sábado, 16 de noviembre de 2019

POR RESPETO A MÍ MISMO


1. “RESPETO”. La etimología de la palabra “respeto” es muy sugerente: el latín “respectus” deriva del verbo “respicere”, que significa re-mirar, mirar atentamente. “Respicere” tiene la misma raíz que “spectare”: ver, mirar, contemplar. El respeto, pues, como mirada atenta: “es una actitud ética que nos vincula directamente con las cosas, con el mundo.”[1] La palabra “miramiento” puede servir como fiel sinónimo de respeto. En cambio, “apartar la mirada”, la “indiferencia” en el mirar es su antítesis.


2. RESPETO EN LA BIBLIA. Desde su primera página, la Biblia demanda respeto de cada ser humano hacia todos sus semejantes sin excepción puesto que todos son “icono de Dios” (Gén.1,26-27). Y porque Dios a todos respeta: “Dios no hace acepción de personas” (Deut.10,17; Hch.10,34; Rom.2,11; Gál.2,6; Ef.6,9; cfr. Job 31,13-15; 34,19). Emmanuel Lévinas, filósofo judío de raíz bíblica, ha construido una ética alrededor de la figura del rostro del otro, del respeto que merece y de la responsabilidad que ese rostro reclama de mí. El respeto no es una actitud pasiva sino que como virtud va acompañada siempre de una respuesta activa, un responder responsablemente en favor del otro. Y tanto más cuanto más frágil sea el rostro del semejante delante de mí, más respeto aún por los últimos de la fila, los desahuciados de la sociedad que son “lugar teológico”. El llamado exigente de Jesús a la práctica del respeto por parte de sus discípulos hacia todos y en particular a los invisibles, a los más ignorados, lo resume esta declaración de Mª Jesús, una hermanita de la familia de Foucauld: “se trata de vivir en Nazaret, en los círculos de donde parece que no puede salir nada bueno, nada valioso, nada digno; pero Jesús es Jesús de/en Nazaret”.


3. AL RESPETO, POR EL TESTIMONIO. Por supuesto, respeto o responsabilidad son valores invocados en nuestros días por eruditos de toda condición e invocados en foros de todo color político. Pero demasiado a menudo, esos valores son enunciados por “dialólogos” en jornadas, congresos, cumbres y deslumbres que, pese a toda su retórica, apenas son diálogos verborreicos de salón que a lo más mueven bolsillos pero no conmueven conciencias ni, menos aún, voluntades ni conductas.

Necesitamos reivindicar el valor del respeto, esencial para la convivencia en una sociedad plural como la nuestra, pero por encima de todo necesitamos referentes, modelos, voluntades comprometidas con la práctica de ese valor. La medida de respeto que los cristianos puedan aportar a la sociedad viene determinada, no por la fidelidad creída sino por la fidelidad vivida a este valor, como a los demás valores del reino de Dios.  Si en alguna forma podremos hablar de relevancia de la ética cristiana será por su medida encarnacional: “No hay revelación conocible fuera de la vida y el testimonio de quienes la transmiten. Lo que testimonia quién es Dios y el sentido de la revelación es la vida de los cristianos.”[2]. Porque el cristiano no se define meramente por lo que cree sino por cómo vive aquello que cree; no meramente por los dogmas en los que se asienta sino en los valores con los que camina.


4. AL RESPETO, POR RESPETO A JESÚS. La aportación de los cristianos en la promoción del respeto sólo vendrá por la incorporación de este valor a su vida cotidiana modelando así, junto a otros valores del reino de Dios, un estilo de vida alternativo que, por respeto, no se impone sino que se propone a los demás desde la sola autoridad (“auctoritas”: promover, hacer progresar; no “potestas”: poder, dominio) de la práctica vital, de un respeto responsable hacia nuestros semejantes, sin exclusión alguna.

Gerhard Lofink, al hablar de la comunidad de los cristianos que viven según los valores del reino de Dios, define la “paroikia” en términos de “sociedad de contraste”[3]. Sólo entonces la comunidad de los discípulos de Jesús se ofrece visiblemente como sal de la tierra, luz del mundo, ciudad en lo alto de la montaña (Mt.5,13-16), como fermento pacífico y paciente de los valores del reino.

Si respeto es responder activa y responsablemente en favor del otro al modo del buen samaritano de la parábola (Lc.10,25-37), bien podemos decir que el vivir cristiano sólo puede ser un des-vivirse por el semejante, según el modelo de Jesús: “Vé, y haz tú lo mismo” (Lc.10,37)

Si el llamado de Jesús a todos y cada uno de sus discípulos es “Sígueme” (Jn.21,19), bien podemos decir que el cristiano vive el respeto a sus semejantes por respeto a Jesús, su señor y maestro.


5. AL RESPETO, POR RESPETO A MÍ MISMO. A los cristianos se nos hace urgente la denuncia pero sobre todo la renuncia a un cristianismo aburguesado, inocuo, de efecto placebo, adormecedor de conciencias, que aparta con indiferencia su mirada del prójimo o la vuelve con desprecio sobre los diferentes. Contra esos “cristianos domingueros” advirtió Kierkegaard en el siglo XIX: “la tontería en la que vivimos como si fuera ser cristiano no es en absoluto lo que Cristo y el Nuevo Testamento entienden por ser cristiano. (…) creer es aventurarse tan decisivamente como sea posible para un hombre, rompiendo con todo lo que él naturalmente ama, para salvar su vida, rompiendo con aquello en lo que naturalmente tiene su vida.”[4] Contra ese cristianismo anticristiano advirtieron en el siglo XX el protestante Jacques Ellul ya citado, o el católico Emmanuel Mounier: “Amplios sectores del mundo cristiano están hoy conquistados por un paganismo del espíritu”[5], amigos ambos de un socialismo de aroma libertario. Contra ese cristianismo irrespetuoso por indiferente al prójimo sigue advirtiendo hoy el filósofo Carlos Díaz, reclamando una razón y una ética uto-profética radicalmente cristiana: “una razón cálida (razón que no excluye calidez, calidez que no deja fuera la razón), esto es, profética, desenmascaradora, disensuadora, y si es menester que cierre sus oídos a los cantos de sirena que intentan arrastrar a la tripulación de Ulises al fondo del abismo donde se les convertirá en Cerdos del rebaño de Epicuro. Tal es la tarea de hoy: la construcción desde el rostro del otro [de una Crítica de la Razón Profética.”[6]

En base al seguimiento comprometido de Jesús por el que sus discípulos nos hemos decidido, bien podemos decir igualmente que la vivencia práctica del respeto al prójimo, por respeto a Jesús, es también una exigencia de respeto del cristiano para consigo mismo, una demanda interior de no defraudarme a mí mismo en mi ser cristiano, un desafío exigente y exigido a un vivir coherente con el Evangelio y sus valores, “por respeto a mí mismo”. Un vivir, por más humano y más cristiano, menos egoísta; por más humano y más cristiano, menos materialista; por más humano y más cristiano, más solidario, más fraterno; por más humano y más cristiano, más respetuoso, con todo y con todos.

