa o que no me interesa, que puedo o no puedo utilizar.” No vivimos en la era de Acuario sino en la era de Narciso, encantado de conocerse, enamorado de sí mismo al punto de morir ahogado por embelesamiento. Narciso ha devaluado la ética en estética y ésta en dietética, ocupado en su propio bienestar a falta de mejor objeto al que dedicarse.[1] ¡”Ciencia del bienestar”, llaman algunos a la autoayuda! Semejante fascinación por uno mismo sólo puede producir un menosprecio del otro, reducido a instrumento en forzado favor del yo, cuando no percibido directamente como estorbo: “El infierno son los otros” (Jean-Paul Sartre).

Esa autoayuda egoísta ignora, repetimos, que sólo nos descubrimos a nosotros mismos en el encuentro con los otros, que el yo existe solamente en el “entre” de la relación yo-tú, que sólo la apertura al tú posibilita el reconocimiento del yo. No hay autoayuda sin apertura al tú y no hay crecimiento personal sin encuentro con el tú. El narcisismo empeñado en reducir al otro a cosa, un “ello” con precio pero sin valor, ignora que al privarse de un tú, él mismo se cosifica, aborta su crecimiento como persona, a merced de un espíritu pequeño-burgués que produce personas débiles y sociedades enfermas en las que todos “se piden” el papel de víctimas porque no quieren ser responsables de nada[2]. No es de extrañar que hasta el concepto de “resiliencia”[3] resulte extraño en nuestros días, como incómodos sus parientes menores: resistencia o valentía. Ser “hombre maduro”[4] (Romano Guardini), es decir, resistir las dificultades, superarlas creciendo personalmente en medio de las crisis se antoja un imposible para Narciso, cuyo único esfuerzo aceptado son los ejercicios del gimnasio. La auténtica resiliencia, “convertir el sufrimiento en una fuente de riqueza para su vida y para los otros”[5], es una propuesta tan incomprensible para los oídos de Narciso como sería pedirle a Paris Hilton que renunciara dos horas a su tarjeta de crédito.


2. La modalidad de autoayuda que criticamos semeja un ejercicio de masturbación “en chándal” porque se inspira en una antropología de andar por casa, con muy pobre andamiaje teórico y con una mirada “de tejas abajo” de espaldas a la trascendencia. Se nutre de tópicos de la wikipedia, no aspira a transformar el mundo sino a protegerse de él, cerrado al tú. Cualquier antología del refranero popular tiene más solidez reflexiva que algunos libros de éxito sobre autoayuda; somos herederos de una larga tradición de reflexiones morales (baste recordar los aforismos estoicos de Séneca o Marco Aurelio) pero muchos se dejan hoy deslumbrar por frasecitas ingeniosas, pálidos reflejo de aquellos.

Esa autoayuda de moda se cierra a la espiritualidad, la trascendencia o, peor aún, la reduce a un encuentro virtual con echadores de cartas frente al televisor, con un bastoncito de incienso quemando al lado. Ya lo advirtió Georges Bernanos: “un sacerdote menos, mil pitonisas más”. La apertura a la trascendencia, cuando se contempla, se reduce a un ejercicio individualista a la búsqueda de sensaciones esotéricas cuando no sexotéricas, habida cuenta del programa de algunas escuelas de “espiritualidad alternativa”.

A ese debilitamiento del espíritu oponemos una propuesta de plenificación del yo por medio del encuentro con el tú, y todos abiertos al Tú cuyo ejemplo de apertura dadivosa en Jesús de Nazaret inspira el mejor modelo para el desarrollo humano y lo hace posible. No hay autoayuda más saludable que la apertura y el encuentro con este Tú, a cuya imagen y semejanza fuimos creados. Él es “el verdadero Tú de mi verdadero yo” (Ferdinand Ebner). Esa es la propuesta del personalismo comunitario de raíz cristiana: una relación personal con Dios, una relación cálida sostenida por Su amor gratuito en Jesús de Nazaret y, desde Él, con nuestros semejantes; una relación que se expresa en la fórmula: “soy amado, luego existo”[6].


Presentación del libro “La personalidad resiliente”, de Lidia Martín. Madrid, 10 de Diciembre de 2013.




