miércoles, 14 de febrero de 2024

JUSTICIA SOCIAL Y GRACIA CRISTIANA

 1. GRACIA DIVINA. No conozco religión que no pudiera suscribir la declaración del salmista bíblico: “Dios es justo y ama la justicia” (cfr. Salmo 11,7) y que, por tanto, en una manera u otra no aliente a sus fieles a procurar la justicia en todos los ámbitos, también la justicia social.

Este quehacer ético exige responder a cuestiones derivadas: qué hacer y cómo hacerlo. El cristianismo responde a estas preguntas empapado en un concepto de carácter existencial y no sólo teológico: la gracia (un término particularmente aprecio por el cristianismo protestante). “La gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo”, dice el Evangelio (Juan 1,17b). Bien podríamos decir que, desde una perspectiva cristiana, “la gracia es la verdad”. Gracia de Dios, no como limosneo sino como ofertorio de amor ni siquiera imaginado, ni pedido ni menos aún merecido por parte del ser humano (cfr. Romanos 5:8,20).

El Dios de Jesucristo se da a conocer en términos de gracia, descrita en esta declaración: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn.3,16). Esta afirmación uncial para el cristianismo perfila la gracia en términos de, al menos, tres valores: universalidad, donación (apertura al otro) y acogida.


UNIVERSALIDAD. El amor divino es de carácter expansivo, para toda la humanidad sin excepción. Repetidamente leemos en el texto bíblico: “Dios no hace acepción de personas” (Hechos 10,34; Romanos 2,11; Gálatas 2,6; Efesios 6,9; Colosenses 3,25).

DONACIÓN, APERTURA AL OTRO. El amor divino se manifiesta como donación sacrificial, salida de sí mismo para ofrecerse costosa y gratuitamente en la Cruz de Jesús.

ACOGIDA. El amor divino tiene carácter universal, ilimitado, sin acepción de personas, siempre sacrificial y, por tanto, no rechaza a nadie. Denuncia el mal pero se resiste a desesperar de nadie, a descalificar a nadie como enemigo irreconciliable.

 

2. GRACIA HUMANA. La vida cristiana es la vida de Cristo; vivir “a lo cristiano” es vivir a la manera del carácter de Cristo, no a golpes de voluntarismo sino esculpido por la acción de la persona del Espíritu Santo. Es un des-vivirse gratuitamente a impulsos de la gracia recibida. Tal es la demanda de Jesús a sus discípulos “de gracia recibisteis, dad de gracia” (Mateo 10,8b) y, por tanto, la enseñanza de sus apóstoles: “Hermanos míos, que vuestra fe en nuestro glorioso Señor Jesucristo sea sin acepción de personas” (Santiago 2,1). La vida del discípulo de Jesús es un vivir responsabilizado por el prójimo, requerido en última instancia, no por su rostro (E. Lévinas), sino ante el rostro del Crucificado.

En consecuencia, amar la justicia social, procurar la justicia social “a lo cristiano”, sólo alcanza su carácter peculiar cuando se empapa de la gracia y de sus expresiones concretas, tal como muestra sencillamente la parábola del buen samaritano con la que Jesús mismo ilustró a sus discípulos (Lc.10,25-37).[1]

 

UNIVERSALIDAD. Procurar la justicia para mí y para los míos, todavía es nada, apenas egoísmo disfrazado con nobles palabras, atado a estadios preconvencionales y convencionales. Reivindicar la justicia para mi prójimo cuando sólo reconozco como prójimo a los ciudadanos de mi misma nacionalidad, de mi mismo idioma, o los fieles de mi misma religión, es un ejercicio de exclusivismo supremacista que la gracia enseñada y vivida por Jesús de Nazaret no permite a sus discípulos.

DONACION, APERTURA AL OTRO. Vivir a impulsos de la gracia es un vivir des-centrado de uno mismo para centrarse en Jesucristo y, en su nombre, centrarse sacrificialmente en el prójimo, sin excepción alguna. Sin la dimensión sacrificial, toda invocación de justicia (social) es mero formalismo de corazones pequeño burgueses con mala conciencia. En palabras de Martin Luther King, comentando la parábola del buen samaritano la noche antes de ser asesinado: “La primera pregunta que hizo el levita fue: ‘Si me detengo a ayudar a este hombre, ¿qué me pasará a mí?’. Pero luego pasó el Buen Samaritano e invirtió la pregunta: ‘Si no me detengo a ayudar a este hombre, ¿qué le pasará a él?’.”[2]

ACOGIDA. La aspiración del cristiano es destruir el mal sin dejar de amar al malo, para no emponzoñarse uno mismo; construir la justicia social, ganando para la causa al injusto (cfr. Mateo 5,38-48). Este ejercicio de vida paradójicamente combativo demanda la capacidad de encajar el mal sin devolverlo y es posible por la acción del Espíritu de Dios en las entrañas del ser humano.