Una breve ilustración, dramáticamente bella, ejemplificará mucho mejor que mis palabras, qué quiero decir cuando digo “por respeto a mí mismo”. La narra Imre Kertész, superviviente de Auschwitz (y premio Nobel de Literatura en 2002). Sucedió durante el traslado de enfermos de un campo a otro, en invierno, en un sucio tren de ganado, con una sola ración de comida fría al día. A la hora del reparto, Kertész, enfermo y tumbado en una camilla no puede alcanzar su ración, que va a parar a otro hombre esquelético a quien llaman “señor maestro”, mientras a él le llevan en volandas a otro vagón. La desaparición de su ración reduce aún más sus posibilidades de sobrevivir a la vez que duplican las del otro. “Pero ¿qué veo al cabo de unos minutos? Al ‘señor maestro’ que se me acerca, gritando y buscando con mirada angustiada, con mi ración fría en la mano, y cuando me ve en la camilla, me la pone con un gesto rápido sobre la barriga. Quiero decir algo, y tengo por lo visto el asombro dibujado en la cara, porque él, si bien vuelve corriendo a su sitio -pues de lo contrario lo zurrarían a muerte-, porque él, digo, pregunta con indignación claramente perceptible en ese rostro pequeño y ya preparado para la muerte: <¿Tú qué te creías …?>”[7]

Hillel, en el siglo I, expresaba así esta exigencia de respeto por uno mismo y por los valores “libremente adoptados, asimilados y vividos por un compromiso responsable y una constante conversión”[8]: “Si algo debe hacerse, ¿quién lo hará? Si no lo hace nadie, ¿por qué no lo hago yo? Y si yo no lo hago, ¿quién soy yo?” Si yo, discípulo de Jesús, no reivindico, viviéndolo, el respeto para con todos mis semejantes sin excepción, “¿quién soy yo?”
  


[1] Josep M. Esquirol: El respeto o la mirada atenta. Barcelona: Editorial Gedisa, 2006. Pg. 10.
[2] Jacques Ellul: La subversión del cristianismo. Buenos Aires: Ediciones Carlos Lohlé, 1990. Pg. 14.
[3] Gerhard Lohfink: El sermón de la montaña ¿para quién? Barcelona: Editorial Herder, 1989.
[4] Soren Kierkegaard: El Instante. Madrid: Editorial Trotta, 2006. Pg. 104.
[5] Emmanuel Mounier: La cristiandad difunta. In Obras completas, vol. III. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1990. Pg. 578.
[6] Carlos Díaz: De la razón dialógica a la razón profética. Móstoles: Madre Tierra, 1991. Pg. 74.
[7] Imre Kertész: Kaddish por el hijo no nacido. Barcelona: Acantilado, 2001. Pg. 55.
[8] Emmanuel Mounier: Manifiesto al servicio del personalismo. Obras, vol. I. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1992. Pg. 625.

martes, 3 de septiembre de 2019

SE LLAMÓ “INICIATIVA EVANGÉLICA”, 1996-1998


A Manuel López Rodríguez,
IN MEMORIAM

A Ani Ruiz,
y al Pacto de Convivencia




Apareció su nombre en medio de una charla de “veteranos”: el recuerdo de una iniciativa que el paso de los años, por décadas, dejó en el desván de las pequeñas cosas olvidadas. Pero alguien más joven, presente en la conversación, insistió en que era necesario contarlo: “fuisteis pioneros”. Nadie entonces tuvo conciencia de protagonizar nada relevante, fue más bien una exigencia del alma que no podía soportar con pasividad el horror de la violencia terrorista de ETA en aquellos años. Lo sé porque yo fui uno más en aquel grupo de hombres y mujeres, cristianos evangélicos, que decidieron movilizarse contra el terror, por la paz, y quisieron hacerlo en el nombre de Jesús. Lo llamamos INICIATIVA EVANGÉLICA.

Los años 90 estuvieron marcados por el espanto de los atentados de ETA en el País Vasco pero también con frecuencia en Madrid. En aquel contexto y en esa ciudad tuvo lugar el 27 de Noviembre de 1996 una primera cita de varias personas con la inquietud de hacer algo al respecto desde el ámbito de los cristianos evangélicos porque “nadie lo está haciendo”, se dijo. Poco después, el 5 de Diciembre del mismo año, se elaboró un documento base que enfatizaba el concepto de Misión integral y sus implicaciones en términos de compromiso y presencia social. Aquel documento reconocía la labor asistencial de distintas entidades evangélicas pero su mira estaba puesta en una participación pública diferente, considerando iniciativas como las manifestaciones o las huelgas de hambre tanto como la oración y el ayuno. INICIATIVA EVANGÉLICA invitaba a sus convocatorias a cristianos evangélicos, creyentes de otras confesiones y personas de buena voluntad, sin más pretensión de representatividad que la de los propios asistentes, a título personal.

El martes 17 de Diciembre de 1996, cuando se cumplía el undécimo mes de secuestro por ETA de José Antonio Ortega Lara, un grupo de hombres y mujeres miembros de iglesias evangélicas se reunían en la iglesia de c/ General Lacy, 18 de Madrid, convocados por INICIATIVA EVANGÉLICA, para orar por la liberación de Ortega Lara así como por Cosme Delclaux, también secuestrado por ETA, y por el cese de la violencia en el País Vasco. El momento más estremecedor del encuentro fue el testimonio de los padres del joven Fernando Carrillo, cristiano evangélico, asesinado por ETA cuando cumplía su servicio militar en Madrid como conductor de un vehículo oficial. Al terminar la reunión, los presentes firmaron sendas cartas de apoyo que se enviaron a las familias de los secuestrados.

De aquel encuentro, convocado apenas por el rudimentario procedimiento del boca a boca, surgió el compromiso de mantener encuentros de intercesión, cada último martes de mes: “por el cese de la violencia, la liberación de los secuestrados, el consuelo de Dios a las familias de las víctimas y la conversión de los corazones de los violentos”. Y así se hizo durante ocho meses, hasta la libertad de Ortega Lara y Cosme Delclaux.