[1] Carlos Díaz: De ilustrados a Narcisos. Madrid: PPC, 2013.
[2] Lidia Martín: La personalidad resiliente. Madrid: Editorial Síntesis, 2013. Pg. 109.
[3] “El término ‘resiliencia’ se refiere en ingeniería a la capacidad de un material para volver a alcanzar su forma inicial después de soportar una presión que lo deforme y por analogía se extiende a la capacidad de una persona o grupo para volver a su estado previo a pesar de las dificultades vividas, e incluso tras [sic] salir fortalecido por la superación de la prueba.” Carlos Díaz: Valores y logoterapia. México: La Impresora, 2013. Pg. 133.
[4] “Comprende que en la vida no existe lo inmediatamente infinito, que hay límites por doquier, que en todo hay un final, que las insuficiencias son generales. La verdadera ‘infinitud’ no reside en lo cuantitativo, sino en la entrega, en la autosuperación por un propósito absoluto: una cosa, la persona amada, una idea. Asume que tampoco existe la originalidad siempre nueva, sino que en el entorno inmediato todo se gasta, que el frescor que busca tiene que estar en otra parte, en una trascendencia. Si esto sucede, entonces comienza la figura vital del ‘hombre maduro’, que asume los límites, insuficiencias y miseria de la existencia. Pero eso no significa que qdé por bueno lo malo, ruin e inauténtico; que retoque y maquille el inmenso desorden de la existencia, el sufrimiento, la falta de salidas; que dé por rico lo mísero; por auténtica la apariencia, y por plenitud lo vacío. Todo esto se conoce y se asume en el sentido de que es así y de que hay que arreglarse con ello. Tampoco abandona el trabajo, sino que lo continúa cumpliendo con las obligaciones que ha asumido, con las exigencias que le plantean la familia, la profesión, la comunidad. Y lo hace con fidelidad y exactitud, como antes, a pesar de todos los fracasos, porque el sentido de su vida está en él mismo. Aporta su esfuerzo para poner orden y ayudar una y otra vez, porque él sabe que, aunque el hombre hace constantemente cosas aparentemente inútiles, se dan en él impulsos no controlables en cada caso concreto, que mantienen la existencia humana tan profundamente amenazada. En esta actitud hay una gran disciplina y renuncia. Un coraje, que no tiene tanto de osadía como de determinación. Y además, el importante elemento de la fidelidad y la paciencia con la vida. Se completa aquí lo que se llama carácter. Es a esta clase de personas a las que se confía la existencia. Precisamente porque ya no tienen la ilusión del gran éxito, del triunfo deslumbrante, pero sí la fuerza de la resistencia; son capaces de realizar lo que tiene vigencia y perduración. De esta naturaleza debería ser, especialmente, el verdadero político, el médico, el trabajador social o el educador en todas sus formas. Es el hombre soberano, capaz de dar garantía. Y tanto la suerte humana como la cultural de una época podría valorarse por la cantidad de personas de esta clase que se dan en ella, y por el influjo que tienen en la misma.” Romano Guardini: Ética. Madrid: B.A.C., 2006. In Carlos Díaz: Valores y logoterapia. Op. Cit. Pgs. 169-170.
[5] Lidia Martín: La personalidad resiliente. Op. Cit. Pg. 13.
[6] Carlos Díaz. Soy amado, luego existo. 4 volúmenes. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1999-2000.

viernes, 29 de noviembre de 2013

DIAKONIA "TRIFÁSICA"



1. DIAKONÍA DEVALUADA. Decía el poeta Gabriel Celaya que la poesía, la palabra, es un arma cargada de futuro. Pero también se dice que las armas las carga el diablo. Lo cierto es que las palabras no son inocentes. Quienes las nombran y definen aún menos. Un ejemplo doloroso es la manipulación que ha sufrido el concepto de “diakonía” a manos de perezosos morales, profetas de la mínima ética mínima que gobierna este tiempo, en un proceso devaluador de su significado e implicaciones.

Diakonía como “materialización del amor”[1], es respuesta necesaria a la conciencia de responsabilidad mutua entre los seres humanos. Esa responsabilidad de todo ser humano hacia sus semejantes estaba recogida en la vieja reivindicación de la revolución francesa, al grito de “libertad, igualdad, fraternidad”. Aquella fraternidad reivindicada resultaba de saberse miembros de un mismo linaje humano, por encima de cualquier diferencia. En los años revolucionarios, junto con La Marsellesa, las multitudes cantaban la Oda a la Alegría de Schiller publicada en 1786, que sirvió de base a Beethoven pocos años después para componer su Novena Sinfonía, expresando el sueño de fraternidad entre todos los seres humanos: “¡Abrazaos, Millones de seres! / Que ese beso alcance al mundo entero! / ¡Hermanos!, sobre la bóveda estrellada / habita un Padre amoroso.”