 

3. UN CAMINO NUEVO: GRATUIDAD. Las excusas para negar la posibilidad de luchar por la justicia en estos términos son múltiples; también desde las filas de la cristiandad (entendida a la manera peyorativa con que lo hacía Kierkegaard). Pero tampoco faltan ejemplos prácticos de acciones, concretas unas y más estructuradas otras, que brotan de la convicción consecuente de que “la gracia es la verdad”.

“Forzosamente [el cristiano] habrá de estar al lado de los ‘humillados y ofendidos’, de los pequeños, de los pobres, y ello por vocación, por exigencia de Cristo, para seguir el ejemplo del Señor y para situarse en el orden del amor [frente al orden de la necesidad, que siempre es violento]. No hay otro lugar para el cristiano en el mundo, no le queda otro camino al amor (….) ello jamás deberá implicar el uso personal de la violencia ni siquiera el justificar sin reservas esas acciones.”[3]

Esta “mansedumbre implacable”[4] no es una mera estrategia, es la expresión más peculiar del carácter cristiano de resistencia y oposición activa a la injusticia social. Dicho en palabras de Denis Mukwege, médico congoleño, pastor evangélico (pentecostal) y premio Nobel de la Paz 2018 por su dedicación a mujeres víctimas de violaciones y mutilaciones genitales: “A menudo digo que lo único que puede vencer a la violencia es el amor. Amor y más amor.”[5]

En la memoria de todos están las prácticas de Martin Luther King, premio Nobel de la Paz y pastor evangélico (bautista). No sólo por sus acciones no violentas sino, especialmente, por su negativa a considerar a ningún semejante como enemigo, aspirando por el contrario a ganarle como amigo reconciliado.

Amigos, hemos seguido durante demasiado tiempo el camino que se llama práctico y nos ha llevado inexorablemente al mayor desorden y al caos. El tiempo está lleno de las ruinas de comunidades que se abandonaron al odio y a la violencia. Para la salvación de nuestra nación y para la salvación de la humanidad, debemos seguir otro camino. Esto no quiere decir que hayamos de abandonar nuestros esfuerzos por la justicia. Cada partícula de nuestra energía debe servir para librar a esta nación de la pesadilla de la segregación. Pero mientras dure esta tarea no olvidaremos nuestro privilegio ni nuestra obligación de amar. Aún detestando la segregación, amaremos a los segregacionistas. No existe otro camino para crear una comunidad de amor.

 

Diremos a los enemigos más rencorosos: A vuestra capacidad para infligir el sufrimiento, opondremos la nuestra para soportar el sufrimiento. A vuestra fuerza física responderemos con la fuerza de nuestras almas. Haced lo que queráis y continuaremos amándoos. En conciencia, no podemos obedecer vuestras leyes injustas, porque la no-cooperación con el mal es, igual que la cooperación con el bien, una obligación moral. Metednos en la cárcel, y aun os amaremos. Arrojad bombas en nuestras casas, aterrorizad a nuestros hijos, y os amaremos todavía. Enviad en plena noche a nuestras comunidades a vuestros bandoleros para que nos apaleen y nos dejen medio muertos, y aún os amaremos. Pero tened la seguridad de que os llevaremos hasta el límite de nuestra capacidad de sufrir. Un día, ganaremos la libertad, pero no será solamente para nosotros. Lanzaremos a vuestros cuerpos y a vuestras conciencias un grito que os superará y nuestra victoria será una doble victoria.