De aquel primer encuentro surgió además el acuerdo de una iniciativa novedosa y pública: en caso de producirse un atentado en Madrid, sin más posibilidad de convocatoria que la memoria de cada cual y alguna llamada telefónica, tendría lugar un encuentro a las 20 h. del mismo día, en el lugar del atentado, con todos los asistentes orando arrodillados en la calle, portando Biblias en la mano, haciendo llegar a su finalización una carta de condolencia a la familia. Lamentablemente, bien pronto tuvo lugar el primer acto de tales características, el 8 de Enero de 1997 en la calle Sirio, tras el asesinato del teniente coronel Jesús Cuesta y, poco después, el 11 de Febrero del mismo año en la calle Menorca, por el asesinato de Rafael Martínez, magistrado del Tribunal Supremo, con el único sobresalto provocado por un grupo de ultraderecha que irrumpió en la calle al grito de “paz … eterna; pena de muerte a los etarras”. Por cierto, tal como se advirtió desde el inicio, si algún etarra moría en un acto violento, también se celebraría un encuentro de oración similar, porque las convocatorias de INICIATIVA EVANGÉLICA “no son encuentros anti-etarras sino de oración e intercesión por la paz en Euskadi y en toda España”. En caso de atentados fuera de Madrid, las concentraciones tendrían lugar en la Puerta del Sol, un día después, a las 19 h., portando una pancarta de grandes dimensiones donde se podía leer: “bienaventurados los que trabajan por la paz”.


26 Junio 1998

Los medios de comunicación evangélicos pronto se hicieron eco favorable de aquellas iniciativas. Y pronto también llegaron noticia del estímulo que supuso INICIATIVA EVANGÉLICA para otros evangélicos en Vitoria, Barcelona, Elche (Alicante) o Almería.

El 2 de Julio de 1997 José Antonio Ortega Lara y Cosme Delclaux recuperaron la libertad y desde INICIATIVA EVANGELICA  se enviaron sendas cartas de enhorabuena a sus familias en las que se podía leer: “…. Hoy participamos de su alegría y les invitamos a unirnos a nosotros para, juntos, dar gracias a Dios Quien lo ha hecho posible. Sólo Él puede ayudarnos en todos los tiempos de crisis y por Su amor desea acompañarnos todos los días de nuestras vidas. Ustedes y nosotros le necesitamos para vivir y nuestras oraciones ahora son para que todas sus vidas puedan ser guiadas por Dios en todo.”

Han pasado muchos años de aquellos días oscuros de muerte y terror. La sociedad tardó en reaccionar como tal y, en mi opinión, el colectivo evangélico como tal aún más. Pesaba la opresión sufrida, la falta de oportunidades para hacerse presentes públicamente. Todo eso ha quedado atrás. Los dramas sociales del presente son otros: cambio climático, refugiados, … También la respuesta social es otra, más dinámica, mejor organizada, con más recursos de todo tipo. No sabría decir qué papel están jugando los cristianos evangélicos en este tiempo frente a esos desafíos. Tengo la impresión de que existe una cierta tendencia al bostezo hacia el entorno y un apego grande por retorno … sobre lo propio, que es siempre ocasión para el oprobio a la luz del Evangelio del Crucificado que se dio del todo y se dio por todos. Pero me consta de no pocos cristianos, hombres y mujeres, jóvenes y mayores, cada vez en mayor número, para quienes se hace insoportable el bostezo, la pasividad, el olvido de sus semejantes. Y en el nombre de Jesús, como única y suficiente bandera, se han puesto en pie. De la mayoría ignoro sus nombres y no conozco sus rostros; prefieren el anonimato, les basta que con sus vidas se haga visible el reino de Dios. Estos hacedores de paz, estos bienaventurados hijos de Dios (Mt.5,9), inspiran mi vida y bendicen al mundo. Adelante. Siempre adelante.

jueves, 24 de enero de 2019

EN LA JUBILACIÓN DE UN PASTOR


A mi amigo Jesús Millán,
en las horas de su 'jubilosa' graduación pastoral


Es curioso: decimos de alguien que se ha graduado cuando finaliza su periodo de formación para comenzar a ejercer y decimos que se ha jubilado cuando concluye su trayectoria profesional. Creo que es una inversión de los términos. Tiene más sentido hablar de júbilo al inicio de ese recorrido, para el que la persona se ha preparado por varios años. Tiene más sentido aún hablar de graduación cuando ese itinerario, cumplidas todas sus etapas, llega a su término.

La sola palabra “graduación” ya es un reconocimiento. Pero a la vez es una palabra incómoda porque toda graduación implica una calificación. ¿Qué calificación merece un pastor? ¿A quién corresponde calificarle? ¿Con qué criterios de evaluación debe ser calificado?


1. QUIÉN CALIFICA. Antes de preguntarnos qué calificación merece, habrá que establecer a quién corresponde calificarle. El apóstol Pablo, a propósito de su ministerio escribió unas palabras muy clarificadoras: “Así, pues, téngannos los hombres por servidores de Cristo, y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, se requiere de los administradores, que cada uno sea hallado fiel. Yo en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros, o por tribunal humano; y ni aun yo me juzgo a mí mismo. Porque aunque de nada tengo mala conciencia, no por eso soy justificado; pero el que me juzga es el Señor.” (2ªCor.4,1-4). En términos similares se dirigió a los cristianos en Tesalónica advirtiéndoles que predicaba: “no como para agradar a los hombres, sino a Dios, que prueba nuestros corazones” (1ªTes.2,4)

El juicio de los hombres es cambiante. Bien sabemos que del amor al odio hay un paso. Todos lo sufrimos con cierta frecuencia. Es triste, frustrante. Pero no nos descalifica, mientras permanezcamos más atentos al tierno juicio del Padre celestial: “En este mundo donde los hombres nos olvidan, cambian sus actitudes hacia nosotros según les dicten sus intereses privados, y revisan su opinión acerca de nosotros por la causa más banal, ¿no es acaso una fuente de maravillosa fortaleza el saber que el Dios con el que tenemos que ver no cambia, que su actitud hacia nosotros ahora es la misma que tenía en la eternidad pasada, y tendrá en la eternidad por venir?”[1]

Tampoco nuestro propio juicio es objetivo. Nos falta perspectiva: podemos ser excesivamente complacientes o demasiado severos con nosotros mismos. A menudo esa evaluación queda distorsionada por la funesta tendencia a compararnos con otros y su listado de aparentes éxitos o fracasos. Y siempre nuestra perspectiva de las cosas es infinitamente más limitada que la del Padre: “Lo que, a la escala de nuestra conciencia y de nuestros proyectos, puede parecer un fracaso, puede ser asimismo una ganancia preciosísima a la escala del proyecto y del poder de Dios, cuyos caminos nos resultan desconcertantes, procedentes de otra visión, total e ilimitada.”[2]