Esa fraternidad consciente genera responsabilidad, que es disponibilidad ilimitada. Pero imperceptiblemente se ha producido el hurto de aquel anhelo, devaluando su exigencia como mera “solidaridad”. Así, la recia responsabilidad mutua entre quienes se reconocen como hermanos queda reducida a una difusa invitación a no se sabe qué ni sobre todo hasta dónde. Consecuencia de ese gesto trilero, descendiendo un peldaño más en la apología del bostezo moral, el concepto y el modelo del viejo militante ha sido sustituido por el de voluntario, un concepto difuso, confuso e inconcluso que le queda muy estrecho a corazones militantes de voluntad enamorada de la causa del semejante y demasiado grande a otros, dispuestos a dar de su dinero o su tiempo pero no a darse a sí mismos, siendo la suya una diakonía mediocre que no se complica porque no implica el corazón. Las consecuencias de semejante “descendimiento” se suceden a diario: estos días una prestigiosa entidad que hace de la “cáritas” el eje de su acción, en esta apología del mínimo esfuerzo, ha lanzado una campaña a la búsqueda de voluntarios sin voluntad al grito de: “… porque ayudar no cuesta nada”. De aquellos polvos, estos lodos: la fraternidad se diluye en vaga solidaridad, cada vez más vaga, que alumbra en un parto sin dolor un sucedáneo de responsabilidad, eso sí, clara como el agua: incolora, inodora y, sobre todo, insípida.


2. DIAKONÍA FUERTE. El cristianismo tiene una concepción muy distinta de la diakonía, de la responsabilidad fraterna de todo ser humano con sus semejantes, Concibe la diakonía como un compromiso absoluto por el otro cuyo rostro nos reclama, que se traduce en una disponibilidad ilimitada, y que nace de la propia condición humana, puestos que todos hemos sido creados a “imagen y semejanza” de Dios (Génesis 1,26). Ese igual origen funda nuestra igual dignidad y, por razón de tal origen fraterno, nuestra mutua responsabilidad. La pregunta de Dios a Caín: “¿Dónde está Abel tu hermano?” (Génesis 4,9a) nos alcanza a todos y nos hace responsables de todos. El apóstol Pablo anunció en la elitista Atenas que Dios “de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres” (Hechos 17,26). Mucho antes Job advirtió las consecuencias morales de esa dignidad igual: “Si hubiera tenido en poco el derecho de mi siervo y de mi sierva, cuando ellos contendían conmigo, ¿qué haría yo cuando Dios se levantase? Y cuando él preguntara, ¿qué le respondería yo? El que en el vientre me hizo a mí, ¿no lo hizo a él? ¿Y no nos dispuso uno mismo en la matriz?” (31,13-15). Sólo un corazón endurecido, deshumanizado, puede responder a Dios como lo hizo Caín: “No sé. ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” (Génesis 5,9b).

Merece la pena recordar que la noción de prójimo, exigente moralmente sin excepciones, es fruto de la Ley del Antiguo Testamento, mientras que la Grecia clásica, tan orgullosa de sí misma, sólo dio a luz al  “ciudadano”, un concepto restrictivo que excluía a mujeres, siervos o extranjeros. El Evangelio de Jesucristo convierte la diakonía, expresión práctica de la fraternidad responsable, en una cuestión de intenciones interiores además de acciones exteriores. Por eso no se deja reducir a una mero asunto de cómo, cuándo o cuánto dar sino de cómo darse, en un reflejo del modo en que Dios mismo se nos da a todos en Jesucristo, gratuita y completamente, a impulsos de una voluntad enamorada cuya única expectativa de recompensa es el hecho mismo de saber, querer y poder amar. Así cuando el apóstol Pablo celebra la generosidad de los cristianos de Macedonia a favor de los cristianos de Jerusalén en tiempo de necesidad, aprecia que a pesar de su pobreza dieran “conforme a sus fuerzas, y aun más allá de sus fuerzas” (2ªCor.8,3) pero destaca sobre todo que se dieran primeramente a sí mismos (v.5).