 

El amor es el poder más duradero del mundo.[6]

En términos más estructurados, es necesario recordar que la llamada “justicia restaurativa”, de relevancia creciente en estos años, tiene como padre fundador, reconocido unánimemente, al evangélico (menonita) Howard Zehr. A diferencia de nuestro sistema legal, que se preocupa de que los victimarios reciban su justo merecido, la justicia restaurativa se centra en el daño ocasionado a las personas y las comunidades, en las necesidades y roles de las víctimas. Siendo esa su principal preocupación, procura atender también al daño sufrido por los victimarios, las causas que dieron origen al delito. La justicia restaurativa trata, pues, de reparar el daño (de forma concreta o simbólica) sufrido por las víctimas, que los victimarios comprendan el daño ocasionado y asuman la responsabilidad de repararlo en lo posible, y todo esto en un proceso participativo que involucre en alguna manera a la comunidad entera. En definitiva: “El objetivo de la justicia restaurativa es generar una experiencia que sea sanadora para todos los involucrados.”[7]

III Jornadas interreligiosas “Espíritu de Córdoba”

Córdoba, 13 Febrero 2024



[1] Vernard Eller escribe unas páginas sugerentes a propósito de la relación entre justicia, libertad y gracia, desde una perspectiva que denomina “anarquía cristiana”. Cfr. Christian Anarchy. Jesus’ Primacy over the Powers. Eugene, Oregon: Wipf and Stock Publishers, 1987. Pgs. 249-258.

[2] Martin Luther King: “He estado en la cima de la montaña”. In Textos y discursos radicales. Introducción y edición de Cornel West. Buenos Aires: Tinta Limón, 2022. Pg. 294.

[4] Jacques Ellul: Contra los violentos. Madrid: SM Ediciones, 1980. Pgs. 161.

[5] Denis Mukwege: Un manifiesto por la vida. Barcelona: Ediciones Península, 2019. Pg. 31.

[6] Martin Luther King: La fuerza de amar. Barcelona: Aymá Editora, 1968. Pg. 49.

[7] Howard Zehr: El pequeño libro de la justicia restaurativa. New York, NY:  Good Books, 2007. Pg. 28.

domingo, 11 de febrero de 2024

AROMA DE CRISTO (2ª Corintios 2,14-17)

 1. Nosotros, los hijos de Dios, somos la esperanza de nuestros semejantes. (v.14a). “Nos lleva siempre en triunfo en Cristo”. La imagen hace referencia al desfile triunfal de un general romano victorioso que va seguido de su ejército y de sus prisioneros. “Con pompa y gloria, coronado de laurel, montado en su carruaje, precedido por el senado, magistrados, músicos, botín, y cautivos encadenados, el orgulloso vencedor ascendía a la Colina del Capitolio a la cabeza de sus huestes triunfadoras. Nubes de incienso llenaban el aire con sus aromas. Los pobres cautivos eran separados para la muerte, en tanto que las multitudes aclamaban al vencedor en medio del tronar de los aplausos.”[1] (Sea como soldado o como prisionero) Pablo se ve a sí mismo participando del triunfo de Dios en Jesús.

(v.14b). “Por medio de nosotros manifiesta en todo lugar el (grato) olor (lit. fragancia) de Cristo.” No es sólo nuestra predicación del Evangelio, son nuestras vidas, somos nosotros mismos quienes esparcimos por donde pasamos el aroma a Jesús. Olemos a Jesús. “Pablo no es sólo el instrumento por medio del cual el perfume se expande; él mismo es ‘grato olor de Cristo’; porque Cristo vive en el apóstol al igual que el apóstol vive en Cristo, y a través de Pablo se difunde el conocimiento salvador de Dios.”[2] (v.15-16a). Ese olor, (lit. aroma) es aroma a vida para quienes hacen suyo a Jesús. Termina siendo olor a muerte para todos aquellos que lo desprecian.

El Nuevo Testamento abunda en imágenes para ilustrar esta verdad, aparentemente cargada de soberbia. Somos cartas vivas en las que las personas pueden leer a Cristo (3,3). Somos sal y luz del mundo (Mt.5,13-14). Aunque no lo saben, nuestros semejantes claman por nuestra manifestación como hijos del reino (Rom.8,19).

En definitiva, somos la esperanza del mundo. Siendo lo que somos, siéndolo de verdad. Poco visibles (sal, luz, grano de mostaza, …) pero influyentes. Nos equivocamos cuando queremos lo contrario: ganar visibilidad a costa de perder en testimonio. Y nos equivocamos también cuando nos conformamos con ser parte de la masa y no fermento en la masa (Luis Alfredo Díez).


2. Por el Espíritu. La semilla de Dios plantada en nosotros. (v.16b). “¿Para estas cosas quien es suficiente?” Pablo dice: “yo soy suficiente”. Esa suficiencia, desde luego, no procede de sí mismo, sino de la acción del Espíritu de Dios en su vida (3,5-6). “Por lo que a él respecta, la única condición que cumple es la de una honestidad a toda prueba”[3] (Eso no pueden decirlo todos. Ya en el siglo I había sinvergüenzas y vividores a costa del Evangelio). Este perfume no puede ser fabricado en un laboratorio, no hay plantas aromáticas que lo produzcan. No es fruto de la voluntad humana ni de la humana sabiduría. Es resultado de la acción de Dios por su Espíritu en el espíritu humano.