Al final sólo la calificación de Dios cuenta.  Y esa evaluación pone toda nuestras vidas y nuestros ministerios a la cálida sombra de su “misericordia entrañable” (Lc.1,78). “Es feliz quien se pone al amparo del Dios amoroso, que nunca desampara, y bajo cuyas alas ya no hay fracaso.”[3]


2. CRITERIOS DE EVALUACIÓN. Con todo, podemos señalar algunos indicadores de evaluación atendiendo a la exhortación del apóstol Pablo a Timoteo: “Procura con diligencia presentarte ante Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse” (2ªTim.2,15). Creo firmemente que hay dos criterios fundamentales: integridad y dedicación. El apóstol Pablo los reivindicaba en su propio ministerio. Los cristianos de Corintio podrían discutir -lo hacían- su oratoria (“la presencia corporal débil, y la palabra menospreciable” -2ªCor.10,10; “tosco en la palabra” -2ªCor.11,6), ó su autoridad (2ªCor.10-11), pero nadie podía negar su absoluta dedicación -ahí está su biografía ministerial-, ni su intachable integridad -“irreprensible” en el vocabulario del Nuevo Testamento. Con esas características legitimaba el apóstol su ministerio: “Vosotros sois testigos, y Dios también, de cuán santa, justa e irreprensiblemente nos comportamos con vosotros los creyentes” (1ªTes.2,9-10). Sólo la ausencia de compromiso con la comunidad o la falta de honestidad descalifica en su raíz el ejercicio del ministerio pastoral (1ªP.5,2-3).

Pero muy por encima de cualquier otro indicador, el criterio de evaluación definitivo es el amor. Cuando preguntaban a mi hijo Esteban siendo un niño a que se dedicaba su padre, respondía: “mi padre trabaja con la gente”. Es una buena definición pero aún se puede mejorar. ¿A qué se dedica en esencia un pastor? A querer a la gente. Una tendencia creciente quiere convertir a los pastores en profesionales del coaching o en expertos en administración y dirección de empresas; de hecho, es más fácil encontrar en las facultades de teología asignaturas sobre liderazgo y management que de espiritualidad. Algunos pastores parecen cautivados por esa moda pero sigo convencido de que la esencia del ministerio pastoral es querer a la gente y acompañarles, acompañarles en amor.

No puedo pensar en mejor descripción del ejercicio pastoral que está declaración de Pablo: “Tan grande es nuestro afecto por vosotros, que hubiéramos querido entregaros no sólo el evangelio de Dios, sino también nuestras propias vidas; porque habéis llegado a sernos muy queridos.” (1ªTes.2,8). El apóstol no escribía a impulsos de un romanticismo infantil; sabía bien que las relaciones humanas son complejas, en ocasiones crueles: “Y yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos más, sea amado menos.” (2ªCor.12,15). Al final de sus días, a la hora de su graduación, se encontraba en prisión, sólo, desamparado por todos (2ªTim.4,9ss). Pero aún entonces, su amor por los hijos de Dios prevaleció porque: “el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas” (2ªTim.4,17).

La esencia del ejercicio pastoral es amar a todos; una práctica de amar que se alimenta del amor recibido por parte de Aquel que ama incondicionalmente. Como alguien ha dicho: “me dueles, luego existo” (doles ergo sum); “me dueles, luego eres importante para mí”[4]. Ese es el corazón del buen pastor, escrito en minúsculas como reflejo de Quien lo es con letras mayúsculas. En términos humanos una vida así extro-vertida es una vida que se ha vaciado, de la que podría decirse que nada queda. Pero nada más lejos de la verdad. Al contrario, en la aritmética del reino de Dios la vida así entendida y derramada es ganancia. Porque “más bienaventurado es dar que recibir” (Hch.20,35); porque “sólo se posee lo que se regala” (E. Mounier). Y el Padre celestial corresponde en amor a quien amando responde a su llamado: “No, aquel que amorosamente se olvida de sí mismo, olvida su sufrimiento para pensar en el de otro, toda su miseria para pensar en la de otro; olvida lo que él mismo pierde para reparar amorosamente en la pérdida de otro; olvida su ventaja para fijarse en la del otro; en verdad alguien semejante no es olvidado. Hay alguien que piensa en él: Dios en los cielos; o bien es el amor el que piensa en él. Dios es amor, y ¿cómo iba Dios a olvidar al ser humano que por amor se olvida de sí mismo? No, mientras el amoroso se olvida de sí mismo pensando en el otro ser humano, Dios piensa en el amoroso. El amante de sí está muy atareado, grita y mete ruido e insiste en su derecho para asegurarse de no ser olvidado, y a pesar de todo es olvidado; pero el amoroso, que se olvida de sí mismo, es recordado por el amor.”[5]


A modo de conclusión. Amemos todos. Amemos a todos. Amemos siempre, por encima de todo. Esa es la esencia del Evangelio de Jesucristo: “el cumplimiento de la ley es el amor” (Rom.13,10). Esa es la esencia del mensaje que proclama la Iglesia de Jesucristo, especialmente necesario hoy en un mundo inmisericorde. A medida que pasan los años descubrimos que lo único que queda de nuestro vivir son las pequeñas huellas de amor que hemos dejado en la vida de otras personas. Recordad que, dicho en palabras de san Juan de la Cruz: “A la tarde te examinarán en el amor.”[6]




[1] A.W. Tozer: El conocimiento del Dios santo. Miami: Editorial Vida, 1996. Pg. 61.
[2] Y.M.J. Congar: “Visión cristiana del fracaso” In Jean Lacroix (dir.): Los hombres ante el fracaso. Barcelona: Editorial Herder, 1970. Pg.152.
[3] Carlos Díaz: “El rostro del fracaso” In revista Acontecimiento, nº 69, 2003/4. Pg.56.
[4] Cfr. Carlos Díaz: Y porque me dueles te amo. Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2012. Pgs. 42-43.
[5] S. Kierkegaard: Las obras del amor. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2006. Pg. 338.
[6] San Juan de la Cruz: “Dichos de luz y amor” In Obras Completas. BAC, 1994. Pg. 157.