Ese dar-se diakónico de los cristianos se manifiesta en varios niveles, al menos tres. El primero es el de la acción práctica ante las necesidades específicas, un “tocar pobre” de rostro y nombre concretos; el asistencialismo puede no ser suficiente pero es un primer paso necesario que, a su vez, desenmascara a quienes miran la realidad mísera de los otros desde la lejanía aséptica de sus escritorios. El segundo nivel tiene que ver con el análisis, la denuncia y transformación de las estructuras sociales que causan los males concretos; la sucesión de rostros dolientes que parece nunca acabar obliga a preguntarse por qué son tantos, por qué sucede así y cómo se podría evitar. Existe todavía otro nivel, el más propio del Evangelio de Jesucristo, más radical, que pasa por el anuncio de la miseria de la condición humana a espaldas de su Creador, del ser humano rebelde a Dios como un ser-en-pecado que se expresa con actos, hábitos y caracteres marcados por el mal; un anuncio que no es sólo denuncia sino canción porque celebra “la buena voluntad de Dios para con los hombres” (Lucas 2,14). La responsabilidad fraterno-social del cristiano sólo se ejerce de manera integral cuando es también anuncio encarnado de la voluntad benefactora de Dios en Jesucristo en quien desea reconciliar consigo al mundo (2ª Corintios 5,19), recrear a cada persona (2ª Corintios 5,17), restaurar a la humanidad, a toda la creación.


3. UN EJEMPLO. Martin Luther King y su esposa Coretta son un ejemplo notable de esta concepción de la responsabilidad diakónica cristiana. Conocida es su militancia a favor de los derechos civiles de los negros estadounidenses en las décadas de los cincuenta y sesenta del pasado siglo en Estados Unidos. Es menos conocida la raíz cristiana evangélica de su militancia voluntarista o voluntariado militante.

Él era pastor evangélico, como su padre y su abuelo materno. Ella era maestra. Se conocieron en Boston (Massachusetts) donde ambos se habían trasladado para continuar sus estudios. Allí Martin Luther King se doctoró en Filosofía y en Teología Sistemática; Coretta realizó estudios universitarios de Música. Pudieron establecerse en los cómodos Estados del norte, en un ambiente muy diferente al clima social asfixiante del Sur, ya que Martin Luther King recibió ofertas de varias universidades e iglesias. Sin embargo eligieron regresar al Sur e involucrarse activamente enfrentando de manera pacífica una injusticia concreta: la segregación de los negros por causa del color de su piel. “Cualquier religión que se preocupe por los hombres  y deje de preocuparse  por las condiciones sociales  que corrompen y  las condiciones económicas  que paralizan el alma, es una religión inactiva,  falta de sangre.”[2]

En muy pocos años, Martin Luther King fue consciente que el problema que aquejaba a su país era más hondo que la falta de derechos civiles: aquella injusticia era fruto de un sistema social y económico radicalmente injusto. Para Luther King el verdadero problema era el sistema en su conjunto y en esa dirección fue dirigiendo su acción. “Estamos llamados a desempeñar el papel del Buen Samaritano, pero esto sólo será el comienzo, porque el camino de Jericó ha de ser transformado, quedando limpio de bandidos, para que ni los hombres, ni las mujeres, ni los niños vuelvan a ser robados y golpeados como lo fueron en épocas pasadas. La verdadera compasión consiste en algo más que en arrojarle una moneda al mendigo. Una sociedad que produce mendigos es indudable que necesita ser restaurada.”[3] Como era de suponer, pronto dejaron de llamarle “Gandhi negro” para insultarle como “pastor rojo”. Sus críticas siguieron creciendo en calado, denunciando la guerra de Vietnam a la que veía como “un enemigo del pobre”[4], y denunciando un capitalismo que producía discriminación en el Sur pero también ghettos en los estados del Norte (ya en 1968 afirmaba: “esta no es una guerra de razas, es ya una guerra de clases”[5]). Su denuncia se focalizó en la estructura social antihumana que flagelaba a su país: “Si las ramas ejecutivas y legislativas estuvieran interesadas en la protección de los derechos de los ciudadanos de toda la nación, … la transición de una sociedad segregada a una integrada estaría más adelantada de lo que está hoy. … La escasez de dirigentes positivos en Washington no se limita a un solo partido político. Los dos principales partidos se han quedado atrás en el servicio de la justicia.”[6]