Así lo afirma de manera explícita un poco después. Somos cartas vivas en las que las personas pueden leer a Cristo, …. “escritas no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo” (3,3). Desde el momento que abrimos nuestra vida a Jesús como Salvador y Señor, Él viene a nuestras vidas de una manera real, por el Espíritu Santo, quien planta la semilla de la nueva vida (1ªP.1,23; 1ªJn.3,9).

Esa vida “no procede de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Jn.1,13). Porque “lo que es de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Jn.3,6); “la carne para nada aprovecha; el espíritu es el que da vida” (cfr.Jn.6,63).

Es verdad, no podemos controlar la acción del Espíritu en nuestras vidas, en nuestra iglesia: “El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu” (Jn.3,8). Pero, a cambio, en sus manos experimentamos el poder de Dios, como aquel ciego en tiempos de Jesús: “una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo” (Jn.9,25). Ahí está la fuerza del cristiano, de la iglesia: en el testimonio de la acción de Dios por el Espíritu en nuestras vidas.

¡Cuánto nos cuesta claudicar ante la verdad de nuestra absoluta dependencia de Dios para caminar los caminos del reino, y no fiados en nuestra sabiduría o recursos humanos, naturales! Aunque una y otra vez nos advierte el Señor a través de la Escritura: “Estos confían en carros, y aquellos en caballos; mas nosotros del nombre de Jehová tendremos memoria” (Sal.20,7). “Si Jehová no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican; si Jehová no guardare la ciudad, en vano vela la guardia. Por demás es que os levantéis de madrugada, y que vayáis tarde a reposar, y que comáis pan de dolores; pues que a su amado dará Dios el sueño.” (Sal.127,12).  “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Zac.4,6). Y de muchas maneras insiste el Nuevo Testamento: “las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios” (2ªCor.10,4).

¡Cuánto nos cuesta aprender a escuchar (a Dios) más que hablar (nosotros)! Aún no hemos explorado todo lo que significa el dicho de que “Una iglesia (y una persona) de rodillas es más poderosa que un ejército de pie”.


3. Vasos de barro. “Dios (…) resplandeció en nuestros corazones, para iluminación de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (4,6). Dios “nos ilumina en nuestro ser interior, de manera que nosotros (los creyentes) podamos difundir la luz”[4] ¡Qué prodigio! ¡Qué privilegio! Pero a continuación, el apóstol recuerda: “tenemos este tesoro en vasos de barro” (4,7). La “excelencia del poder” (lit. “el poder extraordinario”) es de Dios. Nosotros en Él y Él en nosotros hace posible el milagro. Sin la plenitud del Espíritu en nosotros (Ef.5,18), la vida personal, el matrimonio, el ministerio de la iglesia, ofrecen frutos tan pobres como los de cualquier persona meramente bienintencionada.

Y además debemos estar atentos y conscientes que “vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar” (1ªP.5,8).

Por eso, para participar de la nueva vida del reino de Dios y para extender en otros la vida abundante del reino de Dios, necesitamos atender a diario la exhortación del apóstol: “fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza” (Ef.6,10). Se trata de abrir la vida al Espíritu de Dios, sin reservas y con profundo anhelo, para real en nosotros y en otros a través nuestro la vida abundante de Jesús.



[1] Ch. Erdman: La segunda epístola de Pablo a los corintios. Philadelphia, PA.: The Westminster Press, 1974. Pgs. 35-36.

[2] Ch. Erdman: La segunda epístola de Pablo a los corintios. Philadelphia, PA.: The Westminster Press, 1974. Pg. 36.

[3] Ch. Erdman: La segunda epístola de Pablo a los corintios. Philadelphia, PA.: The Westminster Press, 1974. Pg. 37.

[4] S. Kistemaker: 2 Corintios. Grand Rapids, MI.: Libros Desafío, 2004. Pg. 165.

martes, 6 de febrero de 2024

EVANGELIO DE JESÚS: LA VERDAD QUE TRANSFORMA

¿Qué es el Evangelio?

Una mujer atea, blasfema, que hoy está enamorada de Jesús y le saltan las lágrimas en la alabanza. Eso es el Evangelio.