jueves, 30 de agosto de 2018

AMAR ES LA (BUENA) OBRA


Jesucristo enseña que toda su Iglesia y cada uno de sus discípulos somos y estamos llamados a ser sal de la tierra que limita la corrupción, luz del mundo que aporta calor y claridad[1], ciudad sobre un monte cuyo estilo de vida se ofrece como una sociedad de contraste[2] (Mt.5,13-15). De esta manera, insiste Jesús, los hombres verán nuestras buenas obras y glorificarán a Dios Padre (Mt.5,16). Esta reacción no deja de ser llamativa: ¿por qué dirigirán sus ojos a Dios cuando ven nuestras buenas obras, en lugar de honrarnos a nosotros? Las buenas obras de las que habla Jesús no son obras comunes, tienen origen sobrenatural y las personas lo perciben así. Poseen un aroma que brota del amor peculiar que caracteriza a Dios y a su reino. Por eso podrá escribir el apóstol Pablo que, sin esa esencia, ninguna buena obra tiene valor en términos de reino de Dios (1ª Cor.13). Y exhortará en diversas ocasiones “al trabajo motivado por vuestro amor” (1ªTes.1,3 -NVI; cfr. Gál.5,6). Obras, pues, nacidas del amor; amor nacido de la acción del Espíritu Santo de Dios (Rom.5,5; Gál.5,22).

¿QUÉ AMOR? Usamos la palabra “amar” con significados diversos, de modo que conviene subrayar que el amor en el reino de Dios se define como donación: “La naturaleza de Dios, su carácter, es darse.”[3] Nada revela esa manera de amar sacrificialmente con mayor nitidez que la Cruz: “La Cruz es la cristalización del amor”[4] (Rom.5,8). Y el modo de amar que el Espíritu Santo desarrolla en la vida de los hijos de Dios no puede ser distinto: amar sacrificialmente, costosamente, ministerialmente, al modo del Padre que nos dio a su Hijo (Jn.3,16). Esa es la cultura del reino de Dios: la cultura del don. Toda buena obra que Dios anhela para sus hijos se resume en la práctica de este amor: “el que ama al prójimo, ha cumplido la ley” (Rom.13:8,10). “El amor es tanto el resumen (condensación) como la realización práctica de toda la ley moral dada por Dios, vista como una unidad.”[5]

¿CÓMO AMAR? En términos prácticos, podemos decir que amar es desviarnos de nuestro camino, cambiar nuestra agenda en favor de otro. El sacerdote y el levita de la parábola (Lc.10,25-37), no ayudaron al hombre medio muerto en la cuneta porque no quisieron apartarse de su camino. Lo hizo el buen samaritano cambiando su agenda. En otras palabras: “usó de misericordia” (Lc.10,37a). Y Jesús nos exhorta: “Vé, y haz tú lo mismo” (Lc.10,37b). Si no vivimos en apertura a los demás, merecemos la crítica que alguien escribió: “Dicen que aman a Dios porque no aman a nadie”. Descartes definió al ser humano por su racionalidad pensante: “pienso, luego existo”. Kierkegaard advirtió contra la pretensión de identificar lo humano con lo racional y corrigió: “Sufro, luego existo”. Pero no se puede mostrar lo más genuino de la condición humana según el diseño del Creador, sin la consideración del otro, del “tú” delante de mí, que es otro como “yo”, que clama y me reclama en su necesidad. Por eso, Kierkegaard debe ser también corregido con una definición de persona más completa: “Me dueles, luego existo”[6]. Desde esta perspectiva, amar puede ser nombrado como con-dolencia, que es decir al otro: “tú me dueles” y, por tanto, moverme en su favor como favor, como gracia. En palabras del apóstol Juan: “Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros” (1ªJn.4,11).

El verbo amar puede declinarse también como com-padecer. La palabra griega “splánchna” que traducimos como compasión, recoge el hebreo “rahamim”, que apunta a las entrañas, y que recoge el carácter de Dios: “la entrañable misericordia de nuestro Dios” (Lc.1,78). La compasión tiene que ver con la “sympátheia” griega, la capacidad de con-sufrir con el otro, de estar a su lado compartiendo su dolor. Dios se compadece de sus criaturas y Jesús es ese Dios-(compasivo)-con-nosotros (Mr.6,34; 8,2). Y a sus discípulos, nos exhorta Pablo: “Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia” (Col.3,12). No podemos eliminar muchas de las circunstancias que causan dolor a quienes nos rodean, pero al menos podemos ofrecerles el consuelo de una cercanía amorosa, podemos “aplicarnos con desvelo para que no existan más ‘lágrimas que nadie consuele’ (cfr. Ecl.4,1).”[7]

¿A QUIÉN AMAR? Debiera resultar evidente a la luz del Evangelio que la Iglesia de Jesucristo y cada uno de sus discípulos estamos llamados a desarrollar un sentido de responsabilidad y disponibilidad para con todos, como expresión del amor universal de Dios, tal como se muestra en la cruz[8]. Más aún, debiera resultar igualmente evidente que cuánta más intimidad cultivemos con nuestro Dios, más crecerá la conciencia de nuestra responsabilidad para con todos, y en especial para con aquellos de quienes nadie se siente responsable, los más “indignos”, los menos “nice”, los menos “cool”. Ese es el testimonio de Jesucristo mismo, rodeado de publicanos y pecadores: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mr.2,17). Los tres Evangelios sinópticos se apresuran a levantar acta de este hecho y el Evangelio de Juan, que no lo recoge, reseña detalladamente los compasivos encuentros de Jesús con el fariseo Nicodemo, la mujer samaritana, la mujer adúltera, o el ciego de nacimiento que todos consideraban bajo maldición.

COROLARIO. “El gran poder del reino de los cielos es el amor”[9]. Vivimos tiempos convulsos, crispados. Hace setenta años, para muchos la culpa de todos los males de Europa era de los judíos; hoy se les acusa a extranjeros y emigrantes. Cuidado. Cuando la mirada al otro se nubla por prejuicios partidistas, todo se envilece y el prójimo se convierte en amenaza, en enemigo. La “política” cristiana es previa a cualquier ideología; en realidad, la única “política” auténticamente cristiana es la política del reino de Dios: la política de la Cruz, la política de las bienaventuranzas, la política de la misericordia que nos hace ver en todo semejante el rostro de Dios, también en el samaritano, el publicano o la prostituta. Todo esto puede parecer a algunos, propio de una ingenuidad adolescente. Pero es la perspectiva del amor de Dios, la única perspectiva digna del discípulo de Jesús y de su Iglesia, que está llamada a ser en todo tiempo y lugar una comunidad sacrificial, una comunidad que ama a todos sacrificialmente.
Publicado en EDIFICACIÓN CRISTIANA, nº 285