Otras personas y movimientos compartían con Martin Luther King sus análisis y prácticas en estos dos niveles. Pero sus denuncias  y acciones estabas impregnadas de la conciencia de un tercer nivel de conflicto aún más profundo: un nivel espiritual, un anhelo de trascendencia que sin ser atendido condena al ser humano a la impotencia. Para Martin Luther King, la causa última de todas las ruinas humanas personales y sociales está en nuestra separación rebelde de Dios. Por eso, al tiempo que se daba por entero en los dos niveles citados más arriba, insistía en este tercer plano esencial: “Quisiera instaros para que concedieseis prioridad a la búsqueda de Dios. (…) Sin Dios todos nuestros esfuerzos se vuelven ceniza, y nuestros amaneceres noches oscuras. Sin Él, la vida es un drama absurdo en el que faltan las escenas decisivas. Pero, con Él, podemos levantarnos por encima de valles agitados hacia alturas sublimes de paz interior y encontrar radiantes estrellas de esperanza en las profundidades de las noches más deprimentes de la vida. Como muy bien dice San Agustín: ‘Nos habéis creado para Vos, y nuestro corazón no descansará hasta que repose en Vos.’ (…) ¿Dónde se encuentra este Dios? ¿En un tubo de ensayo? No. ¿Dónde, si no en Jesucristo, Señor de nuestras vidas? Conociéndole a él, conocemos a Dios. (…) Si debemos saber cómo es Dios y entender sus designios respecto a la humanidad, debemos volvernos hacia Cristo. Abandonándonos totalmente a Cristo y a su hacer,  participaremos en un maravilloso acto de fe que nos conducirá al verdadero conocimiento de Dios.”[7]

Del equilibrio de Martin Luther King en los distintos niveles de análisis y acción comprometida da cuenta este párrafo de uno de sus sermones, pronunciado pocos meses antes de ser asesinado y que fue reproducido en una cinta magnetofónica en su funeral: “Si puedo ayudar a alguien durante mi paso por la vida, si puedo alentar a alguien con una palabra o una canción, si puedo mostrar a alguien que está siguiendo un camino equivocado, entonces mi vida no habrá sido en vano. Si puedo cumplir con mi deber como debe hacerlo un cristiano, si puedo traer salvación a un mundo descarriado, si puedo difundir el mensaje enseñado por el maestro, entonces mi vida no habría sido en vano.”[8]


Sólo la ignorancia o los prejuicios impiden reconocer a la luz de la práctica diakónica cristiana que la fe en Jesús no paraliza a sus discípulos ante la vida y menos sus injusticias, que no adormece sus conciencias, que no les vuelve insolidariamente de espaldas al mundo. Al contrario, no existe fuerza transformadora tan poderosa como la que nace del Evangelio del crucificado, Señor hoy de su Iglesia y al final de los tiempos del Universo entero, cuando “… juzgará con justicia a los pobres, y argüirá con equidad por los mansos de la tierra; y herirá la tierra con la vara de su boca, y con el espíritu de sus labios matará al impío. Y será la justicia cinto de sus lomos, y la fidelidad ceñidor de su cintura. Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías se echarán juntas; y el león como el buey comerá paja. Y el niño de pecho jugará sobre la cueva del áspid, y el recién destetado extenderá su mano sobre la caverna de la víbora. No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte; porque la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar.” (Isaías 11,4-9)


Conferencia pronunciada en la Gala de Premios DIACONIA al voluntariado social 2013. Madrid, 28 de Noviembre de 2013.


[1] Según DIACONIA ESPAÑA, Diakonia es: “Compromiso Social, entendido como la expresión visible de la fe cristiana y  materialización del amor a Dios y al prójimo.”
[2]Luther King, Martin: La fuerza de amar. Barcelona: Aymá Editora, 1965. Pg. 102.
[3] Luther King, Martin: A dónde vamos: ¿caos o comunidad? Barcelona: Aymá Editora, 1967. Pgs. 196-197
[4] Luther King, Martin: El clarín de la conciencia. Barcelona: Aymá Editora, 1968. Pg. 45.
[5] King, Coretta S.: Mi vida con Martin Luther King. Barcelona: Plaza & Janés, 1970. Pg. 417.
[6] Luther King, Martin: Los viajeros de la libertad. Barcelona: Editorial Fontanella, 1963. Pg. 237.
[7] Luther King, Martin: La fuerza de amar. Op. Cit. Pgs. 87-89.
[8] King, Coretta S.: Mi vida con Martin Luther King. Op. Cit. Pg. 460.