Una mujer de vida absolutamente desordenada, en muchos sentidos, que hoy es una sierva de Dios cuya vida bendice a muchos. Eso es el Evangelio.

Un hombre que sufrió intentos de suicidio, que hoy tiene una vida equilibrada y en orden. Eso es el Evangelio.

Un hombre mujeriego y entregado a excesos de todo tipo, que hoy bendice a Jesús por cómo ha transformado su vida. Eso es el Evangelio.

Una mujer que cambiaba sexo por droga, que hoy tiene una vida siempre gozosa en Jesús. Eso es el Evangelio.

No he tenido que buscar esas historias en los libros. Esos hombres y mujeres forman parte de mi comunidad. Y tantas otras historias similares, de ruina y de restauración. Me conmuevo cuando veo en los tiempos de alabanza cómo sus rostros muestran qué es el Evangelio: poder de Dios para salvación, salvación integral, salvación en términos pasados, presentes y futuros. En cuanto al pasado, por el perdón de los pecados y la reconciliación con Dios en Jesús. En cuanto al futuro, por una expectativa esperanzada que alcanza hasta la eternidad. En cuanto al presente, por una nueva vitalidad, un nuevo estilo de vida. Todo esto y más es el Evangelio de salvación. Un pasaje del Nuevo Testamento ilustra la magnitud del Evangelio de Jesucristo, como la verdad transformadora: Efesios 3,14-21.


1. “EN EL HOMBRE INTERIOR POR SU ESPÍRITU” (v.16b). Desde el momento que abrimos nuestra vida a Jesús como Salvador y Señor, Él viene a nuestras vidas de una manera real, por el Espíritu Santo, quien planta la semilla de la nueva vida (1ªP.1,23; 1ªJn.3,9). Esa vida “no procede de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Jn.1,13). Porque “lo que es de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Jn.3,6); “la carne para nada aprovecha; el espíritu es el que da vida” (cfr.Jn.6,63). 

 

2. “QUE HABITE CRISTO”: VIDA NUEVA, LA VIDA DE JESÚS (v.17a). ¿En qué consiste esa vida nueva que el Espíritu desarrolla en nuestro espíritu? En la vida misma de Jesús: “que habite Cristo por [medio de] la fe en vuestros corazones”. “El poder (sobrenatural) no es para milagros, sino para el mayor de los milagros, el milagro continuado de la morada de Cristo en sus corazones mediante la fe. (…) Él [Dios] desea llenarnos de su presencia, lo que debe significar con su propia naturaleza, su santidad, amor, y gracia.”[1]


Dos palabras en griego pueden traducirse como “habitar”. Una, “paroikeó”, implica habitar un lugar como extraño, alguien que está de paso, como un extranjero fuera de su hogar (2,19). La otra, “katoikeó”, que usa el apóstol en 3,17 se refiere a una residencia fija, permanente, a quien habita un hogar del que es propietario[2]. Nadie puede arrebatarnos la semilla de Su presencia. Más aún esa pequeña semilla de mostaza está llamada a crecer: “y se hace árbol, de tal manera que vienen las aves del cielo y hacen nidos en sus ramas” (Mt.13,32). El Padre desea que Jesús sea formado en nosotros (Gál.419) por su Espíritu (2ªCor.3,18). Es un proceso lento porque somos “vasijas de barro” pero Él ha empeñado su palabra de hacerlo posible.


3. PARA CONOCER Y CRECER EN EL AMOR (v.17b-19). Esa vida nueva nos arraiga (árbol) y nos cimenta (edificio) en el amor (v.17b). Y genera un estilo de vida anclado y expresado en amor, amor ágape, sacrificado, abnegado, gratuito, cada día un poco más lejos de una “confortable mediocridad”[3] meramente religiosa. La presencia interior de la Trinidad del amor en nosotros, nos permite “comprender” (v.18) y “conocer” (v.19) de forma experimental el amor de Jesús, el amor de la Trinidad. Y nos permite entrar en la verdad, porque sólo se entra a la verdad por el amor (San Agustín). Y esto, no como una vivencia cerrada a los demás, sino junto con todos los santos (v.18), en un camino compartido, de mutua edificación.


4. SABER y SABER SABER (en el Espíritu). Es importante saber estas verdades pero más importante aún, saber como hay que saberlas: no en la mente sino enseñadas por el Espíritu divino en las entrañas. El Evangelio es verdad pero la letra de la verdad no transforma, lo hace el Espíritu dentro de nosotros. Como alguien dijo: necesitamos teología, conocimiento de las verdades de Dios, pero necesitamos aún más teofanía, manifestación de Dios. 