[1] “Si las bienaventuranzas describen el carácter esencial de los discípulos de Jesús, las metáforas de la sal y la luz indican su influencia bienhechora en el mundo.” John Stott: Contracultura cristiana. El mensaje del sermón del monte. B. Aires, Ediciones Certeza, 1984. Pg.63. “La sal y la luz tienen una cosa en común: se dan y se gastan a sí mismas – y eso es lo opuesto a cualquier clase de religiosidad centrada en sí misma” Helmut Thielicke: Life can begin again. Sermons on the Sermon on the Mount. Philadelphia: Fortress Press, 1963. Pg. 33.
[2] “Si se lee Mt.5,14 en su contexto (…) se entiende que la ciudad que resplandece en lo alto del monte es una metáfora utilizada para referirse a la Iglesia como sociedad de contraste que transforma al mundo precisamente mediante su condición de sociedad contrastante.” Gerhard Lohfink: El sermón de la montaña, ¿para quién? Barcelona: Editorial Herder, 1989. Pg.164.
[3] Johannes Tauler: Sermones. De Adviento a Pentecostés. S. XIV. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2010. Pg.32.
[4] Toyohiko Kagawa: Meditations on the Cross. New York: Willett, Clark & Company, 1935. Pgs. 75, 34, 101.
[5] William Hendriksen: Gálatas. Desafío, 1984. Pg. 219.
[6] Cfr. Carlos Díaz: Y porque me dueles te amo. Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2012. Pgs.42-43.
[7] Enzo Bianchi: Jesús y las bienaventuranzas. Santander: Sal Terrae, 2012. Pg. 46.
[9] Isaac de Nínive: El don de la humildad. S. VII. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2014. Pg. 31.

miércoles, 25 de abril de 2018

MATRIMONIO CRISTIANO: un misterio que se desvela como ministerio de amor

“Nadie es indiferente al amor”
Gloria Bioque


Presentar el matrimonio cristiano en un molde único, con roles y jerarquías únicas, como el único modelo aprobado por Dios, sólo trae frustración y sufrimiento a muchos matrimonios, forzados a encajar en un esquema que no pueden reproducir y que no tienen por qué reproducir.[1] En lugar de una fórmula cerrada, la Palabra de Dios nos ofrece excelentes mimbres con los que construir creativamente cada matrimonio en singular. Mencionamos algunos de estos mimbres, a partir de la definición de matrimonio como “misterio que se desvela como ministerio de amor”.


1. MISTERIO. Una manera de reconocer la elevada dignidad del matrimonio es señalarlo como “misterio”. Las realidades vitales más hondas del ser humano como el nacimiento, el amor, o la muerte, las llamamos “misterios” porque nos implican en todas las dimensiones de nuestro ser, nos envuelven, y no se pueden solucionar por medio de una técnica u otra.[2] Un problema se resuelve pero un misterio nos absorbe. En este sentido, el matrimonio es un misterio (Ef.5,31-32). Podemos expresar lo mismo diciendo que el matrimonio es un “tabú”. El tabú tiene a menudo un sentido peyorativo como prejuicio, pero también tiene un sentido positivo, como respeto absoluto de principios y realidades que no se pueden tocar porque son las vigas maestras donde descansa la solidez de la sociedad entera y son por tanto sagradas: el respeto a la vida, la dignidad humana, la igualdad de derechos de todas las personas, etc. Si rompemos esos tabúes, la sociedad se deshumaniza. En este sentido, el matrimonio es un tabú.

1.1. Honroso. “Tened todos en alta estima el matrimonio y la fidelidad conyugal” (Heb.13,4). El matrimonio es una relación única y exclusiva de intimidad, tal como enseña Cantares con la imagen del “huerto cerrado” (4,12): “una renuncia a conocer de forma íntima a otras personas.”[3] La exhortación de Jesús a los cónyuges: “lo que Dios juntó, no lo separe el hombre” (Mt.19,6) no es una frase ingeniosa para la ceremonia nupcial; si uno de los cónyuges o una tercera persona atenta contra esa unión, bien podemos decir que comete “sacrilegio” contra una unión que para Dios es sagrada.

1.2. Diseñado por Dios. El matrimonio no es una institución humana; pertenece al orden de la creación, antes del pecado, y responde a la voluntad ideal de Dios (Gén.2,24) como la unión de un hombre y una mujer, para compartir un mismo proyecto de vida, con vocación de permanencia. En otras palabras: “Génesis 2,24 implica que la unión matrimonial es exclusiva (‘el hombre … su mujer’), de reconocimiento público (´dejará … a su padre y a su madre’), permanente (‘se unirá a su mujer’) y se consuma en la relación sexual (‘serán una sola carne’).”[4]

1.3. Misterio creativo. A menudo se presenta el matrimonio como una relación estándar: la unión complementaria de dos personas incompletas, en la que las características masculina y femenina están fijadas, los roles claramente repartidos, y la jerarquía firmemente establecida. La experiencia muestra que del énfasis en la jerarquía nacen relaciones como luchas de poder; sean de forma grosera, o con apariencia de santidad, el resultado siempre deja vencedores y vencidos. En cambio, del énfasis en el respeto nacen relaciones creativas de cooperación, y el matrimonio resulta en una “poligamia en serie”[5], una poligamia monogámica porque matrimonio y cónyuges están en permanente transformación. En ese proceso siempre inacabado, el matrimonio resulta “un viaje común de mutuo crecimiento en un proceso de desarrollo.”[6]

En cierto sentido, cada matrimonio es igual que todos pero, a la vez, cada matrimonio es una creación única en la historia de la humanidad. El matrimonio maduro no se construye como una relación egoísta, ni reivindicativa, ni aún paralela, sino entrelazada: “dos vidas enlazadas en una danza”[7]: una relación dinámica en la que prevalece el encuentro, el “nosotros”, donde se comparten funciones, trabajando hombro a hombro, nunca deudores de protocolos ni reglamentos.


2. MINISTERIO. El matrimonio cristiano es una realidad sobrenatural: nace de la voluntad perfecta del Padre, se hace comprensible en el modelo del Cristo crucificado, y se hace (imperfectamente) posible por el poder del Espíritu Santo. Todos los matrimonios de la Biblia fueron imperfectos; todos los matrimonios presentes son imperfectos; pero hay una expectativa caragada de esperanza para todo matrimonio vivido en la voluntad de Dios y con los recursos de la gracia de Dios.

2.1. Glorificar a Dios. “… a fin de que seamos para alabanza de su gloria” (Ef.1,12).  En último sentido, las promesas matrimoniales no se hacen al cónyuge; se hacen a Dios, respecto del cónyuge. Es con Dios con quien cada cónyuge se compromete en primera instancia; es a Dios a quien debe agradar y honrar primeramente en la vida conyugal. Dios también se compromete con los cónyuges para proveerles de los ilimitados recursos de su gracia. Por eso, el consejo esencial para los cónyuges de un matrimonio cristiano es: honra a Dios con tus aportes cotidianos a tu matrimonio. En otras palabras: “Ame a Jesucristo más que lo que ama a su cónyuge, y de esa manera ustedes se amarán el uno al otro más de lo que de otra manera se amarían.[8]

2.2. Ministrar al otro. Ministerio asimétrico. Para referirnos al misterio, no valen conceptos, necesitamos metáforas.[9] Cuando la Biblia enseña acerca del misterio del matrimonio tal como fue diseñado en la voluntad de Dios, lo compara a un Pacto, una Alianza. En términos sociales el matrimonio es un pacto simétrico entre un hombre y una mujer más o menos igual de atractivos, de ricos, o de sanos, cuya falta de equilibrio justifica su ruptura. Sin embargo, el matrimonio cristiano está basado en el modo en que Dios hace las Alianzas: un pacto asimétrico basado en su fidelidad incondicional, una actitud que se resume en la palabra “gracia” (Rom.5,8)

Dios hizo un pacto con Israel y aun cuando Israel menospreció su parte, Él siempre fue fiel al pacto. Dios ha hecho un pacto con todos los hombres en Jesucristo y aún cuando éstos son inconstantes, Dios sigue siendo fiel al pacto. Aun cuando la iglesia, esposa de Jesús, es rebelde, Jesucristo permanece fiel. “Cristo ve en la imperfecta, orgullosa, fanática o tibia Iglesia terrena a la Esposa que un día estará ‘sin mancha ni arruga’, y se esfuerza para que llegue a ser (…).”[10] Jesús enseña amar con un amor que no mide si da más de lo que recibe. Jesús enseña que no se ama esperando recompensa, sino que “amar” es la recompensa. Jesús encarna ese amor gratuito desde la cruz, dando su vida por todos los seres humanos como si fueran diamantes cuando en realidad eran enemigos (Rom.5,8-10).  Aunque la expresión está tomada de otro contexto, bien puede ilustrarse el matrimonio cristiano como una “donación nupcial desinteresada”[11].

2.3. Crecer en el carácter de Cristo. El propósito de Dios para sus hijos en esta vida es conformarles a la semejanza de Jesús. Y (sólo) en ese sentido es que “todas las cosas ayudan a bien” (Rom.8,28-29). Desde esa perspectiva el matrimonio ofrece un ámbito único para experimentar el crecimiento en el carácter del nuevo hombre en Cristo, con sus frutos de amor. “¿Quieres ser feliz o quieres ser mejor? ¿Quieres ser feliz o quieres parecerte más a Jesús?” Las tensiones en el matrimonio pueden ser una oportunidad para crecer en madurez personal y espiritual, para ejercer el principio bíblico según el cual: “más bienaventurado es dar que recibir” (Hch.20,35). Así, cada vez que un cónyuge se vuelve a Dios para pedirle por el otro: “¡cámbiale!”, puede oírle responder: “¡cambia tú, …hazlo por mí!” Esta manera de amar sólo es posible bajo el impacto que produce en el corazón humano saberse amado de la misma manera por Jesús (2ªCor.5,14), sólo viviendo “en el Espíritu” (Ef.5,18), cuyo fruto es inestimable para la convivencia matrimonial: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, confianza mansedumbre, dominio propio (Gál.5,22-23).


3. AMOR. El matrimonio cristiano pertenece al ámbito del asombroso reino de Dios, al reino del amor, al reino del peculiar amor descrito en 1ª Corintios 13 que invita a entender la vida y vivirla como: “respuesta absoluta al amor absoluto como finalidad en sí misma”[12], un amor que se dice de muchas maneras:

3.1. Respeto. La etimología de la palabra “respeto” es muy sugerente: “El latín respectus deriva del verbo respicere, que significa ‘mirar atrás’, ‘mirar atentamente’, ‘remirar’. Respicere tiene la misma raíz que spectare, ver, mirar, contemplar. Evidentemente, nos encontramos en el universo de la mirada: spectaculum, es lo que se mira; respicio, sería miro atentamente; y respectus, el resultado de la mirada atenta.”[13] La esencia del respeto tiene que ver con una actitud ética que se expresa como mirada atenta, respetuosa. La palabra “miramiento” puede servir como fiel sinónimo de respeto. En sentido distinto, “apartar la mirada” significa indiferencia hacia el otro; y una mirada celosa implica posesión y consumo. En todos los casos se pone de manifiesto, positiva o negativamente, la significación ético-moral de toda mirada. “El movimiento del respeto es un acercarse que guarda la distancia, una aproximación que se mantiene a distancia. (…) sólo con la aproximación percibo su singularidad [de las personas, de las situaciones y de las cosas]; sólo con el acercamiento percibo su valor: al acercarme, todo crece, y no sólo de tamaño, pues la ‘grandeza’ que puedo llegar a percibir en alguien nada tiene que ver con su altura ni con su volumen.”[14] Por eso, la mirada respetuosa siempre es humilde: “Ver las cosas desde abajo, o de cerca, no por encima del hombro ni simplemente como encajes de un conjunto indistinto … ver a cada uno de los seres en su singularidad, ésta es la aportación epistemológica de la humildad”[15]

3.2. Responsabilidad. La mirada atenta descubre al semejante como “vulnerabilidad extrema” (E. Lévinas). Su sola presencia nos re-clama, como Job a sus amigos: “¡Oh, vosotros mis amigos, tened compasión de mí, tened compasión de mí!” (19,21). Su rostro ante mí me exige: “favorézcame”, “cuando me mires, compadécete de mí”. Su ruego nos obliga, se convierte en “exigencia de auxilio”[16], en mi responsabilidad: debo “hacerme cargo” de él. La palabra “responsabilidad” proviene del latín “responsum”, que es una forma de ser considerado sujeto de una deuda u obligación y que es tan cercana a la palabra “responder”. Se trata de deponer la soberanía por parte del yo, sustituida por un ser-para-el-otro.[17] El otro tiene prioridad sobre mí porque el otro es mi responsabilidad.