Emil Brunner, un teólogo protestante suizo, escribió un libro central en su obra que tituló: “La verdad como encuentro”. No conceptos, sino encuentro personal, relacional con la persona de Jesús; no palabras sino vida, vida nueva en Jesús. En el caso de E. Brunner no se trataba de teoría: escribió también un libro sobre la esperanza cristiana, después de la muerte de dos de sus hijos.

Siglos antes, los pietistas alemanes del siglo XVIII se rebelaron contra una ortodoxia protestante, cierta pero carente de vida, buscando que esas verdades fueran vivificadas en ellos por la enseñanza del Espíritu Santo.

En el siglo XVII  lo dejó escrito Blas Pascal en una pequeña nota cosida al forro de su levita: “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos ni de los sabios. Certidumbre. Sentimiento. Alegría. Paz. Dios de Jesucristo.”

También en los siglos XVII y XVIII los primeros cuáqueros recuperaron la verdad central de que el Evangelio es un “conocimiento vivo”[4], para no caer en la triste condición de ser “sabios en la letra pero extraños para la vida”[5] 

Podríamos retroceder en la historia de la Iglesia hasta llegar a los textos del Evangelio que enseñan esta verdad a menudo olvidada: “En aquel tiempo, respondiendo Jesús, dijo: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños” (Mt.11,25). Resuenan los pasajes bíblicos en este escrito: “Los mansos, los humildes, los quebrantados de corazón, los débiles, los pobres, los bebés, los niños pequeños, estos son a los que el Padre enseña. Estos tienen esa preservación e instrucción que pierden las mentes sabias, conocedoras y juiciosas (según la consideración del hombre). De ahí que lo insensato de Dios sea más sabio que el hombre, y lo débil de Dios más fuerte que el hombre. Dios ha escogido en cada hombre lo que no es, para llevar a nada todo lo que está en él, de modo que la carne no se glorifique en Su presencia, ni ningún hombre se jacte delante del Señor de la salvación de su alma”[6]

¿Por qué éstos? Porque tienen menos prejuicios, menos prevenciones en su sabiduría humana, una confianza “inocente” en Dios, un dejarse moldear humildemente por el Espíritu de Dios.

El apóstol Pablo fue un gran intelectual de su tiempo, en filosofía y teología. Pero recordaba a los cristianos corintios que “ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.” (1ªCor.2,4-5). “La verdadera religión consiste en Espíritu, poder, virtud, vida, no en la antigüedad de ninguna forma que pasa, sino en la novedad del Espíritu que permanece para siempre. Consiste en ser nacido del Espíritu, en permanecer en el Espíritu, en vivir, caminar y adorar en el Espíritu. Sí, en llegar a ser y crecer en el Espíritu y en la vida eterna, porque ‘lo que es nacido del Espíritu, espíritu es’.”[7]


Mi respuesta. El Evangelio es verdad transformadora, poder de Dios para salvación en el sentido más amplio de la palabra. “Si a partir del caos, Su omnipotencia ha producido tantas maravillas en la creación del mundo, ¿qué no hará Él en tu alma (creada a su propia imagen y semejanza) si te mantienes constante, quieto y rendido a Él, bajo un verdadero sentido de tu propia nadedad?”[8] De hecho, puede hacer “todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos” (v.20).

Espíritu Santo, muéstranos a Jesús, vivifica la Palabra en mí. Espíritu Santo, dame en mi espíritu la vida de Jesús. 



[1] Stanley Horton: El Espíritu Santo. Miami: Editorial Vida, 1992. Pg. 227.

[2] Cfr. John Stott: La nueva humanidad. El mensaje de Efesios. Illinois: Ediciones Certeza, 1987. Pg. 131.

[3] André Trocmé: Jesus and the nonviolent revolution. Herald Press, Scottdale, Pa.: Herald Press, 1973. Pg. 168.

[5] Isaac Penington: Los escritos de Isaac Penington, volumen I. www.bibliotecadelosamigos.org Pg. 95.

[6] Isaac Penington: Los escritos de Isaac Penington, volumen I. www.bibliotecadelosamigos.org Pg. 284.

[7] Isaac Penington: Los escritos de Isaac Penington, volumen I. www.bibliotecadelosamigos.org Pg. 215.

[8] Anónimos: Guía a la paz verdadera. www.bibliotecadelosamigos.org Pg. 58.