Por esto, el matrimonio es responsabilidad de ambos cónyuges; marido y mujer deben responder responsablemente el uno por el otro y ambos por su matrimonio, no faltando ninguno del timón conyugal. Ese timón no le pertenece a uno u otro, es una responsabilidad compartida a la que ninguno le es dado desertar.

3.3. Renuncia. “No busca lo suyo”. La convivencia matrimonial demuestra que los aspectos del otro que dificultan la relación no están ahí porque no los quiera cambiar sino porque no puede hacerlo. ¿Cómo abordar esa realidad? Viviendo el amor conyugal como un ministerio al modo del amor ministerial de Cristo por su iglesia, una manera de amar ilustrada con trazos gruesos por el amor ministerial de Oseas por su esposa: un amor que ni aún el mayor desamor pudo apagar.

Oseas se casó con Gomer, que le dio dos hijos y una hija, a los que puso nombres simbólicos, advirtiendo del juicio de Dios contra su pueblo. Gomer abandonó a Oseas por un amante, participó de las orgías que se ofrecían a dioses como Baal y Astarot, y terminó en esclavitud. El poema de 2,4-25 es uno de los más bellos del Antiguo Testamento: “poema del amor malparado y vivo a pesar de todo; apasionado, dolorido, pero fuerte para vencer el desvío y recobrar a la infiel.”[18] Ese poema resume las diversas respuestas posibles a la infidelidad de la mujer. Las más justas-recíprocas eran dos: impedir que se fuera (v.8-9), o castigarla públicamente y con dureza (v.10-15). Sin embargo, Dios señaló a Gomer con el dedo y dijo a Oseas: “ámala; ese será tu ministerio”. Oseas la amó, la perdonó y se dispuso a comenzar de nuevo (v.16-25). Pese a su infidelidad, Oseas pagó por ella el precio de una esclava, compró su libertad (3,2) y la volvió al hogar. El texto no menciona un arrepentimiento previo de la mujer, el énfasis está en la compasión, el amor gratuito de Oseas (14,4): como su esposa no cambiaba, ni con prohibiciones ni amenazas, cambió él: “de un amor despechado a un amor comprensivo y generoso.”[19]  Sólo el amor puede enjugar todos los defectos: “El amor cubrirá multitud de pecados” (Stg.5,20; 1ªP.4,8). El matrimonio, así costosamente concebido, sólo se sostiene en el tiempo a través de la experiencia del perdón: el perdón recibido a diario de Dios en Jesucristo, que impulsa a ejercitar el perdón hasta “setenta veces siete” (Mt.18,22).[20]




[1] Cfr. Emmanuel Buch: “Autoridad y sujeción conyugal”.
 http://emmanuelbuch.blogspot.com.es/2018/04/autoridad-y-sujecion-conyugal.html
[2] Cfr. E. Fernández: “Gabriel Marcel”. In M. López, A. López, E. Fernández: Personalismo existencial. Berdiáev, Guardini, Marcel. Madrid: Fundación Emmanuel Mounier, 2006. Pgs. 108-110.
[3] Josep Araguàs: El matrimonio, un camino para dos. Andamio, 2009. Pg. 36.
[4] John R.W. Stott: La fe cristiana frente a los desafíos contemporáneos. Grand Rapids, MI: Libros Desafío, 1999. Pg. 310.
[6] David Augsburger: El amor que nos sostiene. Op. Cit. Pg. 17.
[8] R.T. Kendall: El aguijón en la carne. Editorial Vida, 2006. Pg. 137.
[9] Cfr. Margareth Brepohl: “Matrimonio: problema y misterio”. In Jorge Maldonado (ed.): Fundamentos bíblico-teológicos del matrimonio y la familia. Buenos Aires: Nueva Creación, 1995. Pgs. 124-126.
[10] C.S. Lewis: Los cuatro amores. Rialp, 2008. Pg. 117.
[11] Hans Urs von Balthasar: Sólo el amor es digno de fe. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2011. Pg. 110.
[14] Josep M. Esquirol: El respeto o la mirada atenta. Op. Cit. Pg. 58.
[15] Josep M. Esquirol: El respeto o la mirada atenta. Op. Cit. Pg. 157.
[17] Cfr. Emmanuel Lévinas: Etica e infinito. Op. Cit. Pgs. 50-51.
[19] L. Alonso Schokel y J. L. Sicre: Profetas, II. Op. Cit. Pg. 877.
[20] Traemos como ejemplo de amor compasivo el testimonio de Juan Solé, líder evangélico español de finales del siglo XX y cuya experiencia recogemos porque es pública (como público fue su fiel testimonio cristiano y su poderoso ministerio espiritual a pesar de todo). “Desde antes de casarse, Juan ya había detectado rasgos en el comportamiento de Luisa [su esposa] que le preocupaban, los primeros brotes de una enfermedad que marcaría el resto de su vida. Escribe Antonio Ruíz [el párrafo que sigue está tomado de la reseña biográfica que hace Antonio Ruíz de Juan Solé, al inicio de Cristianismo vital, libro póstumo de este último]: La enfermedad psíquica de Luisa es mucho más que una anécdota, pues ya no se recuperaría jamás, aunque oscilase hacia la mejoría en muchas ocasiones. El amor nos obliga a ser discreto en los detalles, pero hemos de citar a Juan mismo quien dijo en ocasiones: ‘Sin Luisa, yo hubiera sido muy distinto’. Los que lo conocimos damos fe de ello. Su ministerio comenzó en su propio hogar. Fue una prueba que le acompañaría hasta su muerte. Hubo de aceptar los tratos de Dios con él.” (S. Stuart Park: “Juan Solé Herrera. Apunte biográfico” In Alétheia. Barcelona: Alianza Evangélica Española. Núm. 32. 2/2007. Pg. 50). También resulta conmovedora, la historia de Vincent van Gogh (1853-1890): En 1882 se unió a una mujer, que sería modelo de sesenta de sus dibujos y acuarelas: Sien Hoornik. Sien era una mísera prostituta, madre de una niña y embarazada cuando van Gogh la conoció: picada de viruela, con enfermedades venéreas, alcohólica. Van Gogh la amó, la recogió en su taller y se dedicó a ella y sus hijos por más de dos años hasta que su hermano le ayudó a terminar una relación que le llevó al límite de sus fuerzas. Se entregó a una mujer que no le podía corresponder ni ofrecer apenas nada a cambio de su amor. Pero él lo hizo. Años después (1888), escribió a su hermano: “cuanto más reflexiono en ello, tanto más siento que lo supremamente artístico es amar a la gente.” (van Gogh: Cartas a Theo. Barcelona: Paidós, 2004. Pg. 295).